Acero contra Acero

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las Provincias Yasuki, año 1188

 

Algunos encontraban inusual que el señor de una gran familia como los Yasuki mantuviese una residencia privada fuera de la mansión ancestral de la familia, pero en este punto de su carrera, Yasuki Jinn-Kuen había demostrado tener tanto éxito y ser tan excéntrico que ya nadie se preocupaba por cuestionar sus hábitos más extraños. La mayoría reconocía que era una pérdida de tiempo, pero a él le gustaba pensar que había unos cuantos que también reconocían, aunque fuese solo por una leve pizca de intuición, que no era seguro enfadarle. Eso era un poco autoindulgente, por supuesto; pero acaso, ¿no había pasado toda su vida asegurándose que nadie supiese que tipo de hombre era verdaderamente él? Pero aún así, tenía la eternal esperanza de que algunos pocos fuesen lo suficientemente perspicaces como para entender una pizca de la verdad. ¿Qué alegría quedaría en el mundo si no había ni siquiera la posibilidad de un rival?

La sala de audiencias de la casa de Jinn-Kuen era tan espléndida que casi rozaba la extravagancia, pero a pesar de esto, o quizás debido a ello, las salas restringidas para el uso suyo o de su equipo eran frías, y sin decorar. Fue en uno de estos desnudos pasillos que encontró a tres de sus hombres en los que más confiaba. Uno, claramente el mayor de los tres, sostenía un ensangrentado brazo contra su cuerpo. Estaban reunidos alrededor de un cuerpo que yacía sobre el suelo de piedra. El hombre estaba claramente muerto, con heridas que ningún mortal podría sobrevivir. “Bueno,” dijo Jinn-Kuen. “Que sorpresa tan desagradable.” Se volvió hacia el hombre herido. “¿Se ha asegurado la casa?”

“Se ha redoblado la guardia y se ha revisado toda la casa,” contestó el hombre. “No se ha encontrado a nadie más. Ahora mismo están haciendo una segunda búsqueda.” Señaló a los otros dos. “Asegurar ambos lados de este pasillo mientras Jinn-Kuen-sama esté aquí.”

Los otros dos se inclinaron rápidamente y corrieron en direcciones opuestas. “Rápidos esos dos,” observó Jinn-Kuen.

“Nuevos conversos,” dijo el otro hombre, poniendo un gesto de dolor por su herida. “Ya sabéis como es, mi señor.”

Jinn-Kuen miró la herida del hombre. “Deberías hacerte ver eso.”

“Cuando me asegure que vuestra casa esté a salvo, mi señor.”

El señor de la mansión chasqueó su lengua. “Deberías considerar entrenar a alguien que te pueda reemplazar, Suteru. Tienes asegurado el puesto mientras así lo desees, porque sé que nunca permitirías que tu deber se viese comprometido por la debilidad, pero debemos enfrentarnos a la verdad: ya no eres un joven.”

La expresión de Hida Suteru no cambió. “Soy dos años más joven que vos, mi señor.”

“¡No hace falta hablar de eso!” Soltó Jinn-Kuen. “Pero, lo que he dicho sigue siendo verdad. Tienes décadas de experiencia en un puesto imposiblemente difícil. Creo que necesitarás algo de tiempo para entrenar a alguien que te pueda reemplazar. Quizás deberías pensar en ello.”

“Lo haré, mi señor,” dijo Suteru. “Pero puede que sea difícil reclutar a alguien más dentro del clan. No es necesario recordaros las investigaciones de Kuni Renyu sobre…”

“Como dices, no necesitas recordármelo,” soltó Jinn-Kuen. “Pero he entendido lo que quieres decir, que reclutar fuera del clan puede ser una buena idea. Haré los preparativos necesarios cuando establezcas los criterios que desees.” Se detuvo y miró el cadáver. “¿Tienes idea de quién es?”

