Concentración de Oscuridad


por
Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

La Ciudad de los Perdidos

            Hubo un tiempo en que el Templo del Noveno Kami estuvo lleno de una sensación de presencia extraterrenal. Pero siete años atrás, esa presencia había vacilado, aunque solo durante un momento, y todo se había perdido. Todas las dificultades, todo el trabajo y confusión de estos últimos siete años habían sido debidos a ese único momento de vacilación.

A Daigotsu no le importaban nada los fracasos del pasado. No podía echarle la culpa a su señor Fu Leng por dudar de él en aquel momento. ¿Cómo podía incluso un dios tener fé cuando todos los que le habían servido antes habían fracasado? Pero eso ya había pasado. Daigotsu no le había fallado a su señor, y no lo haría. Su lealtad hacia Fu Leng era incuestionable, y ahora que había regresado su poder, también se había restaurado la fé de Fu Leng en él. Pero si eso era cierto, ¿entonces por qué estaba siendo puesto a prueba de esta manera todo lo que él había creado? ¿Habría perdido, de alguna manera, el favor de Fu Leng y no era capaz de percibirlo? Quizás estaba demasiado concentrado en crear su oscuro imperio, y no lo necesario en la destrucción de los enemigos de Fu Leng.

Eso pronto cambiaría. Para cuando los demonios que se le enfrentaban hubiesen sido totalmente destruidos, Kokujin y sus partidarios habrían roto el alma de Rokugan con sus mentiras y sus engaños. Los débiles de voluntad entre ellos ya les verían como un mal menor, y la marea de destrucción que él derramaría sobre ellos sería mucho más fácil debido a eso. Al final, él estaría sobre el cadáver de Rokugan, un ennegrecido páramo de dolor y miedo, sosteniendo la cercenada cabeza de un Emperador como tributo a su dios.

“Que pensamientos más negros,” susurró una voz por el Templo. “¿Qué puede asolar así al señor de todo lo que ve?”

“Hoy no tengo paciencia para tus juegos, Dragón,” dijo Daigotsu mientras hacía un gesto con su mano.

“Aquellos que no tienen interés en los juegos son los jugadores más divertidos,” dijo la criatura con una risa sibilante. “Pero este es tu dominio y, por supuesto, yo existo para hacer lo que desees.”

“Más juegos,” dijo Daigotsu. “¿Qué es lo que quieres?”

El Dragón se enrolló y retorció en las sombras, sus rojos ojos brillando en la oscuridad. “Solo decirte que he reunido a los más útiles de los que sobrevivieron la Lluvia y la Caza de Sangre, como pediste. Solo esperan tu indulgencia.”

“Indulgencia.” Daigotsu sonrió ante la frase. “Un término interesante. Entonces, ¿has reunido a todos los supervivientes?”

“Si, con algunas excepciones. La Dama Rekai está ocupada en otro sitio, como creo que sabes. Pero excepto esos pocos, esperan en la sala de detrás.”

“¿Y qué hay de Kitao?” Preguntó el Señor Oscuro.

Hubo un pequeño momento de indecisión por parte del Dragón, y Daigotsu disfrutó con el. La bestia era la personificación del engaño y la mentira, y cogerlo de imprevisto era una muy rara delicia. “No puedo llamar a Kitao sin mostrar el papel que juego en sus motivaciones,” siseó la serpiente. “Eso es indeseable. Para ambos.”

“Estoy de acuerdo,” dijo Daigotsu. “Solo deseaba dejar las cosas claras.”

“Yo encuentro repugnante la claridad,” musitó distraído el Dragón. “¿Asistimos a tu corte?”

“Si,” dijo Daigotsu. “Es hora que se sepa la verdad.”

 

 

Iuchiban, el Portavoz de la Sangre, había causado muchos cambios en las Tierras Sombrías, incluso tras su muerte. Tras una campaña de meses, las fuerzas del Emperador habían purgado a Rokugan de los seguidores de Iuchiban, y los últimos restos de su culto se habían reunido. Ahora estaban ante Daigotsu y se preguntaban cual sería su suerte.

No se lo preguntarían más.

