Desatado, Parte 1

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Hida Kaihei arrancó su arma de la prisión de hierro que la sostenía, liberándola solo tras un momento de tremenda insistencia. Miró a lo largo de su hoja y puso un gesto de dolor. Era un bisento que él había modificado, acortando el mango y ensanchando la hoja. Hasta ahora había servido bastante bien contra los Destructores, pero estaba mostrando claros signos de tensión. Pensó en llevarla a los Kaiu, pero los pobres herreros estaban completamente exhaustos por la constante avalancha de reparar armas ya en existencia y de crear nuevas. No deseaba contribuir a esa situación, y decidió corregir el problema él solo. Ya la había modificado antes, por lo que era adecuado.

“Vuelven a retroceder,” dijo una cansada voz por encima de su hombro. “¿Por qué?”

Kaihei miró a la mujer Unicornio que desmontaba y frotaba la ijada del caballo. “Mi tío solía decirme que cuando alguien te da una comida gratis, no estés mucho tiempo preguntándote sobre la calidad de los ingredientes.”

Utaku Jisoo le miró enfadada. “¿Qué se supone que significa eso?”

“Gran parte del tiempo era difícil saber lo que quería decir mi tío,” admitió Kaihei. “Después de todo, era un Yasuki. Pero en este caso, creo que quería decir que cuando te regalan algo deberías estar agradecido y no preguntar demasiadas preguntas incómodas.” Movió la cabeza para indicar el campo de batalla que tenía detrás de él. “Sé más parecido a ese y disfrútalo, ¿eh?”

Jisoo miró detrás de Kaihei y vio un solitario samurai León limpiando la mugre de sus armas y armaduras con un sucio trozo de tela. El blanco maquillaje que antes había cubierto la cara del hombre había casi desaparecido, borrado por el sudor y los esfuerzos de horas de lucha. Una vez que su equipo estaba satisfactoriamente limpio, en su mente, el León simplemente se sentó donde estaba, se recostó contra las ruinas de una pared, y pareció dormirse. “Bah,” dijo Jisoo. “Los Deathseekers están medio locos.”

“Quizás medio locos y medio gato de guerra,” dijo Kaihei. “Aunque Kitaka lo ha entendido. Descansa. Los demonios volverán muy pronto.”

Jisoo cerró los ojos durante un momento. “Quizás tengas razón,” dijo, su voz sonando como el de una mujer tres veces su edad. “Mi caballo también necesita agua y descansar.” Abrió los ojos y se volvió a las líneas enemigas que retrocedían. “Aunque descansar… ese es el problema, ¿verdad? Esos demonios no necesitan descansar. ¿Por qué retroceden?”

Kaihei suspiró. “No podemos saber si necesitan descansar, ¿verdad?” Preguntó. “Quizás simplemente necesiten menos.” Se detuvo un momento, quitando motas de metal de su hoja. “Pero probablemente tengas razón,” añadió finalmente. “No duermen.”

Un tercer samurai apareció entre ellos, moviéndose por el campo de batalla con el silencio de una nube que cruzaba la senda del sol. “Se han movido mucho más lentamente desde que cayeron las tierras Cangrejo,” observó la recién llegada. “No pretendo insultar mencionando esa tragedia, Kaihei-san.”

Kaihei frunció algo el ceño, pero dijo, “No es un insulto, Bayushi-san. Tu has luchado bien.”

“Gracias, me honras,” dijo la Escorpión, inclinándose profundamente. “Por favor, llámame Kaibara.”

El Cangrejo asintió. “Pero tienes razón, ahora avanzan mucho más lentamente, aunque no sé porque.”

“Retroceden con menos esfuerzo por nuestra parte, aunque luchan con igual entusiasmo,” dijo Jisoo. “Debe haber un propósito. ¿Qué es diferente ahora?”

“Tienen nuestro territorio,” dijo Kaibara. “No nuestro en términos Escorpión, claro, si no en términos de la tierra de Rokugan.” Asintió hacia el sur. “Son dueños de territorio. Solo puede haber una razón por la que su avance se haya ralentizado.”

