Campeones del Bushido

1ª Parte de 3

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Los eventos de esta serie de relatos transcurren en el año 1165, Mes del Gallo, hace poco más de un año…

 

Deber

 

Kakita Korihime se alisó el tejido de su kimono con su gesto habitual, que la permitía desenvainar su espada en un instante. Durante el último año, la joven Grulla había aprendido a unir las tradiciones de cortesana y duelista, confinada como casi siempre estaba a los salones de la corte. Su reputación, y si había que creer los rumores, su belleza, hacía que estuviese muy solicitada entre las varias cortes. Nunca dispuestos a perder una oportunidad para alimentar la distensión, los señores Grulla responsables de su destino usaban su popularidad en beneficio del clan. En vez de perfeccionar su arte, sonreía más a menudo y perdía el tiempo hablando mientras que a veces hacía exhibiciones de sus habilidades para el señor al que estaba visitando en esos momentos. Para algunos, los mimados lujos a los que ella se había acostumbrado les parecería un sueño. Para una guerrera como ella, era una vida miserable, y una que alegremente dejaría si tuviese la oportunidad de hacerlo.

            Korihime suspiró en silencio y cogió sus espadas del atril. Las metió en su obi, agradeciendo al menos que las exigencias de sus demostraciones la permitían llevar su katana a lugares donde estaba prohibido hacerlo. Si ella no pudiese llevar sus espadas, no se sentiría una verdadera guerrera. Hasta ahora, esa indignidad, al menos, la había evitado.

            La joven duelista dejó sus habitaciones, asintiendo distraídamente a los sirvientes que hacían profundas reverencias mientras ella salía a la bulliciosa calle. Pero ella no se dirigió inmediatamente a la casa Grulla, sino que se fue en dirección opuesta, hacia el templo que había empezado a visitar cada mañana. No era especialmente grande y desde luego no tan esplendoroso como otros que había en la ciudad, lo que significaba que normalmente había poca gente allí. Esa era la razón principal por lo que ella lo había elegido, deseando unos pocos momentos más de serenidad en su caótica rutina diaria.

            Korihime se arrodilló en el Templo de Benten, cerrando los ojos y pasando unos momentos en comunión con sus ancestros. Pidió fuerza, consejos, y la sabiduría para elegir cuidadosamente su camino. Ella rezaba lo mismo cada día. Hoy, como tanto otros días, se preguntó si alguien la escuchaba.

            “¿Qué te preocupa, hija del Cielo?”

            La joven mujer miró al viejo monje. Él la había saludado muchas veces, pero nunca habían hablado. “No lo sé,” dijo finalmente ella, sorprendida por su extraño saludo. “Siento como si hubiese perdido el camino.”

            “¿Cómo puedes perder tu camino?” Dijo el hombre. “Cada senda es la nuestra. Su tu caminas por una senda, esa senda se convierte en tu senda. ¿Quizás solo es que no disfrutas de la vida que has encontrado para ti? ¿Quizás hayas emprendido la senda de otro?”

            “Desde luego eso parece,” asintió Korihime. Ella miró al viejo con expresión esperanzada. “¿Cómo puedo volver a encontrar mi camino?”

            La sonrisa del monje ahora era triste. “Poca armonía se puede encontrar en un lugar como este. Esta ciudad es un bastión de preocupaciones mundanas. En Toshi Ranbo hay poca serenidad.”

            “Ya lo he visto,” estuvo ella de acuerdo.

            “Hay una aldea,” dijo el monje tras pensar un momento. “Está a muchas millas de cualquier población importante, y está a varios días a caballo de cualquier ciudad. Hay un templo en el centro de la aldea. Su belleza no es comparable a nada que yo haya visto en este mundo.” Agitó la cabeza melancólicamente. “Fue de niño cuando estuve dentro de ese templo, cuando sentí por primera vez la llamada de la Hermandad. Yo creó que está bendecido por las Fortunas. Claro que esa era mi senda; la tuya puede estar en otro lugar.”

            Korihime sonrió con tristeza. “Gracias por vuestra sabiduría, hermano, pero tengo mis obligaciones. No las puedo abandonar y buscar ese lugar, por mucho que desee hacerlo.”

            “Una virtuosa afirmación,” dijo. “Pero perder el ser abrazando la senda de la virtud no sirve para nada. Hay muchas formas de obligaciones.”

