Almas entre Tinieblas

por
Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 



“El hombre crea el arte, pero el arte también crea al hombre. Cuando yo hago algo, puede que inmediatamente no sepa porque es bello, o porque es útil. Solo sé que lo es. Mañana, o al día siguiente, o el siglo siguiente, finalmente el arte puede revelar la razón por la que lo es. Eso es que está completo. Eso es la excelencia. Eso es la belleza.” –Daigotsu Yajinden.

 


            Otaku sonrió, escupió sangre a la cara del dios oscuro, y murió. Luego solo hubo sombras. Ella tiritó, sola en la oscuridad, desnuda de toda armadura o ropaje, tiritando mientras flotaba en un vacío de nada. Otaku sabía que estaba muerta. La Dama Shinjo la había prometido que un día, cuando muriese, su alma se aventuraría, liberada de su cuerpo y seguiría viaje a su siguiente aventura, una maravillosa tierra de campos verdes, sin dolor, ni pérdida, ni guerra.

Otaku tiritó al sentir el primero de los tentáculos curioseando en su alma. Para ella no habría paz eterna. Había muerto en las Tierras Sombrías, donde gobernaba Fu Leng. Aunque los otros Truenos ganasen la batalla, el Dios Oscuro tendría su venganza. Su alma sería totalmente desnudada, retorcida para adaptarse a los deseos de Jigoku.

“Has perdido, pequeño Trueno,” se rió la oscuridad mientras se introducía profundamente en su esencia. “Todo lo que fuiste será cambiado en nuestro beneficio. Fu Leng volverá a levantarse, y tu te levantarás junto a él.”

Ella cerró los ojos. Una caliente lágrima la cayó por una mejilla. Pensó en Shinjo, en Ide, en Iuchi. Pensó en el viejo y sabio Shinsei y en su pequeño pájaro. Pensó en Genji, el brillante nuevo Emperador que parecía tan triste cuando se fueron los Truenos. Pensó en su esposo, en su hija. Vio a ambas, como velas lejanas, proporcionando apenas luz suficiente para ver.

Pero bajo esta luz, vio algo que estaba más cerca.

“Ríndete, Otaku,” la rogó la oscuridad. “No hagas que esto sea tedioso para mi y humillante para ti.”

Otaku extendió ambas manos hacia la oscuridad. Se cerraron sobre las empuñaduras de dos espadas, las espadas que la Dama Shinjo la había dado. Calor se extendió por su cuerpo. Una reluciente armadura de color lavanda apareció instantáneamente alrededor de su cuerpo, protegiéndola del abrazo de Jigoku. Luz surgió de las hojas, destrozando las sombras. Por un instante vio innumerables bestias inhumanas nadando por el vacío como anguilas. Retrocedieron con rapidez, y ella sintió como temblaba la oscuridad.

En el reino mortal, ella sintió como sus espadas yacían en los escombros cerca de la destrozada fortaleza de Fu Leng. Iuchi había infundido esas espadas con su magia, despertando su espíritu. Cuando la oscuridad intentó corromper las espadas, estas se acercaron al alma de Otaku igual que ella se había acercado a las espadas.

“Eres fuerte, pequeña Trueno,” dijo la oscuridad. “¿Durante cuanto tiempo puedes luchar?”

Otaku no dijo nada, solo mantuvo preparadas sus espadas.

 

           

Once Siglos Después…


            Dos jinetes esperaban al borde de un pequeño bosque, mirando la noche. Los altos y negros árboles del Bosque de los Soñadores se alzaban en silencio tras ellos, ni siquiera los insectos nocturnos rompían el silencio. El encantador nombre de este lugar escondía un terrible secreto. El Bosque de los Soñadores era el hogar de la magia más oscura.

Aquellos que se aventuraban demasiado profundamente en estos parajes caían en un sueño lleno de pesadillas, del que no regresaban. La familia Iuchi había estudiado el bosque maldito desde hacía generaciones, esperando encontrar la forma de expulsar el mal que ahí había echado raíces, sin conseguirlo. El Bosque de los Soñadores enseñó a los Iuchi una difícil lección. Algunos males no pueden ser conquistados, solo contenidos y controlados.