“Desafortunadamente, no, mi señor. Presumiblemente un ladrón o un asesino.”

“Que perspicaz,” se mofó Jinn-Kuen. “¿No tienes un proceso por el que investigas cosas de esta naturaleza?”

“Generalmente hablando, si, mi señor,” contestó Suteru. “Bajo circunstancias diferentes, por supuesto, el primer paso sería identificar quien os podría desear el mal. Por supuesto, sois el señor de una de las familias de mercaderes más ricas y poderosas del Imperio, sin decir nada que sois un miembro de los Maestros Kolat, jefes de la organización criminal más extensa que se conoce en el mundo.”

Jinn-Kuen se frotó los ojos. “¿Puedo asumir qué tienes algo que decir, viejo amigo?”

“Quiero decir que puedo pensar ahora mismo en diecisiete individuos que tienen los recursos necesarios para ordenar algo así,” continuó Suteru, “y el número es así de pequeño solo porque asumo que ninguno de los demás Maestros es responsable de ello.”

“No asumiría algo así,” dijo Jinn-Kuen. Hizo un gesto con la mano, obviando la conversación. “Es tarde y estoy cansado. Asegúrate que no se descubran los restos.”

Suteru sonrió forzadamente. “En más de veinte años, mi señor, ¿se ha descubierto alguno de los cadáveres?”

Jinn-Kuen se rió. “No. No, Maestro Acero, no se han descubierto. Buenas noches.”

“Buenas noches, Maestro Moneda.”

          

 

 

En cuestión de casas de sake, El Dragón Durmiente no era especialmente desagradable. La verdad es que Yasuki Dokansuto había estado en muchos peores durante las décadas de servicio en nombre del Clan Cangrejo. Pero considerando que estaba en tierras del Clan Grulla, estaba claro uno de los establecimientos de peor reputación. Después de todo, todo era relativo, reflexionó, y los Grulla tenían una enervante tendencia de asegurar que incluso sus casas de sake más sórdidas y sucias estuviesen limpias y presentables. ¿Cómo se suponía que un hombre pudiese beber enormes cantidades de sake y cometer embarazosas ofensas que luego apenas podría recordar en un lugar como este? Parecía un lugar donde podría vivir una amable y vieja tía. Con un profundo suspiro, Dokansuto agarró su bastón y entró.

Dentro, los propietarios al menos tenían la decencia de asegurarse que estuviese pobremente iluminado, así asegurándose que las molestas decoraciones y detalles pudiesen obviarse en la oscuridad. Había un poco de humo, aunque el olor era de una variedad desconocida para el viejo mercader. Podía ser un tipo desconocido de incienso, o quizás algún tipo de fumar recreativo que él no conocía, o incluso un plato exótico que se quemaba en la cocina. En cualquier caso, se sintió más cómodo nada más entrar, algo que hizo que las cosas fuesen más sencillas. Encontraba más fácil hacer complicados negocios cuando estaba cómodo. Mirando por entre la oscuridad, rápidamente reconoció al hombre que había venido a encontrar, y se acercó alegremente a la mesa del hombre, muy consciente que todos los demás que había en el establecimiento había elegido sentarse lo más lejos posible de él.

“¡Hola!” Dijo Dokansuto. “¿Te importa si me siento aquí?”

El joven sentado en la oscuridad levantó la vista de su sake con expresión de leve enfado. “¿No has notado que todos los demás me dejan en paz?” Preguntó deliberadamente.

“Seguro que si, seguro que si,” dijo Dokansuto, sentándose. “Me imagino que debe ser difícil para un hombre como tu encontrar compañía, si la quisiera.”

“¿Implicas algo?” Preguntó el hombre.

“Bueno, solo quiero decir, mira a tu alrededor,” dijo Dokansuto. “Todos te tienen miedo, ¿verdad? Todo el mundo tiene miedo del terrible Doji Haikazu.”

