La Bisagra del Destino

 

por Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Toshi Ranbo, Al Final del Mes del Dragón

 

La casa era varias veces más grande que donde había crecido y mucho más elegante. Era extraño que, Yoritomo Saburo pensó para si, sintiese como si estuviese regresando a su hogar. O quizás no tan extraño. Había pasado demasiados meses en Ryoko Owari matando monstruos y aplacando a mosqueados magistrados Escorpión, mientras ayudaba a esconder un poderoso y maligno pergamino de los Escorpión a quienes presumiblemente pertenecía y también de las fuerzas de Kali-Ma, quienes aparentemente lo querían. Quizás no era tan extraño que la casa de Toshi Ranbo pareciese tan cómoda y familiar.

Mientra caminaba por la senda que iba desde la puerta, los compañeros de Saburo le siguieron. Utaku Kohana, Kakita Hideo y Akodo Shunori parecían contentos de volver a ver la casa. Mirumoto Ichizo e Hiruma Akio miraban a todos lados, observando la casa y su jardín. Isawa Kyoko miraba hacia el frente, intentando ignorar el pequeño cofre que portaba Akio. Bayushi Kurumi caminaba junto a Kyoko, ostensiblemente protegiendo al shugenja pero en realidad intentando hacer olvidar a todos que ahora que estaban de vuelta en Toshi Ranbo ya no la necesitaban más. Furumaro miraba al frente con la misma expresión indiferente interés que tenía normalmente.

Estaban en la entrada y quitándose sus sandalias cuando Ichizo ladeó su cabeza como si escuchase algo. “Hay alguien aquí.” Akio, Kohana y Shunori rápidamente desenvainaron sus espadas.

“La Emperatriz sabía que regresábamos,” dijo Hideo en voz baja. “Quizás enviaron a un sirviente para que nos preparase la casa.”

“O quizás otra persona ha estado haciendo preparativos,” dijo Saburo, en voz igual de baja.

“Es Doji Ayano,” dijo Furumaro. Todo el mundo le miró.

“No hay razón alguna para que Ayano esté aquí,” dijo Hideo.

Furumaro se rió. “¿Crees que es tan fácil? ¿Crees que la puedes meter en esta historia y luego desecharla antes de qué se enfrente al peligro?”

Hideo se quedó lívido durante un momento, luego giro sobre sus talones y caminó rápidamente por el pasillo. Los demás le siguieron. Encontraron a Ayano en el estudio, mirando un dibujo sobre pergamino, y cuando el grupo entró se puso en pie y se inclinó. “Por favor, excusar mi intrusión,” dijo. “La Voz de la Emperatriz me envió con un mensaje para todos vosotros, e insistió que os lo diese en cuanto regresaseis.”

“Es la casa de la Emperatriz,” dijo Shunori. “Si estás aquí por asunto suyo no tienes porque disculparte.”

“Shunori tiene razón,” dijo Saburo. “¿Pero cuál es el mensaje de Satsu-sama?”

“Me dijo que os dijese que tan pronto os pudieseis limpiar del polvo del viaje debíais presentaros en el Palacio Imperial, ya que la Emperatriz desea veros.”

“¿Pero por qué estás tu aquí?” Preguntó Hideo. “A la voz no le falta papel o mensajeros.”

“No seré yo la que cuestione a la Voz de la Emperatriz,” dijo tranquilamente Ayano. “Pero supongo que pensó que sería más eficiente que yo os diese el mensaje, porque yo debo presentarme junto a vosotros.”

Hubo un momento de silencio mientras todo el mundo consideraba esto. Furumaro habló primero. “Esta claro que todos debéis daros prisa, para saber que quiere la Emperatriz. Yo iré a echarme una siesta para no estar por en medio de vuestros preparativos.” Empezó a irse por el pasillo, hacia la habitación que le habían asignado.

“Hermano Furumaro,” objetó Kohana, “debes venir con nosotros – ella nos quiere a todos. Además, ¡esta es tu oportunidad de ver a la Emperatriz!”

“Preferiría no verla después de que me hayan desnudado hasta quedarme solo con el taparrabos,” dijo Furumaro. “Y después de que ella fuese atacada por asesinos disfrazados de monjes, estoy seguro que los Guardias Imperiales no se arriesgan en nada.” Se giró y siguió caminando.

