Consecuencias

 

por Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Había truenos resonando en la distancia y Kakita Noritoshi se detuvo para escuchar y preguntarse si la tormenta se dirigiría hacia él. Estudió el cielo, buscando algún signo, luego se encogió de hombros y prosiguió. Donde dormiría esta noche dependía de evitar peligros peores que el mojarse, y la oscuridad estaba llegando.

 

           

Bayushi Sunetra suspiró inaudiblemente cuando comenzó a llover. Odiaba que la pillase un aguacero, pero la lluvia era un golpe de suerte para ella – ocultaría los sonidos que haría al acercarse, y ayudaría a cubrir las señales de su marcha. No era que necesitase de la suerte, pero una profesional usaba cada ventaja que la ofrecía cada situación. Se acomodó y esperó su momento.

 

           

Kakita Mai abrió la puerta, deslizándola, y miró al jardín, escuchando el firme repiqueteo de la lluvia sobre las hojas. El sonido le trajo recuerdos de tiempos más felices en su hogar, cuando se recostaba en brazos de su esposo y escuchaba la lluvia caer sobre su jardín, el que habían diseñado juntos. Mai cerró los ojos y murmuró una breve oración a sus ancestros. “Mantente seco, esposo mío,” susurró mientras cerraba la puerta. “Mantente a salvo.”

Las dulces notas de un biwa flotaban en el aire, y Mai se giró y sonrió a su hijo. “Ichiro, creo que ha llegado el momento de que te vayas a la cama.”

El chico levantó la vista de su instrumento y la imploró. “¿No me puedo quedar un rato más? ¿Por favor? ¡Puedo escuchar una canción en mi cabeza, y si no la escribo ahora la olvidaré!”

Mai frunció un poco el ceño. Al principio había temido que los estudios de música de Ichiro se resentirían por el tiempo que debía estar lejos de la Academia, pero el chico continuaba practicando sus instrumentos cada día. También le habían fascinado las simples y toscas canciones de los campesinos que tenían a su alrededor, dejándola con una nueva preocupación sobre la pureza de su estilo cuando regresase a la Academia. Pero Noritoshi disfrutaba tanto con los logros musicales de su hijo; seguro que le haría muy poco daño el que tuviese una pocas y simples canciones que poder mostrar a su padre la próxima vez que se viesen. “Muy bien,” dijo ella. “Sólo un rato mas.”

“¡Gracias, Madre!” Dijo Ichiro, y luego volvió a tocar unas notas. Mai sonrió y se fue a su habitación y se sentó ante su escritorio. Estos días tenía poco que hacer, por lo que empezó a recopilar y a editar sus viejos diarios íntimos, preparándolos para publicarlos. Había muchas formas de influir en las cortes, y un diario ampliamente distribuido podía hacer maravillas.

Había copiado varias páginas cuando se rompió su concentración por un sonido discordante, seguido de silencio. Mai se detuvo, esperando, pero la música no regresó. Frunciendo el ceño dejó su pincel y se dirigió a la habitación principal, preguntándose si el chico había conseguido romper tan pronto otra cuerda. “Ichiro, creía que te había dicho–” Su voz se calló cuando la puerta se abrió completamente y mostró quién estaba allí dentro.

Ichiro estaba sentado donde le había dejado, su tez blanca y mirando fijamente. En el centro de la habitación había una delgada persona completamente vestida con ceñidas ropas negras y totalmente empapadas. Cuando Mai dio dos pasos hacia delante, la figura se giró para mirarla. “Buenas noches, Kakita Mai,” dijo en un tono femenino.

“Lo siento, debe haber algún error,” dijo tranquilamente Mai. “Soy Ashidaka Midori.” Ese era el nombre que ella había dado en este distrito, junto con la historia de que ella era una viuda que había venido aquí a vivir tranquilamente con el dinero que la quedaba mientras criaba a su hijo.

