Deseos


por
Shawn Carman
Editado & Desarrollado por Fred Wan

 

Traducción de Bayushi Elth & Daidoji Usagi



            Si había algo en lo que las tierras Fénix eran completamente superiores a las provincias Escorpión, razonó Isawa Angai, era que la indudable afección de los kami por el Fénix resultaba en un clima apacible en la mayor parte de su territorio durante los meses de invierno. Las regiones no civilizadas veían grandes nevadas y constantes ventiscas, pero las zonas más densamente pobladas, incluso esas a poca distancia de Isawa Mori, parecían aguantar el invierno con relativa sencillez. El viaje seguía siendo complicado, pero no como en otras porciones del Imperio, y al menos se podía hacer con un relativo confort.

Angai dio un paso adentrándose en el hall de la casa que compartía con su marido, ausentemente dándole su capa de viaje a un sirviente sin darse siquiera cuenta. El viaje de vuelta de Kyuden Otomo había tomado menos tiempo del que hubiera imaginado, pero aun así tenia poco tiempo que perder; quizás un par de días antes de que tuviera que volver a la Corte de Invierno. Quizás había sido estúpido volver, pero sentía la imperiosa necesidad de interesarse por la salud de su marido. Parecía haber estado aquejado últimamente por el estrés, y quería asegurarse de que todo marchaba bien. No tuvo que preguntar donde se encontraba, lo sabía perfectamente.

Isawa Sezaru estaba sentado en su estudio privado, en profunda meditación. Sus piernas cruzadas en posición del loto encarándose a la pared oeste, donde estaban dibujados una serie de intrincados signos de caligrafía que Angai no recordaba de antes de partir. La cara de Sezaru mostraba una mueca de desagrado incluso si se encontraba en profunda meditación. “Sezaru-kun,” dijo ella suavemente.

Sezaru parecía molesto mientras se giraba. “Dije que no deseaba ser inte… ¿Angai-chan?”

Ella sonrió y se inclinó levemente. “Disculpa por molestarte.”

“No, no pasa nada,” dijo. Hizo una mueca de cansancio conforme se levantaba, sus piernas chasqueando sonoramente.

Angai se mostró preocupada. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?”

Se paso la mano por la mejilla, que mostraba signos de llevar varios días sin ser afeitada. “No estoy seguro,” admitió. “Al menos un día, quizá más.”

“Ven conmigo,” le insistió ella. “Haré que los sirvientes te preparen algo que comer.”

“No tengo tiempo para tales frivolidades,” le respondió Sezaru con aire de indignación.

“¿Frivolidades?” dijo Angai enfadada. “¿Tan poderosa es tu magia que puedes subsistir sin comer, beber, o dormir? No sabía que me había casado con una entidad divina. Si Hida Kisada se casara, su mujer y yo tendríamos muchas cosas sobre las que hablar.”

Sezaru frunció el ceño. “Esa agresión verbal es injustificada.”

Los rasgos de Angai se suavizaron. “Perdóname mi señor,” dijo suavemente. “No intento ser irrespetuosa, de verdad que no. Pero a veces es difícil acercarse a ti, y hacer salir tu ira es la única forma de atraer toda tu atención.”

Sezaru asintió. “Perdona,” dijo. “Estoy bastante… irascible, últimamente.” Este arqueó una ceja. “Somos familia después de todo y solo buscas mi bien.”

Angai sonrió. Esto era lo más aproximado al humor que había estado nunca Sezaru. “Ven,” le dijo. “Buscaremos algo que comer, y podrás contarme sobre tus descubrimientos desde que marché a la Corte de Invierno.”

 

           

Angai dudaba seriamente que su marido hubiese estado solamente un día inmerso en su trabajo por todo lo que comió. También sospechó que necesitaba descanso, pero él estaba completamente dispuesto a mostrarle sus descubrimientos mientras ella había estado ausente, así que desistió de intentarlo y le siguió a su estudio cuando terminó de comer. “No reconozco estos símbolos,” dijo ella, cuando sus ojos se vieron de nuevo inmersos en las escrituras de la pared.

