Cielos Azules

 

por Rich Wulf


Traducción de Hitomi Sendatsu

 


            “Nunca me acostumbraré a este frío,” dijo Doji Jun’ai, cruzando los brazos sobre su esbelto pecho y temblando mientras salía al camino cubierto de nieve.

            “Es sólo que no has aprendido a hacerle frente como yo,” respondió Kakita Tsuken con una risita. La miró desde donde estaba sentado en las escaleras de las barracas. “Traigo conmigo mi propio calor.” Le ofreció la botella de arcilla negra.

            Jun’ai sonrió. Aceptó la botella y tomó un sorbo, su cara deformándose rápido con una mueca de dolor. “Sabes que dicen que el Cangrejo cultiva el arroz para su sake al otro lado de la Muralla del Carpintero,” dijo, devolviéndole la botella. “Después de probarlo puedo creer que ahí hay un pedacito de Jigoku.”

            “Lo que haga falta,” dijo Tsuken, tomando un trago largo.

            “En realidad no te está dando calor, ya sabes,” dijo con voz crítica. “Sólo embota tus sentidos lo suficiente para que el frío no parezca importar.”

            “Bueno, quizás no sea algo tan malo,” dijo Tsuken. “Quizás quiera que esta noche mis sentidos estén un poco embotados.” Alejó la vista de ella, hacia el sinuoso camino que llevaba a las solitarias montañas Fénix.

            Jun’ai bajó la mirada hacia él con una expresión de decepción. “Ha de ser de este modo, Tsuken,” dijo.

“¿De veras?” preguntó, mirándola bruscamente. “¿En verdad no había otro samurai en el que confiaras lo suficiente para proteger a tu perfumado embajador?”

El ceño de Jun’ai se intensificó. “Si tienes algún problema con mis órdenes, puedes protestar por los canales apropiados, Tsuken.”

“Tan formal tan de repente,” dijo. Se levantó y se alejó con calma unos pocos pasos, sacudiendo la cabeza con tristeza. “¿Qué hice mal, Jun’ai? Sabes lo que siento por ti. Sé que sientes lo mismo.” La miró fijamente. Sus ojos azules abiertos y claros. “Lo hemos mantenido en secreto todo este tiempo. ¿Por qué hay ahora un problema?”

Jun’ai miró hacia atrás por encima del hombro nerviosa. Viendo que ninguno de los otros soldados estaba lo suficientemente cerca para escucharla, volvió la vista a Tsuken con una expresión de dolor. “Lo que hacemos es egoísta, Tsuken,” respondió. “Nuestro clan lucha por mantener su dominio de las cortes – el matrimonio de jóvenes samurai Grulla es la moneda que el señor Kurohito paga por futuras alianzas. Al amarnos el uno al otro, traicionaríamos al Grulla. Hemos de cumplir con nuestro deber, Tsuken, no con nuestros deseos.”

“Dicho como un Doji,” dijo Tsuken con una sonrisa amarga. “Mi familia cree que las pasiones de cada uno definen su destino. Negarlas es negar la verdad.”

“Eso no es algo que debamos juzgar,” respondió. “Ambos lo sabemos. Estuvo mal por mi parte cobrarme favores para que fuéramos asignados a la misma unidad. Se supone que esta es una guardia de honor, Tsuken - un regalo para sellar los lazos entre el Shogun y su novia. Si supieran...”

“Al Shogun no le importamos,” dijo Tsuken, exasperado. “¿Por qué crees que nos envió aquí? Todavía odia a los Grulla, como siempre ha hecho. Si deseas ver la tragedia que surge de permitir que la política gobierne los asuntos del corazón, no mires más lejos de Kaneka y Doji Yasuyo. Al menos Kaneka tiene un respetable sentido de la ironía.” Tsuken miró al castillo que dominaba la villa circundante. El Castillo de la Novia Fiel había sido construido en honor de una samurai León forzada a un matrimonio que al final la destruyó.

“No deberías beber, Tsuken,” dijo Jun’ai fríamente. “Hace que actúes como un idiota.”

“Entonces, vale,” respondió Tsuken, tomando otro trago largo y dejando la botella en las escaleras. “Si deseas que vaya, no puedo negarte nada, Jun’ai.” Le ofreció una mirada de soslayo. “Ni siquiera mi ausencia. Si sientes que la única manera de que puedas mantener tu honor es enviarme a cuidar a tu diplomático preferido, entonces eso es lo que haré.” Bajó los escalones, comenzando el camino hacia el castillo de delante.