Sunetra se rió. “Una respuesta muy convincente, Mai-san. Alguien más torpe se la hubiese creído completamente. Pero sé quién eres, y no tengo duda alguna.” Cruzó la habitación en varios rápidos pasos, preparándose para agarrar a Mai. La mujer Kakita agarró un brazo de Sunetra y giró sobre sí misma, enviándola trastabillando hacia la pared. Sorprendida por haber caído ante tal movimiento, Sunetra rápidamente se recuperó, giró, y volvió a atacar. Mai había aprovechado para coger el biwa de su hijo y se preparaba para usarlo como una cachiporra. Sunetra cogió el biwa cuando éste caía sobre ella y tiró de él, usando el movimiento de Mai en su contra. Esta no se recuperó tan rápidamente como lo había hecho Sunetra, y chocó contra uno de los pilares de la pared. Antes de que pudiese darse cuenta del dolor, allí estaba Sunetra, girándola y tirándola contra el pilar.

Sunetra sonrió. “Eres un orgullo para tu familia, Kakita Mai. Por lo que tu muerte les dolerá mucho más.” Antes de que la otra mujer pudiese reaccionar ella sacó una de sus dagas y la atravesó el corazón. Mai jadeó y levantó un brazo, y luego se cayó. Sunetra se agachó para sacar la daga y se giró para mirar donde estaba Ichiro. El chico seguía en la habitación, de pie contra la pared de enfrente y mirando fijamente al cuerpo de su madre con incomprensible horror.

“Tu madre está muerta,” dijo Sunetra, dejando caer ante ella la ensangrentada daga. “Asesinada por mí.” Caminó lentamente hacia el chico, dándole tiempo para sentir terror porque ella se le acercaba. Cuando estaba a un metro de él ella se arrodilló, poniéndose a la altura de sus ojos, y levantó otra daga, ésta envainada. “Venga, te daré una oportunidad para vengarla. Será fácil – sólo coge esta daga y hazlo. Un corte en el cuello es todo lo que necesitas hacer.”

Los ojos de Ichiro estaban muy abiertos en su muy pálida cara, e iban sin parar de Sunetra a la daga y de vuelta otra vez. “No p-p-p-puedo,” dijo con voz ronca. “P-p-p-padre dijo.”

“¿No puedes?” Dijo Sunetra, su voz llena de desprecio. “¿A qué están llegando los Grulla, cuando un samurai rehúsa vengar el asesinato de su madre?” Guardó la daga y se inclinó hacia Ichiro, sus azules ojos clavándose en los de él. “Dile a tu padre que has fracasado,” dijo. “Dile-que-fracasaste.” Se levantó, dio la espalda al chico, y se fue.

 

           

No pudo decir por qué, pero Noritoshi supo que algo estaba mal en cuanto pudo ver la casa. Se detuvo, alerta ante el peligro, y luego corrió hacia la puerta. Deteniéndose brevemente para escuchar, deslizó la puerta hacia un lado y entró. “¿Mai? ¿Ichiro?” Ignorando la exquisitez de quitarse las sandalias se dirigió hacia la habitación principal, donde podía sentir una presencia. “¿Mai?” Noritoshi abrió la puerta, deslizándola, y vio a una mujer vestida con colores Dragón arrodillada en el centro de la habitación. Levantó la vista del diario que estaba hojeando y se inclinó. “¿Te puedo servir en algo, Kakita-sama?”

Noritoshi se tensó un poco ante el título; su vestimenta era anodina y no llevaba anagrama que le identificase. ¿Acaso era uno de los agentes de Jimen? “¿Quién eres?” Preguntó. “¿Por qué me has llamado así?”

“Soy Kitsuki Mayako,” dijo ella. “La mujer que aquí residía claramente era una noble Kakita. Kakita Mai era la esposa de Kakita Noritoshi, el daimyo Kakita, y se sabe que Noritoshi es un gran espadachín a pesar de faltarle un ojo. Llamabas a Mai, por lo que deduje que ese era el verdadero nombre de la mujer y que eres Kakita Noritoshi.”

Noritoshi sintió como se le agarrotaba el estómago al darse cuenta que Mayako había usado el verbo en pasado. “Mai….” No pudo terminar la frase.

