Arde

 

por Rusty Priske

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Mikio miró por la puerta del pequeño edificio y se envolvió mejor en la pesada tunica que llevaba. El invierno había llegado y con el su primer destino tras su gempukku. Solo podía imaginarse que sus superiores no habían quedado impresionados por su actuación allí.

Si había un destino peor, Mikio no podía imaginárselo. Estaban vigilando una carretera que no parecía necesitar ser vigilada, una que no conectaba con algo importante. Si esto no era un destino castigo entonces era uno al que enviaban a los samuráis menos valiosos.

“Si te vas a quedar ahí mirando la nieve, la próxima vez podrás recoger la madera.” Tomoyuki estaba casi sobre Mikio antes de hablar, y el joven Dragón no le había visto llegar. “¡Venga, apártate!”

Mikio rápidamente se apartó de la puerta para que Tomoyuki pudiese pasar con el cargamento de astillas que había recogido por la zona. Tomoyuki era brusco y apoyaba la idea de Mikio de que este era un destino castigo, simplemente debido a su carácter. Podía claramente ver porque alguien quisiera destinar a Tomoyuki lejos de cualquier cosa importante.

“No te quedes ahí mirando. Ocúpate del fuego, ¿o eres un Yobanjin en secreto de los que tienen un horno dentro?”

Mikio no respondió a las palabras de Tomoyuki. No respetaba lo suficiente al Mirumoto como para hacerlo. Pero tenía frío, e ignorarle solo por rencor no le haría entrar más en calor. Se dirigió al fuego y empezó a añadirle combustible del montón de finas astillas que Tomoyuki había dejado caer sin cuidado al suelo.

Mikio murmuró algo para si mismo, “Ojalá hubiese Yobanjin. Al menos habría una razón para estar en este lugar olvidado por Togashi.”

Tomoyuki se rió. “La estupidez de la juventud.”

Mikio gruñó. “¿Es estúpido querer servir a mi clan y al Imperio?”

“Es estúpido desear que el servir signifique lanzarte a los dientes del enemigo. Espera hasta que veas una guerra, y luego comprueba si ansías volver a ella.”

“Tengo que estar de acuerdo con él, joven.”

Los dos centinelas Dragón dieron un respingo ante la inesperada voz, girándose hacia la puerta e instintivamente yendo a por sus armas. Mikio ni siquiera portaba la suya.

El desconocido era claramente un Dragón, pero sus ropas no portaban anagrama alguno. Aunque parecían demasiado ligeras para la fría noche invernal, esto no era algo inusual en los monjes Togashi, por lo que ninguno de los dos Mirumoto pensó en ello. Mikio también sabía que a veces los monjes actuaban de una manera inexplicable para los demás, por lo que no debería ser una gran sorpresa ver a uno surgir de entre la nieve.

Pero tenía nieve en los pies. Comparándolo con los grandes zuecos que Tomoyuki había arrastrado por el suelo al entrar hizo que Mikio tuviese esperanzas que el monje hubiese venido a relevar al canoso y viejo samurai, o incluso mejor, a Mikio.

Tomoyuki habló informalmente, pero Mikio podía escuchar un nuevo nerviosismo en su voz. “La estupidez de la juventud, hermano. Aprenderá… si tiene suerte. Entra y caliéntate junto al fuego. Mikio estaba a punto de hacer algo de comida y con gusto la compartiremos contigo.”

“Te agradezco tu hospitalidad. No tengo hambre, pero no dejéis que mi intrusión os detenga el disfrute de vuestra comida.”

Mikio no lo podía soportar más. “¿Qué trae hasta aquí a un monje? Si hay iluminación que encontrar por aquí, está bien oculta.”

El desconocido se rió levemente. “No soy un monje, joven samurai, aunque puedo entender porque has pensado que lo soy.” Se pasó la mano por su pelado cráneo. “Aún no estoy listo para retirarme y no llevo la marca de Togashi.”

“Es extraño ver a un desconocido andar por esta carretera,” dijo Tomoyuki, “e incluso más extraño que el desconocido no de su nombre, o pregunte el nuestro.”

“Supongo que eso es cierto. Pero tengo razones para hacer lo que hago. No pregunté por vuestros nombres porque la verdad es que no me importan. No colecciono nombres como si fuesen dientes en un hilo, como hacía un maligno monstruo de leyenda. No necesito saber vuestros nombres para saber exactamente quienes sois. Con este,” hizo un gesto hacia Mikio, quien estaba empezando a sentir que el metro y medio entre él y su daisho era un abismo casi insalvable, “Sé que es un samurai recién ungido. Está enfadado por que su suerte ha sido ser asignado a un puesto tan remoto y reza por salir de esta pesadilla. No te preocupes, joven, este destino acabará pronto.”