“No creo que sea realmente una forma de escritura,” admitió él. “La caza de Portavoces de la Sangre ha continuado firmemente incluso en tu ausencia, aunque encontrar a los que tratan con los blasfemos se vuelve más y más difícil según pasa el tiempo.”

Angai sintió un punzante frío. “¿No has pintado símbolos de Portadores de la Sangre en nuestra casa, verdad?” le preguntó tranquilamente.

“No son encantamientos,” dijo él firmemente. “No son un código, o afiliado al Maho de ninguna forma. Se trata de algún tipo de sistema, uno que puede darnos pistas de su localización.”

Ella ojeó los símbolos con curiosidad. “¿Cómo puedes pensar eso?”

Sezaru se levanto acercándose a la pared y gesticuló sobre una zona de los símbolos. “Estos fueron encontrados en un pergamino en las provincias Asako. Tras gran deliberación llegué a la conclusión de que los trazos de brocha de estos tres símbolos corresponden a la localización geográfica de tres pueblos a un día cada uno de el Castillo de la Mañana Gloriosa.”

Angai se dio cuenta entonces de que tenía alguna razón. “Localizamos células de Portavoces de la Sangre en esos tres pueblos meses atrás,” dijo ella.

“Si,” le siguió Sezaru. “Creo que estos símbolos sirven como un mapa fácilmente confundible con un código.”

“¿Cómo es que nadie lo ha descubierto antes?” preguntó Angai.

“Los Isawa están llevando la mayor parte de la investigación,” le respondió Sezaru. “Lo consideran una cuestión de honor desde que Bairei fue seriamente herido.”

“Cuantos Isawa están familiarizados con la localización de pequeños pueblos en las provincias Asako,” respondió ella. “Pero aun así, ¿cómo lo pudiste saber?”

Sezaru frunció el ceño. “Me… me vino, simplemente vino a mi. En un momento de inspiración, supongo. Podría decirse que fue una revelación.”

“Por supuesto,” dijo Angai. “Una suerte que fueras capaz de discernir tal enigma.” Para sus adentros, ella no estaba segura de que fuera afortunado haber encontrado esto. Ella estaba al tanto, y lo había estado por muchos años, que su marido había escuchado voces durante la mayor parte de su vida. Por años las había podido controlar, pero desde que comenzara su particular guerra contra los Portavoces de la Sangre, durante la Caza de Sangre, se habían tornado más y más fuertes. Era una de las cosas que trataba controlar mientras se preocupaba por su salud. Era mejor no permitirle sumirse en esa locura que le atormentaba. “Suficiente, ya. Mi tiempo en casa es limitado y no deseo sumirme en hechos tan sombríos.”

La mueca de Sezaru volvió. “No abandonaré mi trabajo,” dijo él. “Estoy seguro de estar cerca de encontrar otra célula de Portavoces de Sangre, si pudiera discernir a donde apuntan este grupo de símbolos.”

“Puedes tomarte unas horas de descanso,” le presionó ella. “Refrescará tu mente. Y durante mis viajes he pensado en una posibilidad para abrir tu amada caja puzzle.”

Sezaru sonrió levemente. Levantó la caja suavemente de su estantería y la observó sobre sus manos. “Sabes que nunca ha sido abierta desde que Kaiu Ryojiro descubrió su secreto años atrás. No me contó como abrirla. Insistió que yo debía encontrar una forma por mi mismo.”

“Extraña forma de pensar para un ingeniero,” dijo con una risa en sus labios. “Ven a la habitación. Te contaré mi idea.”

Sezaru asintió y salio de su estudio. Angai le agarró del brazo mientras caminaban por el pasillo, observando preocupada una vez más el estudio antes de volver a mostrar una expresión contenta.