            La duelista se levantó y se inclinó rápidamente. “Si tu lo dices,” dijo débilmente. “Arigato, Hermano.” Se giró para marcharse, intentando no pensar en el frío y miserable sentimiento que las palabras del monje había dejado en la boca de su estómago.

            Ella se dirigió de vuelta al Palacio Imperial. Sin tener prisa por volver, se dirigió a el a través de uno de los muchos frondosos jardines de la ciudad. Deteniéndose para estudiar un delicado loto que había junto al camino, vio la torcida sonrisa de un joven Guardia Imperial. Ella le miró larga y fríamente hasta que el guardia se fijó en otra cosa. Vio como se marchaba, y se rió para sus adentros mientras distraídamente se colocaba un mechón de suave pelo blanco tras su oreja. Se detuvo al ver a una familiar figura acercándose por el camino.

            “Seishiro-sama,” dijo de repente, casi olvidándose de hacerle la reverencia. Doji Seishiro era uno de los pocos miembros de la corte al que ella apreciaba de verdad. Era un guerrero, como ella, destinado a este lugar porque conocía a los aliados y enemigos de su clan mejor que nadie.

            “Hola, Korihime-chan,” dijo el estadista Grulla, devolviendo la reverencia. “Pensé que podría encontrarte aquí.”

            “¿Me necesitan en la corte?” Preguntó ella automáticamente. “Creía que no se me había asignado nada hasta dentro de una hora.”

            “No tienes ninguna obligación,” dijo Seishiro. “De hecho, no se te han asignado ninguna aparición. He ordenado que te ocupes de urgentes asuntos familiares.”

            Korihime frunció el ceño. “Que yo sepa, no hay ningún asunto urgente, Seishiro-sama.”

            “Una excusa,” dijo. “Eres una joven excepcionalmente dotada, Korihime, pero un guerrero no puede esconder la verdad a otro. He visto como tu espíritu se marchitaba en este lugar. Conozco el sufrimiento que estás experimentando. Yo mismo lo soporté cuando llegué por primera vez a este lugar. Eventualmente encontré una forma de aceptarlo, y ahora te ha llegado el momento. Muchos jóvenes samuráis emprenden una peregrinación para encontrar su lugar en este mundo. Creo que un viaje así te sentaría bien.”

            “No hay necesidad,” insistió ella. “Me necesitan aquí. Estoy bien, mi señor.”

            “No,” dijo él, “pero quizás lo estés cuando regreses.” Señaló a un hombre que estaba algo alejado. “Ve, Korihime. Ni siquiera una guerrera tan dotada como tú puede sobrevivir con un espíritu decaído. Hablaremos más cuando regreses.”

            “¿Dónde iré?” Preguntó ella.

            “Eso lo tienes que decidir tu,” contestó él. “Cada uno de nosotros debe buscar su propio camino.”

            Korihime empezó a protestar, pero se dio cuenta que no podía. Asintió al irse Seishiro. Durante casi una hora se quedó sentada en el jardín, dando vueltas a sus pensamientos. Luego, en silencio y con determinación, se levantó y regresó al Templo de Benten.

 

 

Valor y Honestidad

 

Shiro Matsu podía ser un lugar intimidatorio, incluso para los veteranos más endurecidos. La enorme cantidad de tropas que había en los barracones y su eterna y firme vigilancia le daba al lugar el aura de una zona de guerra. Por supuesto, así era exactamente como lo preferían los Matsu. Dadas las recientes hostilidades entre el León y el Unicornio por la Ciudad de la Rana Rica, no era sorprendente que el ambiente estuviese tan cargado. Ikoma Fujimaro había entrado en batalla muchas veces a lo largo de su vida, y se había acostumbrado a esa sensación. Disfrutaba con ella, mientras que celebraba y lloraba a los soldados que morirían en el próximo conflicto. La suya era un deber justo, vengar a los asesinados por los hombres del Khan. Entre ellos estaba su amigo, Akodo Ijiasu, uno de los primeros soldados en morir.

            Pero hoy no era el día para las contemplaciones. Fujimaro había sido llamado por el León Dorado de Toshi Ranbo, Matsu Nimuro. Fujimaro no había hablado directamente con su Campeón desde hacía muchos años, desde que había vuelto de las hostiles tierras Fénix con varios soldados León perdidos a remolque. Nimuro había alabado el valor y dedicación de Fujimaro. Había sido uno de los momentos más grandes en la vida de Fujimaro, pero eso era el pasado. Los Fénix ya no eran los enemigos de su clan, e incluso muchos de su propio clan preferían ignorar los logros de Fujimaro. Les recordaba una guerra que era mejor olvidar. Sus opiniones le importaban poco. Desde entonces, había ejecutado sus obligaciones en las provincias Ikoma con una mayor dedicación, y ahora parecía que esa dedicación iba a ser recompensada.

