Diosas, Parte 2

 

por Shawn Carman

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Uno de los malditos demonios hombres-tigre estaba de pie sobre el explorador Hiruma, babeando en anticipación de la muerte que solo tardaría unos segundos en producirse. El explorador no mostró miedo alguno. El arco que había usado yacía a su lado, su cuerda rota, y había sacado un largo cuchillo de su cinturón, incapaz de poder sacar ninguna arma más larga. Haría que su asesino sufriese por el privilegio de acabar con su vida, eso era obvio. Pero por supuesto eso no acabaría así.

Hida Benjiro, recubierto de sangre y vísceras y perdido en la roja ira del combate, saltó desde una pequeña roca y golpeó con su tetsubo con la fuerza de un rayo. El demonio tigre le vio en el último momento y se giró para destrozarle, pero era demasiado tarde para eso. El primer y único golpe de Benjiro destrozó la quijada del demonio, y luego se la arrancó de su cuerpo con un asqueroso sonido y un rocío de sangre. Lo siguió con una salvaje patada al vientre de la cosa, sintiendo el romper de costillas y disfrutando de la sensación mientras la bestia caía, rota y moribunda. “¡En pie!” Gritó al explorador. “¡Tenemos trabajo! ¡Ya morirás después!”

“¡Hai, comandante!” Gritó el explorador, desenvainando su katana. “¡También se lo podéis recordar a Seison!”

Benjiro se giró y vio a Kaiu Seison en lo alto, agarrado a las garras de uno de los demonios. La presión que ejercían sobre el ingeniero claramente era enorme, ya que placas de su armadura caían como hojas en otoño. El demonio gritó con ira mientras se lanzaba una y otra vez a morder al Cangrejo, pero cada vez era apartado por un fuerte golpe del martillo de guerra del Kaiu. “¡Seison!” Gritó Benjiro, corriendo hacia el costado de la criatura y aplastando sus costillas con un golpe de su tetsubo. “¡Deja de ejercer de ingeniero y lucha!”

Seison se dejó caer de las garras de la criatura, trastabillando y jadeando. “Sus huesos deben ser… muy duros. Podría construir… una impresionante torre con ellos…” Luego sonrió. “Solo bromeaba, mi señor.”

“Entonces quizás habría tiempo después,” siseó Benjiro, matando la bestia que había tullido.

“Asumes que habrá un después,” replicó Seison. “Nunca he sido un optimista.”

Benjiro apenas le escuchó. En la base de la meseta en la que estaban luchando estaba reunida una enorme masa de demonios, aparentemente solo esperando. Al mirarles, empezaron a separarse desde la parte posterior, como si permitiesen pasar a algo que se acercaba a la meseta. Bajó la mano para confirmar la presencia del arma en su obi. “El optimismo es un pobre uso de nuestro tiempo,” estuvo de acuerdo.

  

 

 

El asedio de Kyuden Ashinagabachi se había convertido en un asedio estancado, con un inmenso ejército de Destructores detenidos en las afueras de la aldea del castillo. La mayoría de los días eran tranquilos, puntuados por brotes de intense violencia y miedo cuando los demonios intentaban penetrar las defensas Mantis y destrozar el castillo. Miles de samuráis estaban acuartelados en las tierras que rodeaban el castillo, luchando día y noche cuando los Destructores lanzaban sus intermitentes asaltos. Los Tsuruchi, acostumbrados a la soledad de las montañas, habían dejado una inmensa provisión de comida y agua para asegurar que no quedarían atrapados en su hogar, pero la increíble cantidad de fuerzas que había para ayudar en la defensa, las provisiones ya empezaban a escasear. Se susurraba que en cuestión de semanas no habría nada para comer o beber. Los más fatalistas entre ellos se burlaban, seguros de que la guerra concluiría antes de eso, de una forma o de otra.

Suzume Sahara estaba sentado en una destrozada caja de madera tras un inmenso y caótico muro de tierra que había sido rápidamente construido por campesinos solo un poco antes de que empezase el asedio. Los Destructores usaban poco el disparar desde la distancia, pero Sahara agradecía de todos modos el muro. Después de todo, no había por qué tentar a la suerte.

