Amanecer del Loto

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Ronin Rappa (Mantis), Isawa Amakusa (Fénix), Seryitan Nezumi (Nezumi), Atherael (Escorpión/Tierras Sombrías) y Mori Saiseki

 

 

 

El Clan Cangrejo

 

Cuado fue construido, se pretendió que Koten sirviese para los Cangrejo de la misma manera que la sagrada Sala de los Ancestros servía para los León: iba a ser un lugar donde enterrar a los mayores héroes del Cangrejo, para que las historias de sus hechos nunca se olvidasen. Desafortunadamente, los bien intencionados hombres que concibieron ese proyecto tenían poca experiencia de la realidad de patrullar las Tierras Sombrías. La cruda realidad era que muchos valientes héroes Cangrejo morían sin restos que pudiesen ser enterrados, y por ello Koten nunca llegó a alcanzar la grandeza de su homólogo.

Todo eso había cambiado cuando regresó Kisada.

Hida Kisada. El Gran Oso. La Fortuna de la Persistencia. Era más que una leyenda. Era, de una manera muy literal, un dios, y los Cangrejo acudieron en gran número a su bandera. Su nieto no se ofendió porque tuviese partidarios leales, contentándose con permitir que los Cangrejo sirviesen a sus señores en la forma que quisiesen. Había veces en las que Kisada deseaba que el Campeón Cangrejo usase su poder con manos más férrea, y por la fuerza ordenase a aquellos que habían jurado fidelidad al Gran Oso que mostrasen la lealtad que verdaderamente debían a Kuon. Kisada no deseaba mando ni poder. En verdad sentía que no se merecía ninguna de ellas; tenía demasiados pecados que expiar. Ahora que había vuelto, ahora que otros le seguían, ¿cometería los mismos errores? A veces podía escuchar los susurros acusatorios… pronunciados con la voz de su hijo, Sukune.

“Mi señor.” Uno de los oficiales que estaba bajo su mando se adelantó e inclinó brevemente. “Los exploradores que enviasteis lejos ya han regresado. Cuando deseéis, están listos para informaros.”

“Que se adelanten,” dijo Kisada con voz resignada. Hacía más de un mes que un representante de los Perdidos había llegado hasta él y le había contado una historia increíble. Él había escuchado el relato del corrupto y luego decidido enterarse por si mismo si tales cosas podían ser verdad. Parecía que ahora se revelaría la verdad.

“Gloria al Gran Oso,” dijo un explorador, arrodillándose mientras se acercaba al estrado. “Es un honor serviros.”

“Levanta,” dijo Kisada con un gesto impaciente. “Deseo escuchar tus experiencias en las Tierras Sombrías.”

El hombre asintió. “Soy Hiruma Hiroji, comandante del sexto destacamento de exploradores. Mis hombres y yo hemos completado las patrullas que pedisteis, mi señor.” Se detuvo un momento, un destello de pesar apareciendo un su cara.

“El honor de aquellos que han caído es eterno. Tus camaradas quedarán registrados para siempre en Koten,” dijo Kisada.

El hombre miró a Kisada, su arrugada cara iluminándose considerablemente. “Hai, mi señor,” dijo. “El relato del samurai Perdido parece ser correcto. Las regiones del norte de las Tierras Sombrías están agitadas. Las bestias que habitan allí se han vuelto locas debido a fuerzas desconocidas. Destruyen todo lo que se encuentran en su camino excepto a ellas mismas. Incluso los Nezumi de esa región han abandonado sus hogares y huido.”

“¿Se dirigen hacia el norte, hacia la Muralla?” Preguntó Kisada.

“No, mi señor,” dijo Hiroji. “Marchan hacia el sur.”

“A la Ciudad de los Perdidos,” contestó sombríamente Kisada.

Hiroji asintió. “Nos aventuramos lo suficientemente al sur como para ver la batalla donde los ejércitos de demonios ya se enfrentan a los Perdidos.” Se detuvo un momento, como luchando con algo.

“Habla,” ordenó el Gran Oso.

“Pensaba que nunca podría llorar la pérdida que los que se han perdido entre las sombras,” dijo Hiroji un momento después, en voz baja. “Pero las batallas que vimos… no pude evitar sentir pena. Una fila interminable de guerreros humanos… de samuráis… manteniéndose firmes contra oleada tras oleada de criaturas de las peores pesadillas que haya visto jamás. No había esperanza alguna, pero no vacilaban. Fue… difícil de observar. Algunos de mis hombres decidieron quedarse, par ayudarles a luchar.”

“Y murieron,” contestó Kisada.

Hiroji asintió. “Los Perdidos eran muy inferiores en número,” dijo el explorador.

Kisada se levantó. “La pérdida de tus hermanos, de todos nuestros hermanos, te pesa mucho, Hiroji. Como es para todos los que perdemos hombres que están a nuestro servicio. Tus sentimientos son normales, pero debes dejarlos a un lado. El mal se alimenta de si mismo, como siempre lo hace. Los Perdidos y los demonios se han vuelto los unos contra los otros, y aunque ayudemos a unos contra los otros, solo lo haremos por el futuro del Imperio. No te apiades de ellos, y no llores su muerte.” Se detuvo y miró a todos sus oficiales reunidos. “¿Lo comprendéis?”

“Hai, Kisada-sama,” contestaron al unísono.

“Una vez juré que nunca más estaría junto a las Tierras Sombrías,” dijo Kisada, más para si mismo que para sus hombres. “Eso no es lo que haremos hoy aquí. Durante siglos, los Perdidos han vuelto al pueblo de Rokugan los unos contra los otros, nos han hecho destruir a los nuestros.” El Gran Oso miró severamente a cada uno de sus hombres. “Ahora ha llegado el momento de devolverles ese favor.”