 

           

Nikesake,las provincias Shiba

 

Los estudiantes desfilaban fuera del dojo al mediodía, todos exhaustos pero aparentemente satisfechos con los resultados de su sesión. Eran jóvenes, apenas unos años desde su ceremonia de gempukku, y habían sido escogidos para un entrenamiento más avanzado por sus oficiales al mando. Algunos estaban allí porque poseían un talento auténtico con la espada. Otros, sin embargo, habían sido enviados obviamente como una excusa para mantenerlos fuera de los cuarteles de sus comandantes durante el invierno. Era una táctica para avergonzarlos, de la que ni siquiera estaba libre la más sombría de las familias bushi. Aun así, nadie era rechazado. No había ningún estudiante que no pudiera aprender algo, e Isawa Sawao se tomaba gran trabajo para encontrar el modo de alcanzar a todos sus estudiantes, sin importar su nivel de habilidad.

El anciano sensei colocó su hoja en la estantería junto al santuario del dojo, y entonces se inclinó profundamente ante él y se arrodilló. Siempre terminaba sus sesiones con una oración a las Fortunas por su guía. Si era afortunado, continuarían bendiciendo sus esfuerzos y permitiéndole transmitir sabiduría a las generaciones más jóvenes en los años venideros. Un ruido desde la entrada interrumpió sus oraciones, y echó un vistazo por encima del hombro. “Las lecciones han terminado por hoy,” dijo. “Si deseáis hablar conmigo en privado, venid mañana antes de que comiencen las lecciones matutinas.”

“Perdonadme, sensei,” dijo una voz extrañamente familiar. “No quería interrumpiros.”

Sawao se incorporó y se volvió, entonces sonrió. “Soy yo quien debe disculparse,” dijo. “No me había dado cuenta que mi dojo había sido honrado con tan prestigioso invitado.” Se apresuró a acercarse y se inclinó profundamente. “Bienvenido, Mirabu-sama. Es un placer veros de nuevo.”

Shiba Mirabu sonrió, pero Sawao vio el cansancio en torno a sus ojos. No parecía que hubiera dormido en algún tiempo. “Gracias, Sawao-sensei. Es un placer volver. Este lugar contiene muchos recuerdos de tiempos menos complicados.”

“¿Muchos recuerdos?” dijo Sawao con una risa. “Entrenasteis aquí quizás tres estaciones. He enseñado en este dojo durante más de diez años. Mucho es un término relativo. ¿Tomaréis té conmigo?”

Mirabu rió entre dientes y asintió. Giró su cabeza ligeramente hacia la izquierda como si estuviera escuchando algo, y entonces frunció el ceño y se giró. “Estaría muy honrado, gracias. Estáis entre los más grandes sensei del clan, y los Shiba os agradecen todos los años de servicio y dedicación.”

Sawao sonrió. “Enseñar siempre fue mi destino. Simplemente era demasiado descarado y estúpido para darme cuenta en mi juventud. Tales cosas son desgraciadamente comunes entre los shugenja que sienten afinidad por el fuego, me temo.”

“Ese no es un caso universal,” dijo Mirabu, apartando un insecto de su oreja. “Estáis entre las personas más tranquilas que he conocido nunca, y Ochiai-sama está lejos del estereotipo beligerante que algunos creerían que es tan común.”

“Los estereotipos tienen una base de verdad, incluso aunque no sean universales,” dijo Sawao, sirviendo una taza de té para su invitado. “Pero sospecho que no vinisteis a hablarme de estereotipos o de la tendencias de los shugenja de fuego.”

“Quizás busque el punto de vista del único shugenja que supervisa un dojo Shiba.”

Sawao chasqueó la lengua y agitó su cabeza. “No tiene sentido. Simplemente entendí que para ser un duelista adecuado, uno debe no solo entender sus propios instintos, sino rendirse a ellos. Además, ¿quién podía decirle que no a Shiba Tsukune? Era una mujer increíble.”

Mirabu sonrió. “Siempre sois directo,” remarcó.

“Y vos nunca fuisteis especialmente sentimental,” dijo Sawao con una sonrisa. “¿Cómo puedo ayudar al Campeón del Fénix? Estaría honrado de hacer cualquier cosa que pudiera.”

Mirabu dio un sorbo al té. “Hay quienes os llaman iluminado,” dijo finalmente. “Dicen que el Peregrino vino a veros, que el Emperador disfrazado deseaba aprender los secretos de la iluminación de vos.”