“¿Cuál es?” Preguntó Jisoo.

“Buscan algo,” contestó Kaibara.

“Huh,” gruñó Kaihei. “Sea lo que sea, espero que lo encuentren y regresen a sus malditas tierras gaijin.”

“No,” dijo Kaibara en voz baja. “No, si lo encuentran, creo que tendremos graves problemas.”

 

 

Semanas después de que hubiese caído, las ruinas de Kuni Shiro seguían humeando, llenando el aire de una delgada neblina que amortiguaba la luz del sol incluso en el calor del mediodía. Dos hombres se encaminaban por entre la neblina, navegando por entre las ruinas con obvia familiaridad, sin hablarse entre si. Uno tiró a un lado lo que parecía ser un ennegrecido trozo de papel, dejando que cayese de sus dedos para que se deshiciese entre las rotas rocas.

Entre las ruinas había un patio abierto, el humo agolpándose en el como si fuese niebla matutina, y en el patio había una solitaria figura. Los dos hombres se acercaron con cautela, como siempre hacían; el tiempo les había enseñado que esto era necesario. Incluso en el humo estaba claro que había algo diferente en la figura. Su carne parecía nadar y fluir como el agua, hasta que finalmente, justo cuando los dos hombres surgieron de entre el humo, se detuvo en una figura familiar, aunque no menos horripilante: la de un inmenso guerrero con la cabeza de un tigre sobre los hombros. “Legulus, ¿qué noticias traes?”

Uno de los dos hombres se adelantó, su dorada armadura aparentemente brillante a pesar de la poca luz. “El avance va bien, mi señor. El ritmo ha disminuido para poder poner a la mayoría de vuestros aún humanos vasallos en la búsqueda, como ordenasteis. El refuerzo del frente enemigo por parte de estos Escorpión ha introducido algunas estrategias nuevas, pero nada que no pueda ser vencido.”

El comandante rakshasa de la horda de Destructores asintió. “¿Kheth-tet?”

El segundo hombre se inclinó, su pecho descubierto de un marrón dorado, su cara pintada con gran cuidado. “La búsqueda continúa hacia el norte, mi señor, pero hasta ahora no ha habido descubrimientos importantes. Los Sabuesos no encuentran rastro alguno del olor que buscan, y los archivos que se han recuperado de todos los objetivos tomados intactos no dan indicación alguna de lo que buscamos o dónde puede estar localizado.” Agitó la cabeza. “No creo que estuviese en las tierras Cangrejo, señor.”

El rugido del tigre continuó durante un momento, pero se volvió más tenue y desapareció. “Eso era algo de esperar,” dijo el demonio. “Importa poco. Pero las tierras Escorpión… ese es un lugar mucho más probable. Buscaremos muy cuidadosamente en sus tierras. Asegúrate de avanzar lo suficiente el frente para darnos amplio margen para buscar, pero no avances demasiado rápido. Las legiones convertirán la tierra en barro si nos damos demasiada prisa por avanzar.”

“Como ordenéis, señor,” dijo al instante Legulus.

“Vuestra voluntad, señor,” contestó Kheth-tet.

El demonio miró cuidadosamente a los hombres. “Hay otro asunto que debéis conocer,” dijo, su tono casi pesaroso. “La diosa se ha enfadado por la temeridad de nuestros enemigos. Su blasfemo fracaso al no capitular ante la inevitabilidad de sus fuerzas ha despertado completamente su ira. Pretende soltar su mayor arma. Haced que vuestras fuerzas no estén en esa zona.”

Legulus susurró una oración a algún antiguo dios Yodotai, y Kheth-tet hizo algún arcano gesto de invocación. Durante un momento ninguno dijo nada, pero finalmente, Kheth-tet habló. “Señor… ¿estáis seguro? Aún no hemos buscado por las tierras Escorpión, y podrían ser totalmente destrozadas.”

“¿Habéis olvidado la pena por cuestionar a vuestro señor?” Siseó el demonio, su voz baja y amenazante.