Ese pensamiento hizo sonreír a Sahara. Tentar a la suerte era casi literalmente su deber para con los Araña. Había sido un miembro de Buena posición en el Clan Gorrión durante mucho tiempo, habiéndoles jurado fidelidad por petición del señor Araña. Desde entonces había hecho todo lo posible para equilibrar ambos juramentos, y para cumplir sus obligaciones tanto para los Araña como para los Gorrión. Pocas veces pensaba que lo había conseguido.

“¡Sahara!”

El joven duelista se giró y vio una cara familiar que corría en dirección suya. Shiba Ikuko era una guerrera de una increíble concentración con la que en las últimas semanas había trabado una buena amistad. “El gunso dice que los Mantis están preparando uno de sus trucos,” dijo ella, frunciendo un poco el ceño. Sahara sabía que muchos de los poco convencionales usos de magia en batalla del Clan Mantis hacía que los más tradicionales Fénix se sintiesen incómodos. “Debemos prepararnos para aprovecharnos de esa ventaja.”

Sahara asintió. “¿Cuál es nuestro objetivo? Hay poco ahí fuera en cuestión de defensas, por lo que no creo que podamos mantenerlo aunque lo conquistemos.”

“Algunos de los míos se están preparando para levantar otro muro, si es que podemos,” dijo Ikuko. “Si es posible, queremos retomar al menos unos pocos cientos de metros. Eso nos dejará buscar si hay supervivientes de las acciones de hoy.”

“Al menos podremos recuperar sus espadas,” dijo Sahara. Estaba enormemente agradecido de poder hacer al menos eso, aunque sospechaba que no habría supervivientes que rescatar. Esa tarde la lucha había sido horrible. Miró a Ikuko y sonrió. “Estaré junto a vos, si me lo permitís, Shiba-sama.”

Ikuko le devolvió la sonrisa. “¡Entre esta chusma hay muy pocos que preferiría antes que a ti, Sahara!” Luego empezó a observar Kyuden Ashinagabachi, y su sonrisa se difuminó en una expresión de consternación. “Ahí,” dijo, señalando una de las torres más altas.

Sahara siguió el gesto y vio como la pequeña y lejana figura de una sacerdotisa se lanzaba desde la torre al vacío. Pero no cayó. Sahara sabía que debía ser Moshi Awako, la regente de la familia Moshi y la que había orquestado la mayoría de las defensas mágicas en la batalla. Desde esta distancia parecía volar entre las nubes, alejándose del castillo para flotar muy por encima del campo de batalla. Y luego empezaron los rayos.

“¡Fortunas!” Maldijo Ikuko, y miró hacia otro lado. El cielo estaba lleno de un fulgor tan majestuoso que era difícil mirarlo. Pero Sahara si lo miró. No podía apartar la vista. Los relámpagos de luz parecían tomar forma, y crear la imagen de un inmenso dragón enroscado entre las nubes. Los rayos surgían de él y limpiaban la tierra en la zona que se estaban preparando a retomar, pero él solo podía mirar al dragón.

Mientras miraba, el dragón se giró, y pareció mirarle directamente. ¿Eres digno? Dijo una clara voz en su mente, llenando cada rincón de su alma. ¿Eres digno, pequeño Araña?

“¡Ahora, Sahara!” Gritó Ikuko. Desenvainó su espada y saltó el muro, con Sahara corriendo justo detrás. Su brazo derecho trabajó sin que tuviese que pensar en ello, operando solo por instinto, pero su mente estaba llena de la magnitud de la pregunta.

¿Era digno?

   

 

 

Benjiro había perdido la cuenta de cuantos demonios-tigre había matado cuando de repente fue golpeado por algo con una fuerza tan increíble que expulsó en un instante todo el aire de sus pulmones, y se encontró dando vueltas por el aire, fuera de control. Tuvo suerte de aterrizar sobre la tierra y no sobre una roca, aunque afortunado no era como se sintió cuando cayó de golpe al suelo en una postura indigna, intentando respirar y luchando por recuperar el sentido.

“Reconocí tu mal olor desde cierta distancia,” dijo una voz familiar y ceñuda. Benjiro llevaba meses escuchándola en sus pesadillas. “Brevemente me pregunté si estabas intentando llevarme a algún tipo de trampa, pero no… eres solo lo suficientemente estúpido para separarte de tus aliados y quedar a mi misericordia.”

