Escenas del Imperio 5

 

por Rusty Priske, Nancy Sauer, & Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Yoritomo Tadame se frotó el mentón pensativamente mientras miraba el Templo de Kaze-no-Kami. Postulantes formaban una línea zigzageante que surgía de la entrada principal del templo. Había más de una docena de personas esperando fuera, y más dentro.

Kimogen contestó la pregunta que Tadame aún no había hecho. “Desde que Shumai se convirtió en la cabeza del templo, este ha crecido en prestigio y notoriedad. Habitualmente hay más posibles monjes de los que pueda acomodar.”

Tadame, usando la habilidad de su mentor para leer lo que diría antes de que lo dijes, contestó, “¿Pero tantos? ¿Cómo tiene tiempo de servir al templo?”

Kimogen sonrió. “Normalmente no hay tantos, pero creo que se ha extendido el rumor que ahora mismo hay visitantes en el templo. A muchos le encantaría tener la oportunidad de ver a dos antiguos campeones Mantis al mismo tiempo.” Kimogen notó la sorpresa en la cara de Tadame y sonrió. “Ah, ¿no te dije que Tanari estaría aquí?”

La sonrisa de Tadame empezó a ser igual que la de Kimogen. “No, no lo hiciste.”

“Se me debe haber olvidado. Ahora, creo que deberías esperar aquí por el momento. Está claro que están bastante ocupados dentro y veré si podemos tener una reunión con Tanari y Shumai.”

“Como desees, hermano. Encontraré algo en lo que ocupar mi tiempo.”

“No debes-deberías sentirte tan deprimido, amigo-amigo.” Tadame vio algo que a la mayoría haría retroceder, pero un Nezumi, vestido con la túnica de un monje, no tenía ese efecto en él. Tadame nunca había visto a K’mee, pero ella era bien conocida entre las órdenes. Cuando supo que Tanari estaba aquí, ya no le sorprendía el que ella también estuviese presente.

Ella estaba hablando con voz relajante a un anodino samurai que parecía bastante abatido. “¿Por qué debes-estás tan infeliz, joven Funaba?”

“Fui rechazado, Hermana K’mee. Juré mi vida al templo y se me dijo que mis servicios no eran requeridos. Ni siquiera sabía que eso podía ocurrir.”

K’mee asintió amablemente. “Si-si. A veces hay más gente que desea servir en un templo que hay trabajo o incluso habitaciones. El Templo de Kaze-no-Kami es bastante popular y muchos desean-desean servir aquí.” Señaló a la gente que esperaba fuera, incluyendo a Tadame, “Como puedes ver. El Hermano Shumai debe hacer-tomar decisiones sobre quien mejor-mejor servirá este templo.”

Funaba la miró, con dolor en sus ojos. “Si, y fui juzgado no tan digno como estos otros.” Miró a Tadame, que estaba a una distancia respetuosa, pero claramente escuchando. “¿Qué puedo esperar? Soy un simple ronin. No puedo esperar ser elegido antes que un gran samurai Mantis en sus tierras.”

Tadame se adelantó. “No estoy aquí como postulante, amigo. Mis obligaciones ya están asignadas.”

Funaba se inclinó profundamente ante el samurai Mantis, quien le devolvió la reverencia. “Mis disculpas, Yoritomo-sama. No quería faltaros al respeto.”

“No me he sentido ofendido, Funaba, ¿verdad?” Al asentir el ronin, Tadame continuó. “Ser tomado por alguien que desea servir en Kaze-no-Kami no es algo que pensase jamás que era una falta de respeto.”

“¿Y si es de alguien que deseaba servir y fue rechazado?”

K’mee hizo un gesto con su mano. “Creo-creo que no lo entiendes, Funaba-san. No has sido rechazado; te han dado un gran-gran regalo.” Funaba pareció extrañado y la pequeña Nezumi continuó. “Hay muchos que intentan encontrar-encontrar su lugar y nunca lo consiguen. Viven sus días siguiendo aquella senda que está-está ante ellos. Tú estabas a punto de cometer un gran-gran error y seguir una senda equivocada. Shumai te salvó de ese error.”

