Debajo de la Ciudad, Parte 2

 

por Brian Yoon

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

No hace mucho tiempo…

 

Se acercó con decisión al centro del círculo inscrito en el suelo del edificio. Los signos apenas eran necesarios para lo que tenía que hacer, pero Daigotsu Gahseng sintió alivio por la sensación de familiaridad que le causaba la ceremonia. Era inmenso el doloroso esfuerzo y la concentración requerida para usar la conexión en lo profundo de su mente y cada trozo de ceremonia le ayudaba a concentrar su ser. Se sentó con las piernas cruzadas, cerró los ojos y empezó a alejarse del mundo hacia un inmenso vacío negro. Se arrastró por su piel como si fuese algo vivo; era una sensación familiar, pero nunca agradable. En pocos momentos ya no estaba en una sucia habitación alquilada en la Ciudad de las Mentiras. En su mente volvía a estar en las grandes salas de los Dedos de Hueso, rodeado de los adornos de su gente.

La proyección mental de Gahseng se arrodilló e inclinó su cabeza, esperando la estruendosa voz que resonase por su mente. No había signo alguno que el ritual hubiese tenido éxito, pero esperaba pacientemente su oportunidad. Sabía que cuando llegase el momento se escucharía su voz. No comprendía como funcionaba la conexión, solo que la ayudaba algún tipo de magia khadi, pero sabía lo suficiente como para completar su misión.

Treinta minutos de completa concentración pasaron antes de que una presencia familiar llenase su mente.

“Mi señor,” pensó Gahseng, e inconscientemente murmuró las palabras. Sus compañeros retrocedieron a la otra habitación, porque sabían que no debían escuchar esa conversación.

“¿Qué has descubierto, Gahseng?” Preguntó Daigotsu sin preámbulo alguno.

“Como ordenasteis, mi señor, seguimos al problema hasta su fuente. Como bien sabéis, los zombis de la plaga tienen extrañas características que incluso los queridos Chuda aún no han descifrado, y no parecen responder en la forma que se esperaría de los no-muertos que os son familiares. En vez de eso, parecen sacar su poder de otro poder.”

Gahseng se detuvo para esperar una respuesta de su señor. Cuando no hubo, rápidamente se adelantó. “Vuestras sospechas eran ciertas, Daigotsu-sama. Los zombis de la plaga parecen no tener mente a primera vista, pero hemos descubierto la asquerosa cabeza pensante que hay detrás de los movimientos de las criaturas. Está aquí, en el corazón de Ryoko Owari.”

“¿Qué tipo de criatura puede crear zombis que no pueden ser atadas a la voluntad de mis nigromantes?” Preguntó Daigotsu.

“Es el Señor de los Ghul, Daigotsu-sama,” contestó Gahseng. Se dio prisa por terminar su informe antes que calase la importancia de sus palabras. “Está aquí en la ciudad, y le ayuda la propia Hija de Ébano. Hemos visto a ambos, y su implicación es inequívoca.”

“¿El Señor de los Ghul?” Repitió Daigotsu. “¿Estás seguro?”

Gahseng bajó la cabeza. “Si, mi señor. Hemos seguido a ambos a un edificio en el corazón del Barrio de Curtidores. Aún no hemos podido entrar en el.”

“El Señor de los Ghul me aseguró amistad a cambio de nuestra misericordia, pero ha demostrado ser un enemigo de los Araña,” dijo Daigotsu en voz baja. “¿Cómo se ha atrevido a mentirme? ¿Cómo se atreve a ponerse en contra mía?”

“Estoy listo para que me deis órdenes, Daigotsu-sama,” dijo Gahseng. “Permitidme que actúe como vuestro avatar de venganza sobre aquellos que levantan vuestra ira.”