Durante un momento, Daigotsu absorbió la atmósfera que había en su gran sala de audiencias. A menudo se había imaginado que sentiría en la Corte Imperial. La serenidad, entremezclada con la callada amenaza del poder político blandido como una oculta espada. La forzada habilidad de todo ello, la engreída arrogancia que tenían los hombres mezquinos y que no conocían el verdadero poder, le enfermaba. Esta corte, su corte, sería diferente. No habría sutiles amenazas o implícita presión de poder a menudo prometido pero nunca visto. Aquí, el verdadero poder sería absoluto. La debilidad sería destruida, y la fuerza recompensada. Todo sería como debía ser. Como lo exigía el orden natural.

“Saludos, amigos míos,” dijo Daigotsu con una sonrisa. “Este momento ha tardado en llegar, pero ahora estáis aquí. Ahora, estáis en vuestro hogar. Y juntos encontraremos vuestro verdadero fin.”

“¿Fin?” Dijo uno de los reunidos samuráis. “¿Qué fin tendremos?”

Daigotsu miró a la resuelta shugenja durante un momento. “Hida Rohiteki, ¿verdad? Decidme, sacerdotisa, ¿hasta ahora qué fin ha tenido tu caída en desgracia? ¿Qué rol tuvo un poder como el tuyo en las fuerzas de Iuchiban?”

Rohiteki apartó la mirada, su cara una máscara de ira y remordimiento. “No tuve rol alguno.”

“Exactamente,” dijo Daigotsu. “Pero eso ha acabado. Aquí volverás a encontrar un fin. Liderarás una legión de Perdidos a la victoria sobre nuestros enemigos.” Se detuvo un momento. “Esto es, claro, si puedes demostrar que me eres útil,” añadió. “Creo que aquellos que sean útiles encontrarán que se realizarán en su existencia.” Señaló al otro lado de la sala, a las puertas que llevaban más allá de la Ciudad de los Perdidos. Allí, un solitario samurai estaba sentado sobre una gigantesca y esclava bestia que constantemente se movía nerviosamente, como si desease la orden de matar. “Moto Chaozhu,” continuó Daigotsu, “ya me ha demostrado su valía, y ahora cabalga a la cabeza de mis legiones de bestias del infierno. Él es útil, y ha sido recompensado.”

“¿Y el perdón?” Preguntó otro. “¿Está el perdón entre los regalos que nos ofreces? Encuentro difícil creer que tan rápidamente olvidarás nuestro servicio a Iuchiban.”

Daigotsu asintió al delgado joven guerrero. “Hay algo de verdad en tus palabras, Tsuruchi Hiro. El perdón no es aquí una virtud, y yo no soy un hombre indulgente. Pero tú, y muchos como tú, no elegisteis servir a Iuchiban. Te viste forzado. Esto lo encuentro aceptable. Aquellos que eligieron seguirle por su propia voluntad son para mi, por supuesto, mucho más desdeñables.” Al decirlo, Daigotsu miró al grupo que estaba en la sala y que llevaba túnicas manchadas. Se parecían a una orden de sacerdotes o monjes, pero el horror en sus ojos claramente demostraba otra cosa. Estos eran los verdaderos Portavoces de la Sangre, los hombres y mujeres que habían seguido a Iuchiban durante años, y solo habían llegado a la Ciudad de los Perdidos al enfrentarse a un exterminio cierto bajo las fuerzas del Emperador. Ellos también encontrarían que sus vidas tendrían un fin.

Ese fin era la educación.

“Katsu.” Una figura vestida con túnicas surgió de entre las profundas sombras al oír la orden de Daigotsu. El hombre llevaba un sombrero de paja que oscurecía sus rasgos. “Demuestra el destino de aquellos que demuestren no serme útiles.”

Katsu levantó una mano y señaló hacia los Portavoces de la Sangre reunidos a un lado de los samuráis corruptos. “Mataros,” susurró.

Hubo un solitario y prístino momento de silencio, y luego los Portavoces de la Sangre empezaron a gritar. En su mayor parte desenvainaron armas, las rituales espadas que habían usado para hacer brotar la sangre en nombre de su señor, y se volvieron hacia sus compañeros. Algunos, salvajemente, se hicieron cortes, mientras que otros atacaron instantáneamente a los hombres y mujeres que estaban a su lado. En cuestión de segundos la mayoría estaba muerta o moribunda, su sangre vertiéndose sobre el suelo de piedra. En menos de un minuto solo quedaba uno. El último Portavoz de la Sangre gritó dio aullido y enterró su propia daga en su ojo, uniéndose con sus colegas en el suelo.