Funaba miró sospechosamente a K’mee y luego a Tadame, y después de vuelta a K’mee. “No lo entiendo.”

“Llevas una espada-espada.”

Funaba asintió. “Sigo siendo un samurai, aunque solo un ronin.”

“¿Por qué querías-querías dejarla a un lado?”

“He servido, de la mejor forma que sé.” Funaba dio un golpecito a su saya. “He matado cuando tenía que matar, normalmente a bandidos. Los pueblos de por allí se aseguraban de que yo tuviese comida y alojamiento cuando hacía eso. Pero nunca sentí que estuviese consiguiendo algo. La vida debería ser algo más que ir de pueblo en pueblo, una vida sin propósito alguno. Siempre he pensado que mis acciones deberían significar algo más.”

K’mee ladeó la cabeza. “¿Y qué-qué significaron tus acciones para los de los pueblos? ¿Te alimentaron por miedo? ¿Pensaron que eras peor-peor que los bandidos, o qué eras mejor?”

Funaba se encogió un poco de hombros. “Mejor. Supongo que sería por gratitud.”

“Para ellos fuiste-eras un héroe. ¿Qué mejor servicio puede-podría haber?”

Tadame vio como Funaba se daba cuenta de algo, y como una luz iluminaba sus ojos. Pero antes de que la conversación pudiese continuar, Kimogen salió del templo.

“Ven, Tadame-san. Tanari tiene un momento para recibirnos mientras Shumai está ocupado con los postulantes.”

Tadame indicó que le seguiría y luego se volvió hacia Funaba y K’mee. “Deberías escuchar a esta monja, samurai-san. Es muy sabia. Ahora debo ir dentro, pero me alegraría mucho poder hablar más. ¿Te quedarás por aquí hasta que regrese?”

La cara de Funaba mostró algo de sorpresa mientras se inclinaba y dijo, “Sería un honor para mi, Yoritomo-sama.”

Tadame devolvió la reverencia y luego se inclinó ante K’mee antes de girarse y seguir a Kimogen.

Yoritomo Tadame siguió a Kimogen a la sala privada que estaba lejos del área principal del templo. Donde Tadame se esperaba una sala de espera, parecía que era la habitación privada de Shumai. Estaba claramente decorada por un antiguo samurai Mantis, ya que el verde era el color dominante, y había recuerdos de su vida anterior colocados por toda ella.

Dentro, esperando su llegada, estaba Tanari, antes conocido como Tsuruchi, y actual cabeza de la Hermandad de Shinsei. Tadame se inclinó profundamente.

“Por favor, Yoritomo-san, aquí somos todos hermanos. Sentaros. Shumai ha sido lo suficientemente amable como para darnos unos refrescos. ¿Tenéis hambre? ¿Sed?”

Kimogen se sentó primero, y Tadame le siguió. Kimogen dijo, “Os damos las gracias por vuestra hospitalidad, Hermano Tanari. Sois muy amable.”

Tanari hizo un gesto para obviar las gracias. “Es Shumai. Yo solo estoy también visitando el lugar, aunque admito sentirme muy cómodo aquí. Esta fue una vez mi habitación antes de abandonar el templo para cumplir con mis actuales obligaciones.”

Kimogen levantó su taza. “Obligaciones que sirven a todo Rokugan, Hermano Tanari. Todos somos mejores por vuestra presencia.”

Tanari bajó la cabeza ante el halago y luego dijo, “¿Qué te trae a este templo, Hermano Kimogen? ¿Planeabas cambiar de orden?”

Kimogen sonrió ante la broma de Tanari. “Aunque este templo es muy digno, estoy contento en la Orden de los Héroes, Hermano Tanari. No, he venido porque había oído que estabais aquí y pensé que le vendría bien a Tadame conocer a dos personas a las que considera unos héroes.”

“Te agradezco el halago y confío en tener la oportunidad de sentarme para un largo debate, Tadame-san.”

Tadame inclinó su cabeza. “El gran honor será mío.”

Kimogen asintió en dirección al área principal del templo. “Espero que Shumai esté igual de supuesto tras este día tan ajetreado.”