La conexión se quedó en silencio durante un largo instante, y Gahseng se preguntó si había sobrepasado sus límites. Luego sintió como su señor le prestaba toda su atención, y sintió la enormidad de su ira mientras recorría por la negritud que el ritual mantenía gracias al poder del Señor Oscuro. Un hilo de sangre surgió de la nariz de Gahseng. “¿Eres suficientemente guerrero cómo para ocuparte tú solo de una amenaza así? No quiero que esa bestia huya al Imperio y escape de mi ira.”

“Hay… otros, mi señor,” dijo Gahseng frunciendo el ceño. “Samuráis de los Grandes Clanes. Llegarán pronto. Planeo reclutarlos para que me ayuden en mi tarea. Ellos serán el cebo, pero la espada será la mía, ejecutando vuestra voluntad.”

“¿Quiénes son estos otros?” Preguntó Daigotsu.

“Yo… yo no lo sé,” admitió Gahseng. “Experimenté una… una visión. Fue una bendición de Fu Leng, creo. Me ha mostrado el camino.”

“De verdad,” musitó Daigotsu, y por un momento pareció que su ira disminuía algo. “Interesante.”

“¿Cuál es vuestro deseo, mi señor?”

“Mata al traidor,” ordenó Daigotsu, su voz furiosa, su ira recuperada. “Muéstrale las consecuencias de la traición.”

La fuerza de la voluntad de su señor dejó inconsciente a Gahseng durante horas.

 

 

Ahora…

 

Estaban a un lado de la calle, viendo como carromatos y trabajadores pasaban por allí. El grupo era digno de ver. No se solía ver a samuráis en el corazón del Barrio de Curtidores, y aún menos eran vistos por allí sin nada que hacer, ociosos.

“¿Un ataque frontal? Debes estar loco,” escupió Kakita Hideo. Yoritomo Saburo miró con ira al Grulla, pero el duelista pareció no hacer caso al aviso.

“Loco no, solo decidido,” le corrigió Gahseng. “¿Estás tan inseguro de tus habilidades que te meterías por una entrada lateral indefensa como si fueses un ladrón?”

“Nos has convencido que este edificio alberga una amenaza que podría destrozar a Rokugan,” dijo Mirumoto Ichizo. Señaló al vulgar edificio de madera que estaba al otro lado de la calle. “Deberíamos tomar en serio tal amenaza, y no nos beneficia un ataque frontal a un enemigo superior.”

“No estoy acostumbrado a planear un ataque a un edificio de mercaderes en el corazón de una ciudad,” dijo en voz baja Akodo Shunori, “pero veo pocas entradas. Quizás no tendremos elección.”

“Debo estar de acuerdo con el ronin,” dijo Utaku Kohana. La Unicornio parecía algo incómoda con la situación, pero Saburo no sabía por qué. “No sirve para nada dilatar lo inevitable,” continuó ella. “El edificio es pequeño, y cualquier guardia que estén esperando un ataque podrán vigilar toda la planta con muy pocos pasos. Cualquier sorpresa que obtengamos solo será una ventaja durante un periodo muy corto de tiempo.”

“Eso es exactamente lo que quiero decir,” dijo Gahseng. “Cuanto más esperemos, más podrán supurar y diseminar su veneno por la tierra. El esperar solo nos daña sin darnos nada a cambio. Debemos ir ahora.”

Hideo agitó la cabeza. “Hemos esperado todo un día sin ir alocadamente al corazón de la batalla. Dudo que cinco minutos marque una diferencia.”

“Si tienes tanto miedo de enfrentarte a criaturas de las Tierras Sombrías, quizás deberías quedarte con los otros y protegerles de tus enemigos,” dijo Hiruma Akio.

Hideo miró enfadado a la exploradora Cangrejo, a quien no la importó eso. Saburo notó que el ronin Gahseng miraba también intensamente a la Hiruma.

“¿Qué te hace creer que nos enfrentamos a criaturas de las Tierras Sombrías?” Preguntó Gahseng.

Akio se encogió de hombros. “Dices que no estás seguro de lo que hay ahí dentro, solo que es la respuesta a la plaga que ha corrompido nuestras tierras. ¿Qué otra cosa puede ser que la Mancha de las Tierras Sombrías? No tengo mucho jade aquí – la escasez hace que todo excedente se quede en el frente para combatir a los Destructores – pero lo poco que tengo nos ayudará mucho si mis sospechas son ciertas.”

