Antes del Amanecer

 

por Shawn Carman

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Shiba Tsukimi estaba en el techo.

Para un hombre distinto, una perspectiva así podía ser sorprendente, pero hacía tiempo que Asako Bushiken había aprendido a ajustar sus sentidos ante algo así. “Saludos, Dama Tsukimi,” dijo tranquilamente.

Tsukimi frunció el ceño, pero claro, en realidad era una sonrisa. “Saludos, hermano Bushiken. Confío en que el día te encuentre bien.”

“El día me encuentra en paz,” contestó Bushiken. “No puedo pedir más.”

“Mi corazón se apena al escuchar eso,” dijo Tsukimi, “ya que significa que mi presencia aquí es perjudicial. No es de paz de lo que tenemos que hablar.”

“Yo hablo de paz espiritual, por supuesto,” dijo Bushiken. “No presumiría hablar de paz militar a una legendaria guerrera como vos.”

Tsukimi sonrió, pero había fruncido el ceño. “¿Puedes bajar de ahí? Me disculpo, pero encuentro muy difícil mantener una conversación así.”

“Por supuesto,” dijo Bushiken, bajándose de la posición de pino que llevaba manteniendo casi toda la mañana en la parte superior de una columna de piedra. “¿En qué os puedo servir, mi señora?”

La sonrisa de Tsukimi parecía triste. “Ha llegado la hora,” dijo.

Bushiken suspiró levemente. “Entonces, guerra.”

“Guerra,” confirmó ella. “Los Yobanjin han sido derrotados. El Oráculo Oscuro parece haber perdido todo su entusiasmo por la guerra por las heridas que sufrió. Ahora nuestras tierras están a salvo.”

“Y por estar en paz debemos buscar la guerra,” dijo oscuramente Bushiken.

“Por estar en paz, debemos ayudar a llevar la paz a los demás,” le corrigió Tsukimi. “Pero nuestros recursos son escasos. Necesitamos que reúnas a todos tus Inquisidores. Deben viajar al sur y ayudar a las pocas fuerzas que tenemos allí.”

“¿Si esto trae la paz, cuánto durará?” Musitó Bushiken. “¿Un mes? ¿Un año?”

“No podemos saberlo,” dijo Tsukimi, “pero tampoco podemos desesperarnos.”

 

 •

 

La vela había ardido casi hasta la superficie de la mesa sobre la que estaba. Todos los demás hacía tiempo que habían regresado a sus tiendas de campaña para dormir, algunos por orden suya, pero Akodo Shigetoshi no se les unió. Tenía los ojos rojos y empañados, pero seguía siendo tan agudos como siempre. Miró a la infinita serie de mapas, las bandejas y bandejas de marcadores de piedra que indicaban las diferentes unidades y regimientos reunidos en el frente sur. Y miró el inmenso tomo que no había abandonado su lado desde hacía más de un año. Era un libro gaijin, pero que se había convertido en parte de la forma en que los León hacían la guerra.

Era cansancio, o era algo más lo que hacía que la cabeza de Shigetoshi diese vueltas al pensar en que la guerra podría continuar más tiempo. Se frotó la cara con su mano, y luego los ojos. Luchaba desesperadamente por calcular una nueva estrategia, una táctica diferente, algo que cambiase el sentido de la batalla.

“No debes desesperarte.”

Shigetoshi levantó rápidamente la mirada, y vio a una joven en la tienda de campaña. No la había oído entrar. Pero la conocía, por supuesto, aunque aún no se había acostumbrado a la mano de jade que tenía en su muñeca. “Benika,” dijo.

Matsu Benika, Mano del Sol de Jade, no pareció responder a su nombre. “Debes perseverar,” le advirtió. “Se puede detener a los Destructores.”

“He hecho todo lo que sé hacer,” admitió Shigetoshi. “Nuestros hombres acaban con diez de las bestias por cada vida que perdemos, pero sus filas son como las olas del mar. No tienen fin. El León puede derrotar a cualquier enemigo en el campo de batalla, ¿pero a un enemigo cuyas filas nunca se acaban? ¿Cómo puede existir algo así?”

“Debes aguantar,” dijo Benika. “Hay una espada que aún no ha sido desenvainada. Cuando lo sea, la marea podrá cambiar, si solo hay el valor de blandirla.”

“¿Qué quieres decir?” Preguntó Shigetoshi.

Benika no dijo nada más.

 

 •

 

Era un campo de barro. Había escasos trozos de hierba aquí y ahí, los que no habían sido totalmente destrozados por los pasos de miles de monstruosidades vestidas de hierro, y algunas que habían crecido desde que esas criaturas habían pasado por allí. Pero eran desesperadamente pocas y en su gran parte, el campo no era otra cosa que una inmensa y vacía extensión de barro.

Un trozo de barro brilló y se movió, pero luego se quedó quieto. Otro trozo hizo lo mismo, luego otro y otro. Alguien que mirase desde lejos podría pensar que el barro estaba suavemente moviéndose, como lo haría el océano contra la costa, pero la verdad era mucho más mortífera.

Al final del campo de barro, un hombre se levantó y desapareció entre las rocas, seguido por más de una docena de otros hombres. Apenas eran reconocibles como humanos, cubiertos como estaban de barro y trozos de plantas. Era como si la tierra se hubiese levantado y caminaba entre las rocas.

“La retaguardia de los Destructores está a kilómetro y medio de aquí,” dijo uno de los hombres, su voz un susurro. “¿Vuestras órdenes, mi señor?”

Uno de los hombres se limpió un trozo de barro del hombro, mostrando la insignia de la Guardia de la Casa Hiruma. “Primero buscamos las ruinas de Kyuden Hida,” dijo. “Luego matamos a cada demonio gaijin que nos encontremos.”