“Iluminación es un término que se ha vuelto popular en los últimos años,” dijo Sawao. “No creo que se produzca una transformación mística que separe a los así llamados iluminados del resto que no lo son. El universo no es tan simple como para que un hombre lo comprenda repentinamente de un solo golpe.”

“¿No creéis que sois un iluminado, entonces?” preguntó Mirabu.

“Sólo creo que he alcanzado un punto de mi vida en el que entiendo más de lo que hacía cuando era joven. Quizás es algo que otros llamarían Iluminación. O quizás soy simplemente un anciano que se está haciendo o más sabio, o lo bastante senil para creérselo. En el fondo, ¿cuál es la diferencia?”

“¿Qué aprendió el Peregrino de vos?” preguntó Mirabu. “¿Podría saberlo?”

“Por supuesto,” dijo Sawao con un sorbo a su té. “Discutimos sobre el equilibrio de los elementos, y como un hombre puede existir dentro de él. Exagerar uno es reducir el otro, y así por siempre.” Se encogió de hombros. “No fue tan diferente de las lecciones que os enseñé hace algunos años.”

Mirabu frunció el ceño. “Si las hubiera entendido en su momento, quizás hubiera sido mejor para mi.”

Sawao rió, pero brevemente. El temperamento de Mirabu se había oscurecido visiblemente, y mientras el viejo sensei estaba acostumbrado a que su antiguo alumno tuviera preocupaciones, había algo más allí. “Mi señor, ¿hay algo que os preocupe?”

Mirabu agitó su cabeza, mirando de nuevo por encima de su hombro, y la sacudió como si un insecto hubiera zumbado en su oreja. “Deseaba alcanzar cierta comprensión,” admitió. “No quería preocuparos.”

“No hay nada que podáis decirme que no quede entre nosotros,” dijo Sawao. “Liberaos. Es la única forma en la que podéis ser libre.”

Mirabu se mantuvo en silencio durante varios minutos. “¿Alguna vez habéis visto a un vidente?”

Sawao frunció el ceño. “Vi a Agasha Hamanari en varias ocasiones, pero no éramos amigos,” dijo. “¿Por qué lo preguntáis?”

“Los videntes reciben visiones,” dijo Mirabu. “Les llegan en un estado similar al trance, o al menos eso indican los escritos. Entonces ¿qué sucede con las visiones que llegan en sueños?”

Sawao se fijó cuidadosamente en el hombre más joven. “¿Estás teniendo sueños inusuales? ¿De qué tipo?”

“Cosas terribles,” dijo Mirabu en voz baja. “Cosas terribles que aún no han ocurrido, pero que podrían ocurrir. Cosas que temo que pudieran ocurrir.”

“Los miedos a menudo se manifiestan en sueños,” explicó Sawao. “No es infrecuente.”

“Siempre he soñado,” dijo Mirabu. “Esto es algo... diferente. Algo muy, muy diferente.”

“¿Qué os ha sucedido que pueda explicarlo?” preguntó Sawao. “¿Qué ha cambiado?”

Mirabu se quedó en silencio de nuevo. “Nada,” respondió finalmente. “Nada ha cambiado.”

Sawao meneó su cabeza. “Sería deshonroso por mi parte sugerir que mi señor está mintiendo,” dijo. “Cosa que por supuesto nunca haré.”

“Por supuesto,” dijo Mirabu. Apuró su té y se puso en pie. “Gracias por vuestro tiempo, sensei. Disfrutaría quedándome más, pero tengo asuntos pendientes en la Ciudad del Tratado Respetado.”

“¿Asuntos?” preguntó Sawao.

Mirabu asintió. “Tengo que ver si hay alguna verdad en mis sueños.”

 

           

Ciudad del Tratado Respetado, las provincias Agasha

 

La entrada del templo se abrió con la fuerza de un huracán. Uno de ellos golpeó con tanta fuerza los pilares de piedra que se arquearon en el centro. Una shugenja salió corriendo fuera del templo, saltando los escalones con un solo movimiento. Sin embargo, una ráfaga de aire la atrapó mientras aterrizaba, levantándola una vez más en el aire y dejándola tirada sobre su espalda en la fría calle cubierta de escarcha. Se puso en pie, su entrecortado aliento escapando en grandes nubes de vapor en el aire helador.