“La semana pasada, una mujer fue acuchillada en el corazón en esta casa. Como los vecinos identificaron que era la mujer que se había trasladado a vivir aquí el invierno pasado, me temo que ella debía haber sido vuestra esposa.” Mayako apartó la vista de Noritoshi durante un momento, usando ese tiempo para atar el diario con un trozo de cinta y meterlo en la manga de su kimono. “En este momento no sabemos quién ordenó su muerte.”

“¿Y mi hijo?” Preguntó Noritoshi en voz baja. Temía la respuesta, pero lo tenía que saber.

“El chico fue llevado al templo local y está al cuidado del monje que lo atiende. Parece afectado por la experiencia, pero a parte de eso está ileso.”

Noritoshi respiró hondo. “¿Ileso? ¿Estás segura? ¿No había signo alguno de que hubiese sido envenenado?”

“En absoluto, y ha pasado una semana para que cualquier signo hubiese aparecido.” Mayako consideró pensar por qué Noritoshi temía el veneno, pero eso llevaba a la pregunta de por qué la esposa y el hijo del daimyo Kakita habían vivido escondidos, y eso llevaba a aún más preguntas. En vez de ello dijo, “Te puedo llevar ahora hasta él.”

“Sí,” dijo Noritoshi. Cuando la Kitsuki se puso en pie se le ocurrió pensar por qué estaba allí la mujer. “¿Pero por qué estás investigando esto? ¿Por qué no hay magistrados Grulla?”

“Ah, te pido perdón,” dijo Mayako, y sacó un sello de Magistrado Esmeralda de la bolsa de su obi. “Hace unos días pasaba por el distrito cuando escuché hablar de este incidente. Parecía un trabajo para Peonía, por lo que persuadí al magistrado local que me pasase el caso.”

“¿Peonía?”

“Los investigadores de mi familia frecuentemente pueden identificar el trabajo de un asesino por los detalles de su estilo, y por comodidad les asignas nombres. Peonía, como la llamamos, había estado muy activa desde 1155 a 1161, y luego aparentemente murió o se retiró. Pero volvió a actuar el año pasado, lo que es muy inusual.”

Noritoshi dio vueltas a este hecho en su mente, intentando colocárselo a Jimen. “¿No dudas de que sea la misma persona?”

“Ninguna. El estilo de Peonía es muy inconfundible – económico, pero con un don para el drama.”

Fuese cual fuese la importancia de esa información, decidió Noritoshi, podía esperar. “Vayamos ahora a ver a mi hijo.”

 

           

Ichiro estaba sentado en el pequeño jardín del templo, mirando desganadamente al estanque koi. Al escuchar la voz de Noritoshi levantó la vista, y luego se puso en pie de golpe y corrió hacia su padre. Noritoshi cogió a su hijo en brazos y le abrazó con fuerza, sintiendo una vez más cómo le golpeaba el dolor de la muerte de Mai.

“Padre,” dijo Ichiro. Abrazó a su padre con toda la fuerza de sus pequeños brazos. “Padre, fracasé.” Empezó a llorar. “¡P-p-p-pude haberla matado, y no lo hice!”

“¿Qué?” Dijo Noritoshi. “¿De qué estás hablando?”

“La asesina,” dijo sin aliento Ichiro. “Después de matar a Madre me ofreció una daga. ¡La podía haber matado! ¡Debería haberla matado!” Se apartó de su padre y agitó los brazos con frustración. “¡Debía haberlo hecho! ¡Debía!”

Veneno, pensó Noritoshi con un escalofrío. A su hijo le habían dado un veneno demasiado insidioso para que incluso los curanderos más hábiles lo pudiesen detectar, un veneno que pudiese destruirle no solo a él, sino a todos los Kakita. “¡Ichiro!” Dijo, agarrando al chico por el brazo. “¿Qué te dije sobre las hojas?”

“Que nunca puedo desenvainarlas,” dijo Ichiro. “Nací bajo la maldición Kakita, y nunca podré coger una hoja, sea cual sea la razón. ¡Pero ella mató a Madre!” Su voz subió de volumen y tono. “¡Ella mató a mi madre! ¡Debería haberla cogido y matarla!”