 

 

El Clan Grulla

 

Decir que Kyuden Doji era el corazón social del Imperio era tan quedarse corto como decir que las Tierras Sombrías eran una fuente de preocupaciones para el Clan Cangrejo. Cada temporada, cientos o incluso miles de invitados pasaban por los radiantes y adornados pasillos del palacio, llevándose con ellos las visiones y sonidos de la nueva temporada para incorporarlos a sus propias cortes. De esta forma, los hijos de Doji continuaban en su misión de llevar la cultura y la sofisticación al pueblo del Emperador.

Pero hoy, Doji Akiko pensaba poco en ese gran deber. Hoy, ella iba a ser testigo de la boda de su única hija, Domotai, a Ikoma Kusari del León. Era una boda concertada, como lo eran la mayoría de las bodas de los samuráis, un vínculo que la final beneficiaba a ambos clanes. Aunque los dos jóvenes samuráis no se amaban, ya habían demostrado su mutuo respeto, que era la base de cualquier buen matrimonio.

Akiko nunca se había sentido más orgullosa de su hija.

“Domotai estaba espectacular, Akiko-sama.”

Akiko se giró para recibir el cumplido, solo para encontrarse frente a un extraño hombrecito, un León, que ella no reconoció. “Gracias, amigo mío,” dijo ella diplomáticamente. “Eres muy amable.”

El León sonrió e hizo una profunda reverencia. “Soy Ikoma Masote, mi señora. Es un placer por fin conoceros.”

“¿Al fin?” Dijo Akiko con curiosidad. “¿Nos hemos escrito?”

“No, mi señora,” contestó él, “pero conozco bien a uno de vuestros subordinados de confianza, un querido amigo mío desde la infancia.”

Akiko sonrió educadamente. “¿Y quién es?”

“Doji Tanaka,” dijo Masote.

Akiko se abstuvo de modificar su expresión, aunque solo gracias a una verdadera hazaña de fuerza de voluntad. Tanaka había sido uno de sus principales correos durante varios años hasta su reciente muerte a manos de unos bandidos mientras viajaba entre las provincias Grulla y Fénix. Pero ella sabía bien que Tanaka había perdido a varios miembros de su familia décadas atrás mientras luchaban en Toshi Ranbo, y había sido un vehemente detractor del León. Este hombre no era un amigo de Tanaka.

“Me temo que no recuerdo que te mencionase, Masote-san,” dijo ella diplomáticamente.

“Estoy seguro de que no os hubiese molestado con asuntos personales,” dijo Masote. “Pero él os mencionaba frecuentemente. De su descripción, siento como si yo hubiese servido bajo vuestras órdenes.” Sonrió. “En cualquier caso, solo deseaba conocer por fin a la gran Doji Akiko en persona. Tenéis muchos asuntos importantes hoy, y no os molestaré más. Ha sido un gran honor.” El León se inclinó y se volvió para unirse a los otros invitados que estaban intentando desear a la pareja de recién casados buena suerte para el futuro.

“¿Algún problema, mi señora?” Extrañamente, Kakita Munemori la habló en voz baja, manteniendo una tranquila expresión y el tono bao para que los demás no pudiesen escucharle. “Parecéis especialmente absorta.”

“No hay problema alguno,” dijo Akiko con una amable sonrisa. “Nos ocuparemos de ello.”

 

 

El Clan Dragón

 

El sol de la tarde calentó el frío aire en el patio de Shiro Kitsuki, y Mirumoto Kei disfrutó del instante de efímero calor, sabiendo muy bien que el frío del invierno caería muy pronto sobre las montañas. Ella había vivido toda su vida en las montañas Dragón, pero nunca se había acostumbrado totalmente a los duros inviernos que aquí había. Los efímeros veranos y primavera… esos eran los momentos por los que vivía.

“Kei, tu admirador ha vuelto.”

La oficial Dragón suspiró al regresar de su momento de felicidad. Ella miró de reojo a su amiga con fingida irritación. “No me había imaginado que él se hubiese ido,” dijo ella en voz baja. “Si me siguiese más de cerca, tendría que poner un biombo en mi habitación para tener privacidad mientras duermo.”

Bayushi Saya se rió. Era un sonido de felicidad y alegre que parecía totalmente genuino, aunque a menudo Kei se preguntaba si su amiga era tan alegre como parecía. A pesar del hecho de que habían sido amigas desde que se conocieron hace algunas temporadas, Kei nunca sentía que comprendía totalmente a Saya. Eso, se imaginaba, era el precio que había que pagar por ser aliados del Escorpión. Pero si la duda era el peor de sus pecados, ella lo aceptaba gustosa.

Saya miró al guerrero León que se la acercaba con timidez. “Supongo que se despierta cada día con una desesperada plegaría a las Fortunas para que por fin ese día la gran Mirumoto Kei cometa un horrendo error social y así tenga él una razón para retarte a duelo.”

“No lo dudo,” dijo sombríamente Kei. “Los León no perdonan.”

“No pueden,” explicó Saya. “No deben. Es su naturaleza. La Mano Derecha no se puede quitar su armadura.”

Las dos mujeres estaban sentadas ante un tablero de go y hacían que jugaban. Era una broma entre ambas, algo en que ocupar su tiempo y hacer que los demás no se entrometiesen y así poder hablar tranquilas. Kei miró a un Grulla pasar junto a ellas, seguido por al menos media docena de admiradores que parecían estar pendientes de cada palabra suya. Ella frunció el ceño, irritada. “¿Dime otra vez cómo se llama ese?”

“Kakita Funaki,” contestó Saya. “Bastante guapo, si prefieres a los imbéciles.”

“Prefería cuando usaba exagerados cuentos de sus proezas militares para ganarse el corazón de las mujeres,” dijo Kei en voz baja. “Su constante farfulla sobre la iluminación es mucho peor.”

Saya levantó las cejas. “¿Pero le has estado escuchando? Es obvio que los Grulla comprenden la verdadera senda hacia la iluminación, o no hubiesen tenido tantos representantes entre los Guardianes de los Elementos de Rosoku.” Ella se inclinó un poco, conspirando. “Estoy segura de que Asahina Sekawa valora en gran medida los consejos de Funaki, si nos basamos en lo que dice.”

