Dignas Almas

 

por Brian Yoon

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Kitsu Katsuko alargó la mano y tocó las puntas de la alta hierba. Esta ondulaba mientras el viento suavemente fluía sobre la tierra. Una salvaje sonrisa se extendió por sus labios mientras ella observaba el terreno abierto que tenía ante ella. La llanura se extendía hasta donde alcanzaba su vista, sin rastro alguno de contaminación humana. La inmaculada vista parecía una bocanada de aire fresco y con ansia sorbió el espectáculo. Era samurai, un miembro de la casta guerrera, pero la batalla no era algo natural para ella. Esta sensación de tranquilidad le gustaba mucho más.

Ella estaba ahora en uno de los campos de Yomi, el Reino de los Benditos Ancestros. Era uno de sus lugares favoritos entre todos los inmensos Reinos de los Espíritus, y los visitaba tanto como podía. Había echado de menos esta vista. Era una sensación peculiar aunque agradable el viajar a los otros Reinos de los Espíritus. Su padre, Kitsu Juri, la había entrenado intensamente para perfeccionar sus dones y como resultado se convirtió en una de los más hábiles sodan-senzo de su generación. Había pocas oportunidades para viajar a los Reinos de los Espíritus y el esfuerzo era tremendo, por lo que Katsuko saboreaba las pocas ocasiones en que conseguía hacerlo. Creía fervientemente que era el deber de un sodan-senzo estar presente en los Reinos de los Espíritus por si un ancestro debía darle un mensaje para el reino de los mortales. Pero desde que asumió el título de daimyo de la familia Kitsu tras el asesinato de su padre, más y más obligaciones consumían su tiempo. Hacía muchos meses que no había cruzado las fronteras entre los mundos.

Un inexplicable escalofrío recorrió su espina dorsal. Miró a su alrededor buscando la fuente de su repentina inquietud. Fue bastante fácil ver al recién llegado en el paisaje que nunca cambiaba. Una solitaria mujer se le acercaba en la lejanía. La hierba se apartaba ante la mujer, como si su sola presencia era suficiente como para dar forma al propio Yomi. Katsuko miró con interés; pocas cosas en Yomi eran decididamente peligrosas para los viajeros, y ella podía defenderse ante el ocasional shutsudohin que pudiese amenazar su vida. Probablemente sería un shiryo, el alma de una samurai Rokugani que se había ganado su lugar en Yomi. A menudo, la llegada de una sodan-senzo Kitsu a los otros reinos atraían el interés de sus habitantes, y Katsuko esperó para saludar al espíritu.

La desconocida se acercó a Katsuko, y la joven shugenja frunció el ceño. Ahora que el shiryo estaba más cerca, podía ver más detalles sobre el ancestro. Estaba vestida con una arcaica armadura de batalla del Clan León. La armadura tenía su anagrama personal sobre su pecho, como para anunciar a todos exactamente quien era. Katsuko respiró hondo, sorprendida. Al instante supo quién estaba ante ella. Sin esperar a que el ancestro la saludase, Katsuko cayó de rodillas e hizo una muy profunda reverencia. Sólo un puñado de samurai León habían sido capaces de cruzar el velo hasta Yomi, y la carga de hacerlo era muy grande. Haber traspasado la barrera entre los mundos y encontrarse con alguien así… era el sueño de todo sodan-senzo que hubiese vivido.

“Kitsu,” dijo el espíritu.

“Señora Matsu-sama,” susurró Katsuko. Mantuvo la cabeza inclinada ante la leyenda.

“Escucha y obedece, Kitsu,” dijo secamente Matsu.

Kitsu Katsuko escuchó cuidadosamente. Su cara palideció ante la tarea que le había encomendado, ¿pero cómo podía rehusar una orden de una de las mayores heroínas del imperio?

 

           

Kyuden Miya

 

Miles de soldados marchaban al unísono mientras entraban por las puertas del castillo. Los estandartes orgullosamente proclamaban el anagrama del Clan León mientras ondeaban en el viento. Algunas de aquellas unidades habían luchado en las primeras líneas de la Batalla de Shiro Moto, pero nadie podía diferenciarlas de las demás. Cada soldado portaba una armadura perfectamente limpia y brillaban con un color dorado bajo el sol. Cientos de personas observaba en silencio, y sólo el sonido de pesadas pisadas resonaba por el castillo.