“¿Por qué estamos aquí, Katamari?” Preguntó Moto Latomu con voz ronca.

El shugenja se giro para estudiar a su camarada. La máscara de acero que ocultaba sus rasgos brillaba tenuemente bajo la luz de la luna, sin revelar nada. Katamari se encogió de hombros. “¿No te quedó claro cuando te pedí ayuda?”

“Solo dijiste que querías reunirte con un informador,” dijo Latomu. “Con uno de los hombres que te ayudó a llevar a Sezaru y a Chagatai a tantos campamentos ocultos de los Portavoces de la Sangre. No dijiste porque sentías que esta vez necesitarías ayuda, o porque pensabas que yo sería capaz de ayudarte.”

Katamari no contestó inmediatamente. “Deseaba tu ayuda porque has demostrado ser un aliado astuto,” dijo. “Luchaste bien en Otosan Uchi, y tu perspicacia contra los Portavoces de la Sangre fue inestimable.”

“Ya veo,” contestó Latomu, observando la llanura por si veía alguna señal de su contacto.

“Y porque sé que has estado conspirando con los agentes del Señor Oscuro, Latomu,” añadió con frialdad Katamari.

Latomu miró a Katamari. La arrugada cara del Moto se retorció de ira. Una mano voló hacia su cimitarra, pero luego se apartó de ella. Latomu bajó los hombros con un débil suspiro. “La justicia del Lobo es absoluta, ¿verdad?” Dijo Latomu amargamente. “No importa. He vengado a mi esposa e hijo, por lo que mi traición ha servido a su propósito.” Sus ojos se dirigieron al suelo mientras se quedaba pensativo. Cuando Latomu volvió a hablar, su voz era espesa. “Morí hace tanto tiempo, Katamari. Arráncame la vida, si eso sirve a la justicia del Emperador.”

“No pretendo matarte, Latomu,” dijo Katamari.

Los ojos de Latomu miraron a los de Katamari, ocultos tras su máscara de acero. “No importa,” dijo el Moto. “Cuando informes a Sezaru lo que has descubierto, él no tendrá misericordia alguna. El Lobo no siente ninguna simpatía por los lacayos del Señor Oscuro, o por los que conspiran con ellos-”

Katamari se rió. “¿Crees que le contaría a Sezaru tu secreto?” Preguntó Katamari. “Latomu, lo que tu crees que he ‘descubierto,’ lo sentí en el instante en que viniste por primera vez a nosotros para ofrecernos tu ayuda contra los Portavoces de la Sangre. Sabía que ningún simple samurai sacaría esas conclusiones de los diarios perdidos de Nakanu, por muy listo que pareciese ser.”

“¿Sabías lo que había hecho y no dijiste nada?” Preguntó Latomu, asombrado.

“No solo eso,” contestó Katamari. “Fue mi magia la que escondió tus pensamientos de Sezaru. ¿Te cegó tanto tu venganza que de verdad pensaste que podrías mantener ocultos esos secretos del Lobo sin ayuda?”

Los ojos de Latomu se entrecerraron. “¿Por qué lo has hecho?” Preguntó.

“Porque yo, como tu, he perdido mucho que amaba a las sombras,” dijo Katamari, “pero al contrario que Sezaru no he dejado que la ira me ciegue a las ventajas de los acuerdos.”

“Esas palabras son peligrosas, Katamari-san,” dijo Latomu.

“Pero no discrepas,” replicó el Doomseeker, “o nunca hubieses llegado al acuerdo que hiciste.”

“Y ese acuerdo sirvió su propósito,” dijo Latomu. “Iuchiban está muerto. Mi familia descansa ahora en Yomi. No volveré a traficar con la oscuridad.”

“Latomu,” dijo con tristeza Katamari. “¿De verdad crees que la amenaza que presentaba Iuchiban murió con él? Otro surgirá para tomar su lugar. Alguien siempre lo hace. Los héroes deben estar preparados para hacer lo que hay que hacer.”