Kei agitó su cabeza, no estaba interesada en la juguetona conducta de Saya. “La iluminación no es un juego ni un concurso, y desde luego no es algo para cortejar a estúpidas bellezas,” dijo ella, su voz mostrando mayor frustración.

Saya se echó hacia atrás, con expresión más seria. “No eres la primera Dragón a la que he oído decir esas cosas,” dijo ella en voz baja. “Creo que más de unos cuantos de tu clan están molestos porque los Grulla resolvieron primero el acertijo de Shinsei.”

“No me malinterpretes,” explicó Kei. “Sekawa es un gran hombre. Lo que él y sus Guardianes han conseguido es digno de mi mayor respeto y admiración, pero que se aprovechen de eso estúpidos como Funaki… es casi una blasfemia.”

“Algunos dicen que los Dragón sienten celos,” dijo Saya. “Tú y tu gente llevan siglos en las montañas contemplando los misterios del mundo, y parece ser que los Grulla los han encontrado con muy poco esfuerzo.”

“¿Celos?” Kei se rió. “Cree lo que quieras, Escorpión. ¿Los Grulla dicen que están iluminados?” Su rostro se oscureció. “Entonces deja que lo demuestren.”

 

 

El Clan León

 

El Castillo de la Espada Veloz era una oleada de agitación. Para los no acostumbrados, podía parecer no mucho más agitado que un día normal de entrenamiento y ejercicios. Pero para un verdadero soldado, la razón de esa frenética actividad era obvia: los León se preparaban para la guerra.

Akodo Natsu estaba junto a las puertas del castillo, observando la legión que pronto estaría bajo su mando. Había heredado el mando después de que la legión en la que sirvió fuese diezmada durante la Guerra de la Rana Rica. Su oficial superior, su tío, había muerto durante esa guerra, y Natsu nunca había conocido tanto orgullo como el día en que le habían otorgado el mando de su tío. Ahora demostraría su valía en batalla, y honoraria a sus ancestros en la forma que solo los León podían hacerlo.

Se acercó un explorador, cabalgando desde el sur. Claramente, el hombre había estado mucho tiempo sobre la silla de montar, y estaba cubierto de polvo del camino. Natsu frunció el ceño, sintiendo curiosidad sobre que podía ser tan importante. El hombre tiró de las riendas de su caballo hasta detenerlo y se inclinó profundamente desde su silla de montar, una cosa difícil de hacer. “Taisa Natsu-sama,” dijo el explorador, jadeando, “tengo un informe de las provincias del sur.”

“Informa,” dijo inmediatamente.

“El problema del levantamiento campesino ha sido contenido,” informó el explorador. “La séptima legión Ikoma ha acampado en la aldea donde primero surgieron los informes, pero no ha habido signos de insurrección entre sus habitantes. Se cree que las personas responsables han huido de allí, posiblemente hacia el norte.”

“¿Personas responsables?” Preguntó Natsu. “¿Quién?”

“No se sabe, mi señor,” contestó el explorador. “Se cree que un par de ronin incitó la rebelión, y luego huyó para evitar la justicia León. Se informa que han huido hacia el norte.”

“Norte,” dijo Natsu, una sonrisa apareciendo en su rostro. “Han regresado al norte, hacia el Dragón, quienes fomentaron su intento de rebelión para llevar más desorden al León.” Se frotó el mentón durante un momento, y luego se volvió hacia el explorador. “Tómate un día de descanso, y luego prosigue hacia el norte. Rodea las tierras Libélula y dirígete directamente hacia las provincias Kitsuki. Cuando llegues, exige que los Dragón entreguen a los ronin para que respondan por la insurrección.”

“¿Señor?” El explorador parecía confundido. “Lo negarán y harán que me de la vuelta.”

“Exactamente,” dijo Natsu, agrandándose su sonrisa.


 
            Ikoma Otemi anudó cuidadosamente su do-maru. La  armadura era de una calidad extraordinaria, y exquisitamente construida, pero no le serviría de nada si no era concienzudo en su mantenimiento y en su adecuada preparación. Cuando acabó, puso sus espadas en su obi y cogió su yelmo. Cuando este estuvo sobre su cabeza, entonces fue cuando ya pareció el Campeón del León.

“La mayoría de los Campeones tienen sirvientes que se ocupan de su armadura,” dijo Ikoma Yasuko con una sonrisa irónica. “Estoy bastante segura de que podríamos encontrar a alguien que te ayudase con la tuya.”

Otemi miró a su esposa con expresión de curiosidad. “La mayoría de los Campeones no son León,” dijo simplemente. “Un guerrero prepara su propia armadura y armas, o solo se debe culpar a si mismo si estas le fallan.”

Yasuko sonrió afectuosamente. “Bien dicho, esposo mío.” Se quedó en silencio durante un momento mientras su sonrisa desaparecía, reemplazada con una expresión de preocupación. “¿Por qué estás haciendo esto?” Preguntó ella un momento después.

“Sabes porque,” dijo simplemente él. “El León debe luchar, debemos recuperar lo que hemos perdido.”

“Conozco las razones que has expuesto,” contestó ella, “pero hacen poco para satisfacer a una esposa que teme por la vida de su esposo. Esto es imprudente, Otemi. Eso no es habitual en ti.”

“Los León necesitan un héroe,” dijo Otemi. “Necesitan un líder que les inspire, como antes lo hizo Nimuro.”

“No necesitan a un imprudente belicista,” dijo Yasuko. Enrojeció al decirlo, quizás acalorándose más de lo que había pretendido.

“Si yo muero, importará poco,” dijo Otemi. “Lo que importa es que el Imperio aprenda a respetar una vez más al León. El Khan ha desafilado nuestras espadas. Debemos afilarlas una vez más.”

“¿Aún si su coste se mide en vidas Dragón?” Preguntó en voz baja Yasuko.

Otemi miró hacia otro lado.