Sezaru emergió del templo, con su máscara blanca ocultando sus facciones. “Nuestra conversación aún no ha finalizado, Isawa Nomi,” dijo sombríamente. “No me has confesado tus pecados.”

“¡Estás loco!” gritó Nomi, mirando a su alrededor buscando ayuda. “¡Loco!”

“No eres la primera que hace semejante afirmación,” dijo Sezaru desapasionadamente. “Sin embargo, lo encuentro más insultante viniendo de una blasfema como tu.”

“¡No soy una blasfema!” gritó Nomi. “¡Soy una sacerdotisa!”

“Debe reconfortarte pensar eso,” dijo Sezaru. “¿O has mentido tan frecuente y convincentemente que tu misma has creído tu mentira?”

“Estás loco,” repitió Nomi, sus ojos agrandados por el miedo.

“Y tú eres culpable,” dijo Sezaru, levantando una mano envuelta en fuego. “Confiesa y nombra a tus contactos, o sufrirás por ello.”

“Es suficiente,” resonó una voz a través del patio. “Detente.”

Ambos shugenja miraron al samurai acorazado que permanecía a corta distancia. “¿Has incriminado el testimonio de esta mujer, Sezaru? ¿O tan siquiera la evidencia que tanto valora el Dragón? ¿Tienes algo en absoluto que apoye esas afirmaciones?”

“No lo necesito,” dijo Sezaru. “Fui encomendado por el Emperador para cazar al culto hasta su extinción, y eso es lo que haré.”

“El Emperador está muerto, como bien sabes,” dijo Shiba Mirabu. “No te será permitido ejecutar a otros sin ninguna indicación de su culpabilidad, sin importar tu posición por nacimiento.”

“Soy la Voz del Emperador,” dijo Sezaru. “Este asunto no te incumbe, y no reconozco tu autoridad para intervenir en la ejecución de un deber garantizado por mi hermano mayor.”

Mirabu desenvainó su katana lentamente y la sostuvo a su lado. En el momento en que estuvo libre de su saya, el fuego la envolvió. “Detente, Sezaru.” ordenó Mirabu. “Serás mantenido bajo custodia de los Shiba hasta que los Maestros puedan evaluar que ha sucedido aquí.”

Los ojos de Sezaru estaban fijos en la espada. “Un interesante progreso,” observó. “No me someteré.”

“No tienes elección.”

“No lo creo.” Sezaru se giró hacia Nomi y murmuró una rápida oración. La tierra alrededor de la joven se alzó y la envolvió, encerrándola hasta los hombros.

“¡Te ordené que te detuvieras!” gritó Mirabu. Apuntó con su espada a Sezaru y un golpe de llama emergió de ella, directamente hacia el shugenja. Sezaru mantuvo su mano abierta y atrapó la llamarada, sonriendo mientras lo hacía. Una parte de ella fue redirigida, parpadeando hasta golpear el templo del que los dos shugenja habían emergido un momento atrás.

“¿Qué es esto?” exigió Sezaru. “¿Qué poder portas?”

“No te lo pediré de nuevo,” dijo Mirabu. “Estate quieto.”

Los ojos de Sezaru refulgieron bajo su máscara. “Mi causa es justa. No lo haré.”

“¡Hiciste un juramento!” gritó Mirabu. “¿Juraste lealtad al Fénix, y aun así caminas por nuestras ciudades, juzgando a quien te viene en gana, según un criterio que no puedes molestarte en explicar? Cualquier otro que cometiera tales actos sería ejecutado por traición, ¿y aún así debo permitir que suceda y limitarme sólo a mirar? ¡No lo haré! Ríndete, Sezaru.”

El shugenja no respondió. Las llamas envolvieron sus manos y comenzaron a arder más brillantes a cada momento, creciendo en intensidad hasta que el aire a su alrededor parpadeó con el masivo calor que producían.

“No me dejas elección,” dijo Mirabu. Gritó un fiero kiai, y esgrimió su espada en la kata tradicional Fénix. Una oleada de llamas rompió el aire frente a él, precipitándose hacia el Lobo.