“Eso es ridículo,” dijo Saburo.

“La verdad es que los Guardias quizás también le quiten el taparrabos,” dijo Kurumi. Saburo y los demás la miraron, y ella se encogió de hombros. “El Campeón Esmeralda se enfadó tanto tras el ataque que canceló la Corte de Invierno de la Emperatriz. ¿Pensáis que alguno de los guardias de palacio quieren que él se enfade con ellos?”

“Kurumi-san,” dijo Saburo tras un momento, “¿puedes pensar en alguna explicación que parezca respetuosa sobre la ausencia de Furumaro?” Ella asintió, sorprendida y contenta de haber sido preguntada. “Muy bien. El resto nos prepararemos tan rápido como nos sea posible – no deberíamos empeorar las cosas haciendo que la Emperatriz nos espere.”

 

 

 

Un funcionario de la corte les hizo entrar en una privada sala de audiencias, les anunció, y luego se fue. El Consejero Imperial, el ronin Susumu, estaba allí esperando, y aceptó sus reverencias. “La Emperatriz y su Voz estarán aquí muy pronto,” dijo, y luego se calló.

Kurumi le estudió durante un momento desde debajo de su flequillo y luego miró hacia su izquierda, al ojo de Ayano. Ayano lentamente cerró su ojo, lo mantuvo cerrado varios segundos, y luego lo reabrió para volver a mirar a la Escorpión. Kurumi empezó a preocuparse. Ayano había visto lo que ella había visto: el Consejero no sabía por qué había sido llamado, y eso le preocupaba.

Antes de que sus pensamientos pudiesen ir demasiado lejos se escuchó una puerta abriéndose en la parte posterior de la sala. Entró la Emperatriz, acompañada por Togashi Satsu y rodeada por una pequeña nube de guardias. Se sentó tras el panel mientras Satsu se ponía ante el. Este dio una fría y poca profunda inclinación en respuesta a la mucho más profunda de Susumu, y luego asintió gentilmente a los jóvenes samuráis que tenía ante él. “La Emperatriz os pide que os levantéis,” dijo. “También se pregunta porque no todos respondieron a su llamada.”

“El Hermano Furumaro responde a su llamada honrándola desde lejos,” dijo Kurumi. Había decidido ocuparse del problema diciendo algo que se aproximase a la verdad, y por eso continuó con su explicación, estresando la preocupación del monje por el bienestar de la Emperatriz. Cuando acabó Satsu ladeó la cabeza durante un momento antes de hablar. “A la Emperatriz no le han ofendido las intenciones del Hermano Furumaro,” dijo. “Pero la próxima vez que le convoque, se presentará ante ella.”

“Así será,” murmuró Kurumi en respuesta.

Luego Satsu caminó hasta donde estaba arrodillada Akio. “Akio-san,” dijo, “esto ya se le ha dicho a los señores del Cangrejo, pero la Emperatriz desea decírtelo a ti también. Tu hermano era un valiente samurai que llevó gloria a su clan y a su familia. Su nombre será recordado con honor mientras dure su dinastía.”

“Gracias, mi Emperatriz,” dijo Akio. Lágrimas empezaron a formarse en sus ojos, pero no levantó la mano para reconocer que las tenía. Educadamente, sus compañeros miraron hacia otro lado para darla privacidad.

Luego Satsu fue junto a Kurumi. “Bayushi Eisaku murió en la misma batalla que Hiruma Aki,” dijo. “La Emperatriz desea que sepas que tu amigo también murió como un héroe.”

Kurumi le miró durante un momento, por su expresión parecía como si le hubiese dado una patada en el estómago. “Me había preguntado si alguna vez lo sabría,” dijo vacilante. “Gracias, Divina.”

“¿Conocías a Eisaku?” Preguntó Hideo. No consiguió quitar la sospecha de su voz. “Que coincidencia.”

“El Imperio lucha por su vida. Aquí no hay coincidencias,” dijo Satsu. “¿Encontrasteis lo que buscabais en tierras Escorpión?”

“Eso creemos,” dijo Saburo. “Lo dejamos en la casa – no queríamos traerlo ante la Emperatriz sin su permiso.”

Susumu levantó una ceja. “¿Teméis esta cosa? ¿Y aún así buscáis usarlo como arma?”

“No estoy seguro de como debemos usarlo,” dijo Saburo. Señaló. “Kyoko-san puede deciros más.”