“Cuando un cangrejo lleva un tetsubo, cada problema parece un clavo,” añadió Hideo con una mueca. “Tenéis pocas soluciones, pero las aplicáis con gran vigor y placer a cualquier cosa que haya en vuestro camino.”

“Basta,” dijo Saburo. “Gahseng, procederemos con tu plan. Lidera el camino.”

Gahseng asintió y cruzó la calle sin mirar atrás para ver si el resto del grupo le seguía. Su compañero, el ronin Setsuko, le siguió un paso por detrás. Saburo y el resto de sus amigos iban más atrás. Saburo sabía que no había forma de ocultar a tantos samuráis entrando en un edificio, pero esperaba evitar ser detectado solo un poco más. Esperaba ser dignos de la tarea que iban a llevar a cabo.

Nadie les detuvo al cruzar la calle y al llegar ante el edificio. Gahseng abrió la puerta y entró, y el resto le siguió rápidamente. Miró el gran y abierto patio sospechando algo. Nada parecía estar fuera de lugar; incluso las plantas parecían tener buena salud.

El sonido de un crujido hizo girar sus ojos hacia el edificio interior, y de su interior apareció un viejo corpulento. “Samurai-sama,” dijo. Se puso de rodillas y se inclinó profundamente. “No sabía que hoy iba a recibir clientes, mis señores.”

“No somos clientes, solo visitantes,” contestó Saburo. “Dime, ¿qué negocios hay en estos edificios?”

El hombre parecía estar nervioso de siquiera hablar del asunto con los samuráis. “Curtimos cuero en tiras útiles, mis señores,” contestó. La voz era algo apagada, ya que aún no había levantado la cabeza del suelo. “Este trabajo no merece vuestra atención, pero debe hacerse para servir al Orden Celestial.”

Saburo podía sentir a los demás moverse nerviosamente en incómodo silencio. La verdad es que no podía culparles. Él también se sentía algo así, como si estuviesen hablando de temas profundamente sucios, de los que un samurai nunca debería ocuparse. Pero la parte de su mente que sospechaba algo le hizo preguntarse si sus enemigos contarían con ese sentimiento para que actuase como otra capa de ocultación.

“¿No hay nada más aquí?” Continuó Gahseng en medio del silencio. Saburo notó que los dos ronin no parecían sentirse incómodos por lo que les rodeaba.

“Solo nuestro trabajo, mi señor,” dijo el viejo.

“¿Nada más?” Se hizo eco Saburo. “Este es un edificio grande, pero el olor no parece ser demasiado fuerte. ¿Qué más hacéis en el resto del edificio?”

“Mi señor…” empezó a decir el hombre.

Gahseng se adelantó y puso una mano sobre la empuñadura de su espada. La hoja brilló en el delgado rayo de luz que se reflejaba en una ventana cercana durante un breve instante y la cabeza del eta rodó de sus hombros. El ronin tranquilamente sacudió la sangre de su hoja y la volvió a envainar.

“El mentiroso no merece simpatía alguna,” dijo Gahseng. “Malgastaba nuestro tiempo y necesitamos movernos rápido. Podemos encontrar el cáncer y arrancarlo sin la ayuda de este hombre.”

Saburo frunció el ceño pero no dijo nada. “Nos moveremos en grupo,” dijo. “No sabemos que nos espera en este lugar, por lo que lo mejor es que permanezcamos juntos.”

“Eso llevará más tiempo,” gruñó Gahseng. “Deberíamos separarnos y luego reunirnos con aquel que encuentre primero el horror. Setsuko y yo podemos—”

“Tu pediste nuestra ayuda,” dijo rápidamente Saburo. “Sois libres para deambular por donde queráis, pero el resto de nosotros permaneceremos en grupo. No nos has dicho quien defendería este lugar, y mucho menos a que nos enfrentamos exactamente, solo que sospechas algún tipo de culto. ¿Esperas qué vayamos alocadamente a combatir sin considerar lo que puede ocurrir?”