            Tuvo poco que esperar. A pesar de los obvios preparativos militares, parecía que el asunto del Campeón León con Fujimaro era urgente. Se encontró rápidamente dirigido por entre salas de espera, pasando a otros que claramente estaban esperando que su señor les atendiese, hasta que se encontró en lo que debía ser la sala de guerra privada de Nimuro.

            Un trío de mesas dominaba la sala. Dos estaban cubiertas con mapas extremadamente detallados. Fujimaro reconoció el área como la frontera oeste de las tierras Ikoma, donde la Ciudad de la Rana Rica estaba situada precariamente entre los dos ejércitos más poderosos de Rokugan. La tercera mesa estaba cubierta por pergaminos individuales, todos diseminados con varios marcadores de piedra que indicaban unidades de soldados. Fujimaro reconoció que los pergaminos eran informes de exploradores. En su juventud había rellenado muchos.

            “Fujimaro,” dijo el Campeón León, levantando la vista. Un samurai León de mayor edad estaba sentado tras el Campeón, mirando a Fujimaro sospechosamente. “Hace solo dos días que te hice llamar. Nunca dejas de impresionarme con tu velocidad.” Nimuro gruñó y arrugó un pergamino, tirándolo a un lado y cogiendo otro.

            “Si no hubiese sido por las lluvias, habría llegado ayer,” dijo simplemente Fujimaro. “¿En qué os puedo servir, Nimuro-sama?”

            “¿Conoces Juujiro Mura?”

            Fujimaro frunció el ceño. “He oído hablar de esa aldea, mi señor, pero nunca he estado allí.”

            Nimuro, impacientemente, hizo un gesto para obviar el comentario. “¿Qué sabes de ella?”

            El viejo explorador se rascó el mentón. “La Aldea de la Encrucijada está al norte de la frontera León, cerca de las estribaciones de las montañas Dragón. A pesar de su nombre, la aldea no está sobre ninguna carretera frecuentemente utilizada, y no tiene ningún valor estratégico.”

            “Lo que sabes es igual a lo que yo sé,” contestó Nimuro. “Pero he recibido un informe que dice que los bandidos que operan en ese área son en realidad mercenarios disfrazados, preparándose para realizar una acción cerca de la Ciudad de la Rana Rica.”

            “¿Dragón o Unicornio?” Preguntó Fujimaro.

            “No lo sabemos,” dijo Nimuro. “Mis fuentes no lo han averiguado. Creo que son ronin, preparándose para ofrecer sus servicios al que les pague lo que piden.”

            “¿Ronin?” Fujimaro frunció el ceño. “No quisiera insultar, mi señor, pero si me decís vuestras fuentes quizás pudiese averiguar algo más.”

            “Mis fuentes son infalibles,” dijo abruptamente Nimuro. Miró a Fujimaro. “¿Desapruebas de que lo guarde en secreto?”

            “No soy quien para aprobar ni desaprobar,” contestó el explorador. “Solo debo obedecer.”

            “Habla,” dijo Nimuro con expresión enfadada.

            Fujimaro bajó la cabeza. “Si debo arriesgar mi vida confiando en la palabra de otro hombre,” dijo, “me gustaría saber si ese hombre es de fiar.”

            “¿No soy yo digno de tu confianza?” Preguntó Nimuro.

            “Lo sois,” contestó Fujimaro, “pero la información que me habéis dado es incompleta. Sabéis que yo puedo averiguar más.”

            “Audaces palabras,” dijo Nimuro asintiendo. “Ingenuas, pero audaces en cualquier caso.” Señaló hacia el mapa que estaba en la mesa del medio. “Mis fuentes son irrelevantes. Necesito saber que está pasando allí, Fujimaro. Si hay tropas cerca de la Aldea de la Encrucijada, necesito saber quienes son y que están haciendo.”

            “Por supuesto,” dijo Fujimaro inclinándose. “Partiré ahora mismo.”

            “Espera,” dijo Nimuro, levantando una mano. “¿Cómo averiguarás quienes son nuestros enemigos?”