Tanari sonrió. “A veces hecho de menos mis tareas aquí. A veces no.”

Kimogen asintió. “¿Qué os trae hasta aquí, Hermano Tanari? Si es que no es un asunto privado. ¿Solo visitando tu antiguo templo?”

“Algo así, pero también quería traer a K’mee. Ha crecido mucho, espiritualmente, desde que está conmigo. Tiene una comprensión asombrosa del mundo que la rodea y como encontrar la verdadera vocación de una persona. Tengo la sensación que la he enseñado todo lo que he podido, y en muchas cosas ella me ha superado. Vine aquí buscando un lugar para ella para que continúe con su educación, pero ahora que estoy aquí, no sé si este es el lugar adecuado para ella.”

Tadame miró hacia la puerta por donde habían entrado y pensó en la conversación que había tenido afuera. Se volvió hacia Tanari. “Perdonadme, Hermano Tanari, pero conozco una orden en la que K’mee sería de gran ayuda…”

 

 

La casa del jefe de la aldea de Kibi Mura no tenía ni un simple pergamino colgado en la pared y la corriente de aire era fuerte, pero era la mejor casa de la aldea. Esto no detuvo a Kakita Hideshi de pensar que era totalmente repugnante. Volvió a observar la habitación, haciendo un gesto de dolor ante el pobre estado de las esteras de tatami. Asahina Beniha se merecía mucho más, pero no había nada que hacer. Aparentemente el campo estaba lleno de víctimas de la plaga y de intrusos Escorpión, por lo que cualquier viaje debía hacerse lo más rápidamente posible. El entorno de Beniha había viajado todo lo que había durado la luz del día, y luego había buscado refugio en la primera aldea a la que llegaron.

“Hideshi-kun,” dijo Beniha, “¿qué es eso?” Señaló a un dibujo en la novela que estaba leyendo. 

Él se inclinó para estudiarla, entrecerrando un poco los ojos por la pobre luz de la habitación. “Es una ballesta,” dijo.

“¿Una ballesta?” Dijo Beniha.

“Es un arma bastante poco conocida,” dijo Hideshi. “Solo la he visto llevada por una marioneta en la representación de El Niño del Hueso de Melocotón.”

“Ah, me encanta esa historia. ¿Has visto alguna vez la versión que hace la compañía del Abanico de Crisantemo? Es mi favorita; deberíamos ir a verla la próxima vez que estén en Toshi Ranbo.” Beniha levantó su mano para pasar la página, y cuando la bajó el borde de su manga levemente estaba por encima del borde de la manga de Hideshi.

“Eso me gustaría mucho,” dijo Hideshi. Sus ojos fueron de las mangas de ambos a la cara de Beniha; ella estaba mirando al libro con una sonrisita en sus labios. “¿Deseas retirarte pronto, Beniha-chan? Necesitaremos partir mañana tan pronto como sea posible.”

Ella le miró, su sonrisa aún más amplia. “Si, eso sería acertado. Yo–” se detuvo un momento, escuchando algo que Hideshi no podía oír, y luego el sonido de un mal hecho gong llenó la noche.

“¡Fuego!” Exclamó Hideshi. Se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, sus espadas ya en sus manos. Cuando llegó fuera miró a su alrededor. La pequeña casa de sake que había al otro lado de la calle tenía humo surgiendo de ella y había llamas lamiendo una de las contraventanas. Aldeanos llevando cubos y palos corrían hacia ella, y el jefe de la aldea ya les estaba organizando. Hideshi se relajó un poco. El fuego siempre era peligroso, pero no había viento que llevase las llamas de un edificio a otro y los aldeanos parecían saber lo que hacían. Era inconveniente, aunque los otros guardias estaban durmiendo allí, y ahora tendrían que encontrar otros alojamientos.

“Kakita-san, algo está mal.” Hideshi miró al que había hablado. Daidoji Ryugo estaba en su puesto junto a la puerta de la casa del jefe, y señalaba con su espada hacia el edificio en llamas. “Ninguno de los otros ha salido,” continuó.