“Gracias, Tsuken,” dijo débilmente Jun’ai.

Tsuken no lo escuchó. Sus pensamientos ya estaban enfocados en el futuro viaje.

 

 

Varias Semanas Más Tarde...


            Fujita Mura no era un lugar tan malo, en realidad. Era un pequeño pueblo, bastante solitario en las frías y boscosas montañas. El fío era intenso, pero no era tan distinto del invierno en la provincia natal de Tsuken. El frío en realidad nunca le había molestado. Intentaba no preocuparse por el hecho de que el pueblo casi seguro sería incluso más frío cuando el verdadero invierno llegara.

            El pueblo era tan pequeño que sólo aparecía en un puñado de mapas Fénix. Nombrado tras un oscuro héroe de la Guerra Contra la Oscuridad, era un lugar simple habitado por leñadores y herbalistas. El señor del pueblo era un shugenja de nombre Agasha Oshu. A pesar de que muchos otros podrían haber evitado un puesto en un área tan remota, Oshu pidió ser asignado específicamente ahí. Era descendiente del Fujita original, y tenía un número de complejos planes para transformar el pueblo en una posesión beneficiosa para el clan. Explicaba sus planes a la más ligera provocación, y algunas de sus ideas eran ciertamente menos sensatas que otras. Su idea de incrementar la producción de madera molestando a los kami de aire para que llevaran música tranquilizadora y esperanzadora por los bosques sólo tuvo éxito en aterrorizar a la fauna local y en casi diezmar la industria de caza del pueblo. A pesar de tales fallos, Oshu continuó con energía ilimitada. Era sin lugar a dudas un hombre listo y de recursos. Tsuken halló que no podía evitar sino gustarle.

            Lo mismo no podía decirse de Doji Jurian. Al escuchar sobre la reputación de Oshu, el Señor Kurohito inmediatamente arregló que un diplomático fuera enviado a Fujita Mura para establecer acuerdos comerciales en caso de que al final Fujita Mura probara ser beneficiosa. Su embajador elegido, Jurian, era la clase de Grulla a la que Tsuken más despreciaba. Un cortesano vanidoso y mimado, era exactamente la clase de hombre a la que otros tan a menudo dibujaban como estereotipo de un Grulla. Para Tsuken, era bastante obvio que Jurian había sido enviado aquí no sólo para conseguir acuerdos comerciales, sino para que los maestros de Kyuden Doji no tuvieran que tolerar su insufrible arrogancia. Tsuken se preguntó si era por eso que tantos forasteros imaginaban a los cortesanos Grulla de forma tan negativa - si era porque los únicos que conocían eran de los que los mismos Grulla deseaban librarse. No pudo evitar reírse ante el pensamiento.

            “¿Por qué te ríes?” preguntó bruscamente Jurian. Volvió la vista hacia Tsuken y casi perdió el equilibrio en la silla al hacerlo.

“Mis disculpas, Jurian-sama,” respondió tranquilo Tsuken. “Sencillamente recordaba una ingeniosa historia que contasteis el otro día. La de vuestra partida de shogi contra Bayushi Paneki en la Corte de Invierno de hace seis años.”

“Ah,” respondió Jurian, alegrándose notablemente. “Una buena historia. Tienes buena memoria, Tsuken-san.”

“Recuerdo lo que importa, Jurian-sama,” respondió Tsuken sinceramente. Jurian contaba la historia al menos dos veces al día, así que recordarla no era una hazaña difícil.

“Quizás una partida de shogi fuera una diversión excelente ahora,” dijo Oshu, mirando hacia atrás desde la cabeza de la patrulla con una mirada de preocupación. La cara generalmente pálida de Jurian estaba bastante rosada por el frío y temblaba visiblemente al acurrucarse en sus gruesas túnicas. “Vos y Tsuken podéis volver al pueblo. Parece que al fin y al cabo esta será sólo una patrulla de rutina, y no desearía aburriros más.”

“Una oferta generosa,” respondió Jurian con una sonrisa forzada, “pero mi deber aquí es conseguir una alianza entre nuestros dos clanes. Tsuken-san puede resultar útil contra cualquier amenaza que creáis que acecha en estos bosques, y adonde él vaya, voy.”

“Muy bien,” dijo Oshu, inclinándose con respeto desde su silla. El shugenja lanzó una mirada de reproche a Tsuken, quién sencillamente se encogió.

“¡Aquí, mi señor!” llamó uno de los samurai Shiba desde el camino de delante.