Tomoyuki gruñó, “No me gusta tu tono, desconocido.”

“Y a ti, con tu voz grave y tus temerosos ojos, te gusta que la gente crea que has visto un inmenso horror. Que los campos de batalla han contenido la sangre de tus enemigos y que has aprendido profunda sabiduría por ello.” Ladeó la cabeza hacia Mikio. “Este es su secreto, joven. No ha visto nada. Desde muy joven se vio que su habilidad con la espada es apenas adecuada, por lo que le dieron una serie de destinos que minimizaba su importancia. ¿Correcto, samurai?”

La cara de Tomoyuki mostró ira. “Si no me das una razón para no perdonarte la vida, aprenderás lo hábil que soy con mi daisho.”

Mikio miró el rostro de su viejo compañero e instantáneamente supo que había dicho la verdad. Supo que tendría que coger su daisho.

“¿Perdonarme la vida?” Se volvió a reír. “El poder para acabar conmigo no está entre tus manos, Dragón.” Su cara mostró una desdeñosa sonrisa. “Miraros ambos, acurrucados contra los elementos, como si el frío fuese la mayor amenaza contra vuestro bienestar. Codiciáis el fuego para que os proteja. ¿Y si yo rehusase hacer lo que me pedís?”

Las llamas del fuego se encogieron hasta desaparecer totalmente. En un instante ni siquiera había fulgor en las anteriormente brillantes brasas. La habitación se quedó en una casi absoluta oscuridad, solo la luz de la luna reflejándose en el umbral. El frío les golpeó como una fuerza física, ya que todo el calor pareció ser absorbido de la habitación.

Mikio vio su oportunidad y se movió lentamente hacia donde estaba su daisho. Escuchó como Tomoyuki desenvainaba sus espadas. Llegó hasta su daisho y envolvió con sus dedos la saya de su katana.

El desconocido se volvió a reír. “¿Vas a atacar alocadamente, esperando alcanzarme? Debería permitirlo. Sería entretenido ver cual de los dos mata antes al otro. Entonces podría esperar hasta que el de más suerte sucumbe ante el frío. Las montañas tienen sus propias maneras, ¿verdad? Ocultan profundamente el fuego pero están coronadas por la nieve. ¿Sientes el frío? ¿Meterse en tus huesos hasta que tu propia sangre se espesa y se ralentiza?”

Mikio empezó a temblar, a su pesar.

La voz del demonio, porque ahora Mikio estaba seguro que el desconocido debía ser un demonio, llenó la oscuridad. “Temes el frío y le ruegas al fuego que sea tu salvador, olvidándote que el fuego tú no lo puedes domesticar. El frío puede matarte lentamente, pero el fuego lo haría en segundos. O te podría hacer una profunda marca, haciéndote tales cicatrices que serías un horror. Podrías vivir pero solo hasta poder mover lo suficiente la mano como para quitarte tu propia vida en vez de vivir tan grotescamente. Veamos cual será.”

Mikio pudo ver un brillo romper la oscuridad. Justo cuando la silueta le mostró lo que estaba viendo, Tomoyuki empezó a aullar, como un animal siendo torturado innecesariamente. Su armadura relució naranja, luego de color rojo, y Mikio podía oler el metal quemando la carne del viejo samurai. Tomoyuki se tocó la armadura, intentando encontrar los enganches.

Mikio atacó al desconocido, desenvainando su katana de su saya. Al hacerlo, la katana se calentó, quemándole la mano y haciendo que la soltase, involuntariamente. Entonces el demonio le golpeó en el mentón con el dorso de su mano. Mikio voló hacia atrás por el golpe, cayendo al otro lado de la habitación. Podía sentir donde el golpe había quemado su piel. La sentía dura y resquebrajada.

Tomoyuki ya no era quemado por su armadura. Su propia carne ardía. Sus gritos rasgaron el aire, pero no duraron mucho.

La criatura se volvió hacia Mikio, iluminada por las llamas que besaban el cuerpo de Tomoyuki. “Los Dragón creéis que buscáis los misterios del mundo. No tenéis ni idea lo que encierran esos misterios. No hay iluminación. Solo fuego y muerte. Esa lección te ha llegado demasiado tarde, y llegará demasiado tarde a todo el Dragón.”