“¿Estás seguro?” Dijo Hideshi. “Podrían haber salido en otra dirección.”

“Ya habrían venido aquí,” dijo Ryugo. “Y hay algo extraño más – hubo un gran ruido antes de que brotase el fuego, pero luego se acalló. Y no ha habido ruido alguno desde que sonó el gong del fuego.”

Beniha se unió a ellos, con uno de sus pesados kimonos para abrigarse. “Hideshi-san,” dijo, “mira.” Señaló hacia la puerta de la casa de sake, donde algunas figures podían verse moverse entre el humo. La primera reacción de Hideshi fue de alivio; finalmente estaban allí los demás. Luego frunció el ceño, notando lo raro de sus movimientos.

“Por la voz de Hayaku,” maldijo Ryugo. “¡Son no-muertos!”

Al principio los aldeanos no se dieron cuenta. Luego las figuras estaban junto a ellos, y empezaron los gritos. La mayoría de los aldeanos huyó, pero algunos de los más valientes intentaron rescatar a sus vecinos golpeando a los zombis con los instrumentos que tenían para luchar contra el fuego. Ryugo siseó y corrió hacia la pelea.

“¡Detente! ¡Debemos sacar a Beniha-sama de aquí!” Dijo Hideshi.

“No hay forma de subirse a un caballo con este jaleo,” Ryugo le chilló. Atacó a un zombi que estaba destripando al jefe de la aldea con sus desnudas manos.

Hideshi maldijo, pero Ryugo tenía razón. El Kakita desenvainó su espada y corrió a unirse con el guardia. Los siguientes minutos fueron una pesadilla de llamas, oscuridad, y sangre. Hideshi se enorgullecía de sus habilidades como guerrero, pero los muertos no podían sentir dolor y no les ralentizaba la pérdida de sangre. Al dar un golpe que hacía caer por segunda vez a uno de los guardias muertos empezó a sentir los primeros tentáculos del pánico.

“¡Kakita!” Gritó Ryugo con angustia, e Hideshi se giró hacia él. De alguna forma, el jefe de la aldea había abrazado a Ryugo por la cintura, y el inmovilizado guardia ahora estaba siendo abrumado por una muchedumbre de no-muertos. Hideshi dio un paso hacia él y luego se detuvo cuando algo le agarró por el tobillo. Moviéndose con instinto algo aterrorizado, Hideshi dio un pisotón a la cosa que le agarraba. Hubo el sonido de huesos al romperse y luego se liberó, trastabillando.

Igual de repentinamente volvieron a agarrarle, pero esto era distinto: la fuerza le sujetó todo el cuerpo y vino con el sonido del viento al rugir. Hideshi se encontró caído junto a la casa del jefe de la aldea, y vio sorprendido como los cuerpos de los muertos – Ryugo incluido – eran lanzados a las llamas que envolvían la casa de sake. Se dio cuenta que podía escuchar ahora el sonido de unos cánticos, y al levantar la vista vio a Beniha junto a él. Ella tenías las manos dobladas, en actitud de oración, y tras un momento su cántico cambió de tono para convertirse en algo que él reconocía: las oraciones que se decían ante una pira funeraria.

Hideshi se puso en pie de un salto y señaló a un grupo de aldeanos que encogidos cerca de allí. “Tú,” ordenó, “ensilla a dos de nuestros caballos y tráelos aquí.”

“Pero samurai-sama,” dijo uno de ellos, “¿quién nos protegerá si os vais? Puede que haya más.”

Hideshi insertó su espada en el cuello del hombre, y luego le dio una patada para sacarle de la hoja. Señaló con su goteante espada a los demás. “¡Caballos!” Dijo. Los aldeanos corrieron a obedecer, ni siquiera preocupándose por detenerse y hacer una reverencia. Hideshi se detuvo y respiró hondo, a base de voluntad metiendo fuerza en su cuerpo. Beniha aún no estaba a salvo, y no se podía relajar hasta que lo estuviese. 

“Ya está,” dijo Beniha tras él. “Los muertos ya están descansando.”