Gahseng accedió y se unió a ellos, igual que Setsuko. Saburo lideró a los hombres a través del edificio con cautela, mientras buscaban trampas, signos de maho o rituales, o incluso de otros humanos. No pudieron encontrar nada. Parecía como si el edificio fuera justo lo que había dicho el eta que era – un lugar para curtir pieles. Habían encontrado muchos cubos de sal y pieles de animales y nada que pareciese sospechoso.

Finalmente, Saburo se detuvo y señaló con el dedo a Gahseng. “Aquí no hay nada, Gahseng. ¿Dónde está esta amenaza, este cáncer?”

Gahseng no contestó y cerró los ojos. Saburo no estaba seguro, pero durante un breve instante le pareció como si las manos del ronin brillaron de negro. Parpadeó y la imagen había desaparecido. Ninguno de los demás pareció notar la anomalía, aunque todos miraban a Gahseng. Saburo lo desechó como un reflejo del sol.

“Daremos una pasada más por el edificio,” dijo Gahseng. “Debe haber algo en la planta baja que lleve a pasadizos secretos. Estoy seguro. Seguidme.”

El ronin se movió rápido, una vez más sin esperar respuesta. Les llevó dando vueltas por todo el edificio, sin tener éxito. No parecía nada molesto por los fracasos e hizo que siguieran moviéndose. Finalmente, se giró y se dirigió a ellos ante la última habitación.

“Este es el lugar más lógico para ocultar una entrada secreta,” dijo. “¿Qué samurai en su sano juicio querría buscar entre cubos de piel de animal sin limpiar para buscar algo que puede no existir?”

“Tu discurso es horrible para inspirar confianza,” dijo Shunori.

Gahseng agitó la cabeza. “Te prometo que aquí está la puerta. Necesitamos mover… veinte cubos para despejarla.”

“No,” dijo secamente Hideo. Shunori no dijo nada, pero parecía que estaba de acuerdo con el Kakita.

Sin dudarlo, Setsuko entró en la habitación y luego salió, un cubo en cada mano. Gahseng la siguió en el siguiente viaje mientras que el resto de samuráis dudaba. Saburo y Akio les siguieron en el tercer viaje, y a regañadientes, el resto les imitó.

Trabajando juntos, le llevó al grupo cinco minutos despejar la habitación y encontrar una trampilla perfectamente oculta, que daba a los sótanos del edificio.

“Perfecto,” dijo Gahseng.

 

 

Se adentraron en el sótano y entraron en Jigoku.

El sentido de estar en un lugar extraño fue claro desde el momento en que entraron. El aire estaba extrañamente caliente. El olor a cobre flotaba en el aire, dejándolo pegadizo e incómodo. Cada pulgada de las paredes estaba cubierto de indescifrables garabatos en una escritura misteriosa. Alguien – o algo – había manchado con un viscoso fluido negro algunas paredes y cajas. No era sangre y nadie estaba dispuesto a tocarlo para discernir exactamente lo que era. Extrañas calderas de hierro llenas de sangre e intestinos pudriéndose llenaban el sótano. De algunas de las cajas cayeron tazas y estatuas gaijin al suelo al tocarlas. Gran parte de las tazas parecían estar manchadas de sangre.

Se movieron lentamente por entre el laberinto de cajas y calderas, los sentidos alerta por los peligros que les rodeaba. Nadie habló. Los horrores que les rodeaban eran abrumadores, y para si mismos se preguntaban como derrotarían lo que había en el corazón de esta diabólica guarida. Pero continuaron entrando en el sótano sin encontrarse con nadie. Saburo levantó un dedo y señaló cuando escuchó un tenue murmullo proveniente de abajo. Había otras escaleras que llevaban más abajo.

Bajaron al segundo sótano y descubrieron una pesadilla.