Benjiro consiguió ponerse en pie, escupiendo sangre al suelo. “¿No pueden ser ambas cosas?”

“Me enfermas,” dijo el rakshasa, mirándole con obvio desdén. El cambia-forma había asumido su forma con cabeza de tigre, muy similar a las otras criaturas más grandes diseminadas por la meseta, cada una de ellas con uno de los hombres de Benjiro inmovilizado o sujeto contra el suelo. “Tus hombres y tu apestan incluso más que el resto de tu especie. Sois unas asquerosas y brutas criaturas no adecuadas a otra cosa que no sea el combate, en el que sois deplorablemente inadecuados.”

“Fortunas, si hubiese sabido que hablarías hasta matarme me hubiese matado a mi mismo cuando me desperté esta mañana,” gruñó Benjiro. Sacó un pequeño cuchillo de marfil de su cinturón. “Si quieres matarme, entonces ven hacia mi como un hombre, cobarde.”

“¿Cómo un hombre?” Se mofó la bestia. “¿Cobarde? Con cada palabra demuestras ser un estúpido. ¿Crees que me heriste la última vez? Hay cicatrices pero se curarán. No necesito temerte.” El demonio levantó sus garras y rugió. “Pero disfrutaré matándote. ¡Ningún mortal se atreve a tocarme!”

Benjiro se pasó el cuchillo de una mano a otra. “Haré más que eso.” Hizo un gesto al demonio para que se le acercase. “Ven.”

El rakshasa rugió y se lanzó hacia delante. Benjiro saltó hacia un lado nada más verle moverse, pero incluso eso no fue suficiente. Sintió las garras de la bestia rasgar las espinilleras, arrancándole la armadura de su espinilla izquierda. Al mismo tiempo atacó con el cuchillo corto, que parecía demasiado pequeño en su mano. Sintió como rasgaba algo, pero era tela, no carne. Rodó nada más caer al suelo. Casi no fue suficiente, ya que hubo un profundo retumbar y le llovieron tierra y piedras ya que la cosa intentaba aplastarle con las patas. Volvió a atacar con el cuchillo y esta vez se vio recompensado un aullido de furia y dolor.

“¡Insecto!” Rugió el rakshasa. “¡Roedor!” Benjiro apenas consiguió desviar el golpe de la cosa, que consiguió arrancarle las placas de su armadura. Luego rasgó la carne de su brazo, y le clavó el cuchillo en la parte superior del brazo, haciendo que surgiese otro aullido de agonía. Se lanzó hacia atrás, pero no antes de que la cosa le diese una bofetada con el dorso de la mano que, por un momento, temió que le había tronchado la espalda. Rodó en el polvo y escupió, lanzando sangre y tierra de su boca al suelo. Aún podía sentir el cuchillo en su mano, pero sus dedos estaban inertes y aún no podía hacer que su brazo se elevase. “No… no he terminado... contigo…” masculló.

“Por favor,” dijo el rakshasa, su voz destilando desdén. “Si esta fuese solo una confrontación física, quizás podrías mantener un tiempo mi ritmo, pero no tienes ni idea del poder que tengo. Eres solo un mortal, y yo… ¡yo soy un rakshasa!” Cogió a Benjiro por el cuello con una mano, su otra mano sujetando la muñeca de la mano que sujetaba el cuchillo. Mostró sus colmillos. “¿Tienes algunas últimas palabras, alimaña?”

“Cuando… llegaste…” jadeó Benjiro, apenas capaz de meter aire en sus pulmones, “…pensaste… trampa…”

“Una irrisoria sobrestimación,” escupió el demonio.

La cada vez más blanca cara de Benjiro mostró una sonrisa. “Tenías… razón…”

Desde los lados de la meseta, una nube de flechas repentinamente saltó al aire. Cayeron sobre las bestias que esperaban en la base, atravesándolas por cien sitios y manchando la tierra con su sangre. Cayeron sobre las bestias-tigre de la meseta, evitando a los guerreros Cangrejo que se metieron bajo sus enemigos para evitar el ataque. Y un número menor de flechas, sus puntas brillando bajo el sol, cayeron hacia el rakshasa, rasgándola la piel y haciendo que surgiese un fiero grito de dolor. “¿Qué es esto?” Rugió.