Hideshi se volvió hacia ella, incómodamente sabiendo que ella le había salvado la vida. “Gracias,” dijo.

Beniha hizo un gesto de desdén. “No soy la sacerdotisa más santa que haya producido mi familia, pero sé cuales son mis obligaciones. Los no-muertos son unas abominaciones para el Orden Celestial.” Miró a su alrededor. “¿Qué hacemos ahora?”

“Nos montamos en nuestros caballos y nos vamos tan rápido como sea posible,” dijo Hideshi.

Beniha le miró con expresión de confusión en su cara. “¿Pero qué hay de la aldea? ¿Y si hay más no-muertos merodeando por ahí?”

“Mi deber es protegerte a ti, no a ellos,” dijo Hideshi, “y tu vales más que cien de estas apestosas aldeas.” Señaló a los caballos que estaban trayendo dos aldeanos. “Monta.”

“No es cuestión de mi valía,” dijo Beniha. “Yo–”

“Mi señora,” dijo Hideshi en voz baja, “súbase a ese caballo.” Sus ojos miraron fijamente a los de ella, y Beniha palideció un poco. “Ahora,” dijo.

Beniha respiró entrecortadamente y luego caminó lentamente a uno de los caballos. Hideshi la ayudó a montar y luego se subió al otro. “Les haremos galopar tanto como puedan, para poner algo de distancia,” dijo. Ella contestó encogiéndose de hombros, mirando hacia otro lado. Hideshi rechinó los dientes mientras su ira crecía. Él tenía razón, y algún día ella lo admitiría. Por ahora, mantenerla a salvo era todo lo que le importaba.

 

 

El viejo abad sonrió mientras empujaba las puertas hacia dentro. “Es un tremendo honor tener un visitante tan ilustro,” dijo, claramente encantado. “Me temo que nuestro monasterio está lejos de las sendas más transitadas, como se suele decir, y pocas veces tenemos más de un visitante al mes.” Su sonrisa no se desvaneció, pero una expresión de confusión apareció en su cara. “Aunque si os puedo preguntar… ¿seguro que no había archivos históricos más concienzudos en otros monasterios?”

“Eso es lo que yo creía,” dijo el visitante. “Pero las otras bibliotecas que he investigado tenían un tráfico mucho mayor. No deseaba ser molestado durante mi investigación.”

La confusión estaba ahora cementada en la cara del viejo hombre. “¡Mi señor, no consigo imaginarme que alguien pueda osar interrumpir el trabajo de un agente del trono! Y a uno con un historial tan ilustre!” Se detuvo un momento. “Mi señor, habéis mirado varias veces por encima de vuestro hombro. ¿Hay algo que os preocupa?”

Seppun Tashime sonrió, pero no era una sonrisa genuina. “Mi última visita a un monasterio acabó algo mal,” dijo. “Estoy siendo simplemente… cauteloso.”

“Os aseguro, Seppun-sama, que ningún hermano en este monasterio se atrevería a alzar la mano contra vos. Este es un lugar de contemplación.”

“Gracias, hermano abad,” dijo Tashime. “Encuentro reconfortantes tus aseguraciones.” Señaló al inmenso estante de pergaminos donde se había detenido el abad. “¿Son estos los archivos históricos a los que pedí acceso?”

El abad se inclinó profundamente. “Lo son. ¿Necesitaréis ayuda, mi señor?”

Tashime devolvió el gesto. “No, hermano abad, pero te agradezco la oferta. Si me quedo solo, intentaré no remover nada más en tu biblioteca.”

La sonrisa del abad regresó. “Muy bien, mi señor. Volveré a mediodía para ver si necesitáis algo.” El monje retrocedió en silencio mientras Tashime observaba los pergaminos con un leve suspiro.

Algunos días parecía que había estado toda su vida rebuscando por bibliotecas.

Tashime levantó la vista varias horas más tarde, poniendo un gesto de dolor ante la rigidez de su cuello. Había estado leyendo las historias de la Hermandad durante muchos años, y había perdido la noción del tiempo. El abad se estaba acercando con otro de los hermanos, que llevaba una bandeja que parecía contener tanto té como arroz. Hubo un ruido sordo proveniente del estómago de Tashime al pensar este en comida. El segundo monje tenía un sombrero de canasta, lo que hizo que el magistrado entrecerrase los ojos, pero no se preocupó. Al menos por ahora no.