Oshu instantáneamente se puso atento, ordenando que la patrulla galopara. Giraron una curva cerrada en el camino de montaña. Los cadáveres de dos caballos peludos y de un buey yacían en el nevado camino. Media docena de guerreros con armadura extraña yacían también en el camino, sus cuerpos sazonados de flechas. Tsuken paró su caballo y miró la carnicería con tranquilo horror.

“Yobanjin,” dijo.

Oshu sólo gruñó su acuerdo al descabalgar. Los leñadores locales habían informado de un incremento de actividad bárbara. La patrulla había esperado encontrar invasores Yobanjin - pero no había esperado encontrarlos ya muertos.

“Aquí, mi señor, deberíais ver esto,” dijo uno de los Shiba con voz nerviosa. Sacó una flecha de uno de los cadáveres y la sostuvo para que la cola fuera visible. Las plumas estaban teñidas de amarillo brillante y de ébano.

“Arqueros Mantis,” chasqueó Oshu. “¿Qué hacen tan al norte? No deseo tomar parte en su estúpida guerra contra los Isawa.”

Tsuken miró alrededor estudiando con cuidado los alrededores. Se fijó en la curva cerrada del camino, en los gruesos árboles que bordeaban el camino a ambos lados. Este área era el lugar perfecto para una emboscada.

“No veo huellas, Oshu-sama,” dijo uno de los bushi. “Ninguna señal de que los Mantis hayan estado nunca.”

Tsuken sintió arder un fuego frío en su interior, un sentimiento de que algo iba completamente mal. “Oshu-sama, deberíamos dejar este sitio,” advirtió.

“¡Mi señor, cuidado!” gritó uno de los Shiba, saltando entre Agasha Oshu y la lluvia de flechas que surgió de repente de encima. Algunos de los otros hombres cayeron. Una flecha rozó el hombro de Tsuken. Otra golpeó a Jurian en el brazo. Para crédito suyo, el cortesano no chilló.

El hombre que se había movido para salvar a Oshu murió casi al instante, y el shugenja aulló de rabia. Un crepitar de relámpago ardió en los puños del shugenja, barriendo los árboles a su alrededor. Los guerreros Shiba sacaron sus arcos, disparando a ciegas al bosque. Tsuken desenfundó su katana y buscó enemigos, sintiéndose inútil sin un arco propio. Oshu gruñó y cayó de rodillas, con una flecha Mantis saliéndole del estómago. Devolvió la mirada a Tsuken y a Jurian con una sonrisa de dolor.

“Todo lo que quería hacer,” dijo Oshu, “era que este lugar fuera digno del nombre de mi abuelo.”

“¡Oshu-sama, no!” aulló uno de los Shiba, desenfundando su espada y cargando hacia los árboles.

Tsuken se movió para seguirle, pero Oshu levantó una mano de advertencia. “No, Tsuken,” siseó el shugenja. “¡Llevaos a vuestro amo de este sitio, rápido! ¡Os daré tiempo con la poca magia que me queda, pero el Shogun ha de saber lo que ha sucedido aquí!”

Tsuken volvió la vista hacia Jurian, quien simplemente se tambaleó en su silla con una expresión de mareo. Asintió al shugenja y cogió las riendas de Jurian con una mano, gritando mientras golpeaba a ambos caballos para que se movieran. Detrás suyo, pudo escuchar el retumbar del trueno, el chasquear del fuego, y los gritos de hombres moribundos.

 

 

 “Esperad,” dijo débilmente Jurian. “Parad, por favor.”

Tsuken volvió la vista a su amo, irritado. Tendrían que darse prisa si tenían intención de llegar al Castillo de la Novia Fiel. Consideró simplemente dejar a su mimado protegido detrás para que recuperase el aliento y seguir delante para llevar las noticias del ataque a Jun’ai.

Entonces Tsuken puso mala cara. Sabía que Jurian había sido herido, pero pensó que la flecha sólo le había golpeado en el brazo. El holgado kimono del cortesano le había engañado; ahora veía que el astil Tsuruchi había golpeado más centrado, sobresaliendo del pecho de Jurian justo debajo del corazón. Las excelentes túnicas de Jurian estaban empapadas de sangre. El cortesano miró a Tsuken con una sonrisa débil y de disculpa.

“Sólo un momento, Tsuken-san,” pidió. “Paremos... sólo un rato, para que recupere el aliento.” Tosió, y la sangre se escurrió por su barbilla. Se la limpió con una expresión molesta y de dolor.