Benjiro liberó su mano y le dio una patada en el estómago con ambas piernas, liberándose. Se levantó en un instante y golpeó a la bestia en el estómago, haciendo que soltase otro grito de dolor. “¡No me puedes matar!” Gritó, apartando a Benjiro. “¡No podrás acabar conmigo! ¡Soy eterno! ¡No puedes matarme!”

“No tengo que matarte,” dijo Benjiro. “Solo necesito demorarte.”

Ante sus palabras, una pequeña unidad Unicornio salió galopando del otro lado de la meseta, sus caballos levantando una enorme nube de polvo. Eran guerreros y sacerdotes, pero el hombre que cabalgaba al frente era distinto a sus compañeros incluso a esa distancia por la máscara de hierro que cubría su cara.

“¡Doomseeker!” Gritó el rakshasa, y esta vez no era dolor o indignación lo que había en su voz, solo miedo. Se giró para huir pero Benjiro fue al instante contra él, tirándose sobre sus patas y clavándole repetidamente en las patas y espalda con su ahora ensangrentado cuchillo.

“Vuestra parte en esto ha acabado, señor Benjiro, y lo habéis hecho bien,” dijo Iuchi Katamari, su voz resonando. “Apartaros, y acabaré de una vez por todas con esta asquerosa bestia, como exige mi orden.”

Benjiro dio una patada al demonio en la cara, y dio un salto para apartarse, porque los últimos golpes de sus garras seguro que le hubiesen matado. El demonio se retorció en el suelo de dolor cuando los rituales del Doomseeker le dominaron y empezaron a arrancar su esencia inmortal de su cuerpo. “¿Recuerdas?” Preguntó Benjiro. “¿Recuerdas lo que te prometí? Dije que estaría ahí cuando murieses.” Benjiro se dejó caer sobre una roca y clavó su daga en el suelo. Se limpió sangre de su cara y miró impasiblemente a la bestia. “Espero que dure mucho.”

Los gritos del rakshasa resonaron durante muchas horas por las llanuras.

   

 

 

Furumaro regresó sonriendo junto al joven samurai. “He hablado con el abad,” dijo. “Los hermanos que hay aquí están bastante ocupados, como te puedes imaginar. Nos dejarán seguir con nuestros asuntos siempre que no interfiramos con sus rituales o preparativos.”

“¿Preparativos?” Preguntó Akodo Shunori. “¿Qué preparativos?”

“Fue su palabra, Akodo-sama, no la mía,” dijo Furumaro con una leve reverencia. “Pero me imagino que su proximidad al frente actual les han hecho algo paranoicos sobre la evacuación.”

“Eso lo entiendo,” dijo Doji Ayano. Miró a su alrededor con un suspiro. “Adoro los templos. Tan serenos y pacíficos. Este es un buen lugar para descansar hasta que determinemos que podemos hacer.”

“Ugh,” contestó Bayushi Kurumu. “¿Sereno? Aburrido, quizás.”

“¿Preguntaste si la Emperatriz ha estado en esta zona?” Preguntó Shunori.

“No lo hice.” Furumaro parecía sorprendido. “Asumo que no es conocimiento general que ella esté viajando por esta zona. ¿No la pondría eso en mayor peligro? Pero no, no lo mencionaron, y estoy seguro que alguien lo habría hecho.”

Isawa Kyoko asintió. “Si la Emperatriz hubiese estado aquí, este templo se consideraría sacrosanto. Incluso en esta guerra, habría fieles partidarios por todo el templo.” Agitó la cabeza. “La Emperatriz no ha estado aquí.”

Kurumi se abanicó levemente. “Hemos buscado por cada carretera importante y en todas las paradas importante de esta región,” dijo. “Os aseguro que la Emperatriz no está en esta provincia. Su camino y el nuestro claramente se separaron en algún lugar. Puede estar en cualquier lugar en las tierras Escorpión, pero estoy casi segura que no está cerca.”

“Supongo que puede estar viajando de incógnito,” ofreció Yoritomo Saburo.