“¡Saludos, honorable magistrado!” Dijo alegremente el abad. “Os hemos traído algo para saciar vuestro cuerpo mientras buscáis saciar vuestra mente. ¡Espero que no os ofenda!”

“En absoluto,” dijo Tashime, poniendo los pergaminos a un lado. “Estoy muy agradecido. Gracias.”

El abad sonrió y se inclinó, y miró a los pergaminos. “Habéis hecho un tremendo progreso,” observó. “Decidme, ¿habéis encontrado lo que buscáis?”

“Parcialmente,” dijo Tashime, dando vueltas al té. “Está un poco más caliente de lo que estoy acostumbrado a beber. Espero que no te ofendas si permito que se enfríe un momento.”

“Por supuesto, por supuesto,” dijo el abad con un gesto de su mano. “¿Puedo preguntaros lo que estáis investigando? No deseo ser descortés, solo siento curiosidad.”

“Me encantaría explicarlo,” dijo Tashime, “si tu me explicas el extraño sombrero de su socio. El sombrero de canasta normalmente es algo que se usa en los viajes.”

“Oh,” dijo el abad. “Nuestro hermano tomó un voto de anonimato además de los votos más tradicionales. No hace mucho que le conozco pero creo que tenía un puesto de alguna relevancia en el Imperio y desea que no interfiera con su búsqueda de la iluminación.”

“Ah,” dijo Tashime asintiendo, y luego añadió, “es extraño que menciones la iluminación. Eso tiene algo que ver con lo que busco.”

“¿Buscas la iluminación, hermano?” Dijo el abad, claramente entusiasmado.

“No,” le corrigió Tashime. “Pero estoy bastante interesado en la falibilidad de aquellos que la buscan.”

La expresión del abad se quedó totalmente en blanco. “¿Mi señor?”

“La percepción que hay sobre la Hermandad es que está llena de sabios monjes, en total armonía con el propio universo y capaz de percibir los espíritus de aquellos que les rodean.” Se encogió de hombros. “En tu orden hay muchos así, no lo negaré, pero también hay muchos que aún siguen atados a las preocupaciones mundanas, y que son fáciles de engañar cuando se les dice lo que quieren escuchar.”

La expresión del abad se volvió severa. “¿Estáis queriendo decir que me habéis engañado, mi señor?”

“No,” dijo Tashime. “Pero estoy diciendo claramente que la Hermandad ha sido engañada, y en una escala tan inmensa que no me hubiese creído posible.”

“¿Qué queréis decir?”

Tashime miró al viejo hombre de forma penetrante. “¿Te es familiar la Orden de Veneno?”

El viejo frunció el ceño. “Si, algo. Una orden formada hace unos años. Tienen miembros que son algo… atípicos, pero la Hermandad detesta reprimir las sendas de otros a no ser que pongan en peligro sus espíritus y los de los demás. La Orden de Veneno es bastante militante, pero han permanecido en un segundo plano.”

“¿Cuán omnipresente es su presencia?”

“No mucho,” dijo el abad. “La verdad es que no lo sé. Sus miembros son pocos y están muy desperdigados. Quizás haya dos o tres en algunos de los templos y monasterios más grandes, pero en su mayor parte están ausentes de los asuntos del día a día de la orden.”

“Ya veo,” dijo Tashime. “¿Y el fundador de la orden?”

“No recuerdo su nombre,” confesó el abad. “Tal y como lo recuerdo, era un monje que había perdido su senda y regresó al redil solo después de haberse aventurado demasiado. Creó la orden abrazando las filosofías marcial y militante que dijo que le habían devuelto la armonía con el universo.”

“¿No encuentras extraño el nombre?”

El abad frunció el ceño. “Se me dijo una vez que el abad sobrevivió a la picadura de una serpiente venenosa, y que esa fue la inspiración para su filosofía de crecer a través de la exposición a las amenazas mortíferas.”