Tsuken asintió adusto. Paró su caballo y desmontó, ayudando a bajar de la silla a su amo con cuidado. Jurian casi se cayó, sus piernas demasiado débiles para soportarle. Tsuken pasó un brazo de apoyo alrededor del cortesano, ignorando la sangre que ahora manchaba también sus túnicas y armadura. Ayudó al otro hombre a apoyarse contra un árbol.

“El cielo en las tierras Fénix es tan azul,” dijo Jurian, su voz débil mientras luchaba por respirar. “Como los ojos de Dama Doji. ¿No lo creéis, Tsuken?”

“Una hermosa vista, mi señor,” se mostró de acuerdo tranquilamente Tsuken.

“Me hace...” Jurian hizo una mueca de dolor. “Me hace recordar la vez en la Corte de Invierno... La vez en que casi vencí a Bayushi Paneki en una partida de Shogi. Me felicitó por la excelente seda azul de mi túnica. ¿Te he contado alguna vez esa historia, Tsuken?” Jurian miró con ansia a su yojimbo.

“Si, mi señor,” dijo Tsuken, atragantándose ligeramente. Cada vez que Jurian había contado la historia con anterioridad, siempre había ganado la partida. “Es mi favorita de entre todas vuestras historias.”

“Bien,” dijo Jurian, pareciendo complacido. Se miró a sí mismo con una expresión melancólica. “No creo que Paneki estuviera tan impresionado ahora. Me temo que mis túnicas ya no son tan excelentes.”

“A mí me parecen excelentes, mi señor,” dijo Tsuken con sinceridad. “Manchadas sólo por la sangre de un hombre valiente.”

“Nadie me ha llamado valiente antes,” respondió Jurian con una risa. “Sois un buen amigo, Tsuken. Estoy encantado de que estéis conmigo.”

“Ha sido un honor serviros, mi señor,” dijo Tsuken, inclinando la cabeza para que Jurian no pudiera ver sus lágrimas.

“Id al Castillo de la Novia Fiel, Tsuken-san,” dijo Jurian, su voz de repente concentrada. “No dejéis que los hombres que asesinaron a Oshu tomen el pueblo de su abuelo. No falléis a nuestra amistad con el Fénix.”

“No lo haré, mi señor,” dijo.

Cuando levantó la vista de nuevo, la cara de Jurian estaba en paz. Miraba sin expresión al eterno cielo azul.

Tsuken se preguntaba cómo había resistido el cortesano su horrible herida, nunca quejándose ni diciendo ninguna palabra que retrasara su huida en busca de ayuda. Dijo una breve plegaria sobre el cuerpo de su protegido muerto, culpándose por haber juzgado tan mal al hombre. Levantándose, Kakita Tsuken quitó la silla del caballo de Jurian y golpeó su grupa, liberando al animal para que corriera libre por el bosque. Montando su propia montura, galopó tan rápido como pudo hacia el Castillo de la Novia Fiel.

 

 

“Lo siento, Tsuken,” dijo Jun’ai.

Le miró con una mezcla de dolor y frustración. Era tan bella como recordaba, con ojos de cristal y un pelo que caía en ondas de ébano, siempre un fuerte contraste con su propio pelo blanco pálido. Tsuken se sintió extrañamente desplazado mientras escuchaba sus palabras, dejando a un lado todo recuerdo de ella al darse cuenta de lo que debía suceder en siguiente lugar.

“¿No lo comprendes?” rogó. “Jurian está muerto. Oshu está muerto. Los Mantis vinieron del norte, a través de territorio Yobanjin. Si aseguran el pueblo y su paso, lo utilizarán como piedra angular hacia Kyuden Isawa.”

“Me doy cuenta de ello,” dijo Jun’ai. “Sólo somos una guardia de honor, Tsuken. Si los Mantis sobrevivieron a través de tierras Yobanjin y pretenden moverse hacia Kyuden Isawa, tendrán tropas más que suficientes para ocuparse de nosotros. Si marcháramos contra ellos, sólo desperdiciaríamos nuestras vidas.

“Podríamos retrasarles,” dijo Tsuken.

“Puede que les retrasáramos,” corrigió. “Puede que muriéramos todos y no tuviéramos efecto alguno en su progreso. Hemos de permanecer aquí, para estar preparados si los Fénix nos necesitan para ayudarles en la defensa.”

“¡Nos necesitan ahora!” chasqueó Tsuken. “¿No has estado escuchándome, Jun’ai?”