Dos de los espectadores estaban sobre las murallas del castillo mientras el ejército León lentamente entraba en la ciudad. Matsu Kenji, vestida con una armadura completa, sostenía su yelmo en las manos mientras seguía a Miya Taihu. Kenji no sabía qué pensar del taciturno hombre. Tenía la reputación de ser uno de los mayores ingenieros de la historia reciente. Sus innovaciones en el diseño de los castillos eran ingeniosas y su trabajo mejoraba el de sus ancestros en casi todo. Con pesar, Kenji recordó la conversación que había tenido con Akodo Shigetoshi, el nuevo Campeón del Clan León, antes de dirigirse a la ciudad Imperial.

“Debemos cortejar el favor de los Miya,” había dicho Shigetoshi mientras abría y cerraba el abanico de guerra que tenía entre sus manos. Ese jugueteo era la única señal del ansia del Akodo por entrar en acción; su cara y voz solo irradiaban tranquilidad, pensados planes. “Taihu tiene la reputación de ser alguien inquietante en persona. Compórtate recatadamente, Kenji-san. Nuestros planes requieren que reunamos algo más que tropas.”

“Os aseguro que puedo ser bastante cortés cuando es necesario,” había respondido indignada Kenji. Tras conocer a Taihu, se arrepentía de su precipitada fanfarronada. Poniéndolo de una manera simple, Taihu era uno de los hombres más exasperantes que hubiese conocido jamás. Aunque hablaba poco, sus halagos parecían estar siempre formados alrededor de una semilla de insultos. Sólo su alto estatus, y el hecho de que ella no estaba segura que él quisiese insultar, había impedido a Kenji responder. Taihu podía ser útil, pero no tanto como para permitirle cuestionar el honor del León.

“Debo elogiaros, Kenji-sama,” dijo abruptamente Taihu. Kenji rápidamente prestó atención al ingeniero, pero no pudo discernir qué había querido decir. Los ojos del Miya aún seguían fijos en los movimientos de los soldados León, y ella podía ver que nada había cambiado. Se preparó para otro más de sus comentarios.

“¿Qué queréis decir, Taihu-sama?” Preguntó Kenji.

Taihu señaló brevemente a los soldados León que seguían entrando en la ciudad. “Veo que sus hombres deben dedicar una parte importante de su tiempo entrenando en desfilar. Tienen un aspecto espléndido.”

Kenji contó hasta tres en su mente y educadamente agitó la cabeza. “Quizás no haya comprendido totalmente lo que has dicho, Taihu-san. Los León somos los guerreros más poderosos del Imperio. Nuestro entrenamiento es muy exhaustivo.”

Taihu levantó una ceja en fingida sorpresa. “No me extraña, entonces, que el León tenga tal reputación de ser tan belicistas. Debéis estar toda vuestra vida entrenando para la guerra para poder tener tiempo de insertar preocupaciones tan estéticas en vuestros entrenamientos.”

“Los samurai son guerreros,” respondió Kenji, elevando la voz. “No debe sorprender que nos entrenemos para la guerra.”

Taihu miró fijamente a Kenji durante un largo instante antes de agitar la cabeza. “Os pido disculpas, Kenji-sama.” Continuó sin esperar una respuesta de la Matsu. “No pienso muy a menudo en los matices tras mis palabras. Simplemente quería alabar a vuestros hombres por la muestra de orden y lo letales que parecen. Opino que un aspecto amenazador es efectivo para romper la moral del oponente. Un muro de un castillo que parece indestructible al enemigo casi ha completado su propósito antes de que se dispare la primera flecha.”

Taihu señaló al patio que tenía debajo, y al ejército León. “Mil relucientes espadas golpeando al unísono. Esa es una visión que inspirará miedo incluso en el ejército más disciplinado. Ese es el castillo que construiré para vuestro clan, Kenji-sama.”