“No, señor,” contestó rápidamente Kheth-tet, “pero no lo pregunto por obstinación, si no por preocupación por nuestro propósito mayor. ¿No sería más prudente para nosotros…”

El demonio fluyó por la distancia que le separaba de ambos hombres como si fuese de humo y viento, golpeando al Senpet en la cara y tirándole al suelo. “¡Patán desobediente!” Rugió. “¡Debería arrancarte la carne de los huesos, estúpido imprudente!”

“¡Perdonadme, señor!” Dijo Kheth-tet, cubriéndose la cara. “¡No quería faltar al respeto! ¡Vuestra voluntad, y la voluntad de la diosa, son mis únicas preocupaciones!”

El demonio se detuvo, una ensangrentada mano levantada. “¡Asqueroso mortal!” Gruñó. “¡Legulus! ¡Ayúdale y cumplid vuestras obligaciones!”

El Yodotai sonrió y ayudó al Senpet a ponerse en pie, y Kheth-tet rápidamente apartó el brazo de su rival. Legulus desapareció entre el humo del que habían venido ambos, y Kheth-tet le iba a seguir, cuando fue interrumpido. “Espera.”

“¿Señor?”

“¿Entiendes el valor que tienes para mi, Kheth-tet?” Inquirió el demonio.

El Senpet no sabía como responder. “Espero ser muy valioso para vos en multitud de asuntos, señor.”

“No eres alguien sin habilidad como guerrero o comandante,” continuó el rakshasa, “aunque Legulus es mejor que tú en ambas cosas.”

La expresión de Kheth-tet se volvió atormentada, “Señor, yo…”

“¡Calla!” Siseó el demonio. “Tu presencia le enfurece, y tus talentos le amenazan, empujándole a mejorar. Solo eso incrementa tu valor, pero también no eres el soldado mecánico que él es, y tu astucia me es valiosa.” La cosa se detuvo y se volvió hacia él. “¿Qué has encontrado?”

Distraídamente, el Senpet se limpió la sangre de la herida en la mejilla. “He salvado cada trozo de papel que sobrevivió a la inmolación de este lugar,” dijo en voz baja. “Desafortunadamente, no he encontrado mención alguna del nombre que buscáis. Si estos Kuni se encontraron alguna vez con Raniyah, ese informe no estaba aquí, o fue destruido cuando cayó el castillo.”

El demonio gruñó en tono bajo con su garganta, un sonido terrible, salvaje. “Apártate de mi vista.”

“Señor,” insistió Kheth-tet.

La cabeza del tigre se volvió hacia él, mala intención y violencia en sus ojos. “¡He dicho que te vayas!”

Kheth-tet levantó un quemado trozo de papel. “Master, poniendo a un lado por un momento la búsqueda de la diosa, encontré una mención de un nombre que os puede interesar. Adisabah, señor.”

Los ojos del demonio se movieron, y arrancó el pergamino de las manos del mortal. Volvió a gruñir, olfateando el papel. “Lo has hecho bien. Ahora vete. La bestia-dios será pronto desatada, y hasta entonces tienes mucho que hacer.”

“Si, señor,” dijo Kheth-tet inclinándose.

 

 

Era medianoche en las provincias Fénix, y la Maestra del Vacío dormía. Pero su dormir era todo menos apacible. La frente de Isawa Kimi estaba empapada de sudor. Fruncía el ceño y daba vueltas entre las mantas, aunque allí no había nadie que la viese. Y sus sueños eran muy atribulados.

Un templo oscuro, oculto en las profundidades de la selva. Un grupo de fieles, cientos de ellos. Un número sagrado de fieles, todos cantando los textos sagrados y otorgando su sangre y carne en un terrible ritual. Una diosa, rota por el ritual que representaban, sus partes volviéndose las unas contra las otras hasta que solo una, la más fuerte, la más oscura, la más horrible, prevaleció.

Un quejido escapó de los labios de Kimi. Un sonido bajo y angustioso.