“Está en vuestro mejor interés,” dijo Daigotsu, su voz apenas un suspiro, “convencerme de vuestra valía y lealtad. Iuchiban os mantuvo esclavizados a través de su mezcla única de maho y magia gaijin, una mezcla que mi vasallo Katsu ahora practica. Abandonadme, traicionarme, o fallarme, y no habrá lugar en este mundo en el que estéis a salvo de mi castigo.” Se irguió, distraídamente quitándose el polvo de su túnica negra. “Y con eso, amigos míos, me despido. Pensad bien en lo que ha pasado hoy aquí, para que no se repita una y otra vez, con vuestras caras entre las de los muertos.”


 

“Una magnífica exhibición, amor mío, pero algo inusitado.”

Daigotsu miró por encima del hombro a Shahai. “¿En qué sentido?”

“Me he acostumbrado a esperarme sutilezas por tu parte,” contestó la Hija Oscura. “Eres preciso e intencionado. La exhibición de hoy ante la corte has sido mucho más… visceral.” Sus labios rojo sangre se curvaron mostrando una exquisita sonrisa. “Ha sido, como te he dicho, magnífico.”

“Me he dado cuenta de que la sutileza se pierde en aquellos que no poseen la inteligencia para apreciarla,” contestó Daigotsu, volviendo al pergamino que le estaba interesando. “Algunos necesitan una exhibición más inmediata. Me imagino que ahora la deslealtad está lejos de las mentes de nuestros nuevos ayudantes, ¿no crees?”

“Quizás,” musitó Shahai. “Ciertamente estarán ansioso de ganar su libertad, como lo han hecho Chaozhu y Mishime.”

Daigotsu se rió oscuramente. “No seas ingenua, cariño. Chaozhu y Mishime están tan atados a la voluntad de Katsu como cualquier otro, y por extensión también a la mía. Hay muy pocos en los que confío lo suficiente como para permitirles total libertad, aunque al restringirles limito lo útiles que me pueden ser.”

Shahai levantó una ceja. “¿Es eso así?”

Daigotsu volvió a mirarla por encima de su hombro, una irónica sonrisa en su cara. “No te preocupes, amor mío. Tu eres una de esos pocos.”

La expresión de Shahai se volvió sombría. “Una vez te traicioné,” dijo en voz baja.

Daigotsu dejó el pergamino y se giro para mirarla. “Una vez fuiste una Portavoz de la Sangre. Era imposible romper el dominio que tenía sobre ti Iuchiban, pero a pesar de eso trabajaste en su contra, ayudándome.” Cruzó la habitación y pasó un dedo por la perfecta piel de porcelana y los labios de rubí de ella. “Para mi, eso es suficiente.”

Ella sonrió. “¿Es por eso por lo que has permitido que Mishime siguiese con vida?”

El Señor Oscuro se cruzó de brazos dentro de sus mangas. “Mishime es un estúpido. Estaba bajo la voluntad de Iuchiban, eso es cierto, pero incluso si no lo hubiese estado, muy posiblemente su ansia de poder le hubiese llevado a agarrarse a la túnica del hechicero.”

“¿Entonces por qué no le has matado?” Preguntó Shahai. “Que fuese un ejemplo.”

“Eso es exactamente lo que he hecho,” contestó. “Se cree que le he perdonado, y que deseo su lealtad y ayuda. La verdad es que si vuelve a mostrarse desleal, haré que Katsu le destruya de una forma totalmente espectacular. En la muerte, la última lección que enseñe a los Chuda será inolvidable.” Se encogió de hombros. “Hasta entonces, puedo dar un uso a sus habilidades. Le tolero, pero no tiene mi confianza.”

“¿En quién confías?” Preguntó Shahai.

“En muy pocos,” dijo Daigotsu, con algo de ira en su voz. “La traición es la esencia de quienes somos. Durante un tiempo creí que podría vencerla, y que aquellos que acudían a mi bandera eran sin duda leales. Ahora sé que no puedo confiar totalmente incluso en los más leales de entre los nuestros.” Se detuvo. “Excluyéndote a ti y a puñado de otros, claro.”

“¿En qué otros?” Presionó. “¿En ese asqueroso Omoni?”