Noritoshi le agitó. “No lo harás,” dijo, su único ojo bueno reluciendo.

“Yo–” empezó a decir Ichiro, y Noritoshi le volvió a agarrar.

“No tocarás una hoja.” Durante un momento miró fijamente a los aterrorizados ojos de su hijo, y luego le abrazó. “Ichiro. Estás enfadado con la asesina. Eso es bueno. Pero algún día serás el daimyo Kakita, y serás el responsable de la familia, por el clan, por el Imperio. No puedes pensar solo en ti mismo, o en una persona. Debes comprenderlo.”

“Sí, Padre,” contestó Ichiro. “Pero ella se va a escapar.”

“No, no lo hará,” dijo Noritoshi. “Matar a la esposa de un Kenshinzen no es nada sensato.” Ichiro no contestó, pero Noritoshi sintió como los brazos de su hijo le abrazaban. Se quedaron así hasta que el sonido de un bloque de madera siendo golpeado resonó por el jardín. “Tobei-san nos llama a cenar,” dijo Noritoshi. “Ve a lavarte. En un momento me reuniré contigo.”

Los ojos de Ichiro aún seguían llenos de pena, y por un momento pareció como si se fuese a negar a necesitar cenar. Luego asintió y se fue. Noritoshi cruzó el jardín, dirigiéndose hacia donde Mayako estaba sentada, totalmente absorta en un macizo de lirios. “¿Es costumbre de Peonía quedarse en el área?”

“Poco probable, pero al final eso dependerá del objetivo del que la envió,” dijo Mayako. Estuvo a punto de hacer una pregunta, pero permaneció en silencio.

“Me gustaría que me ayudases a encontrar a la asesina de mi esposa,” dijo Noritoshi.

“Por supuesto,” dijo Mayako.

No lo creo, pensó Sunetra para sí misma. Estaba totalmente tendida en una rama de uno de los árboles más grandes, mirando al cielo por entre las hojas y escuchando la conversación que ocurría debajo de ella. Se había quedado por allí para ver quién recogería al chico, y había reconocido la amenaza que Mayako representaba tan pronto como había aparecido. Pero neutralizarla era muy fácil, lo que significaba que la única cuestión que le quedaba a Sunetra era qué hacerle ahora a Noritoshi. Matar a Noritoshi no era una opción. El sonido de Mayako y Noritoshi quedando para verse mañana por la noche flotó hasta ella. Al menos, pensó, tendría tiempo para estudiar sus posibilidades.

 

           

Mayako frunció el ceño para sí misma e intentó volver a concentrarse en el libro de poesía que tenía entre las manos. Nada del caso tenía sentido, y eso la estaba enfadando. La mujer del daimyo Kakita estaba muerta, asesinada en la casa donde pretendía ser miembro de una familia vasalla de los Kakita. No había tenido guardias, y eso al menos tenía sentido – si Noritoshi hubiese creído que unos guardias mantendrían a salvo a su familia les hubiese dejado en la Academia Kakita, que tenía suficientes guardias, sin hablar de un pequeño ejército de ansiosos espadachines. Por lo que Mai se estaba ocultando. Y había estado haciendo un buen trabajo; Mayako aún no había visto algo donde ella hubiese puesto en peligro su simulación. Contra la mayoría de enemigos probablemente hubiese estado a salvo, pero el que tenía los recursos de contratar a Peonía no era un “enemigo cualquiera”.

Esto llevaba de vuelta a la cuestión de quién había comenzado una disputa con el daimyo Kakita, y por qué Noritoshi le trataba como si fuese una amenaza. ¿Por qué enviar a su familia a ocultarse, cuando simplemente podía retar a la otra parte a un duelo? ¿O ir a Doji Domotai para que le apoyase? ¿O al Campeón Esmeralda? Seguro que no habría nada con lo que Jimen disfrutaría tanto como que su derrotado rival estuviese en deuda con él. Los pensamientos de Mayako se estremecieron al borde de la comprensión y ella tiró de ellos con firmeza y se volvió hacia su poesía. En algunas cosas no había que pensar.