 

           

Isawa Angai observaba con creciente horror mientras la batalla entre ambos hombres crecía en intensidad. Solo llevaban enfrentándose unos pocos instantes y ya varios edificios estaban en llamas, y el templo donde había comenzado era poco más que una ruina humeante. Nunca había presenciado nada como el poder que Mirabu estaba desplegando, y era obvio que Sezaru estaba empezando a perder terreno. Aunque nunca había visto aquel poder de primera mano, había leído los suficientes informes para saber que estaba ocurriendo: de alguna forma, Mirabu había llegado a controlar el poder del Último Deseo. Por la forma en la que se estaba comportando, el Deseo había afectado su mente, y no de forma positiva.

Las informaciones de Shiba Aikune tras haber controlado el Deseo eran vagas, pero generalmente coincidían generalmente en que había actuado impetuosamente y con poco autocontrol. La mayoría creía que era resultado de la personalidad de Aikune, pero viendo a Mirabu, Angai se preguntaba si no sería resultado del proceso de unión. El Deseo no podía haber permanecido con Mirabu por más de un mes o dos a lo sumo, y se estaba comportando de la misma forma. El Deseo era la fuente del problema, y si aquel era el caso, Angai se preguntaba si sabría como enfrentarse a él.

Angai dudaba. Si no hacía nada, podría significar la muerte de su marido, la Voz del Emperador. En su corazón, sentía con certeza que estaba en el camino correcto para descubrir y eliminar los últimos restos de los Portavoces de Sangre de su clan de adopción. ¿Por qué no se habría rendido simplemente? ¡Seguramente podría probar que sus acusaciones eran correctas! No había necesidad de esta locura, y así no tendría necesidad de contemplar sin hacer nada como aquel Mirabu enloquecido por el Deseo le destruía.

Pero ¿tenía ella derecho a tomar una acción que podría destruir el Último Deseo de Isawa? Era una creación única con un poder casi ilimitado, que la mayoría creía que aun no había desarrollado su forma definitiva. ¿Podría ser destruido? ¿Qué ocurriría si se hacía? ¿Y qué perdería el Fénix si se hiciera? Una parte de ella creía que el Fénix estaría mejor preparado si el Deseo sobreviviera y su marido sucumbiese a su apasionado destino, pero el resto de sus instintos desterraron aquella silenciosa voz de lo más profundo de su mente.

Rezó una oración a los kami y deseó más allá de toda esperanza estar haciendo lo correcto.

 

           

Mirabu giró su espada en un movimiento defensivo. En el campo de batalla, podría haber hecho eso para rechazar una flecha u otro proyectil. Ahora, lo usó para apartar un torrente de agua que Sezaru había invocado contra él. Lo escuchó sisear por el calor del Deseo mientras pasaba a su lado, y escuchó el choque tras él cuando destruyó una casa con la fuerza de un oleaje. Se quitó el yelmo de la cabeza y lo arrojó al suelo, limpiando sus ojos con la manga izquierda. El calor del combate densificaba el aire del lugar, y se hacía difícil ver.

Era extraño. Incluso en el caos de la batalla, con todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, ahora que el poder del Deseo se había enfocado en otro punto, sentía su mente clara por primera vez en meses. Mientras conservaba la esperanza de derrotar a Sezaru, vio la devastación que su batalla había traído a la ciudad, y aquello le horrorizó. Su deber como Campeón era proteger a su gente, ¿y qué había provocado? Más destrucción.

“¡Sezaru!” gritó Mirabu. “¡Sezaru!” El shugenja no podía oírle, o si podía, prefirió no responder. Quizás era lo justo, dado la forma en la que Mirabu había actuado, o quizás era la misma abrumadora soberbia que le había hecho temer lo que el Lobo significaría para el Fénix en primer lugar. La misma clase de soberbia que aparentemente le había invadido a él igualmente.

¡No hables con él! El Deseo era insistente. ¡No le des la oportunidad de usar su magia sobre ti! ¡No se lo permitiré!

“¡Deseo, no!” gritó Mirabu. “¡Esto no es lo que quiero! ¡Mira lo que estoy haciendo!”