La sacerdotisa se inclinó profundamente y luego empezó a hablar. Explicó como habían encontrado el pergamino, lo que habían hecho con el guardia superviviente, y sus razones para quedárselo. Luego se detuvo un momento y pareció reunir fuerzas para lo siguiente. “Elegidos de la Emperatriz, Divina, he sido entrenada en los conocimientos normales de una shugenja Fénix. Estoy segura que un Inquisidor podría deciros mucho más que yo. Pero me han enseñado la historia de mi clan y conozco el papel que los Fénix jugaron en el destino del Día del Trueno. El pergamino que hemos encontrado parece, en todos sus aspectos, igual que los llamados Pergaminos Negros. El poder que contiene es vasto, los espíritus a los que atrae son totalmente malignos, y su propósito es totalmente desconocido para mi.”

“¿Un Pergamino Negro?” Dijo Susumu. Parecía estar a punto de reír. “¿Propones usar un Pergamino Negro para defender al Imperio?”

“Perdón, Elegido,” dijo Ayano, “pero Saburo-san ya ha dicho que no sabe como se puede usar.”

Susumu la miró con frialdad y estaba a punto de hablar cuando Satsu levantó una mano. “La Emperatriz aprueba vuestras acciones,” dijo. “Además, os pide que sigáis guardándolo durante un tiempo. Vuestro siguiente viaje pondrá este pergamino muy lejos de los servidores de Kali-Ma.”

“Lo que ordene la Emperatriz,” dijo Kurumi. “¿Qué desea que hagamos?”

“Desde su nombramiento el Shogun ha buscado al hombre llamado Daigotsu y a su mal llamado Clan Araña. La Emperatriz ha recibido información procedente de Moto Jin-Sahn que samuráis Unicornio bajo su mando han localizado su morada en una región conocida como los Dedos de Hueso.” Susumu se quedó inmóvil ante este anuncio.

“La Emperatriz desea capturar a Daigotsu,” dijo Shunori. Intentaba, como poco éxito, parecer estoico. Todos sus compañeros parecían alarmados.

“La Emperatriz desea que le entreguéis una carta,” dijo Satsu.

“¿Qué?” Dijeron Shunori, Akiko, y Susumu en coro. La expresión del Consejero Imperial era de asombro; el León y el Cangrejo estaban horrorizados. “Lo que ordene la Emperatriz,” dijo rápidamente Ayano. Kurumi había sacado un abanico y lo estaba usando para ocultar su rostro de los Imperiales mientras miraba con desaprobación a Akio y Shunori.

“Es una acción sin precedentes,” dijo Satsu. Su voz había cambiado algo en su tono, y todos los que le escuchaban entendieron que ahora hablaba por si mismo, y no por la Emperatriz. “Pero la Hija del Cielo ha decidido este rumbo, y vosotros sois los asignados para ver que se cumpla. Os iréis mañana: Ya se han hecho todos los preparativos. No podéis hablar de esto con nadie, excepto con el Hermano Furumaro, porque él irá con vosotros.”

 

 

 

La Frontera Norte de Rokugan, Mes de la Serpiente

 

Shunori terminó sus oraciones y esperó, escuchando. Cada noche, desde que había salido de Toshi Ranbo, había orado a sus ancestros, a Akodo-kami, a Matsu Tsuko, pidiéndoles que le guiaran. Y cada noche le contestaba el silencio. Lentamente, dejó que sus ojos pasaran por todas las montañas que le rodeaban. Sus camaradas y él habían viajado durante días por la Gran Muralla del Norte, y mañana dejarían totalmente las tierras del Imperio. Shunori fijó su atención en su corazón y tranquilizó su voluntad. Esta noche sería la última noche que sus ancestros podrían vigilarle. Debía actuar esta noche.

Cuando regresó al campamento nadie hizo comentario alguno: se habían acostumbrado a sus devociones nocturnas. Saburo y Kohana estaban en sus turnos de vigía. Ayano y Kurumi estaban acurrucados cerca del fuego, intentando aún resolver como se podían dirigir adecuadamente a alguien sin estatus como Daigotsu. Ichizo y Kyoko estaban discutiendo el Tao mientras Furumaro les miraba. Hideo estaba ligando ociosamente con Akio mientras ella doblaba animales de origami. “Tengo una pregunta,” dijo Shunori, haciendo que todos le mirasen. “¿Por qué estamos haciendo esto?”