 

 

El Clan Mantis

 

La tormenta no hacía ni dos horas que había terminado cuando los vigías descubrieron los restos que flotaban sobre el horizonte. Eran barcos de mercancías que habían estado perdidos, más de tres días tarde sin llegar a puerto cuando la tormenta comenzó, y el Sol Naciente había sido enviado para intentar localizarlos. Con el corazón encogido, el Capitán Yoritomo Yorikane ordenó a su tripulación acercarse a los restos.

La zona era amplia, había mucho más restos de los que podrían haber sido creados por la rotura de un único barco. La expresión de Yorikane era amarga mientras inspeccionaba los restos. Ordenó a sus hombres reducir la marcha del barco mientras iba a la borda y examinó los fragmentos de madera que allí había. “¿La tormenta, capitán-sama?” Le preguntó su primer oficial.

Yorikane gruñó de una manera evasiva. Extendió la mano con su kama y se inclinó lejos sobre la barandilla, hundiendo la hoja en un trozo de madera con un golpe sólido, y luego lo trajo a bordo del barco. Pasó con cuidado sus manos sobre la madera, sintiendo la lisa y escurridiza superficie. “Esto ha estado mucho tiempo en el agua,” refunfuñó. Se volvió hacia su primer oficial. “Esto estaba en el agua antes que la tormenta,” dijo. “Un día, quizás dos.”

El primer oficial, un veterano con muchos años en el mar, palideció ligeramente con las palabras de Yorikane. “Entonces fueron destruidos mucho antes de la tormenta,” dijo silenciosamente. “¡Vigías!” Gritó, volviéndose hacia la tripulación sin necesidad de que se lo ordenasen. “¡Todos a sus puestos! ¡Prepararos para ir a puerto!”

Yorikane sacudió su cabeza y lanzó la madera hacia el agua. Sabía que era demasiado tarde. Su destino estaba sellado, como había sido el de tantos otros durante los últimos años. Pero nunca tan cerca de las islas. En verdad, eso era lo que más molestaba a Yorikane. Siempre supo que su muerte llegaría en el mar. Era lo que él deseaba, y su único pesar era que podía advertir al puerto.

“¡Ola Oscura!” Gritó el vigía de babor. “¡Barcos de la Ola Oscura en el horizonte!”

Yorikane desenfundó sus kamas y miró a sus hombres. “No podemos evadirles,” dijo, confirmando lo que ellos ya conocían. “Su maho-tsukai les da una velocidad incomparable. Todo lo que podemos hacer es retrasarlos, y esperar que las otras patrullas reconozcan la pauta cuando no regresemos a puerto. Sonrió, esperando aliviar el temor que vio en los ojos de sus hombres. “Tengo la intención de que los traidores prueben el sufrimiento que les espera si alguna vez alcanzan las Islas de la Seda y la Especia.” Levantó su kama. “¡Yoritomo!”

“¡Yoritomo!” Contestaron sus hombres, y su miedo se desvaneció.


 

Yoritomo Naizen pasó una mano por su cara, luego miró fijamente la superficie de la mesa, luchando para no mostrar su frustración. “Como ordenéis, mi señora,” dijo concisamente.

“Es obvio que discrepas,” dijo Yoritomo Kumiko. La Hija de las Tormentas tenía un destello juguetón en sus ojos mientras masticaba un trozo de fruta. “¿Qué harías, si pudiese hacer lo que quisieses, Naizen?”

El general Mantis alzó la vista con expresión feroz. “Yo llevaría nuestras fuerzas a la Ciudad del Recuerdo, y la haría nuestro. La usaría como centro para nuestras líneas de abastecimiento y desde allí enviar fuerzas directamente al norte, a tierras Isawa y Shiba. Sin una base importante en tierra donde coordinar nuestros esfuerzos, seguimos luchando una guerra a la carrera, sin beneficios apreciables.”

“Hemos tomado un número de pequeñas islas a lo largo de la costa Fénix,” dijo Kumiko.

“Ninguna de las cuales tiene una infraestructura que poder explotar,” murmuró Naizen.

“La Ciudad del Recuerdo permanece fuera de límites, ahora y siempre,” dijo Kumiko. “Eso no cambiará, Naizen. Redirige tus esfuerzos.”

El general alzó sus manos. “¿Hacia qué, mi señora?” Respondió. “Las tierras Isawa están tan defendidas que no pueden ser rotas sus defensas. Shiro Shiba y Kyuden Agasha son igual de inmunes a todos excepto a un asedio largísimo. Morkage Toshi es una tierra baldía y maldita. No hay ningún asentamiento costero lo bastante grande para que nosotros explotemos excepto la Ciudad del Recuerdo.”

“Entonces mira hacia dentro,” musitó Kumiko. Ella lo consideró durante un momento. “Yo enviaré tantos shugenjas como necesites, no importa cuantos sean. Toma tus fuerzas y dirígete al interior, a Nikesake.”

“¿Nikesake?” Exclamó Naizen. “Ese es el centro de la alianza Fénix con los Grulla. ¿Nos atrevemos a arriesgarnos a la ira de Kurohito?”

“¿La ira de Kurohito?” Kumiko se rió. “Seremos más que corteses, ofreciendo a todos los samuráis Grulla la oportunidad de desalojar la ciudad. Ellos se enfurecerán, desde luego, y desearán tomar represalias. Los Fénix, en su arrogancia, no lo permitirán. Al final, los Grulla nos perdonarán, porque nuestra alianza económica es demasiado valiosa, pero los rescoldos del resentimiento se habrán sembrado entre Grulla y Fénix, tal como hemos hecho entre los Isawa y las otras familias.”

“¿Y si los Grulla no reaccionan como predecís?” Preguntó Naizen. “¿Y si luchan?”

“Entonces nosotros también lucharemos,” respondió Kumiko, masticando distraídamente mientras le miraba fijamente.

Naizen se echó hacia atrás y pensó con cuidado. Ya se estaban formando en su mente planes y contingencias. Su áspera cara mostró una leve sonrisa. “Como deseéis, mi señora.”

