Acero

 

por Nancy Sauer
Editado por Fred Wan

 

Traducción de Yoritomo Yu

 

 

Doji Nagori examinó la habitación por última vez, buscando algo que pudiera estropear la impresión que quería dar a su invitado. El mobiliario había sido limpiado y las alfombras del tatami reemplazadas por otras nuevas. En un rincón de la habitación colgaba un pergamino pintado con un gorrión sentado en una rama con brotes recientes. Había sido dibujado por el vigésimo tercer Hantei y donado por él a su Emperatriz; más tarde ella se lo regaló a su hermano, el Campeón Grulla. En medio de la habitación se habían colocado dos cojines y una mesa baja de forma que la vista se dirigiera hacia el jardín y la línea del horizonte formada por la devastada ciudad más allá. En la mesa había un sencillo tazón blanco, y en él flotaba una sola flor de loto de color rosa intenso. Un poco alejado, a un lado, había un estante de daisho hecho de madera de cerezo, y en él descansaba una katana con una sencilla saya, color azul cielo y adornada de plata. Perfecta, pensó él.

Hubo un suave chirrido en la puerta y un criado anunció la presencia de la Dama Hoketuhime, Daimyo de los Otomo. Nagori se movió rápidamente hacia la puerta y la deslizó para abrirla él mismo. “Hoketuhime-sama, bienvenida,” dijo él, haciendo una profunda reverencia.

La mujer Otomo le devolvió el saludo y entró en la habitación. “Te agradezco tu bienvenida,” dijo ella, “más aún por el honor que me habéis concedido hoy.”

“Para una dama de un linaje tan distinguido y antiguo es un honor bien merecido,” dijo Nagori. El la acompaño a uno de los cojines y después de que se acomodara, arrodillándose, ocupó el otro. Apareció un criado que les sirvió té en silencio, dejando la tetera en la mesa cerca de Nagori.

“Un cuadro precioso,” dijo Hoketuhime, señalando el pergamino con un gesto con la cabeza. “El Vigésimo Tercero, ¿verdad?”

Nagori sonrió. “Su conocimiento del arte, es como siempre, incomparable,” dijo él.

“Los árboles de los alrededores del Palacio Imperial fue uno de sus temas favoritos,” dijo Hoketuhime. “Yo poseí una vez una serie de cuadros en tinta que él había hecho, un estudio de un cerezo en particular en cada mes del año.” Ella se detuvo brevemente, después comenzó en un tono más suave. “Se perdieron con la destrucción de Otosan Uchi.”

“Para mi esta claro que tenemos una gran deuda con el clan Fénix,” dijo Nagori, mirándola cuidadosamente. “Sin su intervención muchos de los tesoros de esta ciudad podrían haber sido destruidos.”

“Es cierto,” dijo Hoketuhime. “Sin embargo no es pequeño el agradecimiento a lo hecho por tu clan. Muchas de las obras de arte que sobrevivieron de Otosan Uchi están aquí, rescatadas por la Grulla antes de que la ciudad fuera destruida por las llamas y defendidas del Unicornio por Domotai y su guardia.”

La cara de Nagori no cambió, pero su corazón se agito con júbilo. La muerte de la viuda de Naseru y los dos hermanos de este ponía a las Familias Imperiales en una posición delicada. De momento todavía sostenían un poder apreciable en el Imperio, pero a medida que el tiempo pasaba, se arriesgaban a que ese poder se fragmentara por aquellos que cuestionaran la autoridad que les concedería el siguiente Emperador, quien quiera que fuese. Hoketuhime tuvo que moverse rápidamente para establecer una alianza que validaría el poder de su familia. Nagori tuvo que moverse rápidamente para estar seguro que esa alianza fuera con el Clan Grulla. La presencia de Kyuden Otomo en territorio Grulla hacia que fuese un peligro que otro clan ganara el favor de los Otomo, y políticamente era mejor tenerlos como aliados que como enemigos. Habían maniobrado acerca del tema durante varias semanas, pero ahora parecía que Hoketuhime estaba dispuesta a comprometerse.