“¿Héroes?” Preguntó Latomu con una amarga risa. “¿Crees que soy un héroe? ¿O qué tú lo eres después de lo que has dicho?”

“No,” dijo Katamari. “He dicho que los héroes deben estar preparados. Isawa Sezaru es un héroe, Matsu Aioko es una heroína. Nosotros somos los hombres que se sacrifican para que los héroes estén preparados – para que sobrevivan. ¿Sabes lo que significa ser un Doomseeker, Latomu?”

“Figuras legendarias de la familia Iuchi,” dijo Latomu. “Luchan contra lo que no puede morir.”

“Son una farsa,” dijo Katamari. Se quitó la máscara, mostrando una delgada y cansada cara. “La leyenda de los Doomseeker fue creada por Asahina Yajinden. Incapaz de luchar directamente contra Iuchiban, nos dio el conocimiento que necesitábamos para ser peligrosos. Durante siglos, los Doomseekers han creído que luchábamos por un gran y legendario destino. No. Nunca fuimos creados para ser nada más que una espina en el costado de Iuchiban mientras Yajinden ideaba una forma de escapar de la correa de su señor.”

“Entonces, ¿por qué sigues llevando la máscara,” preguntó Latomu, “si tu título es una farsa?”

“Porque le puedo dar un sentido,” dijo Katamari. “Incluso algo que nació de la oscuridad puede ser llevado a la luz y redimido, Latomu. El Doomseekers puede ser algo más de lo que se pretendió que fuera – y tú también.”

“¿De qué estás hablando?” Soltó Latomu.

“Sé lo que planeas hacer, Latomu,” dijo Katamari.

“No presumas que sabes algo de mi, Doomseeker,” gritó Latomu, su voz resonando a través del bosque encantado. Latomu miró avergonzado a su alrededor, sorprendido por su propia falta de control.

“No hay vergüenza, Latomu-san,” dijo Katamari. “Yo también he perdido familia. Sé que amabas mucho a tu esposa y que estabas tan orgulloso de tu hijo como puede estarlo cualquier padre. Sé que cuando murieron, desapareció el sentido de tu vida. Cada día era una lucha, una lucha por encontrar un sentido, para encontrar una razón por la que luchar. ¿Por qué luchar cuando todo lo que tenía sentido ya se había perdido? Sabías desde el primer momento que la victoria no les traería de vuelta. Sabías desde el primer momento que incluso la venganza no cambiaría ninguno de tus sentimientos.”

“¿Entonces estás diciendo que no me hizo ningún bien luchar?” Preguntó Latomu.

“No, luchar fue la opción correcta,” dijo Katamari. “Es lo que has decidido hacer después lo que está equivocado. La vida de un samurai no es suya para perderla, Latomu. Ambos servimos al Imperio, y aún nos necesita.”

“¿Es por eso por lo que me has traído hasta aquí?” Preguntó Latomu. “¿Pensaste que la sabiduría de un loco como tu evitaría que cayese sobre mi propia espada, ahora que ha muerto Iuchiban?”

“No,” dijo Katamari. “Quiero que veas el bien que pueden hacer hombres como nosotros.”

Latomu pareció extrañado, pero Katamari se volvió tenso. Miró hacia las lejanas sombras, rápidamente poniéndose la máscara sobre su cara.

“Alguien viene,” dijo Latomu.

Katamari solo asintió.

Durante varios minutos no hubo sonido alguno, solo la inequívoca sensación de vida en la oscuridad. Latomu podía sentir que alguien se acercaba. Sintió una sensación de poder, como calor irradiando de un fuego invisible. Luego, sin mayor aviso, había un hombre ante ellos. Llevaba una túnica de azul oscuro, y mantenía encapuchada su cara. Media docena de guerreros vestidos con armadura de obsidiana estaban tras él, las armas listas.

“Solo somos dos,” dijo Katamari. “No debes temer una emboscada.”