Los horrores sugeridos en el primer sótano eran abiertamente expuestos en la segunda sala. Cadáveres humanos colgaban de las paredes. Chorros de sangre se encharcaban bajo ellos, surgidos de múltiples heridas. Una mujer estaba en el centro de la sala, dando la espalda a las escaleras, con los brazos extendidos hacia arriba. Su largo pelo negro caía por su espalda, pero el pelo no conseguía cubrir las incontables heridas que cruzaban su piel. Se dio la vuelta y les miró.

“Nos han descubierto,” dijo la mujer. “Señor de los Ghul, destruye a estos intrusos para que podamos regresar a nuestras tareas.”

La figura que estaba detrás de ella se movió y se levantó – y se levantó y se levantó. Los ojos de Saburo se abrieron de par en par cuando la cosa con forma humanoide se giró hacia ellos. La criatura era gigante; su cabeza casi rozaba el alto techo del sótano, y sus brazos eran casi el doble de largo que los suyos. Sus músculos parecieron flexionarse justo debajo de la enfermiza piel amarilla de la criatura. Cosas parecían moverse también bajo la piel, y la carne parecía temblar a su paso. Se adelantó y se puso entre los Rokuganís y la mujer. La criatura era tan grande que Saburo ya no pudo ver a la extraña mujer que estaba detrás de la criatura.

“Gustosamente,” dijo la criatura con una voz gravemente acentuada, y cogió un martillo de guerra que parecía adecuado para un ogro.

“Eres el responsable de la plaga que asola nuestras tierras,” gritó Gahseng.

“Lo soy,” dijo el Señor de los Ghul. Una sonrisa cruzó su cara. “¡Y acabo de completar un ritual que pondrá de rodillas a este Imperio!”

“¡Morirás antes de que puedas extender más tu asquerosidad!” Dijo Hideo, su mano firmemente sobre su katana.

“No eres capaz de esa tarea,” contestó el Señor de los Ghul. Movió con gran fuerza su martillo hacia Saburo, y la batalla empezó.

 

 

La mujer retrocedió a un rincón de la habitación. Saburo no quería permitir que se escapase, pero su atención estaba firmemente sobre la amenazadora forma del Señor de los Ghul. Cuando giraba con su martillo, podía alcanzar casi toda la habitación. El grupo se diseminó a los rincones para evitar el golpe. Kohana se puso de puntillas y se lanzó al Señor de los Ghul. Su katana relució al salir y le golpeó directamente en su centro. Un corte surgió en su amplio pecho, la carne apartándose. Él devolvió el golpe, girando el martillo con la fuerza de todo su cuerpo tras el golpe. Lanzó a Kohana al otro lado de la habitación, y ella aterrizó contra la pared con un asqueroso sonido.

Ichizo se acercó después con la ligereza de una mariposa. Bailó de izquierda a derecha mientras el Señor de los Ghul fallaba sus golpes. Mantuvo sus espadas ante él en posición defensiva, pero sabía que no sobreviviría a un solo golpe del gigante. Se movía de izquierda a derecha pero no podía adentrarse en el peligrosa zona personal de la criatura.

El Mirumoto mantuvo la atención de la criatura, y Gahseng vio su oportunidad. Agarró la katana con ambas manos y dio un saltó. Aterrizó en la espalda de la criatura y la enterró toda su espada en ella. La criatura se convulsionó, moviendo el martillo a un lado y a otro. Sorprendido por el repentino gesto, Ichizo recibió el golpe en la cara. El sonido de lo que podría haber sido huesos al romperse resonó por el sótano y el Dragón cayó. Gahseng luchó por agarrarse.

El Señor de los Ghul movió los brazos hacia atrás. Sus largas garras se hundieron en el cuello de Gahseng y le apartó de él. La criatura levantó al ronin ante él y clavó su otra mano en el fondo del pecho de Gahseng. Este tomó aire y escupió sangre a la cara del Señor de los Ghul. Este se rió y enterró aún más su mano.