“Puesto que ahora hablamos de tesoros rescatados,” dijo Nagori, dejando que la frase se apagara. Se levanto de su lugar y fue al estante del daisho. Moviéndose con elegancia y deliberación cogió la katana y camino de vuelta hacia Hoketuhime. Se arrodilló a su lado y levanto la katana hasta la altura de sus hombros sacando el primer pie de hoja de la saya. “Mi Señora, la primera espada de Kakita.”

Hoketuhime se inclino hacia delante para mirar. “La espada que él llevaba cuando ganó el Campeonato Esmeralda,” dijo ella, su voz se silenció como reverencia. “Cuando Hantei le invitó a que se convirtiera en su pariente por matrimonio.” Ella continuó mirando durante un momento y después sacudió la cabeza tristemente. “Yo pensaba que sabia más de la fabricación de espadas. Miro esta hoja y sólo veo acero común.”

“Es acero común, o al menos eso me dijo Seishiro. Bastante ordinario, de hecho.” Nagori deslizó la hoja para devolverla a su saya con un clic, se levantó y volvió caminando al estante del daisho. “Fue el espíritu de Kakita el que la hizo una hoja contra la que ningún hombre pudo rebelarse.” Cuidadosamente devolvió la katana a su sitio y permaneció de pie mirándola, pensando en Seishiro y en la muerte de Seishiro. “Es el toque de su espíritu lo que nos atrae. Un pensamiento esperanzador en tiempos de consternación.”

“La Grulla nos ha traído esa esperanza a Toshi Ranbo,” dijo Hoketuhime. “Los carpinteros que habéis contratado inundan la ciudad, restaurándola edificio a edificio. El arroz que la Dama Domotai le ha dado a los Seppun ha sido usado para aliviar la miseria de los heimin que viven aquí. En verdad el Imperio le debe a la Grulla una deuda de gratitud.” Levantó su taza y bebió a sorbos, mirando a Nagori sobre el borde de su taza.

“Dama Otomo, sois demasiado amable,” dijo Nagori. “La Dama Domotai declaró que la Grulla serían los guardianes de esta ciudad. Sólo estamos obedeciendo su mandato.”

“Y aún así nunca está de más reconocer un acto honorable,” dijo Hoketuhime. “Cuanto menos, sirve para guiar a los confundidos. He hablado con Miya Shoin, y está de acuerdo conmigo en esto. Deseamos que la Bendición del Emperador sea usada para reparar las posesiones Grulla en esta ciudad, como muestra de nuestra estima por las acciones de vuestro clan.”

“Estoy abrumado, mi señora,” dijo Nagori suavemente. “Nuestras pérdidas fueron mínimas, apenas dignas de vuestra atención.”

“En muchas de vuestras posesiones, sí. Pero la mansión del daimyo de los Daidoji fue destruida, y no se ha hecho nada por ella aparte de retirar los escombros.”

Nagori permitió que una mirada de tristeza cruzara su cara, esperando que cubriera la alarma que sentía. Si la daimyo Otomo había descubierto qué destruyó la mansión este encuentro terminaría muy, muy mal. “Sí, la mansión de Kikaze se perdió después de que,” hizo una pausa deliberada, “después de que los fuegos del barrio de mercaderes estuvieran fuera de control.” Hoketuhime agitó una mano impacientemente, como si quisiera apartar el tema, y Nagori se relajó ligeramente. Nadie quería discutir acerca de la locura final de Sezaru, y la princesa Otomo aborrecía especialmente hablar de imperiales locos. Estaba claro que ella no había tratado de indagar cualquier daño que fuera atribuido a Sezaru. “Kikaze raramente reside aquí, y sus funciones administrativas fueron fácilmente transferidas a otras haciendas.”

“Así que la Grulla ha dejado en ruinas una de sus propias casas mientras atienden a las necesidades del Imperio,” dijo Hoketuhime. “¿Qué mayor prueba podría haber del honor de vuestro clan? No hay duda de que os merecéis la Bendición del Emperador.”

Nagori inclinó ligeramente su cabeza. “Mi señora, la Grulla está siempre al servicio de las familias Imperiales. Si deseáis usarnos como ejemplo para la mejora del Imperio no tenemos otra elección que acceder. Pero, si me lo permitís, ofrecería una pequeña sugerencia. En lugar de reconstruir la mansión en ese lugar, que haya un dojo. Algo así sería un monumento conmemorativo de los Daidoji que cayeron defendiendo el Palacio Imperial, y un símbolo de nuestra determinación de permanecer siempre como protectores de Toshi Ranbo.”