“Mis nuevos hermanos son cautos,” dijo el hombre. “Os podéis ir, amigos míos. Debo hablar yo solo con estos dos caballeros.”

Los negros samuráis se inclinaron al unísono y se giraron para irse. Solo uno titubeó, deteniéndose un momento para mirar ferozmente a Latomu. El Unicornio reconoció a Meguro, el samurai Perdido con el que había llegado a un acuerdo para aprender más sobre la magia de Iuchiban. Los amarillos ojos de Meguro miraron fijamente a los de Latomu. El corrupto samurai inclinó su cabeza en un gesto de respeto y continuó andando.

“¿Quién es este?” Demandó el hombre encapuchado.

“Es mi camarada, Moto Latomu,” replicó Katamari. “Latomu, este es mi aliado...”

El desconocido echo hacia atrás su capucha, mostrando una cara dura, de mentón cuadrado y con largo pelo blanco.

“Soy Yajinden,” el hombre se introdujo a si mismo con una irónica sonrisa.

Latomu palideció. Su mano voló hacia su cimitarra. Pero Yajinden agitó rápidamente su cabeza. “No hagas eso, Moto,” dijo. “No te servirá para nada, y odiaría empañar mi amistad con Katamari, matándote.”

Latomu apartó su mano, aunque sus dedos temblaban de ira.

“¿Has traído lo que prometiste?” Preguntó Katamari.

“Así es,” contestó Yajinden. Sacó un par de envainadas espadas de su túnica, levantándolas para que las pudiesen ver Katamari y Latomu. Sus sayas estaban trabajadas en marfil y lavanda. Un círculo perfecto de púrpura puro estaba blasonado en la empuñadura.

“Me doy cuenta que la confianza solo se puede extender hasta cierto punto en una amistad como esta,” dijo Yajinden. Se adelantó dos pasos, puso suavemente las espadas en el suelo, y retrocedió. Cruzó sus anchos brazos ante su pecho y miró expectante.

“Latomu, recoge las espadas,” dijo Katamari.

“Pueden contener una trampa,” susurró Latomu.

“Hace solo un minuto estabas preparado para matarte,” dijo Katamari. “¿Qué importancia tiene esto?”

Latomu miró incrédulo al Doomseeker, pero se calló la respuesta. Sintió algo al mirar a las espadas; no estaba seguro de lo que era pero sintió que tenía que mirarlas más de cerca. Saltó de su silla de montar y se acercó con cautela, mirando a Yajinden.

“Te aseguro que estás a salvo, Latomu-san,” dijo Yajinden. “No soy el loco en que me forzó convertirme Iuchiban.”

Latomu ignoró a Yajinden y cogió las espadas. En el instante en que sus manos tocaron la saya sintió como le atravesaba una oleada de poder. Su mente se llenó de imágenes, una ponderosa batalla entre héroes mortales y un dios inmortal, la lucha entre el bien y el mal, el amanecer del Imperio. Sintió un alma muy dentro de su espada beber profundamente también de su propia alma, buscando entre su memoria noticias de lo que le había sido denegado durante los largos siglos encerrada en la oscuridad. Latomu cayó de rodillas y respiró un solo nombre.

“Otaku...”

“Veo que tu amigo está contento con su regalo,” dijo Yajinden. “Ahora, ¿qué hay de lo mío?”

Katamari hizo un gesto y extendió una mano. El aire resplandeció y un crisantemo de puro cristal se formó ahí. Yajinden se quedó sin aliento al verlo.

“Tantos largos siglos y nunca pude encontrar donde se había ido,” dijo Yajinden. “¿Cómo lo hiciste, Doomseeker?”

“¿Qué es eso?” Preguntó Latomu, mirando a la flor con urgencia. “¿Qué le estás dando, Katamari?”

“Una baratija que cree para Jama,” dijo Yajinden. “No contiene maho; su valor para mi es solo sentimental. Pensaba que se había perdido.”