Daigotsu frunció el ceño. “Te he pedido que no hables así de él,” dijo en voz baja. “¿Son mis deseos tan poco importantes para ti?”

“No,” contestó con rapidez Shahai. “Yo… perdóname.”

“Omoni es quizás el único amigo verdadero que tengo,” contestó Daigotsu. “Sobre todos los demás, sé que nunca me traicionaría voluntariamente. Kyoden y él eran únicos en ese aspecto.”

“¿Y que hay de Kokujin? ¿Katsu? ¿El Dragón de las Sombras? ¿Kyofu?”

“Cualquiera que sea tan estúpido como para confiar en el Dragón de la Sombra es indigno siquiera de mi repugnancia,” contestó Daigotsu, “y en un reino de caos y locura, incluso nosotros consideramos que Kokujin está loco. Puedo confiar en Katsu, porque no puede traicionarme sin destruirse a si mismo, algo que ha demostrado que no está dispuesto a hacer. Kyofu es más inescrutable. Me esconde algo, pero no sé el que.”

“¿Odio? ¿Traición?” Preguntó Shahai.

“Creo que algo más peligroso,” dijo Daigotsu. “Esperanza.”


 

El Templo del Veneno

El llamado Templo del Veneno era en muchas maneras el opuesto exacto al Templo del Noveno Kami. En el Templo del Noveno Kami, la siniestra sensación de carga no provenía de la decoración, sino de la oscuridad que había dentro de esa decoración. Había una sensación de miedo que inspiraba no lo que se podía ver, sino lo que no se podía ver. Por el contrario, el Templo del Veneno era una catedral de dolor y caos. Las paredes eran negras y estaban chamuscadas por energías que la mayoría de los mortales nunca podrían esperar contener. Era el hogar de la familia Chuda y de su señor, Chuda Mishime.

Mishime puso una mueca de asco mientras leía los tomos que Daigotsu le había dado. La aparentemente infinita serie de pergaminos que había dejado Shokansuru tras su desaparición. Se desconocía donde estaba el invocador de demonios, pero Daigotsu sospechaba una traición. Mishime se inclinaba por estar de acuerdo, porque nunca había confiado en el misterioso maho-tsukai. Quizás era irónico que Daigotsu le hubiese ordenado revisar los textos de Shokansuru buscando información que fuese útil, usando a un conocido traidor para investigar a un supuesto traidor, pero Mishime conocía la verdadera razón. A pesar de su dominio de las artes de los Chuda, no podía ni acercarse al poder que poseía Daigotsu, Shahai, y Yajinden. Ellos eran hogueras resplandecientes, él un simple farol. Pero sus tradiciones estaban profundamente enraizadas en rituales e investigación, mientras que los que eran más poderosos que él poseían un control intuitivo del maho. Sus conocimiento estaban mejor adecuados para esta tarea, incluso aunque los otros no estuviesen ocupados con otros asuntos. Y si esto le ayudaba a volver a conseguir el favor del Señor Oscuro, mucho mejor.

El Señor Serpiente frunció el ceño y arrugó el pergamino, tirándolo. Desapareció en un destello de fuego verde al tocar el ennegrecido suelo de piedra, pero Mishime no se dio cuenta. El código del loco había sido bastante sencillo de romper, pero había descubierto que muchos de los documentos de Shokansuru estaban llenos de absurdas diatribas egoístas sobre su supremacía en su oficio, y sobre una época de demonios que dominaría el mundo, con él entre ellos. Estaba claro que el hombre estaba más loco de lo que se había creído Mishime.

Una curiosa anotación atrajo la atención de Mishime. El hechicero de la sangre frunció el ceño y se frotó distraídamente el mentón. Tras un momento, buscó entre un montón de pergaminos que ya había examinado, buscando uno en especial. Lo encontró un momento después, lo desenrolló y lo compare con el primer pergamino. Tras un momento, frunció aún más el ceño, y buscó otro pergamino. Permaneció varios largos momentos muy concentrado, cuidadosamente leyendo y comparando los tres documentos, en los que había una anotación similar, una que no había visto en los demás pergaminos. Su significado no estaba claro, pero el instinto de Mishime le susurraba que era importante. Casi podía sentir a los kansen que giraban por el templo quedarse en silencio por una sensación de sobrecogimiento, quizás incluso miedo. Si él pudiese descifrar este conocimiento prohibido, sería la moneda que usaría para comprar su perdido prestigio. Este sería el secreto que ofrecería a su señor a cambio de su favor.