El hombre se recostó en su asiento. “¿Se supone que deba impresionarme por que sepas quien soy?” Preguntó. “Todo el mundo sabe quien soy. Mírales.” Señaló hacia los demás clientes y al servicio. “Todos me odian, me temen, o sienten ambas cosas. Y no me importa en lo más mínimo. Si quisiera compañía, la conseguiría fácilmente, pero no la quiero. ¿Por qué estás aquí, y por qué no debería simplemente matarte por atreverte a hablar conmigo?”

Dokansuto se rió. “¡Fortunas, recuerdo ser joven! Admiro ese fuego que tienes en la tripa, chico, de verdad. Echo terriblemente de menos esos días.” Se quitó una lágrima de risa de su ojo. “Pero, debes admitir, que encontrar una forma para explicar mi muerte te sería algo complicado, ¿verdad?”

Otra vez, Haikazu señaló a los demás clientes. “Ellos dirían cualquier cosa que yo les dijese. Odiado y temido, ¿recuerdas?”

“Y tu les dirías que dijesen… ¿qué, exactamente? ¿Qué un hombre de más de cincuenta veranos sacó una espada para atacarte? ¿Una espada que no lleva, por cierto?” Dokansuto obvio el comentario con la mano. “No sería una muerte tan fácil de explicar. No como cuando mataste a Mirumoto Taikiren.”

Haikazu entrecerró los ojos. “Maté a Taikiren en un duelo,” dijo en voz baja.

“Bueno, eso dices tu,” dijo Dokansuto. “Y la verdad del asunto es que probablemente hubiese sido así, si hubiese llegado a ese punto. Las Fortunas saben que después de todo, has matado a muchos hombres en duelo. Pero Taikiren no fue uno de ellos.”

“¿Qué es lo que quieres, exactamente?” Preguntó el Grulla.

“¿Es difícil?” Preguntó Dokansuto. “Quiero decir el ser un Doji. Eres de una rama menor de la familia, por lo que te han denegado los derechos que disfrutan tantos de tus familiares. Y el que no seas un Kakita te ha robado del prestigio acorde a tu habilidad como duelista. La verdad, por lo que he escuchado, hay una chica, muy jovencita, y por cierto, de un linaje desgraciado, de la que hablan todos los duelistas de tu clan. Solo una niña, y ya hay más que hablen de ella que de ti.”

“¿La cría mestiza de Korihime?” Se mofó Haikazu. “Cuando se haya graduado, me ocuparé de ella, y luego veremos que nombre está en labios de los maestros Kakita.”

“Parece demasiado tiempo para esperar la fama,” dijo Dokansuto. “Desafortunado, ¿verdad? Te mereces mucho más…”

“¿Qué quieres?” Preguntó Haikazu, golpeando la mesa con su puño. “Dilo y vete. Me cansa tu compañía.”

Dokansuto sonrió y puso una pequeña caja, sobre la que había una carta, sobre la mesa. “Simplemente lee esto y dime lo que piensas,” dijo. “Es… bueno, llamémoslo una oportunidad. Si estás interesado en esas cosas.”

“¿Cosas cómo qué?”

El viejo Cangrejo se encogió de hombros. “Dinero. Poder. Mujeres. Respeto. Todo lo que quieras, la verdad. Es cuestión tuya.” Sonrió y puso un puñado de monedas doradas sobre la mesa. “Por favor, permíteme que pague tu cuenta. Es lo menos que puedo hacer para pagarte por el placer de tu compañía. Te dejo con tu botella. Quizás volvamos a hablar.”

“Lo dudo,” dijo Haikazu.

          

 

 

El puesto avanzado de los magistrados era poco más que una casa cerca de un viejo camino rural. El viajero tiró de las riendas de su caballo para detenerse y esperó pacientemente a que un solitario samurai surgiese del interior. El joven guerrero se acercó caminando y sonrió levemente. “Buenos días, señor. ¿Puedo ver sus papeles, por favor?”