Hubo silencio y miradas confundidas, y luego Ayano dijo, “¿Por qué la Emperatriz lo ha ordenado?”

“¿Por qué estamos obedeciendo?” Dijo Shunori.

“Porque ella es la Emperatriz,” dijo Ichizo, “y sugerir otra cosa es traición.” Fue a por sus espadas, pero Kyoko le detuvo tocándole levemente la mano y con una suave palabra.

“Ella está tratando con Daigotsu. ¡Daigotsu! Es un reconocido tsukai. Destruyó Otosan Uchi. ¡Asesinó a dos Emperadores!” Shunori miró a su alrededor, retando a que alguien le contradijese.

“No creo que nadie aquí le considere un buen samurai,” dijo Hideo. Furumaro se rió. “Dudo que la Emperatriz le haya tomado por uno.”

“¿Por lo qué ella va a tratar con un ser maligno? ¿Es esto adecuado?”

“La Hija del Cielo decide lo que es adecuado,” dijo Ichizo. “Nosotros debemos seguir sus decretos.”

“¿Si?” Dijo Shunori. “¿Entonces se equivocaron los Truenos cuando se enfrentaron al último Hantei?”

Kyoko agitó la cabeza. “¿Cómo puedes haber estado en su presencia y preguntar esto? Sé que no puedes escuchar cantar a los kami, pero debiste sentir algo.”

“No escucho sentimientos,” dijo Shunori, y Kyoko se movió algo nerviosa. “Observó acciones de samuráis y saco mis conclusiones. ¿Qué si no Jigoku puede estar detrás de su orden?”

“Jigoku no tiene ningún poder sobre Iweko,” dijo Furumaro. “Esa idea es ridícula.”

“¿Y cómo lo puedes saber? ¡Ni siquiera la has visto!”

“En un día claro incluso un ciego puede apuntar al sol,” dijo Furumaro. “Por muy enrevesada que sea la lógica de la Emperatriz, es suya y solo suya.” Kyoko asintió su acuerdo.

Shunori se volvió hacia Akio. “¿Y tú, Hida-san? ¿Qué piensas de una Emperatriz que trata con las Tierras Sombrías?”

Akio se giró y miró al fuego. “Los ejércitos de las Tierras Sombrías han cubierto las tierras del Cangrejo y ahora corretean por las provincias Escorpión,” dijo finalmente. “Mientras tanto, Daigotsu se encoge de miedo en el norte. No creo que sea correcto decir que la Emperatriz esté tratando con las Tierras Sombrías.”

“¿Es correcto decir que está tratando con un blasfemo criminal?” Dijo Shunori. “¿Alguien que puede corromper a los débiles a través de su deseo de poder?”

Akio se encogió de hombros. “Si son débiles, estamos mejor sin ellos. Y por ello, Daigotsu es el que está en peligro, porque él es el débil. Ha perdido todo excepto estos Dedos de Hueso, y los Kuni han dicho que incluso Fu Leng se ha perdido para él.”

“Shunori-san,” dijo Ayano, “comparto tus dudas. Es difícil imaginarse por qué la Emperatriz desea enviar esta carta. ¿No es así?” Miró a Hideo, quien asintió. “Pero la Emperatriz tiene fuentes de información que nosotros no tenemos, tanto del Cielo como de la tierra. ¿Es tan difícil imaginar que ella está considerando cosas que nosotros no sabemos? Y pensar en su Voz, Togashi Satsu. ¿Alguien puede poner en duda el honor de ese hombre? ¿Puedes poner en duda que hubiese pedido kanshi a la Emperatriz si sintiese que las acciones de ella eran equivocadas?”

Desde que podía recordar, Shunori había escuchado historias sobre el Segundo Día del Trueno y la confusión de lealtades que habían dividido ese día al Clan León. Ahora comprendía lo que esas historias le habían estado intentando decir. Miró a sus compañeros, intentando ordenar los pensamientos que daban vueltas en su cabeza.

Kurumi se levantó. “Shunori-san, no sé cuanto esto puede reconfortar a un León, pero la Emperatriz está siendo a la vez lista y cautelosa en sus acciones. Sus acciones son arriesgadas, quizás, pero no se está lanzando de cabeza al peligro.”