Mikio agitó la cabeza mientras miraba como las manos del desconocido se iluminaban con una nube de fuego, aparentemente ardiendo directamente en las palmas de sus manos. “¿Por qué?” Graznó. “¿Por qué nosotros? ¿Por qué aquí?”

La bestia sonrió. “No te creas especial, Dragón. No es a ti al que deseo matar. Es a cada uno de vosotros. No descansaré hasta que no haya un Dragón vivo en estas montañas. Luego, cuando ya no exista mi antiguo clan, volveré mi atención hacia los Fénix. Una vez fui un Tamori. Una vez fui un Agasha. No habrá descanso para los que se enfrentaron a Chosai. No habrá descanso para los que se enfrentaron al Oráculo Oscuro de Fuego. Todos arderán como yo he ardido.” Sonrió cruelmente. “Excepto tu, niño. A ti te dejaré a la intemperie. ¿Rezarás para que regrese, antes de qué llegue el fin? Creo que lo harás.”

Chosai se rió y sus ardientes pisadas dejaron humeantes ruinas detrás de si.

 

 

Mirumoto Washizuka miró al pequeño escuadrón de samuráis que estaba junto a él, esperando. Cuando fueron enviados a esta aldea, creían que se enfrentarían a yobanjin. Recientemente habían aprendido que no era así.

Habló a los hombres y mujeres que tenía bajo su mando. “Hemos recibido informes sobre que el Oráculo Oscuro de Fuego se dirige hacia esta aldea. Es nuestro deber asegurarnos de que no va más allá. Estoy seguro que todos habéis escuchado las historias. Habéis escuchado que hacer caer fuego del cielo y que surja del suelo. Habéis escuchado que ha dejado multitud de Dragón muertos tras él y que no muestra misericordia alguna. Todo eso es cierto. Esa es nuestra fuerza. Sabemos que nos enfrentamos a la muerte y que no habrá cuartel. Lucharemos contra Chosai con todo que puede dar un samurai. Le haremos caer y le enseñaremos que enfrentarse a los Dragón es cortejar a la muerte. Él aprenderá que su vida acabó cuando cogió el manto del Oráculo Oscuro que hubo antes que él. Su final será por el filo de nuestras espadas.”

Washizuka miró los firmes mentones y las duras miradas de los que estaban con él. Estaba orgulloso de ellos y sabía que si no podían hacer caer a Chosai, cada uno de ellos entregaría su vida por intentarlo.

Tenía confianza en la victoria y que la gloria de matar a Chosai recaería sobre ellos.

Estaba equivocado.

 

 

Algo se movió en la helada oscuridad.

Mikio luchó por recuperar la consciencia. Había caído en la oscuridad, sabiendo que nunca regresaría. Hacía tiempo que había dejado de sufrir el frío. Ahora todo lo tenía entumecido. ¿Era el demonio, qué había regresado para asolarle? En los rincones llenos de hielo de su mente, Mikio sintió una leve indignación. No rogaría calor al demonio. Nunca. ¡Nunca! Luchó por que su boca funcionase correctamente, pero ya no la sentía bien. “No… rogar,” arrastró las palabras por labios que no podía sentir. “No… oraciones. Mátame… pero no… quiebres…”

“Lo sé,” dijo una voz distinta. No era la del demonio al que antes se había enfrentado.

Mikio luchó por abrir los ojos, pero sus párpados no respondieron. Pensó ver la tenue luz verde de una lámpara, pero eso no podía ser correcto, ¿verdad? “¿Qué…” consiguió decir, “ocurre?”

“No intentes hablar,” contestó la voz. Era una voz firme, ordenando. “Puedo deshacer algo de lo que has sufrido, pero la gran mayoría necesitará descanso para sobrevivir. Y debes sobrevivir, porque tu clan te necesita. ¿Lo entiendes?”

“No,” soltó Mikio. “Nadie… me necesita.”

“¿Sabes cómo se crea un diamante?” Preguntó la voz, sin vacilar. “Es una piedra normal hasta que sufre gran calor y presión. La adversidad revela su valor, su fuerza. A veces somos como diamantes.”

“¿Quién… eres?”

Una figura surgió en la visión de Mikio, un poderoso guerrero recubierto de tatuajes. “Soy Kaelung,” dijo. “Cerca de aquí hay una aldea. Chosai la ha destruido, y casi todos están muertos. Unos pocos han sobrevivido, y ellos también tendrán después una tarea que hacer para los Dragón. Debo ir ahora a ellos, pero pronto regresaré a por ti. ¿Sobrevivirás tu solo?”

En algún lugar, muy dentro de él, algo floreció. “Hoy no moriré,” dijo Mikio, su voz sonora y segura.