            Fujimaro parpadeó. “Me habéis dado una orden,” dijo. “Yo la cumpliré. Confío en vos, mi señor. Ahora vos debéis confiar en mi.”

            “Inaceptable,” dijo secamente Nimuro. Hizo un gesto y otro guerrero dio un paso al frente. “Matsu Masutaro te acompañará. Te ayudará en tu valoración.”

            Fujimaro asintió amargamente al otro León, quien inclinó respetuosamente la cabeza. “¿Cuáles serán las obligaciones de Masutaro?” Preguntó.

            “Encontraréis a lo bandidos, y Masutaro retará a un duelo a su líder.”

            Fujimaro no pudo evitar mostrar incrédula sorpresa. “Una estrategia inusual. Confieso no estar seguro del propósito de eso, mi señor.”

            “Los Unicornio se preparan para atacar,” dijo Nimuro. “No tenemos tiempo para sutilezas. Masutaro actuará, y tú observarás escondido. Si los bandidos son solo bandidos, matarán allí mismo a Masutaro. Entonces tendremos la respuesta. Si  su líder acepta el reto, observarás su técnica y determinarás de que clan es.”

            El explorador miró a Masutaro. El viejo samurai miró impasiblemente a Fujimaro. Sus ojos no mostraban expresión alguna y parecían cansados, pero Fujimaro no pudo averiguar de que humor estaba. Se volvió una vez más hacia Nimuro. “Perdonadme, mi señor, pero conozco a Masutaro-san,” dijo. “En su juventud fue un buen guerrero, pero dada su edad, ¿qué oportunidad tendrá en un duelo así?”

            “¿Eso importa?” Preguntó Masutaro. “Si muero, ¿qué coste habrá pagado el León? Un viejo samurai no importa. No temo a la muerte.”

            Fujimaro evitó a duras penas que el asombro y la indignación se asomasen a su cara. Asintió en silencio.

            “Ahora vete,” ordenó Nimuro.

 

 

Compasión y Honor

 

La entrada a la tienda de campaña fue bruscamente apartada hacia un lado, y entraron dos bushi. Shiba Danjuro esperó impacientemente durante un momento y luego entró para unirse con ellos. El interior era pequeño, y con tres hombres armadas era extremadamente llena. Danjuro miró durante un momento a su alrededor e hizo una mueca.

            “Habéis cumplido con vuestro deber, aquí no hay peligro.” Señaló hacia la entrada. “Ahora iros y dejarme investigar.” Los dos bushi asintieron con respeto y salieron de la tienda de campaña.

            Danjuro había escuchado a otros bushi quejarse de las lujosas tiendas de campaña que les daban a los shugenja en los campamentos del Shogun, pero considerándolo todo, creía que las tiendas de los barracones eran más espaciosas, aunque no hubiese privacidad alguna. Había una alfombrilla de tatami, un escritorio, y un pequeño arcón para guardar los efectos personales. A parte de eso, ni siquiera había espacio para dar tres pasos a lo largo del ancho de la tienda.

            Danjuro se arrodilló y miró los diversos papeles que estaban ordenadamente apilados sobre el escritorio. El shugenja que había sido asignado aquí había desaparecido, y no había sido visto desde hacía varias horas. Se pensaba en el campamento que había abandonado sus obligaciones, temiendo los peligros que consumirían a las fuerzas del Shogun aquí, en la Muralla Kaiu. Danjuro había deseado que no fuera así. Danjuro tenía experiencia con los shugenja, habiendo servido como yojimbo a muchos durante su carrera antes de entrar al servicio del Shogun. Sabía que a veces tenían extraños humores. Asako Katsuhito era un hombre distante que en las últimas semanas parecía incluso más retraído.

            Danjuro cuidadosamente desenrolló un pergamino que estaba sobre el escritorio y leyó el mensaje. Puso una mueca de asco mientras lo hacía, ya que el pergamino solo confirmaba la desafortunada realidad que ya había sospechado. Volvió a enrollar el pergamino y se lo metió en su do-maru. Ahora no había nada que hacer, a no ser que convenciese al Shogun que le permitiese ocuparse del asunto. Sería una propuesta difícil, pero pensó que lo conseguiría.

            Fue admitido inmediatamente ante Kaneka. El Shogun reaccionó ante la noticia como Danjuro se esperaba.

            “Deserción.” La voz de Kaneka estaba llena de hirviente ira.

            “Por favor, no juzguéis con demasiada dureza a Katsuhito,” insistió Danjuro. “El asunto es más complicado.”