“Siento interrumpir vuestra reunión, mi señora, pero este mensaje no podía esperar,” dijo una voz tras ambos. Kenji y Taihu se volvieron hacia una joven León, que apenas acababa de pasar su gempukku. Llevaba el anagrama Ikoma y la cartera de un mensajero a su costado. Kenji se inclinó, disculpándose, ante Taihu y saludó a la León con un solemne asentimiento de su cabeza.

“¿Qué puede ser tan importante como para interrumpir la reunión privada de una daimyo con un miembro de la familia Imperial?” Preguntó Kenji.

La mensajera palideció y se inclinó profundamente. “Un mensaje de Kitsu Katsuko-sama,” dijo. “Se me dijo que era un asunto de extrema importancia. Debéis regresar inmediatamente a vuestro hogar, Kenji-sama.”

Kenji frunció el ceño y aceptó el pergamino. El mensaje estaba sellado con el anagrama personal de Katsuko. Rompió el sello y desenrolló el pergamino. Rápidamente leyó su contenido y después miró a Taihu. “Lo siento, Taihu-san, pero debo irme,” dijo educadamente. “Debemos continuar con nuestra conversación la próxima vez que nos veamos. Hasta entonces, te juro que esta legión León protegerá esta tierra y te ayudará en tus proyectos, sean cuales sean.”

 

           

Las Salas de los Ancestros

 

Las Salas de los Ancestros eran reconfortantes por su austero silencio. Estatuas de los más famosos guerreros del Clan León se alineaban en las paredes, cada una marcada con una pequeña inscripción de su nombre. Era uno de los edificios más venerados de las tierras León y al que la mayoría de samuráis León viajaban al menos una vez al año en peregrinaje.

Kenji caminó por los pasillos pero no se detuvo donde normalmente rezaba a ciertos ancestros. En vez de eso, se dirigió directamente a su destino, justo al final del pasillo. Todo en esta sala la era familiar, ya que a menudo su madre la había llevado allí cuando era niña para rendir homenaje a los grandes líderes. Había  una simple estatua en el centro de la sala, en fuerte contraste con la multitud de estatuas que había en los pasillos. Era la estatua de Matsu, la temible guerrera que se enfrentó a Fu Leng en lo más profundo de su guarida. Muchas samurai-ko que querían unirse al cuerpo de élite del Orgullo del León se pasaban horas encerradas rezando en esta sala, pero las dos figuras que estaban arrodilladas ante la estatua no era neófitas.

“Katsuko-san,” dijo Kenji en voz baja, “¿qué es tan importante que puede interrumpir una orden dada por el Campeón del Clan León? Y Benika-chan, ¿qué estás haciendo tú aquí?”

Matsu Benika se inclinó ante Kenji pero permaneció en silencio. Katsuko respondió por ella. “Ella está aquí por la misma razón que tú, Kenji-san. Ambas habéis sido ordenadas a entrar en esta sala, y por eso habéis venido.”

Kenji frunció el ceño. “He venido por respeto hacia ti y hacia tus poderes, Katsuko-san, pero no te creas que tienes autoridad para dar órdenes a la daimyo Matsu.”

“No,” dijo Benika en voz baja. Señaló a una pequeña, casi insignificante urna cerca de la estatua. “Katsuko-sama no nos ha llamado.”

La mirada de Kenji recayó sobre la urna. Se quedó sin respiración. Había visto ese objeto sólo un puñado de veces, y recordó vividamente a Matsu Benika, harapienta y herida, llevando ese artefacto al regresar de la Tumba de los Siete Truenos.

Las cenizas de Matsu, la Trueno del Clan León.

“Benika dice la verdad,” dijo Katsuko.

Kenji miró a la gran estatua que se erguía ante ella. Murmuró, “Cuando era una niña, solía idolatrar a Matsu y todos los relatos de sus hazañas. Creía que ella era exactamente lo que yo quería ser cuando fuese mayor. Cuando me enteré de los sodan-seizo Kitsu y de sus habilidades para hablar con los ancestros, les pedí que si podían darme una audiencia con la Dama.” Kenji miró a Katsuko, y su mirada se endureció. “Me dijeron que ningún sodan-senzo había hablado con la Trueno León desde su muerte.”