“¡Ahora!” Gritó Saburo y el resto de guerreros atacó. Akio golpeó bajo, su tetsubo sostenido fuertemente con dos manos. Ella golpeó la rodilla de la criatura, haciendo que se inclinase hacia el suelo. Saburo golpeó con ambas kama el hombro del Señor de los Ghul y separó su brazo de su cuerpo. Gahseng cayó al suelo, dejando el cuerpo listo para ser atacado. Hideo se adelantó, su cara serena. Su brazo se movió más rápido que el rayo.

La cabeza del Señor de los Ghul cayó al suelo.

 

 

Una onda expansiva de pura energía golpeó la habitación. Un agudo chillido resonó por la habitación y continuó aumentando. Espadas cayeron al suelo al taparse los oídos y caer de rodillas cada samurai que había en la habitación. Hiruma Akio permaneció de pie, sujetando su tetsubo con ambas manos. Un pequeño reguero de sangre surgió de su labio, pero su mirada era firme – y estaba fija en el arrugado cuerpo de su oponente.

El sonido solo aumentaba, pero la onda expansiva inicial estaba empezando a morir. Ichizo se puso lentamente en pie y agarró su katana. Tropezó repetidamente y amenazaba con volverse a caer, pero entonces Shunori estuvo allí para ayudarle.

“¡Levantad, levantad, levantad!” Gritó Akio con fuerza por encima del sonido. Los otros miraron en su dirección e inmediatamente se quitaron de golpe las distracciones que desviaban su atención. El cadáver del Señor de los Ghul temblaba y se movía nerviosamente mientras yacía en el suelo. Ante sus ojos el separado brazo se acercaba lentamente al torso de la criatura. De repente, los ojos del Señor de los Ghul se abrieron y se fijaron en el herido grupo que estaba ante ellos.

“Imposible,” tartamudeó Kohana. “¡Los no-muertos son destruidos cuando se separa su cabeza del cuerpo! ¿Se puede matar a esta cosa?” Se levantó, una mano contra su sangrante pecho. Sus ojos estaban llorosos por el dolor, pero se puso en pie. Presionó una mano contra su sangrante pecho, poniendo una mueca de dolor al tocar la herida.

“Puede que tengas razón, Unicornio, pero eso no importa. Los Cangrejo solo tenemos una forma de tratar las improbabilidades.” Dijo Akio. Entrecerró los ojos y agarró con más fuerza su tetsubo.

De repente, el chillido terminó, y el repentino silencio les pareció tan sorprendente como el inhumano aullido. La profunda voz del Señor de los Ghul volvió a hablar, y en los estrechos confines del sótano pareció envolverles a todos.

“Llegáis tarde, niños,” dijo la voz en tono forzado. “Solo habéis liberado un peligro mayor al corazón de vuestro precioso imperio. Mi muerte traerá un torrente de poder que pervertirá cada criatura dentro de—”

Un kama voló por el aire y dividió en dos la cabeza de la criatura, interrumpiendo el discurso de la oscura cosa. Los ojos en el cráneo se cerraron, la voz se acalló, y un instante después el infernal chillido volvió a empezar.

“Abandonar ahora el edificio,” gritó Gahseng sobre el ruido y señaló a las escaleras. “¡Corred! ¡Le mantendré a raya mientras hacéis que el edificio arda hasta sus cimientos!”

“Deberías venir con nosotros,” protestó Shunori. “Es aún solo un cadáver, diga lo que diga, y todos podemos ponernos a salvo antes de destruir a esta criatura.”

“¿Es qué no puedes escuchar? No hemos detenido a la criatura, solo la hemos retrasado,” dijo Gahseng. Dudó durante un largo momento y luego continuó. “Mis heridas son demasiado severas… temo que la pestilencia del Señor de los Ghul han corrompido mi ser con sus ataques. Yo… yo preferiría quedarme aquí, donde puedo ser de alguna utilidad. Quemad el edificio sin dudarlo y acabar con la amenaza que es esta criatura para el imperio.”