Chuda Mishime sonrió.


 

La Tumba Olvidada de Fu Leng, en las profundidades de las Tierras Sombrías

 

Daigotsu entró en la vieja tumba con una susurrada oración a su dios oscuro para que le guiase. Rezaba a menudo, aunque no de una forma que los estúpidos de Rokugan pudiesen entender. Rezaba por tener la oportunidad de enfrentarse a sus enemigos, y por el poder de glorificar el nombre del Kami Oscuro sobre todos los demás. No pedía esas cosas por ambición o por ansiar el poder personal, sino por un genuino deseo de servir a algo mayor que si mismo, algo que él creía que era inevitable. De niño, había visto la oscuridad que habitaba dentro de todos los hombres, y supo que un día esa oscuridad vencería a la luz, destruyendo el mundo que el hombre se había hecho para el. Deseaba anunciar ese día, estar junto al verdadero poder cuando por fin llegase la oscuridad.

La Tumba Olvidada de Fu Leng era, si se creían las leyendas, el lugar donde el primer cuerpo mortal de Fu Leng fue enterrado tras ser derrotado por los Siete Truenos en el primer Día del Trueno. Daigotsu sospechaba que era más un edificio ceremonial que otra cosa, porque había sido incapaz de determinar donde había restos, asumiendo que existían, dentro de su inmenso interior la primera vez que visitó el lugar. En vez de eso, creía que la muerte de Fu Leng había creado un segundo y más estable portal a las profundidades de Jigoku, distinto a la primitiva e incontrolable pesadilla que era el Pozo Supurante. Dentro de la tumba, el reino de los mortales y el Reino del Mal existían en el mismo espacio al mismo tiempo. Para un leal devoto de Fu Leng, era el lugar más sagrado de todos.

Daigotsu respiró hondo antes de cruzar el último umbral, entrando en la sala donde los dos reinos eran uno. Lo que estaba a punto de hacer acarreaba un gran peligro, pero no fracasaría.

Daigotsu cruzó la frontera que marcaba el sanctasanctórum de la tumba. Cuando su sandalia tocó la negra tierra, su mente se vio inundada por los susurros de mil demonios. Rugieron en su mente, maldiciéndole a él y a su oscuro imperio de mortales. Mortal. Estúpido. Presa. Sus insultos eran todos iguales.

“Basta.” Recurrió a la bendición del Kami Oscuro, sintiendo como el poder de Fu Leng le bañaba. Estaba aumentado por diez en este lugar, y por un momento casi pudo sentir la mirada de aprobación de su señor. “No padeceré la difamación de estúpidos que han perdido su senda.” El resultante rugido de indignación de los ejércitos de demonios de Jigoku fue poco más que un lejano rumor gracias a la bendición de Fu Leng. Una irónica sonrisa cruzó la cara de Daigotsu, y cerró sus ojos para concentrarse. Era limitado el tiempo que podía permanecer en este lugar sin verse sujeto al asalto de los demonios, y tenía mucho que hacer.

Durante un largo momento, se quedó inmóvil en el centro de la sala. Extendió su poder, su percepción, a las profundidades, cautelosamente buscando a su presa. No se atrevía a desviarse mucho, no fuese a ser que perdiese su alma en el Reino del Mal. Hasta hacía muy poco tiempo, una cosa así no hubiese sido una amenaza. Ahora, con la traición de los oni, no podía arriesgarse así.

Finalmente, cuando ya creía que tendría que darse la vuelta, encontró lo que estaba buscando. Era exactamente como Mishime lo había descrito gracias a los escritos de Shokansuru, y a pesar de todo, el Señor Oscuro admitió a regañadientes, aunque solo para si mismo, que quizás la lealtad del señor de los Chuda era genuina.