Los fieles quemaron con antorchas el reino mientras la terrible y oscura diosa guerreaba contra los cielos. Una y otra vez los dioses se levantaron contra ella, solo para ser derrotados por su astucia, por su oscuro poder y por lo despiadada que era. Cada vez la derrota era más sencilla, ya que sus fieles destrozaban a los fieles de los demás dioses. Al final, no pudieron detenerla, y uno a uno cayeron ante su poder.

Se estremeció en sueños, su mano agarrando con fuerza las mantas.

La oscura diosa se irguió ante sus derrotados enemigos, su risa terrible. Uno entre sus enemigos permanecía vivo, su cuerpo roto, su mente destrozada. La oscura diosa miró a sus presas con maliciosa crueldad y alargó sus cuatro manos llenas de garras. Su carne empezó a moverse y cambiar por voluntad de ella, y la aún viva carne divina se convirtió en otra cosa.

Kimi volvió a gemir, esta vez con más fuerza, y hubo un crujido en el pasillo que estaba junto a sus habitaciones privadas.

La cosa que la diosa había forjado caminó por los reinos en ruinas mientras los cielos y los reinos de los mortales ardían. Su mente había desaparecido, solo permanecía el puro instinto de la bestia. Su divina carne tenía un poder distinto a todo lo que los reinos habían conocido. Las pocas ciudades que permanecían en pie en el reino fueron totalmente destruidas por su poder. Nada podía enfrentarse a el. Era la mortífera forma de un dios destrozado, una bestia hecha de dioses. Una bestia-dios.

“¡No!” Chilló Kimi, sentándose en la estera, respirando con agitación.

La puerta de su habitación se abrió de golpe de inmediato, y la forma adormilada forma de su yojimbo entró corriendo, dos centinelas junto a él. “¿Qué ocurre, mi señora?” Preguntó, buscando alguna amenaza por la habitación. “¿Estáis bien?”

Ahora viene a por el Imperio, pequeña, susurró una voz en su mente. Solo quedarán ruinas tras él, si no puedes encontrar la respuesta.

“¡Ningen-sama!” Gritó.

“¿Qué?” Dijo Shiba Yoshimi, claramente confundido.

Adiós, pequeña. Siempre te querré, como si fuese mi propia hija.

Yoshimi se volvió hacia uno de los centinelas. “¡Ve a inspeccionar las habitaciones de Ningen-sama! ¡asegúrate que no está amenazado!”

“No,” dijo Kimi, su voz un sollozo. “No vayas. Ya se ha ido, para ser uno con el Vacío. Le hemos perdido.”

“¿Qué?” Repitió Yoshimi. “¿Cómo podéis saber…” se calló y agitó la cabeza. “¿Qué necesitáis, mi señora? ¿Qué puedo hacer?”

Ella agitó lentamente la cabeza. “No lo sé,” susurró.

 

 

Hubo un extraño ruido, lejano y agudo. No paraba. Parecía seguir y seguir. Perseveraba, cada vez más agudo, sin cesar, sacándole del pacífico sopor que tanto se merecía. ¿Qué era ese sonido? ¿Le recordaba vagamente a algo? Mientras finalmente luchó por despertar, Soshi Korenaga se dio cuenta de lo que era.

Estaba gritando.

“¡Basta!” Aulló uno de los guardias. Habían entrado en su habitación y él no se había enterado. “¡Ya me he cansado de tus incoherentes disparates, lunático! ¿Es qué no paras ni dormido?”

“¡Viene!” Jadeó Korenaga. “¡Está llegando!”

El guardián agitó la cabeza, claramente acostumbrado a ridículos arrebatos. “Si, si,” dijo, solo un poco más tranquilo que antes. “Lo entendemos.”

“¡Hay que contárselo a Yukimi!” Gritó Korenaga. “¡Que venga ahora mismo!”

El guardia frunció el ceño y se volvió hacia sus compañeros. “Parece casi… lúcido. No le he oído decir nada tan coherente desde hace meses.”