“Eso es verdad,” admitió Katsuko.

“¿Qué ha cambiado?” Preguntó Kenji. “¿Han mejorado tus habilidades en estos años para poder hacer lo que ningún otro Kitsu ha conseguido? ¿Es por las cenizas? Si las cenizas te otorgaron esos poderes, ¿por qué te ha llevado tanto tiempo entrar en comunicación con la Trueno?”

“¡No te puedo contestar porque no conozco la respuesta!” Contestó Katsuko. Kenji se detuvo, sorprendida por el repentino arrebato. Katsuko se calmó visiblemente y continuó. “Crucé el velo para caminar por los campos de Yomi. Matsu apareció de la nada y exigió que la invocase al reino de los mortales. Específicamente dijo tu nombre, y el de Benika-san, para que estuvieseis presentes cuando la invoque a Ningen-do.”

“¿La Dama Matsu preguntó por mi?” Dijo incrédula Benika. Kenji sonrió. Era una reacción tonta, pero incluso que Matsu conociese su nombre la hacía sentirse algo mareada.

“No sé por qué te quiere ante ella, Kenji-san. Yo simplemente he seguido todas sus peticiones tan bien como he sido capaz. Aquí, en las Salas, tendré la mejor conexión con Yomi de la que soy capaz. Será una invocación difícil. Por favor, permanecer en silencio.”

Katsuko se sentó en el suelo y cerró los ojos. Benika y Kenji se arrodillaron ante ella y esperaron lo que les pareció una eternidad mientras Katsuko, en silencio, se concentraba en el ritual. Las piernas de Kenji hacía tiempo que se habían entumecido cuando finalmente todo cambió. Las velas que les rodeaban parpadearon violentamente. Una presencia de otro mundo cargó el aire de la sala con una palpable fuerza. La respiración de Kenji se aceleró, y ella intentó calmarse. Katsuko abrió los ojos. Ahora relucían con una luz tan brillante que a Kenji le dolía mirarla.

“Dama Matsu-sama,” dijo Kenji. Se inclinó profundamente y Benika la imitó.

“Kenji. Benika.” Dijo Katsuko en una voz totalmente distinta a la suya.

“Me honra que sepáis de mi existencia, Matsu-sama,” dijo con veneración Benika.

Katsuko asintió. “Sigo con especial interés las hazañas de aquellos que llevan mi nombre. Vosotras dos habéis actuado adecuadamente, pero no caigáis en la auto-complacencia. No otorgo fácilmente mi respeto. Tú, Kenji, actuaste adecuadamente matando a Satomi, pero su muerte no debía haberse retrasado tantos años.”

“Sí, Dama Matsu,” dijo Kenji.

La mirada ciega de Katsuko se volvió hacia la samurai arrodillada junto a Kenji. “Y tú, Benika. Aunque el Emperador cayó, tú cumpliste su voluntad. No creas que solo el hecho de regresar con mis cenizas fue lo que me hizo actuar. La devoción de la familia Matsu al bushido, incluyendo tus acciones en la Tumba, es por lo que os quiero avisar del conflicto venidero.”

Kenji entrecerró los ojos. “¿De qué habláis, Dama Matsu?”

“Los Divinos Cielos ya no tolerará a mortales como el Sol y la Luna. Yakamo e Hitomi han transgredido las leyes del Cielo, y el Cielo no conoce la misericordia. Serán expulsados, y serán juzgados. Y no serán los únicos.”

Katsuko miró a Kenji con una penetrante mirada. “La ira de los Cielos no acabará con ellos, Kenji. Impartirán justicia sobre esta tierra, hasta que los dioses vuelvan a dominar toda la tierra. Estar preparados. El León no puede estar desprevenido, porque ellos y sólo ellos son loables.”

Sin más comentarios, la dominante presencia desapareció. La luz de los ojos de Katsuko se desvaneció hasta que éstos, una vez más, fueron los suyos. Puso los ojos en blanco y cayó al suelo.

“Pulgares de Suitengu,” susurró Kenji.

Benika simplemente asintió.