“Una idea excelente,” dijo Hoketuhime. Sonrió y miró a Nagori directamente a los ojos. “Y también permanecerá como una señal de la gran estima de mi familia por el Clan Grulla y los honorables guerreros de la familia Daidoji.”

“La estima es mutua,” dijo Nagori. Él le devolvió la sonrisa.

 

           

El templo tenía una apariencia descuidada y destartalada y no había nada que indicara que alguien lo hubiera visitado desde hacía mucho tiempo. Daidoji Kikaze había ignorado las apariencias y se puso cómodo en una pequeña parcela convenientemente a cubierto para mirar y esperar. Estuvo sentado pacientemente hasta que los animales a su alrededor olvidaron que él no siempre estuvo ahí y continuaron con sus vidas, hasta que el sol se hubo puesto para descansar, hasta que la línea de nubes que divisó desde el borde del horizonte del norte a media tarde había subido y tapaba la luna en su paso a través del cielo.

Cuando el momento fue oportuno Kikaze se puso en pie con un movimiento tan grácil y seguro que la noche a su alrededor permaneció sin ser molestada. Era el principio del duelo que él comprendió inmediatamente, para asombro de Kakita Matabei: cuando llegue el momento actúas, y te ajustas a él, y todo el mundo se pone en su lugar a tu alrededor. Saboteador o duelista, todo era igual. Marchó lentamente a través del claro hacia el templo, aguzando los sentidos para encontrar indicios en la noche. Buscando como pudo lo único que Kikaze encontró extraño fue consigo mismo: para esta misión llevaba el peso de un daisho en su cintura. Eres un señor de la Grulla y desde este día actuarás como tal, había dicho Domotai.

Las puertas del templo estaban medio abiertas de forma atrayente. Normalmente habría hecho caso omiso de una entrada tan obvia, pero esta noche caminaba en calcetines subiendo los escalones del edificio, pisando automáticamente donde los tablones se cerraban, y se introdujo en la oscuridad del interior. Kikaze caminó hacia el centro de la habitación y se detuvo, escuchando. “Se que estás aquí,” dijo finalmente.

Hubo un pequeño sonido de piedra besando acero y la mecha de una lámpara se encendió con una llamarada. Los ojos de Kikaze revoloteaban a través de la habitación, usando la luz para guiarse. En el muro opuesto había una imagen del Primer Daidoji. Debía de haber un agujero en el techo sobre ella, porque el agua había dañado la pintura y combado la madera casi hasta el punto de dejarla irreconocible. En el suelo frente a ella había una ramita de incienso apagada y una bola de arroz. Hacia la izquierda, casi perdido en las sombras, había una pequeña bolsa de viaje con un daisho desconocido cuidadosamente apilado sobre ella. La lámpara estaba en el suelo entre Kikaze y el altar y arrodillado cerca de él estaba el hombre que había venido a buscar. Su amigo. Su hatamoto. “Shihei.”

Daidoji Shihei sonrió y se inclinó ligeramente. “Kikaze, sigues siendo increíble. Si no hubiera estado mirando hacia la puerta cada segundo no me habría dado cuenta de tu entrada.”

Kikaze le miró fríamente, combatiendo el enfado que la familiaridad de Shihei le inspiraba. “Me has traicionado,” dijo.

“¿Traicionado?” Shihei se puso en pie, pareciendo sorprendido. “¿Cómo te he traicionado?”

“¿La pimienta gaijin en Toshi Ranbo? ¿Las órdenes a Hakumei para recomenzar su laboratorio?”

“Es el deber de un hatamoto encargarse del hogar de su señor, Kikaze-sama,” dijo Shihei, volviendo a la formalidad. “Di las órdenes que queríais dar, eso es todo.”

“Lo que yo quería es irrelevante,” dijo Kikaze, deseando que fuera de otra forma. “Mis órdenes venían de Domotai. Tú lo sabías.”

“Domotai está equivocada,” dijo Shihei. “Los dos sabemos eso.”

“Ella es la Campeona de la Grulla.”