“Un tesoro de los Archivos Imperiales,” dijo Katamari. “No se echará en falta.”

“No puedes dale eso,” siseó Latomu. “¡Debe tener algún propósito oculto!”

“¿Qué te importa cual sea mi propósito?” Rugió Yajinden. “Has conseguido recuperar tu Alma de Trueno, Unicornio. Ya te he mostrado mi buena voluntad al no reduciros a ambos a sangre en el viento y después coger lo que deseaba. Ahora, Katamari, ¿honrarás tu acuerdo?”

“¿Y tu promesa, Yajinden?” Preguntó Katamari. “Prométeme que no crearás nada destinado a dañar al Unicornio.”

“Prometo que mis intenciones hacia tu clan serán inocentes,” dijo Yajinden. “No prometo nada sobre los que puedan blandir lo que yo cree.”

“Eso es todo lo que puedo pedir,” dijo Katamari.

El cristal voló suavemente en el aire entre Katamari y el antiguo Portavoz de la Sangre. Yajinden lo cogió con manos temblorosas y lo puso suavemente entre las palmas de sus manos. Yajinden se inclinó profundamente y desapareció entre las sombras.

“Nos ha engañado, Katamari,” dijo Latomu. “Lo que le has dado vale más de lo que él dice.”

“De eso no tengo ninguna duda,” dijo el Doomseeker, “¿pero valió la pena?”

Latomu apretó las espadas contra su pecho. Sintió poder recorrer su ser, algo antiguo y puro. Sintió la alegría de Otaku por haber escapado de la oscuridad. Sintió los suaves dedos de la Trueno rozar su frente, su labios contra su mejilla. Sintió una peculiar sensación de esperanza, como si ya no luchase solo.

“Abandonemos este maldito lugar, Latomu,” dijo Katamari. “El Khan debe ver el glorioso tesoro que has recuperado.”

Latomu no dijo nada, solo se subió a la silla de montar e insensiblemente siguió al Doomseeker de vuelta a Shiro Iuchi.

 “¿Todo eso por una flor?” Preguntó Meguro, mirando por encima del hombro de Yajinden.

“Todo eso por el arte,” dijo Yajinden, mirando en las profundidades del crisantemo. “Mis creaciones son como mis hijos. Puedo enfadarme a veces con ellos, sentir que han fallado y no han llegado a ser lo que esperaba de ellos, pero no puedo mirar a uno que se ha perdido y no volver a sentir amor. No lo entenderías, Meguro.”

“Daigotsu no estará contento,” dijo Meguro. “Las espadas de Otaku eran un tesoro sin par. Si pudiesen haber sido corrompidas...”

Yajinden se rió. “Once siglos en las Tierras Sombrías, ¿y sin rastro de Mancha? Creo que interferir con el alma de Otaku solo nos habría hecho daño. No, Meguro. No hay necesidad de romper una espada cuando funciona igual de bien como palanca.”

“Eres un hombre peculiar, Yajinden,” dijo Meguro, mirando fijamente al shugenja.

“Soy un genio,” contestó el Herrero sin rasgo alguno de humor. Sus azules ojos eran fríos.

Meguro no siguió con el asunto. Se alejó, regresando junto a los otros guardias. Yajinden volvió a prestar atención al corazón. Movió la mano alrededor de la escultura en complicados movimientos, deshaciendo la ilusión que había sido tejida alrededor de el. Su anterior respuesta no había sido una mentira. No había maho alguno aquí, ni magia nacida en Rokugan. Hacía mucho tiempo le habían ordenado nunca tocar o buscar este tesoro. Se había visto obligado a vivir cada día sabiendo que era vulnerable, metido entre los muchos tesoros de la Casa Imperial. Iuchiban ahora estaba muerto, y sus órdenes habían muerto con él.

Yajinden miró el tesoro que tenía entre sus manos. Lo que antes había sido una escultura de cristal era ahora una caja de hierro, envuelta en delgadas cadenas. El Herrero sujetó la caja que contenía su corazón entre sus manos.

Al fin era su propio dueño.