Mayako había leído casi la mitad del libro cuando la molestó una llamada en su puerta. Metiendo el libro en su manga se fue a abrir. Uno de los sirvientes de la posada se inclinó cuando ella abrió la puerta, deslizándola, y la ofreció un porta-pergaminos. “Dragón-sama, esto acaba de llegar para vos,” dijo. Mayako aceptó la caja y regresó a su asiento. Lo abrió y empezó a leerlo. Cuando terminó frunció el ceño y examinó el sello de la caja. Satisfecha con que era genuino releyó el mensaje, lentamente. Cuando acabó se quedó pensativa durante un momento, luego se levantó y cruzó la habitación. Cogió su diario y lo metió en su manga. Fue al pequeño brasero que calentaba su té y cogió la tetera que allí estaba, luego cogió cuidadosamente el brasero y lo llevó al jardín. Una vez allí se arrodilló ante el, sacó un libro de su manga y página a página alimentó las llamas del brasero. Cuando acabó cuidadosamente removió las brasas, y luego llevó el brasero de vuelta a su habitación. Luego se puso las sandalias y gorro y se fue de la posada, preguntándose dónde estaría Noritoshi. Necesitaba moverse deprisa, sabía que la rapidez era la mejor defensa contra el sigilo.

Encontró a Noritoshi en un pequeño prado fuera de la aldea, practicando. Mayako había pensado llamarle cuando estuviese un poco lejos, para evitar cualquier posible accidente, pero él se giró primero y la miró. “Kitsuki-san,” dijo. “No habíamos quedado hasta después; ¿tienes alguna noticia?”

“Algo parecido,” dijo Mayako. “Acabo de recibir un mensaje de mi superior en los Magistrados Esmeraldas, tengo que cesar inmediatamente toda actividad relacionada con la investigación de la muerte de Kakita Mai, destruir mis notas, y partir hacia mi nuevo puesto en Takaikabe Mura.”

El silencio se extendió entre ellos. “Ya veo,” dijo finalmente Noritoshi.

“Pensé que lo haríais,” dijo Mayako. Discretamente agitó el brazo, y un libro cayó al suelo junto a ella. “Como se sabe que sois un hombre honorable, no dudo que quemaréis mi diario después de leerlo.”

No cambió la expresión de Noritoshi, y tampoco miró al libro. “Tienes mi palabra, Kitsuki-san.”

“La palabra de un Grulla es suficiente,” dijo Mayako. Se inclinó. “Que os acompañen las Fortunas, Kakita-sama.”

“Que te acompañen las Fortunas,” dijo Noritoshi, devolviéndole la reverencia. “Y gracias.”

Mayako le respondió con un pequeño asentimiento, luego se giró y se fue. Noritoshi vio como caminaba por el campo y se adentraba en los árboles en sombra que lo rodeaban, y después regresó a sus katas.

 

           

Era extraño que Noritoshi se permitiese el lujo de una hoguera, pero esta noche necesitaba tanto luz como destrucción y el fuego cumplía ambas cosas. Levantó la vista de la última página del diario de Mayako y observó las crepitantes llamas. Necesitaba que Peonía se le acercase; una vez que eso ocurriese la mataría. No tenía la más mínima duda de ello. Pero ella era una criatura de sigilo y sombras, y aunque le había estado siguiendo estos últimos días, no se acercaba lo suficiente como para que él la pudiese atacar. Cansado, se frotó su ojo bueno. ¿Cómo atraer a Peonía? El diario de Mayako dejaba claro que no era la típica persona que cometiese fácilmente un error – todas sus acciones mostraban previsión e inteligencia. ¿Cómo la había descrito la magistrado? Económica. Económica, con un don para el drama.

Noritoshi se quedó inmóvil un instante cuando una idea se alumbró en su mente. Se quedó inmóvil durante un largo instante, y luego sonrió. Tirando el diario al fuego se acostó y empezó a planear.