Jun’ai frunció el ceño. Los dos oficiales a su lado desviaron la vista con vergüenza. Inclinó la cabeza antes de continuar. “Lo que dices tiene sentido, Tsuken, pero no hay nada que pueda hacer. Tengo mis órdenes.”

“¿Órdenes?” preguntó Tsuken. “¿Qué órdenes?”

“Órdenes de que mis soldados no han de interferir en la guerra entre la Mantis y el Fénix. Hemos de permanecer neutrales. Son las propias órdenes de Dama Akiko.”

“¿Qué?” chasqueó Tsuken. “¿Por qué ordenaría tal cosa? Es tanto Grulla como Fénix. ¿No permitirá que uno de sus clanes ayude al otro?”

“No lo comprendo,” admitió Jun’ai, “pero tampoco lo cuestiono. Tal es el deber.”

“¡Al Jigoku con el deber!” chasqueó Tsuken. “¿Qué hay de la lealtad al Fénix? ¿Qué hay de los votos que hicimos de protegernos el uno al otro? ¿Cuándo más importan los dejamos de lado? ¿Qué hay del honor, Jun’ai?”

“Yo...” se detuvo un rato largo. “Enviaré noticias a Shiro Henka. Cuando el Shogun sepa de esto, enviará su ejército para aplastar a la Mantis.”

“Eso podría llevar semanas,” respondió Tsuken. “El daño estará hecho para entonces.”

“Ojalá pudiera ayudar, Tsuken,” dijo, “pero no puedo hacer nada. Y tampoco puedes tú.”

“Ahí es donde te equivocas, Jun’ai,” respondió Tsuken, moviéndose hacia la puerta.

“¿A dónde vas, Tsuken?” preguntó. “Soy tu oficial al mando, y permanecerás aquí.”

Tsuken volvió la vista hacia ella con una sonrisa. “No,” dijo. “Pasaste mi mandato a Jurian, un valiente hijo de la Casa de Doji. Voy ahora a cumplir con su orden final.”

“¿Lucharías solo contra la Mantis?” dijo uno de los oficiales, sorprendido.

Tsuken salió de las barracas de vuelta a la arremolinada nieve.

Siguió el silencio. Jun’ai miró a sus oficiales. Vio la vergüenza en sus ojos, vergüenza por sus acciones y admiración por Tsuken.

“¿No hay nada que podamos hacer, Comandante?” preguntó uno.

 

 

En el valle de debajo yacía el pueblo de Fujita Mura. Una legión de soldados Mantis ahora caminaban por el sinuoso camino de montaña que llevaba ahí. El camino había sido difícil, y los Yobanjin no se habían tomado bien su incursión. Muchos de los hombres estaban heridos, exhaustos, pero su viaje les había endurecido. Sus exploradores habían informado de que Fujita Mura estaba sólo ligeramente defendida, con sólo un puñado de samurai por así decir. Ahora esos hijos e hijas del Fénix yacían muertos en los bosques detrás de ellos. Sólo quedaban un puñado de ashigaru, y entonces el pueblo sería suyo.

O eso había pensado.

“¿Es eso un Grulla?” preguntó Yoritomo Yorikane, contemplando al solitario samurai que bloqueaba el camino de delante.

“Eso me temo, mi señor,” respondió Tsuruchi Arishia, su segunda al mando. Desde que habían hallado al Grulla muerto en los bosques, había temido que sucediera esto. Los Hijos de Doji rara vez viajaban solos y no perdonaban las heridas.

“¡Echaos a un lado, samurai!” ordenó uno de los centinelas avanzados.

“No lo haré,” respondió el Grulla a gritos, su voz viajando clara en el frío aire de montaña.

Arishia suspiró, sacó su arco, y apuntó al Grulla. Los ojos azules del hombre se fijaron en ella sin miedo, y aunque permanecía a más de cien pies de distancia tuvo un sentimiento de miedo.

“No, Arishia,” dijo tranquilo Yorikane, haciendo un gesto para que bajara el arma. “Este hombre no es nuestro enemigo. No le ofreceremos tal muerte.”

“¿Quién dirige esta banda de asesinos?” preguntó el Grulla.

Yorikane llevó su caballo al frente de las tropas. Bajó la vista hacia el Grulla con cautela, pero sin miedo. “Soy Yorikane de la Casa Yoritomo, y soy el comandante de esta Legión,” respondió audaz. “Habéis insultado el honor de todo hombre presente con tal acusación. Explicaos rápido.”