“Tiene razón,” dijo Saburo. Asintió al ronin. “Siempre recordaré tu sacrificio, ronin. En este día has demostrado tu valía.” Señaló a las escaleras, y los demás empezaron a correr hacia la salida. Saburo levantó la forma semi-inconsciente y se la echó al hombro mientras que Shunori fue a ayudar a Kohana. Se detuvo y se giró para mirar a los compañeros del ronin, que no se habían ido con el resto del grupo. Setsuko se acercó al caído ronin. Se inclinó sobre Gahseng, una expresión de preocupación en su cara.

“Gahseng-” empezó a decir.

“Ve con ellos, Setsuko,” contestó él. Se miraron a los ojos. Ninguno parecía querer apartar la mirada. De repente ella agarró con su mano el mentón de Gahseng y le enderezó. Le besó con fiereza, apretando sus labios contras los suyos. Saburo miró hacia otro lado mientras continuaban, no queriendo romper su momento de privacidad. Finalmente, ella se apartó, una incierta sonrisa en su cara, y corrió hacia las escaleras.

“Esto no se olvidará, te lo prometo,” dijo Saburo. Gahseng asintió y el Mantis desapareció hacia los pisos superiores.

Gahseng esperó hasta que las pisadas de Saburo ya no resonasen más en las planchas de madera que había sobre él antes de moverse. Rechinó los dientes y arrancó la espada de obsidiana de su hombro de un rápido tirón. Puso un gesto de dolor y limpió la hoja de su propia sangre. Su sangre ya estaba empezando a coagularse y ennegrecerse en el aire. Lentamente se puso en pie y trastabilló hasta el caído cuerpo del Señor de los Ghul. Su andar mejoró a cada paso que daba, al correr por su cuerpo el poder de las Tierras Sombrías.

“Es afortunado que mis nuevos aliados son sean tan observadores,” le dijo Gahseng al cadáver. “El ver mi sangre hubiese hecho que estos estúpidos moralistas hubiesen clamado al cielo, y eso te podría haber dado la oportunidad de escapar de tu destino.”

Giró la espada de obsidiana en un amplio arco a su alrededor, como si estuviese dibujando un cuadro a su alrededor. El cuerpo del Señor de los Ghul había empezado a reformarse. Trozos de músculos y negro y viscoso fluido se habían extendido por entre el espacio entre los brazos cercenados, curando levemente el corte. El cuello se curó completamente y la carne expulsó el kama de su frente. Solo era cuestión de tiempo el que volviese a cobrar conciencia el Señor de los Ghul. Gahseng se arrodilló sobre una rodilla junto al cadáver del Señor de los Ghul. Quedaba poco tiempo, pero esperó pacientemente hasta que el Señor de los Ghul abriese los ojos.

Los ojos de la criatura se abrieron con la misma brusquedad que antes. Gahseng sonrió. El Señor de los Ghul inmediatamente empezó a ponerse en pie, pero Gahseng estaba preparado. Con un rápido gesto giró la espada de obsidiana que tenía en la mano para que apuntase hacia abajo y la enterró en el pecho de la criatura con todas sus fuerzas. Volvió a gritar.

“¿Ves esto, enemigo?” Preguntó Gahseng. Sacó una daga gaijin incrustada de joyas de su kimono y la puso ante la cara de su víctima. “Daigotsu-sama sacrificó mucho para asegurarse que esto llegase a tiempo para que yo pudiese destruirte para siempre. Me han dicho que va a pudrir cada pulgada de tu carne, haciendo que sea imposible de recuperar. La muerte es una misericordia para ti,” continuó Gahseng. “Por traicionar a mi señor, te mereces algo peor. Quizás debería dejarte a los Escorpión, ¿pero por qué denegarme el placer de tu muerte?”

El Señor de los Ghul aún no había terminado con sus burlas, a pesar de la situación. “¡Tu señor es una reliquia antigua! Será aplastado por nuestras botas, igual que el resto de tu lamentable raza.”