 

           

La casa estaba exactamente como la recordaba Sunetra, excepto por un cambio: en la habitación donde ella había asesinado a Mai ahora había un pequeño altar funerario. “Con que eso era lo que estabas haciendo hoy en el mercado, Noritoshi,” murmuró para sí misma. “¿No es conmovedor? ¿La dirás que la amabas? ¿La pedirás consejo? ¿La rogarás que te perdone?” Miró el altar, pensativa, y luego sonrió. Aquí había una oportunidad. Rápida y silenciosamente caminó hacia la puerta que daba a la galería del jardín. Deslizando la puerta detrás de ella para cerrarla se subió al alero y esperó.

La noche caía y los insectos del jardín estaban comenzando su coro nocturno cuando Noritoshi regresó a la casa. Dirigiéndose a la habitación principal, encendió una lámpara y se arrodilló ante el altar. Encendió un palito de incienso, apartó de su mente cualquier pensamiento, y esperó.

Sunetra cuidadosamente asomó su cabeza por el alero, observó la silueta que Noritoshi proyectaba contra la pared de papel, y sonrió. Estaba arrodillado con su ojo ciego hacia el jardín. Se bajó lentamente, no haciendo un ruido mayor que el latir de su corazón, y se puso junto a la pared. “La sacaste de una vida muy confortable y la dejaste aquí para que muriese sola. ¿De verdad crees que ella ahora te escuchará?”

Noritoshi levantó lentamente la cabeza, no dejando que ella perturbase su profunda calma. “Un samurai nunca está solo. Pero supongo que tú no sabrás nada de eso.”

“Ya lo había oído antes,” dijo Sunetra. “He matado los suficientes samuráis como para poner en duda ese trozo en especial de sabiduría.” Había algo de riesgo al estar tan cerca de Noritoshi, pero para ver donde ella estaba él debería girarse para que su ojo bueno la viese, lo que la daría tiempo suficiente como para responder.

“Sin duda.” Noritoshi se concentró en el humo que se elevaba del incienso. Sus oídos le decían que ella estaba en la galería, al otro lado de la pared, pero nada más que eso. Se hundió más en sí mismo. “Te voy a matar.”

Sunetra no se rió, pero la risa apareció en su voz. “¿Alguna vez ha cogido un mono el reflejo de la luna?”

“Eres lista,” dijo Noritoshi. “Pero ya te tengo”. Moviéndose en un arco continuo desenvainó su katana y se lanzó hacia la pared, cuerpo y espada totalmente extendidos. La última cuarta de su katana atravesó el papel y continuó hacia la carne que había detrás.

Sunetra cayó hacia atrás, fuera de la galería y hasta el jardín. Se quedó allí tumbada, aturdida, su mente intentando comprender lo que habían visto sus ojos. Un olor familiar llenó el aire a su alrededor, y automáticamente lo identificó como el de una herida en el estómago. Antes de que pudiese reaccionar ante eso, la pared explotó hacia fuera y Noritoshi volvía a lanzarse hacia ella, la espada en alto. El fluido arco de su trayectoria descendente fue la última cosa que vio.

Noritoshi se quedó inmóvil durante un momento, esperando. Las notas de Mayako no habían mencionado a un compañero, pero nunca se sabía. Cuando se quedó convencido de que estaba solo sacó un papel y cuidadosamente limpió su espada. Estudió a su oponente durante un momento, sin que le sorprendiese su cara. “Eras lista – pero yo no necesito verte para saber dónde estás,” dijo. Luego se inclinó ante el cadáver. “Un Unicornio me dijo una vez que los Señores de la Muerte son justos. No puedo decir lo que espero que esté en lo cierto.”

Caminó de vuelta a la casa y apagó de un soplido la lámpara. Sacando una peonía de origami, la dejó en el altar. Se fue de la casa por donde había venido y se dirigió hacia el camino principal que salía de la aldea, caminando rápida y firmemente. Tenía mucho que caminar esta noche, y la oscuridad se acercaba.