“Soy Kakita Tsuken,” respondió el samurai, “Guardián de Doji Jurian. Es el hombre al que asesinasteis con vuestra emboscada sin honor.”

“Si la Grulla no comprende que estas tierras están en guerra,” respondió Yorikane tranquilo, “entonces debería confinar sus intereses a su hogar. Si vuestro amigo Jurian no conocía los riesgos, entonces quizás Rokugan esté mejor sin él.”

Tsuken puso cara de desprecio mientras estudiaba a Yorikane. Señaló al amuleto que colgaba del obi del Mantis, un reluciente símbolo dorado del sol. “Lleváis el sello de Toturi Tsudao,” dijo. “El sello de la Emperatriz.”

“Eso no os importa,” dijo Yorikane.

“Ese símbolo es llevado por aquellos que una vez montaron con la Primera Legión,” dijo Tsuken. “¿Cómo se sentiría la Gloriosa Emperatriz por vuestras tácticas en esta guerra, Yorikane? ¿Acechando por los bosques, asesinando hombres desde la copa de los árboles, haciendo la guerra contra los Fénix que la sirvieron tan bien? ¿Qué diría de un hombre así, que hace tales cosas pero osa llevar su símbolo?”

La cara de Yorikane se oscureció.

“No escuchéis a este hombre,” gritó Arishia a su comandante. “Sólo busca llevaros a un duelo sin sentido.”

“Sólo busco medir el honor del asesino de mi amo,” respondió Tsuken. “Si encontráis el honor sin sentido, entonces hemos acabado, ya que ni siquiera sois digno de mi hoja. He oído a muchos hombres burlarse del honor de la Mantis. Dicen que es una farsa, que lleváis los ropajes de un samurai sólo para facilitar vuestras ambiciones.” Tsuken suspiró. “Y sin embargo mi bisabuelo me contó sobre un tiempo cuando nuestras provincias yacían en cenizas. Los Grandes Clanes no vendrían a nuestro lado, pero Yoritomo lo hizo. Así que, ¿cuál es verdad y cuál es leyenda, Yorikane-san? ¿Son los Mantis hombres de honor o piratas ladrones?”

“Somos hombres de honor,” dijo Yorikane firme.

Tsuken se movió con gracia, manteniendo su mano derecha abierta sobre la empuñadura de su espada, como si ofreciera un regalo. “Entonces probadlo. Derrotadme, y no seré más que un mal recuerdo. Habréis probado vuestro valor a vuestros soldados que ahora os miran con duda. Si triunfara, todo lo que pido es que perdonéis Fujita Mura.”

“No podemos perdonar el pueblo, Comandante,” chasqueó Arishia. “Estamos en necesidad extrema de suministros.”

“La comida no es nada,” respondió Yorikane. “Un ejército que duda del coraje de su líder está destinado a fallar. Muy bien, Tsuken, tendréis vuestro duelo.”

Tsuken sonrió, pero la sonrisa se desvaneció cuando vio a Yorikane adoptar una postura idéntica a la suya.

Yorikane rió. “Habláis de la pasada amistad de mi clan con el vuestro,” dijo el Mantis. “¿Estáis sorprendido de ver los resultados? También fui entrenado por los Kakita, Grulla.”

Los ojos azules del Grulla relucieron. Que su enemigo no muriera fácilmente sólo parecía darle ánimos. Los dos hombres avanzaron lentamente, parándose justo al alcance de una hoja. Por varios instantes, no hubo sonido, ni movimiento, y el mundo pareció esperar lo que sucediera a continuación. Entonces un destello de acero, dos gritos kiai idénticos, y un hombre cayó muerto a la nieve.

Kakita Tsuken miró por encima del hombro, un reguero de sangre brillante todavía volando del filo de su hoja. Se tambaleó hacia atrás varios pasos y entonces cayó al lado de Yorikane, agarrándose su ensangrentado pecho.

Tsuruchi Arishia avanzó hacia los dos duelistas caídos. Empujando a Yorikane con un pie con armadura, sonrió débilmente al Grulla.

“Felicidades,” le dijo al moribundo Grulla.

“Recordad vuestra promesa, Mantis,” susurró Tsuken.