“Y nosotros somos los defensores de la Grulla, por decreto de la mismísima Kami Doji.” Shihei alzó las manos en súplica. “Por favor, Kikaze-sama, dejadme terminar. Si Domotai fuera una Grulla, y no precisamente la Campeona de la Grulla, nunca la contradeciría. Pero Kurohito erró cuando envió a su hija al León para entrenarla – destruyeron a la chica que les dieron y nos devolvieron una Matsu en su lugar. Ella aprecia el honor y el bushido, pero nosotros sabemos lo que es realmente importante – tierra, comida, dinero. ¿Dónde están nuestros hermanos que sobrevivieron a la redada de Fumisato?”

Sorprendido por la repentina pregunta Kikaze respondió. “Siguen en Shiro Daidoji. He escrito unos informes limpiándoles de toda culpa, y serán dispersados entre los regulares.”

“Haz eso,” dijo Shihei, “y dentro de un año podremos recuperarlos, junto a los posibles candidatos que hayan reconocido. Pueden ser asignados a algún lugar tranquilo y entrenar. Domotai no vivirá para siempre, y cuando llegue el próximo Campeón podemos devolverlos al servicio.”

Era un plan en el que Kikaze había pasado varias largas noches pensando. “No,” dijo.

“¿No? En el nombre de Hayaku, ¿por qué no?”

“¡Porque no puedo hacerlo!” gruñó Kikaze. Se sorprendió a si mismo y se frotó una cansada mano a través de los ojos. “Matsu o no, Grulla o no, ella es la hija de Kurohito y yo soy su vasallo. Voy a destruir a los Saboteadores, porque soy el daimyo Daidoji y ese es mi deber.”

Shihei estuvo en silencio por un momento, y entonces volvió su cabeza para mirar al daisho en el rincón. “Todo lo que he hecho lo he hecho por la Grulla,” dijo. “Me llamaste traidor – vas a ejecutarme.”

“No,” dijo Kikaze. “No pude salvar a Hakumei ni a los otros, pero tu, mi hermano, te harás los tres cortes.”

Shihei le devolvió la mirada y sonrió. “La muerte de un samurai,” dijo. “Gracias, mi señor.” Se inclinó profundamente, y cuando se levantó había una daga en su mano y la balanceaba hacia atrás para hacer el lanzamiento.

Kikaze reaccionó antes de comprender completamente el movimiento, girando fuera del camino de la daga y pegándose a uno de los pilares mientras la lámpara se apagaba y la oscuridad volvía a la vida. Mientras sus ojos trataban de reajustarse sacó un cuchillo con un acto reflejo y regulaba la respiración para poder escuchar. Shihei seguía en el templo, de eso estaba seguro, así que este sería un juego de encontrar al enemigo antes de que éste le encontrara. Kikaze puso su mano izquierda en el pilar por la remota posibilidad de sentir las vibraciones de los pasos del otro hombre y encontró un curioso defecto en el lacado del pilar. Era una fina cresta horizontal y sus dedos la siguieron hasta que encontraron algo que sobresalía del pilar.

Una fracción de segundo de pensamiento y Kikaze supo lo que era: un delgado alambre atado tenso entre el hueco de los dos pilares. Si se hubiera dirigido hacia la otra parte de los pilares se habría decapitado a sí mismo. Kikaze se apoyó contra el pilar, débil por la rabia. Bastardo, pensó, ¿ya desde el principio planeabas matarme? Y entonces un recuerdo se alzó y apagó su enfado. ‘Domotai no vivirá para siempre’, había dicho Shihei.

Kikaze tomó una profunda bocanada de aire, la mantuvo por un momento, y la expulsó, expulsando su miedo al mismo tiempo. La daimyo Doji no estaba en peligro, se dijo a sí mismo. Uji la estaba guardando. Kimpira y los otros hombres de su guardia personal la estaban guardando. La propia Domotai no era ni estúpida ni indefensa. Y él iba a matar a Shihei.

Cuidadosamente cortó el alambre y se dirigió hacia el centro de la habitación. Sus instintos le gritaban que se cubriera con pilares y muros, pero él había trabajado con Shihei en varias misiones y tenía una buena idea de cuantas trampas mortales habría colocado su hatamoto en esas zonas.