 

 

El Clan Fénix

 

La Cámara de los Maestros yacía en lo profundo de la gloria que era Kyuden Isawa, y aún así nunca parecía calurosa, ni fría. Nunca había humedad ni incomodidad. De hecho, entre los pocos selectos fuera de los Maestros que alguna vez habían estado en la sala, las condiciones parecían ideales en cada aspecto. Algunos podrían imaginarse que había alguna magia en acción, pero, si es que era así, no era por obra de los Maestros. Eran los kami mismos los que lo hacían, girando en perfecto balance alrededor del santuario escogido de sus sirvientes favorecidos, por respeto a sus siglos de leal servicio.

Había días, reflexionaba Isawa Nakamuro, cuando se preguntaba si había algo que él y sus compañeros Maestros hubiesen hecho que fuese realmente valioso. Lo llamaban héroe, pero él no se veía a sí mismo de esa forma. ¿Qué había hecho él fuera de simplemente corregir los errores de otra persona? Errores tejidos por la arrogancia – arrogancia que no había sido limpiada por los sacrificios que otros héroes habían hecho.

“No podemos continuar esta estrategia,” les insistió a los otros. “La costa Isawa está protegida, pero eso no hace nada para detener los ataques Mantis en las costas de otras familias. Los Shiba y Agasha son quienes más sufren, y los Asako vierten todos sus recursos en ayudar a las víctimas de la guerra. Es inevitable que las otras familias se resientan con nosotros por no ayudarlos tanto como podríamos.”

“¿Tanto como podríamos?” atronó Isawa Sachi. El viejo Maestro de la Tierra se removió en su asiento y se inclinó hacia delante. “El mantenimiento de las guardas que protegen nuestras tierras de los Jinetes de la Tormenta Mantis es terrible. Nuestros shugenja se debilitan día a día. Un puñado aún tiene que recuperarse, incluso después de días o semanas de descanso. Esta no es una ligera carga la que hemos tomado. Mantenemos las tierras Isawa para que el Fénix tenga un centro fuerte desde el cual podamos dirigir esta guerra. ¿Hay alguna duda de que nuestra fuerza es la razón por la que el Mantis no ha podido poner un pie en tierras Fénix, a pesar de sus mejores esfuerzos?”

La joven Maestra del Fuego asintió moviendo la cabeza. “He estado en la costa y ayudado a mantener al Mantis a distancia,” estuvo de acuerdo Isawa Ochiai. “¿Dónde has estado, hermano? La tarea sería mucho más sencilla contigo a nuestro lado.”

Nakamuro cubrió su rostro con una mano y suspiró cansadamente. “He estado con ellos en el sur, intentando ayudarles tanto como podía. Ellos no ven la situación como nosotros.” Él miró alrededor por un momento, como si acabara de darse cuenta de algo. “¿Dónde está Akiko-sama?”

“La Maestra del Agua viajó esta mañana a las tierras de la Grulla,” explicó Sachi. “Hoy es la boda de su hija.”

“Una boda,” musitó Shiba Ningen, con cierto tono humorístico en su voz. “Nuestra augusta líder nos abandona para atender una boda. Un mal presagio, podrían decir algunos.”

“Akiko-sama regresará al amanecer, como el Maestro del Vacío bien debería saberlo,” respondió Ochiai, frunciendo el ceño. “¿Y dónde ha estado usted, Ningen-sama? Hay informes de que usted se reúne con los Nezumi, por extraño que eso suene. ¿Cómo ayuda eso a nuestra causa?”

“Más de lo que crees,” dijo Ningen crípticamente. “Tú combates por el hoy. Yo busco los misterios del mañana.” Hubo un extraño peso en la palabra final mientras Ningen la pronunciaba, dejando una extraña sensación en el estómago del Maestro del Aire.

Nakamuro suspiró resignado. “Este conflicto se ha prolongado durante meses,” dijo, cambiando de tema, “con innumerables escaramuzas. Y aún así no tenemos indicios de un mayor uso de maho u otras tales atrocidades cometidas por el Mantis. Nuevamente me gustaría pedir, respetuosamente, que el Concilio me dé su venia para profundizar la investigación sobre los alegatos que el Mantis ha levantado en contra nuestra.”

“¡Intolerable!” dijo Sachi, golpeando su puño en contra de la mesa de piedra. “Los Mantis se atreven a utilizar un Pergamino Negro en contra nuestra, ¿y aún así deseas exonerarlos? ¡Hemos pasado por esto antes, Nakamuro! Estás entre mis alumnos más dotados, pero en esto te traiciona tu suave corazón. Si no es el Mantis, entonces, ¿quién es el responsable?”

“De hecho, ¿quién?” preguntó Nakamuro.

“¿Sugerirías que un Fénix hizo esto, Nakamuro?” preguntó Ochiai. “¿Sugerirías que uno de los nuestros utilizó un Pergamino Negro para incitar esta guerra?”

“Ya hemos sido seducidos antes por los Pergaminos,” observó Ningen.

“¡Nunca más!” insistió Sachi. “La línea que destruyó así la posición del Maestro del Fuego ya no existe. Esa locura no nos volverá a plagar.” Él respiró profundamente, y luego pareció reclinarse por un momento. “Lo siento, Nakamuro, sé que solo deseas evitar un mayor derramamiento de sangre. Yo también terminaría esta guerra sin pérdidas de vida si pudiera, pero aprendí hace mucho, mucho tiempo atrás que hay maldades en este mundo que son necesarias, y la violencia es la más grande de ellas.” Sachi sonrío tristemente. “Te necesitamos, amigo mío. Si, como tú dices, los Isawa están siendo objeto de escrutinio por nuestros esfuerzos, entonces recae sobre ti la tarea de ayudar a los otros a entender que lo que hacemos lo hacemos por todo el Fénix. Eres un héroe. La gente te respeta. Ellos te escucharán. ¿Entiendes?”

“Entiendo,” dijo Nakamuro, súbitamente exhausto. “Perdóneme, Sachi-sensei.”