            “No consigo ver como,” dijo ásperamente Kaneka. “Asako Katsuhito juró servir a mis fuerzas y a mi, y ahora ha abandonado su juramento.”

            “Ha sufrido un momento de debilidad porque los juramentos que os hizo chocan con un juramento que hizo en su gempukku, Kaneka-sama,” insistió el Fénix. “Hemos tenido suerte de que el asunto no haya sido un problema antes de ahora.”

            Kaneka frunció el ceño. “Explícate,” exigió.

            Danjuro respiró hondo. “Katsuhito dejó un mensaje. Dice ‘No puedo soportar lo que me he convertido. Perdonadme.’ Creo que esto claramente es el resultado de nuestras obligaciones en la Muralla.”

            “El Emperador nos asignó esta tarea,” dijo el Shogun.

            “Si, y ha sido espantoso,” dijo Danjuro. “Aunque los Cangrejo han intentado mantener a nuestras fuerzas en la reserva, hemos visto más violencia de la que un estudioso como Katsuhito pueda ver a lo largo de toda una vida, incluso con las guerras que mi clan ha experimentado últimamente. Los Isawa y los Asako son gente pacífica, que han jurado evitar la violencia a toda costa.”

            “Los Isawa no me parecen especialmente pacíficos,” dijo Kaneka.

            “Entonces no les  comprendéis, mi señor,” dijo respetuosamente Danjuro. “Cuando se le obliga a defenderse, la ira de un Fénix es terrible – ya que un Fénix comprende que al terminar un conflicto rápidamente y definitivamente para que vuelva la paz. Así son los Isawa. Pero los Asako son mucho más pasivos. Mientras que los Isawa defienden la paz con retribución violenta, los Asako se apartan de los conflictos violentos. Para un hombre como Katsuhito, los horrores que aquí vemos rápidamente se le volverán abrumadores.”

            “Debería haberlo dicho,” dijo Kaneka. “Debería haber contado sus temores. Tenemos muchas cosas que un shugenja estudioso puede hacer. Obligaciones que evitan el combate. Podría tratar a los heridos, servir como consejero espiritual, o hacer otras muchas cosas.”

            “Un Fénix no admite que es débil a extraños,” replicó Danjuro. “Podéis haber adoptado un nombre Fénix, pero sabéis que muchos de mi clan no os ven aún como a uno de la familia.”

            “Yo no tengo al culpa de sus debilidades,” dijo Kaneka.

            “Eso puede ser,” contestó Danjuro, “pero no podéis negar que la percepción de fortaleza es importante en un ejército como el vuestro. Pedir ayuda sugeriría debilidad. La debilidad socavaría su prestigio aquí, por lo que escondió sus preocupaciones hasta que estas le abrumaron. Esta no es una decisión tomada en frío.”

            “¿Por lo que en vez de sugerir debilidad pidiendo ayuda, demostró su debilidad desertando?” Dijo Kaneka.

            “No lo creo,” dijo Danjuro. “Creo que de alguna manera, Katsuhito ha pedido ayuda de una forma que creyó que vos entendería – admitiéndoos su debilidad.”

            Kaneka frunció el ceño. “Eres una persona extraña, Danjuro. ¿Qué quieres que haga?”

            “Permitid que yo le encuentre,” dijo Danjuro. “Hablaré con él, resolveré sus incertidumbres, y le haré regresar al campamento. Él podrá contaros el porque de sus acciones. Si lo encontráis imprescindible, sé que aceptará un castigo si es necesario.”

            “¿Y cómo le encontrarás?”

            La cara de Danjuro se volvió tensa. “Katsuhito es un hombre muy pío. Sé que templos frecuentaba en los poblados Cangrejo cercanos. Creo que encontraré ahí su rastro, y le seguiré a donde se haya ido.”

            Kaneka lo consideró durante un momento y luego asintió. “Haz lo que debas,” dijo. El Shogun se volvió hacia sus pergaminos. Danjuro se inclinó rápidamente y se fue.

 

 

Sinceridad y Cortesía

 

Shosuro Maru se reclinó sobre el atril en la sala de audiencias de sus habitaciones privadas. Los asuntos de ese día habían sido arduos, pero gratificantes. Su presencia parecía haber tenido un profundo efecto sobre varios embajadores a las tierras Bayushi, hacienda que todos ellos mucho más flexibles a los aliados de Maru en la corte. Por supuesto, nadie podía asegurar si era su hábil manipulación lo que les hacía tan dispuestos a ayudar, o sencillamente el generoso corte de su kimono. Pero en el fondo eso le daba igual, siempre que consiguiese su objetivo.