“Muy bien,” le susurró. “Habéis comprado las vidas de vuestros campesinos y de su pueblo sin valor - pero sólo durante un tiempo. El ejército de Yoritomo Naizen viaja sólo dos días detrás del nuestro, y no está atado con ningún acuerdo a ti, Kakita. Pensad en eso mientras sangráis.” Se volvió hacia sus tropas y gritó en voz de mando. “Dejad a Kakita Tsuken que muera con su honor. Cualquier soldado que le ayude se le unirá en su suerte.”

Arishia señaló a dos campesinos, que rápidamente fueron a llevarse el cuerpo de su anterior comandante. La legión Mantis pasó más allá de Tsuken. Algunos miraron al Grulla con desprecio y enfado, otros con asentimiento de respeto. Un hombre cayó de rodillas al pasar, entonces se levantó y continuó.

Tsuken parpadeó adormecido, dándose cuenta de que el soldado había dejado caer algo. Esperó que el ejército se fuera antes de arrastrarse para investigar. Medio enterrado en la nieve halló un rollo de tiritas de seda. Un gesto noble, aunque sabía que con sus heridas le harían poco bien. Lo que yacía a su lado era lo que en verdad le interesaba - una botella de sake oscuro.

Riendo, Tsuken lanzó lejos el corcho y tomó un trago largo. Le ayudó con el dolor, sólo un poco, pero suficiente. Levantándose tembloroso, el Grulla se tambaleó por el camino. En su bruma por el alcohol y la agonía vio una cueva entre las rocas, una que no había visto antes. Sería un lugar tan bueno como cualquiera para morir.

Mientras se tambaleaba por la entrada de la cueva, se sorprendió al principio por el calor de dentro. Se sorprendió de nuevo cuando halló que sus heridas ya no le molestaban tanto.

 

 

Los Salones de Kyuden Doji nunca estaban vacíos, pero raramente eran anfitriones de tantos visitantes como los que se reunían aquí hoy. Aunque la mayoría eran Grulla, había nociones de asistentes también de otros clanes, y bastantes miembros de las Familias Imperiales. Había quizás menos Mantis que de cualquier otro clan, pero eso sólo era de esperar bajo las circunstancias. Hasta miembros de los rivales políticos de la Grulla, el Escorpión, eran invitados abiertamente y sin preguntas.

Después de todo, oportunidades como esta no sucedían cada día.

Doji Kurohito, Señor del Clan Grulla, permanecía en el estrado ante todos ellos. Las puertas de la gran corte se abrieron y entró un único hombre, obteniendo un silencio de los reunidos. La armadura que llevaba había sido creada recientemente, rojo brillante con imágenes de llama. Bajo su brazo llevaba un grueso volumen, un símbolo de fuego ardiendo gravado en su cubierta. Los reunidos se inclinaron ante él mientras avanzaba rápido por la habitación, parándose para arrodillarse ante Kurohito.

“El descendiente de Shinsei proclamó que el guerrero que pudiera derrotar a mil enemigos de un único golpe hallaría el Libro del Fuego,” dijo Kurohito con su voz rica y experta. “Y así ha sucedido. Levantaos, Kakita Tsuken, Guardián del Fuego.”

Tsuken se levantó, agarrando el Libro del Fuego bajo un brazo. Se quitó el casco, el pelo blanco derramándose sobre sus hombros. Su cara solemne al mirar a su señor.

“No soy merecedor de este honor,” dijo débilmente Tsuken. “No soy un hombre iluminado.”

“Shinsei dijo lo mismo, tal como recuerdo,” respondió Kurohito con una profunda risotada.

Tsuken rió educadamente, aunque no sentía humor. No sentía nada. Las siguientes horas pasaron borrosas mientras el Campeón Grulla le presentaba a aliados y funcionarios. Vio la vista de la esposa de Kurohito, la Dama Akiko, en él todo el tiempo. No estaba sorprendido. ¿Acaso no había desacatado sus órdenes, y había sido recompensado? Solo podía suponer cómo reaccionaría a tal cosa una mujer tan poderosa e influyente.

Y, con el tiempo, se halló solo en la corte vacía. Los otros se habían movido a ocuparse de sus propios asuntos, de sus juegos políticos, engendrando la próxima guerra que enviaría a hombres honorables como Oshu, Jurian y Yorikane a sus tumbas. Tsuken se sentó al borde del estrado, el Libro del Fuego descartado en el suelo, y enterró la cara entre sus manos. Las puertas de la parte de atrás de la habitación se abrieron y se aproximaron unas pisadas, pero las ignoró.

“Lo que dejas ahí tirado es un buen tesoro,” dijo una voz profunda al empujar un pie con sandalias el Libro del Fuego. “Muchos hombres del Imperio matarían para conseguir este libro.”