“No hay nada que perdonar,” insistió Sachi. “Cada uno de nosotros daría nuestra vida, nuestra alma, por el Fénix. No puede haber fracaso mientras nos aferremos a ello.”

 

 

Los Nezumi

 

La maleza en Shinomen Mori era densa fuera de toda proporción con otros bosques. Las profundas sombras y el dosel protector que cubría cientos de millas cuadradas permitía a la maleza crecer dentro de un mar de verdes y marrones enmarañados. Era imposible abrir un camino a través de esa telaraña silenciosamente, con el sonido de las hojas crujiendo y ramas chasqueando alertando inmediatamente a cualquiera en el área que alguien se estaba moviendo. De modo que cuando los agudos sentidos de Tch’wik detectaron el sonido de crujidos de movimiento a través de los matorrales, brincó y entró en acción, agarrando su deformada arma y brincando encima de un árbol torcido que dominaba la región. Se agarro fuertemente al árbol, su piel ayudándole a mezclarse impecablemente en las condiciones del bosque oscurecido.

“¡Detente!” Grito. “¡Detente ahora! Estas son tierras Nezumi!”

Allí hubo silencio desde la maleza por un momento, después una respuesta cauta. “¿Quien esta de guardia?”

“¡Soy Tch’wik, guerrero de la Oreja Deshilachada!” Respondió orgullosamente. “¡Protejo las Madrigueras con mi vida y ni el Mañana pasaría! ¿Quien eres tú?”

Una pequeña forma se levanto lentamente, forzando su camino a través de la densa vegetación. “Nimm’k, explorador de la tribu de la Garra-Que-Agarra,” respondió el Nezumi. “Regreso de las tierras Cangrejo.”

Tch’wik se relajó, bajando su arma. “Bienvenido a casa,” dijo con aparente alivio. “Nimm’k se había marchado hacía muchos mañanas.”

“Es verdad,” respondió el explorador, “pero mi retorno no es algo que traiga felicidad. Debo hablar inmediatamente con el Jefe de Jefes.”

La felicidad de Tch’wik se desvaneció cuando vio la gravedad en los ojos del caminante. Rápidamente asintió y corrió por el camino, guiando a Nimm’k hacia el Jefe tan rápido como podía.


 

Kan’ok’ticheck era quizás el mayor guerrero de todas las tribus Nezumi, quizás el mayor guerrero que los Nezumi hubiesen conocido jamás. Como Jefe de Jefes de la Tribu Única, Kan’ok’ticheck tenia mayor poder que cualquier Nezumi desde la caída de su gran imperio, pero él ejercía ese poder con sabiduría. Los Nezumi que le seguían lo hacían porque ellos lo escogieron así, porque él era digno. Tch’wik no pertenecía a la tribu Verde-Verde-Blanco como Kan’ok’ticheck, pero sin embargo estaba orgulloso de llamar al guerrero su cacique.

“¿Qué noticias hay del Cangrejo?” Preguntó bruscamente el Jefe, volcando su atención en el explorador en el momento en que él entró.

“Hombres oscuros del sur han hecho repetidos viajes a la madriguera Cangrejo llamada Koten,” dijo Tch’wik. “Los Cangrejos están recelosos, pero les han permitido acceso al llamado Kisada. No pude acercarme lo suficiente para escucharles, pero el Tercer Bigote ha abandonado el área, dirigiéndose a sus túneles mas al norte.”

Kan’ok’ticheck se giró hacia el chamán que estaba a su lado “Los Tercer Bigote son profetas,” dijo sutilmente. “¿Que ha predicho tu gente, K’mee?”

La pequeña nariz del chamán tembló inquieta. “Desastre,” respondió K’mee. “No dije nada porque la visión no es clara. Nosotros tememos a Kisada, pues él porta la marca del Mañana. No pertenece a este mundo. No va a traer nada salvo dolor.”

El cacique descubrió sus dientes y silbó. Cogió bruscamente su hacha de piedra y la enterró en el suelo detrás de el, su cola golpeando detrás y delante airadamente. “¡Estúpidos!” Siseó. “¡Los Cangrejo, sobre todo, deberían conocer los peligros de las Tierras Sombrías! ¿Por qué siquiera han escuchado a los oscuros?”

“Humanos son criaturas extrañas,” observó K’mee. “Sus caminos no son fáciles de entender.”

“No tengo necesidad de entenderlos,” gruñó Kan’ok’ticheck. “Los Cangrejo conocen el precio de la corrupción. Si ellos caen, entonces esta tierra caerá también. Nuestro refugio desaparecerá, y la oscuridad cubrirá la tierra. No lo permitiré.”

“Los Cangrejo son amigos nuestros,” dijo K’mee. “Ellos estuvieron con nosotros cuando éramos débiles.”

“Eso es verdad,” contestó Kan’ok’ticheck, “pero ya no somos débiles. Nuestra gente permitió una vez que la arrogancia nos destruyese. Nosotros no vamos a permitir que los Cangrejo sigan el mismo camino.”

Nachin’check, el hermano del jefe, tosió y arañó el suelo con una zarpa. “Los humanos son orgullosos,” dijo cuidadosamente. “¿Y si nosotros les advertimos, y ellos no nos escuchan?”

Los ojos rojos de Kan’ok’ticheck brillaron. “Entonces ya no necesitamos su amistad.”

 

 

El Clan Escorpión

 

Bayushi Sunetra se sentaba inmóvil entre la apretada red de piedra y madera que comprendía los niveles superiores de la Torre Kaiu. El paisaje estaba lleno de estructuras de ese tipo, al parecer, con talleres, forjas y una miríada de otros grises y resistentes edificios expulsando huno negro en el cielo. Era allí donde las armas, armaduras y maquinas de asedio que soportaban la guerra del Clan Cangrejo contra las Tierras Sombrías eran creados. Era el lugar de nacimiento de la muerte, donde el fin de diez mil demonios había sido forjado. Bajo otras circunstancias, Sunetra quizás habría explorado los misterios de ese lugar más profundamente. Hoy, no había tiempo.