            Hubo un crujido proveniente de la amplia ventana que daba al jardín este del castillo. Maru sonrió ante el familiar ruido. “Entra, Muhito-san.”

            Una figura vestida de negro surgió de la batiente tela que había alrededor de la ventana. Se adelantó y arrodilló, inclinándose por la cintura hasta que su cabeza casi tocaba el suelo. “Arigato, Maru-sama.”

            “Por supuesto,” contestó ella. “Dime lo que has encontrado.”

            “He, por instrucción tuya, investigado cada aspecto de las actividades diarias de Yasuki Shikaro desde que llegó a las tierras Escorpión,” contestó el guerrero, su cara inescrutable tras el temible mempo que escondía su cara. “He estado la última semana siguiendo sus movimientos, como me ordenaste.”

            La expresión de Maru se había vuelto tenebrosa. “Shikaro sabía demasiado sobre nuestros planes para Ryoko Owari,” dijo ella. “Cometió un error en más de una ocasión, mostrando la amplitud de sus conocimientos con sus arrogantes comentarios, creyendo que no aprenderíamos como se enteró sobre nuestros planes. Es demasiado estúpido como para haber aprendido él solo nuestros secretos. Le ayuda alguien.”

            “Si, mi dama,” estuvo de acuerdo Muhito. Sacó un pergamino de su kimono y se lo ofreció a ella. “He detallado cada contacto que tuvo con otras personas en la última semana. Muchos de ellos no tienen nada que ver con tu trabajo aquí, pero hay algunos que necesitan que los investigues.”

            “Eso es fácil,” dijo Maru, estudiando pensativamente la lista. “Confieso que me parece extraño ver algunos de los nombres que me has traído. Dudo que un Escorpión sea responsable.”

            “Debemos asegurarnos, mi dama,” dijo Muhito. “Abandonar la vigilancia es la mayor deslealtad.”

            “Por supuesto,” dijo Maru. “¿Qué más has descubierto?”

            “Cada día Shikaro visita el mismo templo,” continuó Muhito. “Eso no es extraño, pero los monjes del templo informan que han visto a Shikaro hablar con un desconocido monje en varias ocasiones. El monje no es un hermano de ese templo, y no tiene afiliación conocida.”

            “Interesante,” dijo Maru. “¿Estás seguro de esto?”

            Muhito solo la miró impasible. No hacía falta responder.

            La cortesana sonrió. “Un monje en especial al que nadie conoce será difícil de encontrar.”

            “No creo que eso sea así.” Muhito levantó una mano. “Esto fue encontrado en el monasterio. No pertenece a ninguno de los monjes, aunque uno fue capaz de identificarlo por una misión previa.”

            Maru cogió la pequeña moneda de acero de la mano de Muhito y la dio la vuelta. “Esta fue acuñada para los impuestos recolectados en tierras sin alinear,” dijo ella. “No conozco el kanji del nombre del poblado.”

            “La Aldea de la Encrucijada, mi dama,” dijo Muhito. “Está cerca de la frontera León-Dragón, aunque lo suficientemente lejos de las hostilidades de la Guerra de la Rana Rica, que no debería ser muy difícil para mi llegar hasta ella.”

            Maru pasó un dedo por entre su pelo distraídamente, considerando el asunto. “Esta vez te acompañaré, Muhito.”

          “¿Crees que eso es sabio, mi dama?” Preguntó al instante. “Los León están ahora mismo especialmente sensibles, por culpa de la guerra. Sospecharán de todos los viajeros. Yo puedo evitar más fácilmente sus escrutinios, mi dama.”

          La delgada cortesana sonrió. “Siempre tan diplomático, Muhito-san. A veces pienso que te equivocaste de profesión, pero luego recuerdo las cosas que has hecho por mí, y rectifico. No, creo que los León lo entenderán. Nuestra causa es legítima. Sospecharán que hay algo más, pero mientras no les demos motivos, no nos pueden impedir el paso sin razón alguna – y me gustaría hablar directamente con este misterioso monje.”

            Muhito se inclinó. “Haré los preparativos, si así lo deseas.”

            “Gracias, Muhito,” dijo ella. “Estaré preparada para irnos mañana.”