“¡Las guardas no serán suficientes como para protegernos!” Korenaga casi rugió. “¡Nos olerá! ¡Olerá lo que aquí hemos hecho! ¡Vendrá!”

El guardia agitó la cabeza y levantó ambas manos en forma apaciguadora. “Escúchame,” dijo en tono tranquilo y suave. “Has tenido un sueño terrible, eso es todo. Por favor, intenta…”

Korenaga golpeó al hombre en la cara con tanta fuerza que tiró su máscara al suelo, donde se rompió. Sus uñas dejaron dos largos cortes en la mejilla del hombre, haciendo que cayese de rodillas y que maldijese violentamente por el dolor y la sorpresa. Korenaga le ignoró y se volvió hacia los otros dos hombres, los ojos casi relucientes. “¡Llamar ahora a la dama Yukimi! ¡Ahora!”

 

 

Los primeros rayos del amanecer rompieron sobre el campo de batalla, y Kaihei se subió a un pequeño macizo de rocas para observar lo que tenía ante él. Como acostumbraba hacer, observó las lejanas primeras líneas de sus enemigos, buscando cualquier movimiento que se le pudiese haber escapado a sus centinelas nocturnos. Había cierto riesgo en elevar así su posición, pero los Destructores usaban muy infrecuentemente los ataques a distancia, y él se encontraba lo suficientemente ágil y descansado para evitar cualquier roca que los grandes demonios con formas de bestias pudiesen lanzarle. Mientras observaba el horizonte, frunció el ceño. Entrecerró los ojos y miró más de cerca, frunciendo aún más el ceño. Finalmente, llamó a los demás. “¡Jisoo!”

La doncella de batalla se sentó de repente, su mano instintivamente yendo a por su arma. Miró a su alrededor y vio a los demás levantándose de su descanso, hasta que finalmente miró al guerrero Cangrejo, enfadada. “¿Me dijiste que descansase y ahora lo interrumpes?” Ladró. “¿Es lo que los Cangrejo entendéis por humor?”

“Los Unicornio tenéis agudos sentidos,” dijo Kaihei, ignorando sus puyas. “¿Qué es eso?”

Jisoo se puso de pie y corrió a unirse con él, otros levantándose también y mirando en la dirección que señalaba Kaihei. Jisoo, también, entrecerró los ojos y miró. “¿Qué es eso?” Se preguntó en voz alta. “¿Parece… es una colina? ¿O una montaña, en la lejanía?”

“No, a no ser que los Destructores construyesen una esta noche,” comentó uno de los otros.

Kaihei agitó lentamente la cabeza. “Ahí no hay ninguna montaña,” dijo. “¿Dónde están los Destructores?”

“Allí,” dijo Kaibara, señalando un punto muy a la izquierda. “Y allí.” A su derecha. “Han dividido sus líneas. ¡Mirad ese hueco!”

“¿Nos preparamos para atacar?” Preguntó uno de los soldados. “¡Podríamos volver a alcanzar tierras Cangrejo!”

“¿Qué es esa cosa?” Volvió a preguntar Kaihei.

“Se… se está moviendo,” dijo Jisoo en voz baja. “Creo que he visto… si, definitivamente se está moviendo.” Sus ojos se abrieron. “¿Está vivo? ¿Podría algo tan enorme estar vivo?”

“¿Qué quieres decir con que se está moviendo?” Dijo uno de los soldados que estaba en el suelo. “Apartaros, dejarme subir.”

“Viene hacia aquí,” observó Kaibara. “Sea lo que sea, viene hacia aquí.”

“Yo sé lo que es,” dijo una callada voz.

Los otros se volvieron hacia él. “Ilumínanos, por favor,” dijo Kaihei.

“Lo he estado buscando desde hace años, y durante toda esta batalla,” dijo Akodo Kitaka, extendiendo una mancha de maquillaje blanco por su cara. “Es la muerte, que viene ahora a por nosotros.”

Los otros le miraron fijamente, sin saber que pensar sobre el comentario.

En el silencio, la tierra tembló muy ligeramente.