Un puñado de hombres esperaba en la vacía habitación debajo de ella, sus kimonos portando diferentes colores y anagramas, pero con un emblema unificador: la marca de Kaneka, el Shogun. Estos eran sus ayudantes personales, sus oficiales más valiosos y de mayor confianza. Su líder era un hombre llamado Shiba Danjuro, un genuino héroe del Imperio, La mano derecha del Shogun. Ella se compadecía del joven Fénix. Últimamente, las tareas que Kaneka había hecho ante el le habían dejado una fantasmal y desagradable expresión en los agradables rasgos de Danjuro. El dormía poco últimamente; algo que ella sabia por el hecho de que se estaba quedando adormilada espiándole.

Una puerta se abrió, y otra figura entró. Era un hombre mas bajo, que vestía colores Cangrejo con un anagrama Kaiu orgullosamente dispuesto en el pecho y mangas. “He venido, como pedisteis” dijo bruscamente, “pero tengo poco tiempo. Hay mucho trabajo por hacer.”

“Tienes razón en eso”, dijo una voz familiar. Una figura enmascarada por un sombrero dio un paso adelante como para evaluar al Cangrejo. “Hay mucho por hacer, y poco tiempo para ello. Bienvenido, Kaiu Kazu.”

“¿Quién eres tú?” Demandó el Cangrejo.

“¿Quién soy yo?” Dijo la figura con una carcajada. Se quito el sombrero, revelando unos rasgos que eran conocidos a lo largo de todo el Imperio. “Ciertamente no soy el Shogun. Después de todo el Shogun esta en este momento en su tienda de mando, reunido con varios de sus oficiales, tal como su testimonio aseverara sea el asunto alguna vez cuestionado.” El hombre miro a Kazu con franqueza, mostrando la amenaza no dicha en sus negros e inexpresivos ojos.

Danjuro sonreía forzadamente.

“Kaneka-sama,” dijo el Cangrejo con una reverencia.” Esto es totalmente inesperado. No creí imaginar ser merecedor de una audiencia privada con alguien como usted.”

Sunetra enarcó una ceja. Tal reacción no era normal en un Cangrejo, que tendían a disgustarse por un subterfugio así. Si la noción de un encuentro clandestino con el Shogun era intimidatoria para Kazu, el no hizo muestra de ello.

“Perdonadme Kazu, pero debo ser breve,” dijo Kaneka. “Té eras parte de la conspiración del Gozuku, cuidadosamente vigilabas las líneas de abastecimiento y desviabas algunos recursos que creías que podrían usar tus señores. Atsuki y los otros distribuirían los materiales a sus agentes o los usarían para mantener sus melodramáticos engaños... lo que encajara con sus necesidades en el momento.”

La cara de Kazu había palidecido ligeramente, pero hay que decir a su favor que no se acobardó por la acusación. “Yo fui,” admitió. “No siento vergüenza por ello. Era por el bien del Imperio. Nuestro fin era noble. No sabia que servia a Atsuki en aquel tiempo, pero dudo que eso hubiera algo. ¿Estas aquí para matarme?”

“Eso no ha sido decidido todavía,” dijo Kaneka. “Tal como dices, la meta del Gozoku era noble, pero horriblemente pervertida por la ambición personal de Atsuki. Tengo los registros de Atsuki. Se de todos aquellos que una vez le sirvieron. Te ofrezco una última oportunidad de servirme. Juntos traeremos orden al Imperio.”

Kazu asintió, con una sonrisa en su cara. “Me sentiría gratamente honrado de unirme a vos, Shogun. Os he admirado largamente, y espero impacientemente el día en el que seáis el verdadero poder tras el trono, no una débil sombra de los Hantei.”

Sunetra vio a Danjuro agachar la cabeza ligeramente, y reconoció la expresión de resignación de Kaneka.

“Repite lo que acabas de decir, por favor,” dijo el Shogun.

“He dicho que estoy impaciente por ayudaros en vuestra búsqueda por el trono,” dijo Kazu. “Vuestro hermano nunca fue de valor.”

“Desafortunadamente,” dijo el Shogun con serenidad. En un refinado movimiento, desenvaino su espada y cortó el aire, haciendo un fino corte en la garganta de hombre. Kazu cayó sobre sus rodillas, atragantándose mientras se agarraba el cuello y la sangre manaba sobre sus dedos. Sunetra parpadeo de la sorpresa; si no fuera por su entrenamiento, habría sofocado un grito. Kaneka limpió la sangre de su espada con un practicado movimiento.

“La ambición debe ser moderada con el honor, Kazu, o se vuelve una piedra en el cuello de uno,” dijo el Shogun. “Ven Danjuro. Dejemos a este perro con su muerte.”

“Hai, Shogun,” dijo Danjuro silenciosamente.

Sunetra desapareció entre las sombras.

 

 

El Clan Unicornio

 

Hacía poco más de un año había habido una aldea vacía, olvidada de nombre Sukoshi Zutsu. Era completamente mediocre en todos los sentidos, con muy pocos recursos de valor, y sin ningún valor estratégico. Estaba cerca del borde sur de la frontera oeste del Clan León, una frontera que nadie había atacado durante siglos, por temor a los ejércitos León.

La aldea no había significado nada.

No había sido nada.

La voluntad del Khan la había transformado.

Ahora, Sukoshi Zutsu era una fortaleza militar cuyo nombre era conocido por todo el Imperio. A pesar de que los León habían conservado Kaeru Toshi cuando acabó la guerra por decreto Imperial, los Unicornio mantuvieron la posesión de Sukoshi Zutsu. Para el Khan, eso fue suficiente. Era una señal para todos que no había nada que él no pudiese tomar si así lo deseaba. Había tomado la aldea León, y ellos habían conservado Kaeru Toshi solo porque él había decidido que ellos la conservaran. El León no podía enfrentarse a él. Quizás, si ellos se hubiesen aliado con los Dragón y las legiones Imperiales, podrían haberle mantenido a raya. Pero eso pasó hace un año, y ahora era incluso más fuerte que antes.