“¿Qué quieres decir?” Dijo Shunori.

“Mira a quine ha enviado a entregar esta carta,” dijo Kurumi, señalando alrededor del fuego. “Habéis demostrado tener valor y recursos, por lo que ella tiene alguna certeza que la carta será entregada, pero todos sois jóvenes y de poca importancia para vuestros clanes, por lo que sería fácil deshacerse de vosotros si ciertas cosas van mal. ¿Y os habéis preguntado por qué envió a Ayano? Una sola cortesana estaría en riesgo de ser sobornada por Daigotsu, pero con dos podemos vigilarnos entre nosotras. Sea lo que sea que esté haciendo la Emperatriz, lo está haciendo con precaución.”

“Shunori-san.” Levantó la vista ante la familiar voz y vio que Kohana había regresado al fuego por su discusión. “Has puesto en palabras las dudas que yo he sentido.” Señaló con su mano al grupo. “Las dudas que todos hemos sentido. Pero no hay razones para pensar que la Emperatriz está actuando por el bien de Jigoku, y muchos piensan que no es así. Es la Emperatriz. Sea lo que sea lo que sentimos, ¿no es nuestro deber obedecer?”

Shunori apartó la vista de ella, y el crujir de la madera en la hoguera fue el único sonido que hubo mientras sus compañeros esperaban su respuesta. “No lo apruebo,” dijo finalmente el samurai León. “Pero obedeceré.”

 

 

 

Aún estaban a una hora de viaje de los Dedos de Hueso, según los mapas que habían hecho los Unicornio, cuando vieron a un grupo de jinetes acercarse. Su líder, una mujer con extraña y algo amenazadora armadura y una conducta parecida, cabalgaba al frente y detuvo a su caballo a distancia de grito. “Identificaros, viajeros,” dijo.

Ayano y Kurumi intercambiaron rápidas miradas y luego espolearon hacia delante a sus caballos. “Somos servidores de Iweko Primera, Emperatriz de Rokugan y Gloriosa Hija del Cielo,” anunció Kurumi. “Nos han encargado entregar un mensaje al hombre conocido como Daigotsu.”

“¿Y cuál es ese mensaje?” Preguntó la mujer.

“Os pido perdón,” dijo Ayano, “pero tenemos que entregar este mensaje a Daigotsu, y no a su guardia fronteriza.”

Hubo movimientos entre los soldados que estaban frente a ellos, y la mujer sonrió fríamente a Ayano. “Ya que vosotros sois aquí los forasteros os daré este consejo: no es saludable confundir a la Campeona de Obsidiana con un guardia fronterizo. Pero mi señor siente curiosidad y me ha ordenado que os lleve ante él.”

“Gracias, Campeona-san,” dijo Ayano. “Yu ayuda es muy apreciada.”

“Soy Daigotsu Hotako,” dijo la mujer. “Estaréis a salvo bajo mi protección, hasta que mi señor ordene otra cosa. En cualquier caso–” sus ojos miraron el grupo, deteniéndose para evaluar cada bushi presente– “Os insistiría en que mantuvieseis las manos lejos de vuestras espadas. Los malentendidos pueden ser tan desafortunados.” Con eso dio una señal, y sus soldados se movieron para rodear al grupo. Cuando todos estaban en posición, Hotako giro su caballo y lo puso a paso firme.

Al acercarse a los Dedos de Hueso, los mensajeros de la Emperatriz olvidaron algo el nerviosismo que les inspiraba su escolta al ver la razón del nombre del lugar. A su alrededor se elevaban delgadas columnas de roca, algunas con un diámetro tan grande que habían sido labradas casas en su interior pero a pesar de eso tan altas que daban la impresión de delgadez. Diseminadas entre ellas había casas de madera. Unas pocas, las que parecían más antiguas, estaban bien construidas y eran elegantes. La mayoría eran simples cobertizos hechos con trozos de madera encontrada, con muros de tela o piel.

La procesión llamó la atención de los residentes de los Dedos, y no tardó mucho que ambos lados del camino se llenasen de observadores. La mayoría no parecía distinto a cualquier Rokuganí, pero aquí y allí había hombres y mujeres que claramente tenían la Mancha, y en un sitio pasaron junto a un grupo con raras posturas y expresiones torpes. “¡No-muertos!” Siseó Kyoko, e hizo que su caballo se apartase de ellos. Hotako no lo notó. La muchedumbre se abría silenciosamente ante ella y se cerraba detrás del grupo cuando este había pasado.