“Es sólo un libro,” respondió Tsuken. “Ya lo he leído. No les dará respuestas.”

“Y tal perspicacia, Tsuken-sama, es por lo que sólo tú mereces llevarlo,” respondió la voz.

Tsuken levantó la vista, molesto. Un monje con una túnica raída permanecía cerca, mirándole con una expresión ligeramente divertida. Tsuken nunca antes había visto al hombre, pero de alguna forme le era familiar.

“Rosoku,” susurró Tsuken. “El descendiente de Shinsei.”

El hombre se inclinó.

“Tomad de vuelta vuestro libro, Pequeño Maestro,” dijo Tsuken, “y guardaos también vuestras pruebas. Hallad a otro Guardián del Fuego.”

“Qué sorprendente,” dijo Rosoku, dando vueltas alrededor de Tsuken y estudiando al Grulla con curiosidad. “Dicen que el fuego encarna el coraje, y las historias que he oído hablan de coraje en abundancia, coraje tan grande que inspira a tus aliados y hace que los enemigos duden de sus acciones. ¿Acaso no sois Kakita Tsuken?”

“Coraje,” dijo Tsuken con ironía. “¿De qué sirve el coraje si ni siquiera puedo salvar Fujita Mura?”

“Una pregunta interesante,” respondió Rosoku. “Afortunadamente no es una que necesitemos responder.”

“¿A qué os referís? preguntó Tsuken.

“Vuestra amiga Jun’ai,” respondió. “Decidió, al final, que teníais razón. Marchó a Fujita Mura. Sus tropas la fortificaron lo mejor que pudieron contra en inminente ataque del General Naizen. Las noticias vuelan rápido, y otros también vinieron. La mayoría eran simples granjeros que no podían permanecer impasibles mientras un Grulla defendía sus tierras. Unos pocos eran magistrados de estaciones de paso por las que pasó Jun’ai en el camino. Había hasta un diplomático Buey en camino hacia Kyuden Isawa que halló su marcha tan inspiradora que unió sus fuerzas a las suyas. La marcha fue difícil, pero en una sola noche, Jun’ai y sus aliados llegaron al pueblo y lo fortificaron contra el ataque.”

“¿Pero y Naizen?” dijo dubitativo Tsuken. “Se dice que su ejército es imparable.”

“Y quizás lo sea,” dijo Rosoku, “pero Naizen buscó esa ruta porque no estaba guardada, era inesperada.” Rosoku sonrió. “Cuando vio un verdadero ejército esperando a resistir a su paso, supo que su plan había fallado. “Aunque podría aplastar a Jun’ai y a sus defensores, los Fénix se levantarían para defender Kyuden Isawa y su elemento de sorpresa se evaporaría. Mejor que desperdiciar más vidas, retrocedió para luchar otro día.”

Los ojos de Tsuken se abrieron. “Así que Jun’ai luchó al fin y al cabo,” dijo, sonriendo ampliamente. “¿Salvó el pueblo?”

Rosoku asintió. “El coraje es una fuerza poderosa,” respondió. “Si arde los suficientemente fuerte, se expande como el fuego. Lo mismo, quizás, pueda ser dicho de la iluminación.”

“¿Iluminación?” preguntó Tsuken, confuso.

Doji Jun’ai entró en la habitación por la puerta que había usado Rosoku. La mirada en sus ojos de cristal era extraña, una mirada de orgullo como Tsuken jamás antes había visto.

“Hay dos clases de samurai en este Imperio,” dijo Rosoku. “En un extremo, aquellos que usan sus regalos para ganar egoísta gloria. Permanecen ciegos a un lado, y dejan que la guerra consuma a los inocentes, alegando que no tenían poder para actuar. En el otro, están aquellos que siempre luchan, sin importar las probabilidades, hasta cuando no hay esperanza.”

Tsuken devolvió la mirada de nuevo a Jun’ai, y ahora se fijó en el grueso bulto que sostenía bajo un brazo.

“Y el general que pueda llevar ejércitos de un extremo del Imperio al otro en una única noche,” dijo Rosoku, “conseguirá el Libro del Agua.”

El Guardián del Fuego tomó su descartado libro del suelo, extendiéndose una ancha sonrisa por su cara. El Guardián del Agua puso los ojos en blanco y no pudo evitar sino sonreír también.

Y con una inclinación final, Rosoku partió y dejó a los Guardianes en paz.