“Desde luego, joven,” dijo el viejo con una sonrisa. Le ofreció un pergamino. “Creo que encontrarás que todo está en orden.”

“De eso no tengo duda alguna,” dijo el guerrero, apenas consiguiendo disimular la consternación de su voz. Frunció el ceño durante un momento. “Señor, aquí hay dos pergaminos. Este es el de vuestros documentos de viaje, pero creo que este otro me lo habéis dado por error.” Lo levantó como para devolverlo.

El viejo no hizo nada para recogerlo. “No, quería dártelo.”

El guerreo frunció el ceño y lentamente bajó el brazo. “¿Qué es… uh…?” Miró los documentos de viaje, “¿Qué es, Dokansuto-sama?”

El viejo Cangrejo se encogió de hombros. “Lee y lo verás.” Miró a su absolutamente desolador entorno. “Parece que no tienes nada más que hacer en este momento, ¿verdad?”

El guerrero frunció el ceño, pero lentamente abrió el pergamino y lo leyó. Volvió a levantar la vista con preocupada expresión. “Esos son documentos de viaje en mi nombre, autorizando un traslado temporal a las tierras Cangrejo,” dijo. “¿Qué significa esto?”

Dokansuto se encogió de hombros. “Supongo que parece que te trasladan. Afortunadamente para ti, yo voy en la misma dirección. Si quieres, podemos viajar juntos.”

El guerrero volvió a leer el documento. “¿Cómo has conseguido estos documentos?”

“¿Importa?” Dijo el viejo mientras miraba al guerrero Grulla. “¿Eres o no eres Doji Muroken?”

“Lo soy,” dijo el hombre. “Pero os lo vuelvo a preguntar, ¿dónde conseguisteis estos documentos?”

“¿Por qué lo preguntas?”

El guerrero lo enrolló. “Creo que son una falsificación,” dijo con franqueza. “Quizás la mejor que haya visto, pero una falsificación.”

Dokansuto sonrió. “Eres tan perspicaz como me habían dicho.”

“¿Qué significa todo esto?” Preguntó Muroken.

Dokansuto volvió a mirar su vacío entorno. “Es difícil, ¿verdad? Cada sensei que has tenido, cada oficial al mando, solo ha dicho cosas asombrosas sobre tu esgrima. Eres de los guerreros de más talento del clan, y sin duda serías un héroe militar en el Imperio… si tuvieses algo contra que luchar.”

La boca de Muroken era una delgada línea. “¿Viniste específicamente aquí a buscarme? ¿Para tener esta conversación?”

“Si hubiese guerras, si siquiera existiese la posibilidad de una guerra, entonces te podrías encontrar dispuesto en el frente, mandando hombres. Pero no. No hay nada. Por lo que tu, como tus camaradas, rotáis por una serie de puestos sin importancia. Como este.”

“Señor, esta no es una conversación que haga sentirme cómodo.”

“Por supuesto sigue habiendo ejércitos, y esos ejércitos necesitan oficiales,” Dokansuto asintió y sonrió. “¿Quién ocupa estos puestos? Hombres cuyos padres tienen conexiones políticas. Hombres cuyas hermanas son cortejadas para bodas lucrativas. Hombres con menos habilidad pero más conexiones.” El viejo Cangrejo agitó la cabeza. “Apenas parece justo.”

Muroken forzó una sonrisa. “¿Qué es lo que queréis, señor?”

“Quiero darte la oportunidad que te mereces,” dijo Dokansuto, sacando una pequeña caja y otro pergamino de la alforja de su caballo. “Coge esto. Piénsatelo. Me quedaré varios días en la aldea que está al sur de aquí. Si deseas venir, me encontrarás en la Orquídea Amarilla.”

Muroken cogió la caja frunciendo el ceño. “¿La Orquídea Amarilla? Ese lugar es asqueroso.”

Dokansuto suspiró alegremente. “Lo sé. Maravilloso, ¿verdad?”