“Quizás,” musitó Tashime. “Encuentro más fácil que fuese un impostor débil mental que pensase que el nombre inspiraría temor.”

“¡Magistrado!” Dijo el abad, claramente ofendido. “Por favor, ¡mantener el respeto por los ancianos de la Hermandad!”

“¿Ancianos?” Se mofó Tashime. “Hablamos de un estúpido y un débil con afición a inventarse cosas. Nada más.”

El segundo monje se movió tan rápido que fue algo borroso. Tashime se había anticipado a ello, pero a pesar de ello la velocidad del hombre le cogió con la guardia baja. El magistrado desvió parcialmente la patada, pero su velocidad hizo que retrocediese, casi tirando los estantes de pergaminos y haciendo que perdiese el aliento. “¡Hermano!” Gritó el abad con voz aguda, de pánico. “¿Qué estás haciendo?”

El sombrero de canasta se había caído, revelando la tela que envolvía su cabeza. El monje bajó su mano en un golpe de cuchillo que Tashime bloqueó en el antebrazo del hombre, pero que dejó su brazo izquierdo entumecido casi hasta el hombro. Levantó su rodilla al abdomen del monje, o eso intentó. El golpe fue bloqueado, pero solo era una finta. Tashime chocó su frente contra el caballete de la nariz del hombre, que estaba parcialmente oscurecida por la tela. Hubo un fuerte crujido y un gruñido de dolor, y luego la tela que cubría la cara del hombre empezó lentamente a volverse de color rojo. “Un nombre,” jadeó Tashime mientras el monje retrocedía para adoptar una nueva postura. “Dime su nombre.”

El monje no dijo nada, girando, buscando una apertura. Tashime tenía ahora su espada en la mano, y estaba preparado para lo peor. Había aprendido que con estos hombres la sorpresa era esencial; cuando estaban preparados, había poco que hacer excepto matar o ser matado. Si el hombre no quería hablar, entonces Tashime conocía el desenlace.

Su enemigo se lanzó hacia él, moviéndose como el viento, lanzando una serie de fintas que el magistrado luchó por seguir, constantemente moviendo su espada en un intento de detener el ataque real. Podía percibir su pauta, pero el monje era simplemente demasiado rápido para que pudiese seguirle el ritmo. Hubo un doloroso impacto en su hombro izquierdo, y perdió toda sensación en el brazo. La mano se cayó de su espada, que ahora Tashime sostenía torpemente con su mano derecha.

“Estúpido,” dijo el monje, rompiendo por fin su silencio. “Cuando te dejaron marchar, deberías haberte olvidado de esto. Ahora te ha costado la vida.” El monje se acercó a matarle.

La postura de Tashime cambió de repente, la torpemente sujeta espada de repente ágil y rápida. Intervino cuando llegó el ataque del monje, cercenándole el brazo por encima de su codo derecho. El hombre solo siseó de dolor, pero el siguiente ataque de Tashime también le quitó una de sus piernas, por la rodilla. Con un gruñido, el monje cayó al suelo, su sangre ahora saliéndole a borbotones.

“Morirás,” dijo Tashime, su voz sin emoción alguna. Aún no podía mover su brazo y mentalmente tomó nota de agradecer al sensei Mirumoto que le había enseñado lo básico del estilo Niten que le permitía blandir su espada con una mano. “Antes de que mueras, dime su nombre.”

“¿Quién?” Preguntó desde cerca el abad, aparentemente su momento catatónico había acabado. “¿A quién buscáis?”

“Se la llama la Mujer de Gris,” dijo el monje. “Algunos dicen que es la alumna favorita de Michio. Algunos dicen que él la desprecia. En cualquier caso, ella es muy poderosa.”

“¿Cuál es su verdadero nombre?” Presionó Tashime.

El monje se rió, y murió.

Las manos del viejo abad temblaban. “Yo… siento que no encontraseis lo que deseabais saber, magistrado.”

Tashime no dijo nada durante un momento. “Ya sé su nombre,” dijo en voz baja. “Solo esperaba que él me demostrase que estaba equivocado.”