Finalmente se detuvieron ante lo que parecía ser la columna mayor del grupo y Hotako desmontó. Sus acompañantes hicieron lo mismo, con Akio tardando un momento más al darle el cofre de pergaminos al Hermano Furumaro. Era una cosa pequeña, pero se sentía mejor adentrándose en el peligro con nada entre las manos. Sirvientes se adelantaron para atender a los caballos, y cuando fueron llevados a otro lugar, un muy musculoso hombre con túnica de cortesano salió de la entrada de la columna. Se inclinó profundamente en dirección a Hotako, y esta le asintió. “Venid,” dijo. “Mi señor os está esperando.”

Hotako les llevó a una gran sala con un estrado en un extremo; sobre el estaba sentado Daigotsu y su dama, Shahai. El rostro de Daigotsu estaba oculto por su máscara, mientras que los rasgos de Shahai no mostraban más que un leve interés. Hotako se medio arrodilló en una reverencia de guerrero ante ellos. “Mi señor,” dijo, “he cumplido mis órdenes.”

“Como siempre haces,” dijo Daigotsu. Hizo un gesto y Hotako se levantó y se puso a su lado sobre el estrado. “Un representante de todos los Grandes Clanes y un monje,” continuó, mirando al grupo. “Que ilustre grupo de visitantes.”

Ayano y Kurumi se miraron por el rabillo del ojo y luego se adelantaron a la vez, inclinándose profundamente. “Daigotsu-sama,” dijo Ayano, “soy Doji Ayano y mi compañera es Bayushi Kurumi. Hemos sido enviados por la Emperatriz de Rokugan para entregaros un mensaje.”

“¿Si?” Dijo Daigotsu. “¿Y si decido no recibirlo? Quizás recordéis que ella ha ordenado mi muerte.”

Ninguna de las dos cortesanas mostró la menos desazón ante esto. Tratar con un señor hostil era un problema que les habían enseñado a resolver, y aunque ninguno de sus instructores hubiese podido preveer que pudiesen tratar con este señor en especial, sus lecciones seguían siendo válidas. “Alguien podría especular que esto hace que el asunto de la carta fuese aún más importante,” dijo Ayano. “Y en cualquier caso, no perdéis nada leyéndola.”

Mientras Ayano hablaba, su atención puesta en Daigotsu, Kurumi estaba estudiando a los miembros de su corte. Oculta tras su propia mascara, tomaba nota de quienes eran las personas importantes y como estaban en relación a las demás, y luego guardó todas esas observaciones en su memoria. No se sorprendió cuando Daigotsu hizo un gesto y el cortesano que había saludado Hotako se adelantó. “Usharo,” dijo Daigotsu, “tráeme esta carta.”

Kurumi sacó de su obi la caja de pergaminos que contenía la carta y se lo presentó a Usharo. Actuando rápidamente abrió la caja, sacó el pergamino y lo desenrolló, cerrando los ojos mientras lo hacía. Tras sostenerlo abierto durante un momento la volvió a enrollar, la volvió a colocar en la caja, y abrió los ojos. Luego se arrodilló ante su señor, ofreciéndole la caja.

Daigotsu la aceptó, sacó la carta, y empezó a leer. Cuando llegó al final del pergamino se detuvo, con los ojos muy abiertos. Un movimiento de inquietud pasó por la multitud, algo que solo se incrementó cuando la pausa se extendió en el tiempo. Finalmente, Shahai miró a su esposo, una expresión de extrañeza en su cara. Daigotsu les ignoró a todos y volviendo a la parte superior del pergamino lentamente lo releyó. Cuando terminó dejó que se enrollase solo y lo dejó caer en su regazo. “Takasho,” dijo, en voz baja.

Un hombre vestido con túnica de shugenja negro y sangre se adelantó, sonriendo desagradablemente a Ayano y Kurumi. “¿Qué deseáis, mi señor?”

“Tráeme el Tao,” dijo Daigotsu.

“Yo – ¿mi señor?” Dijo Takasho. Miró a Daigotsu y rápidamente se inclinó. “Vuestra voluntad, Daigotsu-sama.” Salió rápido de la sala, siguiéndole una criatura gris que arrastraba los pies.