“¡Lo podéis intentar!” Rugió Gahseng. Clavó la daga en la frente del Señor de los Ghul. Retiró su mano y repitió el gesto. Apuñaló con imprudente despreocupación, diseminando sangre, sesos, y trozos de hueso a su alrededor.

Gahseng no supo cuanto tiempo había pasado cuando volvió en si. La cabeza del creador de los zombis no era otra cosa que una masa roja. No parecía estar regenerándose. Respirando pesadamente, Gahseng asintió y empezó a mirar a su alrededor.

Por algún lado, la Hija de Ébano había escapado, y tenía poco tiempo para intentar buscar su rastro antes de que desapareciese por completo.

 

 

Saburo se encaramó a la planta baja y salió por la puerta principal, donde vio a siete samuráis Escorpión armados que blandían sus armas. Sus compañeros estaban a un lado de la calle, aparentemente incómodos y heridos mientras les vigilaban las tropas Escorpión. El hombre que estaba más cerca del edificio – un magistrado con una máscara que representaba una calavera – le hizo un gesto para que se acercase.

“Ríndete sin problemas y no te haremos daño,” dijo el hombre en tono tranquilo.

Saburo frunció el ceño. “¿Por qué razón me detendríais, magistrado?”

“¿Quién eres y qué haces en mi ciudad?” Continuó el hombre.

“Hemos descubierto un gran mal en ese edificio,” dijo Saburo. “¡Debemos actuar inmediatamente! No le hemos destruido, solo impedido que lance su diabólico plan. ¡Debéis continuar lo que nosotros no pudimos acabar!”

El magistrado frunció el ceño. “Como juez, todos los días veo a mentirosos,” dijo. “Tu, por otro lado, no estás mintiendo. Me pregunto si tus locas historias tienen algo de verdad en ellas, o si has perdido completamente el sentido y te crees tus propias fantasías.”

“¿Envío a unos hombres al edificio para que investiguen lo que dicen, Sihaken-sama?” Preguntó su ayudante.

“¡No!” Interrumpió rápidamente Saburo. “La bestia sigue viva, y probablemente devore las almas de todo aquel que se adentre en su guarida. No tenéis por qué creer lo que digo, ¡pero no desechéis las vidas de vuestros hombres solo por fastidiarme!” El Mantis dio un pequeño paso hacia el magistrado sin importarle los rápidos movimientos de los guardias Escorpión que le rodeaban. “Confiad en mi, Sihaken-sama, no debéis subestimar el peligro de este edificio. Están en juego las vidas de todos los que viven en el Imperio.”

Sihaken giró su cabeza y observó los numerosos golpes y heridas que el grupo había recibido en combate. Tomó una rápida decisión. “Un ataque a los espíritus nunca se puede tomar a la ligera. Yoshihara, llama a los bomberos, cierra las entradas al barrio y ponte en contacto con los Soshi. Nos aseguraremos que esta criatura nunca vea como se realizan sus malignos planes.”

Pareció como si los guardias hubiesen estado esperando la orden al coger antorchas de un alijo cercano. Se acercaron con cautela al edificio y lentamente se pusieron a trabajar. Controlar un incendio en una ciudad era algo que habitualmente se consideraba una tarea imposible, pero los Escorpión parecieron no dudar en empezar un incendio en su propia ciudad.

Muy pronto, la guarida del Señor de los Ghul estaba ardiendo hasta sus cimientos. Saburo observó como moría el edificio, sus ojos fijos en el incluso cuando fue conducido lejos de la zona. El Barrio de Curtidores se volvió un infierno bajo la atenta mirada de los Escorpión. Las llamas bailaron y crecieron mientras arrasaban todo lo que había en su camino. El olor a carne quemada rápidamente llenó el aire, superando incluso el empalagoso hedor del Barrio de Curtidores.

La visión de la ciudad ardiendo se pudo ver desde kilómetros de distancia, un vibrante recordatorio de los peligros que aún estaban al acecho en el corazón del Imperio.