“¿Por qué viajaría de incógnito la Emperatriz?” Preguntó Shunori. “¡Eso tiene menos sentido aún que el que ella pueda estar en esta región!”

“Ten cautela,” advirtió Saburo. “Odiaría que tu dijeses algo sin pensarlo, que te obligase después a matarte.”

Shunori frunció el ceño, pero no contestó. “Los asuntos de la Emperatriz en esta región deben de estar conectados con nuestro asunto en los Dedos de Hueso,” presionó Kurumi. “No puedo creerme que los dos no estén relacionados.”

“Estoy de acuerdo,” dijo Kyoko. “La Emperatriz tiene una perspicacia muy superior a la nuestra, y creo que estamos viendo como el destino se desarrolla ante nosotros.”

“Si de alguna manera estamos involucrados en su llegada a esta región,” dijo sombríamente Shunori, “entonces todos y cada uno de nosotros es responsable de algún modo en poner a la Emperatriz en peligro.”

El comentario les silenció a todos durante un momento. Saburo se frotó el mentón. “Eso da que pensar.”

“Tenemos que hacer algo,” insistió Shunori. “¡Tenemos que hacer algo para proteger a la Emperatriz!”

“Ni siquiera sabemos dónde está,” insistió Kurumi. “¿Qué es lo que propones que hagamos?”

“Nos encontramos en una situación difícil,” dijo Furumaro asintiendo sabiamente. “La Emperatriz está relativamente cerca, pero no sabemos donde. Los Destructores están también cerca, y teméis que ellos encuentren a vuestra Emperatriz.” Se encogió de hombros. “O la podéis encontrar, o de alguna manera distraéis a los Destructores, o me temo que estaréis en una situación complicada.”

“¡No podemos encontrarla!” Dijo Ayano, claramente preocupado. “Kurumi conoce esta zona tan bien como nadie, y no nos ha podido ayudar. ¿Qué más podemos hacer?”

“Está claro que no podemos atraer la atención de los Destructores,” dijo Saburo.

“¿No podemos?” Los demás miraron a Mirumoto Ichizo, sorprendidos. El práctico y joven guerrero se encogió de hombros. “Se me ocurre algo que podemos hacer.”

“Ahh,” dijo Furumaro riéndose. “¡Los Mirumoto! ¡Siempre pensando de forma inusual!”

“¿De qué estás hablando?” Preguntó Shunori.

“Oh,” dijo Kyoso. “¡Oh, no! ¡No, no, no! ¡No debemos!”

“Todos debemos tomar decisiones,” aconsejó Furumaro. “Estoy seguro que vosotros llegaréis a la correcta, sin importar sus consecuencias.”

“¿De qué estás hablando?” Repitió Shunori, su voz más fuerte.

“El pergamino,” dijo Kyoko. “¡Quiere que abramos el pergamino!”

Sonó acero desenvainándose, pero Saburo se interpuso entre Hiruma Akio y el guerrero Dragón. “Guarda eso,” ladró. “Si vas a comportarte como un estúpido retrocede por donde hemos venido e intenta encontrar el rastro de la patrulla Araña, como antes querías hacer.”

“No abriremos ese pergamino,” juró Akio.

“¿Qué es lo importante?” Preguntó tranquilamente Ichizo. “¿La Emperatriz, o la santidad de nuestras almas?” Miró a Shunori. “Apuesto a que la familia Akodo ya sabe la respuesta a esa pregunta.”

El rostro de Shunori estaba blanco de ira, pero no dijo nada. Echó humo durante un momento, hasta que Saburo se puso ante él y le miró a los ojos. Lenta, casi imperceptiblemente, asintió. Saburo asintió a su vez, y luego miró a Kyoko. “Dame el pergamino, por favor,” dijo en voz baja.

“¡No!” Gritó Akio. “¡No lo hagas!”

Saburo cogió el Pergamino Negro a Kyoko, su cara lívida. “No veré como muere la Emperatriz porque nosotros hemos sido débiles.”

“¡No sabes donde ella está!” Dijo Akio. “¡Puede haber regresado a la Ciudad Imperial!”

“Ruego porque eso sea verdad,” dijo Saburo. “Pero creo que tu sabes que no es así.”

Con manos temblorosas, rompió el sello del pergamino.

 

CONTINUARÁ