¡Estamos salvando al Fénix! ¡Lo mismo que Aikune!

Su infantil devoción por el difunto amigo de la niñez de Mirabu era conmovedor, pero ahora Mirabu se preguntaba si el Deseo podría haber resultado dañado por la incursión dentro de las Tierras Sombrías más de lo que parecía. Le había dicho cosas que no había podido entender, algo sobre que había destruido partes de sí mismo que se habían corrompido en las Tierras Sombrías, y que ya no estaba completo. Había buscado una parte de sí mismo, una daga que Aikune había creado para la Emperatriz Toturi II hacía años, pero se había perdido hacía tiempo, e incluso el poder del Deseo no había podido encontrarla.

¡Ya no lo necesito! gritó el Deseo en su mente. ¡Juntos estamos completos! ¡Tú y yo juntos, Mirabu! ¡Destruiremos al Lobo y salvaremos al Fénix, como Aikune hubiera hecho si estuviera aquí! ¡Te enseñaré que hay que hacer! ¡He visto tus sueños!

Mirabu sintió algo frío traspasar su corazón. “¿Has visto mis sueños?”

¡Estás en lo cierto sobre Sezaru! ¡Es demasiado peligroso!

“¡Provocamos este enfrentamiento!” gritó Mirabu. “¡Esto no habría ocurrido nunca si no hubiéramos intervenido! ¿Qué hemos hecho?”

¡Destruiremos al Lobo! repitió. ¡Salvaremos al Fénix!

Mirabu intentó bajar su espada, para envainarla, pero no pudo. Había cobrado vida propia, y sus manos estaban sujetas a su alrededor en una presa que no podía controlar. Ya no importaba si Sezaru era tan peligroso como había temido. El Deseo lo era mucho más. Miró a Sezaru con horror, viendo las múltiples quemaduras en sus ropas y la transpiración que caía por su rostro ahora que la máscara había sido arrojada a un lado. Mientras miraba, sin embargo, los rasgos de Sezaru comenzaban a transformarse. Sus ropas cambiaron y se arremolinaron, cambiando color y talla. Todo lo referente al Lobo parpadeó y desapareció, y alguien diferente tomó su lugar.

¡Aikune! gritó el Deseo. ¡Aikune, estás vivo!

Donde Sezaru había estado un momento antes, estaba ahora Shiba Aikune. Mirabu sabía que no era real. Pese a todos sus defectos, Sezaru no era un hombre engañoso, así que el responsable debía ser otro. No importaba. Todo lo que importaba era que el Deseo había detenido su violencia, y Mirabu lo podía sentir tirando de él.

¡Debo ir con él! ¡Mirabu, tengo que ir con Aikune!

Mirabu luchó contra el Deseo. Luchó para mantener el lazo entre ellos, incluso cuando éste comenzaba a deshilacharse. Le gritó preguntándole como, pero no respondió. El Deseo era casi un milagro, y se preguntó si podría ser recreado en mil siglos, pero ahora estaba dañado, herido por su viaje al reino oscuro, y no podía curarse. Mientras existiese, el Fénix estaría en peligro. El Imperio entero estaría en peligro. La belleza que había exteriorizado cuando Aikune lo había descubierto por primera vez, la inocencia y amor por la creación de la que Aikune había hablado cuando le contaba sus interacciones con él... todo se había ido. El Deseo tal y como era había desaparecido. Y aquello tenía que terminar, sin importar el coste.

¡¿Qué estás haciendo?!

Mirabu se arrodilló y colocó la espada a sus pies, aunque sus manos no soltaron el extrañamente frío acero. Había fallado de todas las maneras imaginables, pero quizás si podía realizar este último acto, su espíritu encontraría algo de paz en el otro mundo. “Lo siento, Deseo,” susurró. “No perteneces a este mundo.”

Aikune levantó sus manos. Una estaba cubierta de fuego, y en la otra se arremolinaba una energía que Mirabu no podía describir. Su amigo muerto lanzó ambas manos al frente en un repentino despliegue de magia espectacular.

Shiba Mirabu rezó a sus ancestros buscando perdón.