           

 

 

En algún lugar de las Montañas del Crepúsculo, los rayos de la mañana luchaban por disipar la espesa y pesada niebla que oscurecía cada detalle del paisaje. De la niebla surgieron dos figuras. Una llevaba una máscara blanca que ocultaba su rostro. La otra llevaba una máscara negra, idéntica excepto por el color. Ambos portaban los colores del Clan Grulla. Uno tenía una espada de la que colgaban muchas borlas de colores, indicando los clanes de los que había derrotado en duelo. El otro portaba una insignia que indicaba su rango en el ejército Grulla.

Los dos hombres se miraron durante un tiempo en medio de la niebla, sin hablar. Finalmente, el soldado desenvainó su espada y se quedó esperando. Luego, como un relámpago, el duelista desenvainó su espada y saltó sobre su enemigo.

Ambos hombres lucharon durante largos momentos. El duelista era más rápido, pero el soldado era experto en defensa, y casi cortó varias veces en dos a su enemigo. Solo los rápidos reflejos del duelista le salvaron. Los dos se atacaron, inflingiendo una variedad de heridas menores pero ninguno capaz de dar el golpe final. Finalmente, desesperado, el duelista dio un salto hacia atrás y cortó una gruesa rama de un cercano árbol muerto, haciendo caer un gran trozo de madera sobre su oponente. El soldado rodó lejos de el grueso de la rama, pero durante el proceso fue gravemente herido en el costado por el duelista. “Agh, ¡Fortunas!’ Maldijo el soldado. Era la primera vez que había hablado alguno de los dos hombres.

El duelista se detuvo, su espada en alto. “Espera…” jadeó. “¿Muroken?”

“Por supuesto,” dijo el hombre que estaba en el suelo. “¿Qué pensabas? Siempre has sido muy denso, Haikazu.” Hizo un gesto de dolor por sus heridas. “Acábalo.”

Haikazu bajó su espada lentamente. “¿Por qué?” Preguntó. “¿Por ellos? ¿Por qué desean que nos matemos?”

“Sabías lo que era esto.”

“¡No sabías que eras tu!” Gritó Haikazu. “¿Piensas que mataría a mi propio primo? ¿Crees qué he caído tan bajo?”

Muroken se rió. “Reconocí tu estilo desde el momento en que desenvainaste tu espada. Como siempre, primo, eres todo voces y nada de ejecución.”

“¡Deteneros!”

Haikazu se giró y se quedó asombrado ante los dos hombres que estaban cerca. Solo un segundo antes no había habido nadie, y no había donde se hubiesen podido ocultar. ¿De dónde habían llegado? Pero la pregunta que se escuchó formular fue, “¿Quiénes sois?”

El viejo con el sombrero de paja miraba con curiosidad a Muroken. “¿Sabías que este era tu primo? ¿Estabas preparado para matar a la sangre de tu sangre?”

“Dame un momento,” jadeó Muroken. “Quizás aún pueda.” Miró al viejo con aterradora intensidad. “Quiero el poder que me merezco.”

“Me enfermáis. Todos vosotros.” Haikazu hizo un gesto como si oliese algo agrio. “No quiero tener nada que ver con esto. No os volváis a acercar a mi.”

Mientras el duelista Grulla se alejaba caminando, Hida Suteru frunció el ceño. “Él será un problema.”

“Lo dudo,” dijo Yasuki Jinn-Kuen. “Llevemos a tu nuevo alumno a un curandero para que vende sus heridas.”

“¿Por qué?” Dijo Muroken con los dientes apretados. “Yo perdí.”

“Discutible,” dijo Jinn-Kuen. “Vuestras habilidades estaban parejas. Tu primo venció porque hizo trampas. Y francamente, podemos enseñarte a hacer trampas más competentemente.” Sonrió. “Creo que tenemos al hombre adecuado para el puesto.”