Ahora no había nada que se pudiese interponer en su camino.

“Tama,” dijo Moto Chagatai, volviéndose hacia la líder de sus exploradores. “¿Qué noticias hay?”

La joven Utaku se inclinó rápidamente y sonrió. “Los León siguen sondeando la frontera,” dijo ella. “Ha habido unos cuantos incidentes violentos, pero nada que pueda llamar la atención al resto del Imperio.”

“¿Y el embajador Dragón?” Preguntó él.

“Ha regresado a salvo a sus tierras,” dijo la exploradora. “Nadie mas que vos, el Señor Satsu, y yo, sabemos que ha estado aquí.”

“Excelente,” dijo el Khan, regresando a mirar al paisaje que tenía ante él. Las tierras que había en el horizonte no eran suyas, aún no, pero un día las conquistaría, igual que sus ancestros habían reclamado todo lo que veían. Era su derecho. El destino de un conquistador.

“¿Lo puedes sentir?” Preguntó, su voz extrañamente callada. “¿Lo puedes sentir, en el viento?”

“¿El qué, mi señor?” Preguntó Tama.

“El miedo,” contestó Chagatai, respirando hondo. “El Imperio nos teme. Antes creían que éramos unos bárbaros, pero ahora conocen la verdad. Saben que si el Unicornio desea poseer lo que ellos tienen, ninguna fuerza en el Imperio nos puede detener. Los Unicornio ya no son el hijo olvidado.”

“Deberían temernos, mi señor,” estuvo de acuerdo Tama. “Ningún hombre en todo el Imperio puede enfrentarse al Khan.”

“Que los Grulla tengan a sus Guardianes,” dijo Chagatai. “Que busquen la iluminación. No encontrarán verdad alguna en libros ni meditando. La iluminación se encuentra en la emoción de la batalla, y en el júbilo de la victoria, y en la muerte de tus enemigos. Al menos en eso los Grulla tienen razón.” Se volvió hacia Tama una vez más y sonrió. “Está llegando una época de iluminación.”

 

 

Las Tierras Sombrías

 

Los Cangrejo estaban de guardia en la Muralla, despreocupándose del mundo que se extendía oculto justo más allá de su alcance. Se encerraban entre acero y piedra y ponían su confianza en las inmateriales cualidades que valoraban: valor, fuerza, honor, para protegerse de poderes que odiaban pero que nunca podrían entender. Bajo otras circunstancias Shokansuru podía haber sentido pena por ellos. El invocador de onis caminó entre los Cangrejo, enmascarada su presencia de su percepción por el demonio que se enrollaba alrededor de su espalda como una serpiente. Era un pequeño demonio, su esencia enfocada totalmente en el sigilo y camuflaje. Su poder, enfocado tan precisamente, le enmascararía incluso de las más poderosas de las guardas Cangrejo, pero a costa de la vida de la bestia. Empezaría a declinar en cuestión de horas, consumida su alma sin piedad en el proceso antes de ser finalmente enviada entre chillidos de vuelta a las profundidades del Jigoku.

Importaba poco. Era una bestia carga, nada más. Un animal. No como los vastos intelectos que podían ser encontrados en las profundidades del Reino del Mal. No como el verdadero señor de Shokansuru. El señor de los demonios había compartido su poder con Shokasuru hacía siglos, y él empuñaba ese poder como un artista, esculpiendo las más exquisitas obras maestras de corrupción, como la pequeña baratija de criatura que ahora vestía. Serviría bastante bien para su propósito. Le permitiría alcanzar las puertas de Kyuden Hida.

El hogar de los señores de los Cangrejo era realmente enorme. Incluso las mayores creaciones de Shokansuru tendrían problemas para destruir tal edificio, pero un día lo destruirían. Era un lugar austero y sombrío, un castillo muerto carente de alma o belleza – un castillo construido sobre odio ciego e ignorancia. Por encima de las puertas del castillo, una enorme y cornuda calavera miraba a Shokansuru con ojos vacíos.

“Señor Nikoma no Oni,” susurró. “El mayor de los de los Señores de los Onis. Vuelve ahora a este reino mortal y consume a nuestros enemigos.”

Shokansuru extrajo un fragmento de obsidiana de su túnica y lo usó para hacerse un corte en su mano. Susurró palabras de poder, antiguas palabras que los señores de los demonios le habían enseñado mientras él perfeccionaba su arte en la Tumba Perdida de Fu Leng. Su sangre empezó a sisear y hervir donde tocaba la piedra. Shokasuru mantuvo su mano abierta, empapando la piedra con su sangre, que se retorcía como si estuviera repentinamente viva. Cuando no pudo contener el poder por más tiempo, el invocador de demonios soltó la piedra. Esta salió disparada por el aire, más rápido que una flecha y se fragmentó sobre la gran calavera de la Fauce, enviando una pequeña lluvia de negros cristales a su alrededor. Allí donde la piedra había golpeado el hueso apareció una pequeña fractura.

Era poca cosa, pero así es como tales cosas siempre empezaban.

Shokasuru sonrió. De esa pequeña semilla, crecería la destrucción de toda la raza humana. Y no solo simplemente el Cangrejo, si no todos los humanos, incluidos los estúpidos engañados que seguían a Daigotsu en las Tierras Sombrías. La parte humana de su alma hacía tiempo que había desaparecido. Ahora, solo permanecía el demonio. Muy pronto, la Ciudad de los Perdidos desaparecería también.

La pálida y amarga cara de Shokansuru cambió en una sonrisa ante ese pensamiento. Cayó sobre sus rodillas mientras su fuerza se desvanecía, mientras su vida estaba siendo drenada de su cuerpo. Podía sentir su vida, su esencia, su magia, todo lo que había tenido una vez, era ahora traspasado para alimentar el creciente poder de la Fauce. Este era el propósito de su existencia, su destino, el restaurar a su maestro a este mundo. La pérdida de su vida no era nada – si algo era un descanso.

Y que los mortales tiemblen ante el regreso de la Fauce.