Shihei se encontraba en pie con su espalda hacia el altar, mirando. La oscuridad en el templo era profunda, pero no absoluta, y él había invertido una buena cantidad de tiempo en conocer los matices de negro que conformaban la habitación. El silencio de Kikaze era fenomenal, pero no podía cambiar el hecho de que pudiera ser visto. Una figura poco clara de negro absoluto se movía lentamente hacia el centro de la habitación y Shihei la siguió durante unos cuantos latidos, estimando su velocidad, y entonces se deslizó para encontrársela. Golpeó rápidamente, y fue recompensado con la sensación de un cuchillo encontrando carne. Hubo un jadeo del otro hombre y Shihei sintió una mano que agarraba su hombro mientras Kikaze trataba de alinearse para su propio contraataque. El hatamoto retrocedió un paso hacia atrás y hacia la izquierda rápidamente, y primero el agarre se tensó mientras Kikaze trataba de seguirle, entonces hubo una confusa mezcla de sonidos mientras la mano le soltaba con un movimiento de sacudida. Hubo una serie de torpes trompazos, y luego la voz de Kikaze. “También has puesto trampas en el suelo.”

No había dolor en la voz de su amigo, pero el olor de su sangre estaba en la oscuridad del templo. “Sois un hombre muy peligroso, mi señor,” dijo Shihei. “No puedo correr ningún riesgo.” Pensó en la espada del rincón, pero descartó la idea. Aún no la había necesitado, y no la necesitaba ahora. Se dirigió hacia Kikaze, con la memoria guiándole para evitar los ocultos agujeros en el suelo de madera.

Kikaze se puso en pie. El corte estaba sobre sus costillas derechas, y aunque no era fatal por sí mismo la pérdida de sangre le iba a debilitar. Su salvaje tambaleo lejos del agujero en el que casi había puesto los pies le dejó sin idea de dónde estaba, y temía los pilares y su promesa de más cables. Lo mejor de la situación era que sabía que Shihei iría a por él ahora. Los largos combates eran para amateurs: los profesionales sabían que nunca se deja tiempo para pensar a un oponente desesperado.

Shihei cubrió los últimos pasos rápidamente, necesitando ponerse a tiro antes de que su objetivo se diera cuenta de él. Su mano derecha sostenía el cuchillo preparado para un golpe deshonesto al costado de Kikaze: si el golpe era lo suficientemente profundo la conmoción y la pérdida de sangre le darían la victoria. Kikaze no podía oír a su hatamoto por encima de su propia respiración rápida, pero sus instintos hacían chillar una alarma. Balanceó su cuchillo con todas sus fuerzas.

La hoja de Shihei chocó contra el daisho en el obi de Kikaze y se apartó, dejando un corte poco profundo. Kikaze enterró su cuchillo hasta la empuñadura en el estómago de Shihei, y luego lo movió hacia un lado. El hatamoto se alejó tambaleándose, gritando. Kikaze se lanzó hacia él y le hizo un placaje, inmovilizando a Shihei contra el suelo. Acuchilló la garganta de su amigo, cortando hasta el hueso, y los gritos pararon.

Kikaze se movió para sentarse junto al cuerpo y automáticamente trató de limpiar la sangre de la hoja para poder guardarla. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo y enfadado la dejó caer al suelo. ‘Todo lo que he hecho lo he hecho por la Grulla’, pensó. Entendió perfectamente cómo Shihei pudo conspirar contra su señor y aún así decir eso, y le asustó reparar en lo cerca que él mismo había estado de eso. Con cariño tocó la saya de su katana, luego el wakizashi, sintiendo los arañazos en el acero lacado.

Lentamente Kikaze gateó hacia la bolsa de Shihei, palpando cuidadosamente el suelo en busca de tablas sueltas mientras lo hacía. Sacó las espadas de la bolsa y palpó el contenido. Una rápida búsqueda obtuvo lo que buscaba – una botella de aceite de lámpara y un montón de papel usado. Kikaze se puso en pie y caminó fuera, ahora seguro de su ruta, y tras vaciar el aceite de lámpara alrededor y sobre el cuerpo usó sus propias herramientas de fuego para encender los papeles y los tocó el aceite con ellos.

Miró arder el cuerpo de Shihei durante un momento y entonces volvió y cogió el daisho. Era más consideración de la que el hombre merecía, pensó Kikaze, pero habían sido hermanos. Metió las espadas bajo su brazo y dejó que el fuego ardiera.