Un silencio absoluto cayó sobre la sala. Ayano y Kurumi estaban tranquilas. Tras ellas, Furumaro parecía estar ociosamente examinando la arquitectura de la sala, mientras que el resto de sus compañeros luchaban por no ir a coger sus armas o pergaminos de hechizos. Los miembros de la corte de Daigotsu miraban a su señor con distintas proporciones de curiosidad y temor, y solo Shahai parecía no tener miedo.

Cuando regresó Takasho, llevaba un gran libro con una cubierta muy adornada. “Este libro contiene las sagradas escrituras de nuestro Kami,” dijo Daigotsu, señalándolo, “y lo rescatamos de los Cangrejo a un alto coste. Se lo envío a vuestra Emperatriz como muestra de buena fé.”

Se escuchó una fuerte inspiración procedente de Akio. Ayano y Kurumi se miraron, sorprendidas. Kurumi rápidamente parpadeó cierta señal y Ayano contestó de igual manera. Se volvieron hacia Daigotsu y Ayano se inclinó. “Daigotsu-sama, somos demasiado insignificantes para llevar un regalo tan importante. Seguro que queréis guardarlo hasta que se encuentren a los mensajeros adecuados.”

“Vuestra Emperatriz os encontró suficientemente dignos, y tuvisteis la inteligencia de evitar los restos del Ejército de Fuego que se esconden en las montañas. Creo que seréis adecuados.”

“Daigotsu-sama, este seguramente sea un momento delicado para vos y para todos los Araña. Seguro sería mejor para vosotros que os quedaseis aquí estas palabras para poderlas estudiar.”

“No me faltan copias para leer,” dijo Daigotsu, “y solo el original podría llevar mis pensamientos a la Emperatriz. Llevároslo.”

Ayano se volvió a inclinar. “Como ordenéis, Daigotsu-sama.” Aceptó el libro de Takasho e intentó sujetarlo de una forma adecuadamente reverente mientras lo mantenía lo más alejado posible de su cuerpo.

“Hotako,” dijo Daigotsu, “mis invitados se irán por la mañana. Ocúpate que esta noche estén cómodos y a salvo.”

“Vuestra voluntad, Daigotsu-sama,” dijo Hotako. Solamente asintió y se levantó de su asiento, cogiendo el pergamino. Shahai también se puso en pie, y los dos se fueron rápidamente.

 

 

 

La luz gris de antes de amanecer cambió el carácter de los Dedos de Hueso, transformándolas de manos que intentaban alcanzar el cielo a inmensos t amenazantes centinelas. No era una mejoría. Saburo y sus compañeros cargaron sus bolsas en las alforjas de los caballos, intentando ignorar la sensación de que las columnas de roca les estaban espiando.

“Un Pergamino Negro y el Tao de Fu Leng,” dijo Hideo. “Nos va a ejecutar el primer Magistrado de Jade con el que nos crucemos.”

“Mientras viajemos con ellos, será el magistrado el que esté en peligro de ser ejecutado,” contestó Saburo. Con un giro de su cabeza indicó un grupo de unas dos docenas de bushi Araña que se estaban preparando a ir con ellos. Hotako les había informado que tenían asuntos propios en el sur y que viajarían con ellos a través de la Muralla del Norte.

“Este no es un asunto del que mofarse,” dijo Kohana. “Matar a uno de los magistrados de la Emperatriz es un crimen muy serio.”

“Lo añadiremos a nuestra lista,” dijo Hideo.

Shunori hizo un gesto para obviarlo. “Saburo-san, no podemos llevarle esa cosa a la Emperatriz.”

“He dado mi palabra que lo haríamos,” dijo Ayano.

“Lo vamos a llevar – a algún sitio,” dijo Saburo. “Ya lo decidiremos. Y luego enviaremos un mensaje a la Emperatriz y ella nos podrá decir donde quiere que lo archivemos.” Miró a Shunori y Ayano para asegurase que ambos estaban satisfechos y luego se giró para montarse sobre su caballo. “Ahora, vámonos. Cuanto más rápido viajemos antes perderemos a nuestra escolta.” Miró por última vez los Dedos de Hueso, preguntándose cuando, si es que alguna vez, volvería a ver la agradable casa de Toshi Ranbo.