 

           

Kyuden Otomo, las provincias Doji

 

Isawa Angai corrió lentamente la pantalla de sus habitaciones tras ella. Los salones en el pequeño edificio que había sido temporalmente designado como Embajada Fénix, al menos durante los meses de la Corte de Invierno, estaban en silencio. El impacto de las noticias que había llevado con ella desde las tierras Fénix había congelado a la delegación entera como una pesada nevada. Ochiai había decretado que todos los representantes del clan estarían de luto, y el resto de representantes de la corte, si habían escuchado ya las noticias, lo respetarían. Nadie les molestaría hasta que estuvieran preparados.

Angai dejó escapar un sonoro suspiro y se sentó sin ceremonia ninguna sobre los almohadones frente a su escritorio. Había estado lejos de la corte menos de dos semanas durante su viaje a casa, y aun así parecía que había estado fuera durante meses. ¿Como podía haber cambiado tanto durante tan poco tiempo? Nada de aquello parecía real.

Ella misma había hablado con Shiba Naoya. Parecía lo único correcto. Había que decir que el hombre no había mostrado ninguna emoción externa ante las noticias de la muerte de su hermano. Se lo había agradecido con voz tranquila, y se había retirado a sus habitaciones, pero Angai pudo sentir la agonía que le atravesaba como la hoja de una espada. Él y Mirabu eran gemelos, y la pérdida debía ser abrumadora. Su estoica fachada no ocultaba nada para Angai, y su opinión sobre él sólo se había incrementado al saber que estaría preocupado por el bienestar del clan; había habido varias ofertas de matrimonio de otros clanes, y con los lazos de Naoya con el Campeón del Clan severamente dañados, el Fénix no podía ganar la misma influencia aceptándolos.

“Las Fortunas me den fuerza,” susurró Angai bajo su aliento. ¿Había, de alguna forma, exacerbado su visita a casa la situación con Sezaru? Ella no había visto o hablado a Mirabu, así que seguramente ella no era la culpable. Aun así, la rareza de su vuelta coincidiendo con algo tan traumático la hacía sentirse incómoda.

Angai se preocupaba genuinamente por su esposo. No lo amaba, y quizá no lo haría nunca, pero estaba preocupada por su bienestar, y sabía que llevaba una pesada carga. Portaba un poder que probablemente no tenía rival en el mundo mortal, y luchaba para controlarlo a diario. Había experimentado muchos roces con la locura desde que lo había conocido la primera vez, pero al principio de la batalla con Mirabu, había parecido más inestable de lo que le había visto nunca. En secreto temía que un día, su increíble voluntad fallaría, y se volvería incapaz de controlarse a sí mismo. Rezaba para que un día como aquel no llegara nunca, y conocía a otros entre el Fénix y el Escorpión que lo hacían igualmente, pero como kuroiban no era de las que se quedaban mirando y esperaban que las buenas intenciones fueran suficiente para prevenir los tiempos oscuros. Había tomado medidas hacía meses para asegurar que hubiera una oportunidad para ella, y para su clan de adopción, sin importar como de sombrías se pusieran las cosas con su marido.

Angai abrió su escritorio y sacó una pequeña cajita. La había dejado allí por sus sospechas sobre Mirabu, porque temía lo que pudiera haber ocurrido si hubiera estado lo suficientemente cerca de ella. Si la hubiera cogido, ¿habrían ocurrido las cosas de forma diferente? ¿Habría sido el futuro más brillante, oscuro, o igualmente incierto para el Fénix?

No tenía forma de saberlo.

Isawa Angai abrió la cajita y tomó el ligero envoltorio de tela. Dentro de él había una daga, bellamente construida y que brillaba constantemente con un brillante y frío fuego. La luz parpadeante que emitía era hipnotizante, pero Angai solo la contempló durante un momento. Rápidamente la devolvió a su envoltorio, cerró la caja, y la dejó en su escritorio.

Podría llegar un día en el que no tendría más opción que utilizar los restos del una vez infinito Último Deseo. Solo deseaba que, si ese día llegaba, sería lo suficientemente fuerte para hacer lo que debiera hacerse.