Aquellos que no estuviesen especializados en las maneras de los demonios podrían no comprender que era lo que había descubierto Daigotsu. Era un torrente de energía, un vínculo, algunos incluso podían llamarlo una cadena, que ataba la esencia de un Señor de los Oni al reino de los mortales. Incluso cuando eran desterrados, esas poderosas criaturas aún tenían una muy tenue conexión con Ningen-do, el resultado de haber consumido el alma de un mortal y ganar su independencia. Los Señores de los Oni se agarraban tenazmente a esos vínculos, con la esperanza de que un día pudiesen permitir a los demonios regresar al mundo mortal y volver a crear el caos. Admirando el poder necesario para sostener un vínculo así, Daigotsu se estiró y sintió su esencia. Podía sentir el vínculo a una miserable cueva, muy al norte, donde un demonio más allá de toda comprensión había nacido o quizás muerto. No importaba si la criatura estaba atada a ese lugar, solo que lo estaba. Con una espantosa sonrisa, Daigotsu estiró su propia esencia, y la insertó dentro de la del Señor de los Oni.

Ninguna bendición podía escudar al Señor Oscuro del rugido de indignación y dolor que surgió de las más profundas y oscuras partes de Jigoku. Los otros susurros se callaron, porque incluso los demonios podían conocer el miedo. Daigotsu sintió una increíble presión cuando otra alma, otra esencia, amenazaba con abrumar la suya, pero él la rehusó, luchando con todas sus fuerzas. Lentamente, muy lentamente, empezó a arrastrar el demonio de vuelta a su cuerpo.

Los dos oscuros poderes estuvieron envueltos en un combate durante lo que pareció ser una eternidad. Daigotsu sintió oleada tras oleada de insoportable dolor cuando el demonio lanzaba implacable tras implacable asalto a su alma, pero la bendición de Fu Leng le protegía. Finalmente, tras una vida de dolor y lucha, Daigotsu regresó a su cuerpo con una tremenda sensación de impacto físico que casi le tiró al suelo.

Cerca de él había una enorme bola de carne y sangre que se retorcía como una serpiente moribunda. Parecía expandirse, creciendo cada vez más mientras se convertía en algo inmenso. Parecía que acabaría rellenando totalmente la sala antes de que acabase de crecer. Dos inmensos brazos se extendieron al desenrollarse la bola, y también dos delgadísimas patas, en cuyas puntas había inmensas garras. Surgió una gigantesca y abierta boca, fila tras fila de dientes del tamaño de cuchillos, relucientes bajo la tenue luz. “¿Quién se atreve?” Rugió la bestia, su voz acompañada por una retorcida lengua de fuego negro verdoso que surgía de su boca con cada exhalación. “¿Quién se atreve a enfrentarse a Akuma?”

“Yo me atrevo,” dijo Daigotsu, con los brazos extendidos, su boca mostrando una salvaje y victoriosa sonrisa. “Soy Daigotsu, hermano e hijo de Fu Leng, señor de los Perdidos.”

“¡Tú eres una presa!” Gruñó el Señor de los Oni y fue a convertirle en ensangrentados jirones. Pero cuando las garras del demonio se acercaron al humano, retrocedió de dolor, chillando un terrible grito de dolor que ningún mortal habría podido escuchar y permanecer cuerdo. “¿Qué es esto?” Rugió. “¿Qué me has hecho?”

“Sé mucho sobre los demonios y sus almas,” se rió el Señor Oscuro. “He probado la tuya, y la he mezclado con la mía. Eres mío para hacer contigo lo que desee, bestia, y así será hasta tu muerte final.”

“¡Akuma no es esclavo de ningún hombre! ¡Nunca he conocido la derrota!” La ira del demonio era algo vivo que llenó la sala y pareció hacer temblar hasta los propios cimientos de piedra. “¡Me destruiré a mi mismo antes que doblegarme a tu voluntad!”

“Hazlo si así lo deseas, poderoso Akuma,” se burló Daigotsu, “pero debes saber que si lo haces morirás para siempre. Tu alma no seguirá esta vez.”

El oni se rió. “¡No sabes nada! ¡Soy eterno!”

“Quizás,” dijo Daigotsu, “pero esta tumba es una mezcla de Jigoku y de Ningen-do. He traído completamente tu alma al reino de los mortales. Nada de ti permanece ahora en Jigoku. Tu poder es mucho mayor, pero no tanto como para enfrentarte a mi, y no es tan grande como para que pueda romper la frontera entre los reinos cuando mueras.” Agitó la cabeza. “No, poderoso ser. Ahora eres mortal, igual que yo. Y estarás atado a mi voluntad hasta que muramos todos.”

El chillido de furia del demonio retumbó por el paisaje, acompañado solo por el sonido burlón de la cruel risa de Daigotsu.