Doctrina de Confrontación

 

por Lucas Twyman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Durante diez años, Tamori Akeno había cuidado de su exquisito jardín de rocas que estaba fuera de la Atalaya del Pico Escarpado, uno de los puestos avanzados más al este del Clan Dragón en las montañas septentrionales. Durante la Guerra del Fuego Oscuro, Akeno abandonó su pequeño jardín para defender su tierra natal, solo para regresar y encontrarse con que la atalaya no había sido atacada por el Ejército de Fuego. Agradó inmensamente a Akeno ver que su jardín no había sido perturbado – era como un recordatorio que la belleza de las montañas seguiría durante la eternidad, a pesar del gran conflicto que ocurrió entre los picos.

Ahora, Akeno maldijo su estúpido optimismo. Una pequeña legión de hombres caminaba por la ladera de la montaña hacia la atalaya, destruyendo la tranquilidad del jardín de rocas. Las fuerzas del Ejército del Fuego Oscuro habían regresado – más pequeñas, más duras, aparentemente mejor organizadas. En vez de intentar un ataque suicida, liderados por locos envueltos en llamas, los bárbaros del norte se habían acercado sigilosamente durante la noche y atacado con firme y mortífera precisión. Mirumoto Gukochi, el comandante en funciones de la Atalaya, fue alcanzado por una repentina flecha y cayó desde donde estaba al suelo. El combate fue rápido, y los defensores se vieron abrumados.

La Atalaya del Pico Escarpado estaba condenada, y mientras se acercaba el líder de los bárbaros, Akeno susurró una última petición a los kami que habitaban en su amado jardín: enviad un mensaje a través de la tierra; encontrar a otro shugenja y avisar al Imperio que el Ejército ha regresado. La tierra retumbó un poco, asintiendo, pero los bárbaros solo se rieron, mostrando bocas de rotos y desaparecidos dientes. Su líder, vestido en la indecorosa piel y pelo de animales muertos, se rió el que más, y se mofó de Akeno con fuerte acento: “El Señor del Fuego los saluda, Roku-ganis. ¡Espera que no hayáis olvidádole tan pronto!”

El jefe de los bárbaros levantó su curva espada, y Akeno se unió a sus ancestros en los Campos de los Muertos.

   

           

La orden aún no se había dado para evacuar el pueblo de la Aldea del Último Risco, pero en todo caso la Casa de Sake de la Tercera Flor estaba casi vacía. Tras la desgracia de la Guerra del Fuego Oscuro, se habían encontrado muchas vetas de valiosos metales cerca de la superficie de las montañas, afloradas sin querer por la magia de los sacerdotes de Rokugan, que agitaba la tierra. En pocas semanas, nuevas aldeas mineras fueron establecidas por los señores locales, y El Último Risco, localizado cerca de una nueva mina de oro, era de las más pobladas y prósperas. Un hábil y joven mercader, sintiendo la necesidad que existiese algo de civilización en la dura zona virgen, estableció la Tercera Flor, y se convirtió en la primera estructura permanente en la improvisada aldea. El establecimiento era próspero y bullicioso, pero cuando entró Shiba Nobuyuki en la casa de sake, los únicos sonidos que escuchó eran los gemidos de dolor de cuatro hombres que yacían inconscientes junto a la puerta y una profunda voz cantando una popular canción campesina dentro.

La Tercera Flor estaba completamente desordenada. Las esteras para sentarse habían sido raspadas y tiradas por la sala; varias de las mesas estaban patas arriba. Los únicos sirvientes aún presentes estaban apiñados en el rincón más lejano, en un cuenco ante ellos un gran montón de monedas. Miraron a Nobuyuki cuando este entró, y este siguió su mirada hasta ver un rastro de tazas de beber vacías que llevaban hasta un bajo pero ancho hombre que estaba sentado junto a la pared este de la casa de sake. El hombre era clavo excepto por un tirante moño de pelo, y su cuerpo estaba blasonado con tatuajes – el principal era un tigre saltando en su pecho y abdomen y una gran llama lamiéndole la espalda y cuello. Nobuyuki se acercó lentamente al hombre, y este en vez de saludar al samurai que se le acercaba, simplemente rellenó su taza de sake con una cercana botella de caro sake importado.

Nobuyuki se sentó con cautela frente al hombre, que le miró desde detrás de una taza de sake. El monje sorbió sonoramente al tragar hasta la última gota de sake de la taza.

“Lógicamente, tus tatuajes te proclaman Togashi. Eres un monje de esa orden, ¿verdad?”

“Todos los hombres son muchas cosas,” contestó el monje, “¿por qué crear impresiones cuando solo existen para ser rotas?”

Nobuyuki frunció el ceño y se frotó las sienes. “Vale. Definitivamente eres un Togashi.”

El monje sonrió y cogió una casi llena botella de shochu. “Si tu lo dices,” dijo. Casi como si sintiese la necesidad de puntuar lo que acababa de decir, levantó la botella hasta sus labios y empezó a tragar el licor que tenía un fuerte olor.

“Los cuatro hombres que estaban junto a la entrada…” dijo Nobuyuki, interrogativamente.

“¿Los hombres que están inconscientes?” Contestó el monje, con una sonrisa depredadora.

Nobuyuki levantó una ceja. “¿Lo hiciste tu?”

El hombre tatuado tiró la botella al suelo y se puso de rodillas, buscando algo más que beber. Volviendo la vista hacia el Fénix, contestó, “Esos hombros caminaban por su propia senda, sin preocuparse de mirar hacia donde les llevaba. Yo soy solo el acantilado que estaba al final de su senda.” Había un peligroso tono de humor en su voz.

Nobuyuki se obligó a quedarse quieto. “¿Entonces debo pensar que eres un Togashi que buscas peleas en bares después de beberte casi todas sus existencias?”

“Piensa lo que quieras, Shiba,” contestó el monje, “pero tengo un secreto.”

El monje se arrastró hasta Nobuyuki y se sentó perpendicularmente al sentado yojimbo. Se inclinó hacia Nobuyuki, y el yojimbo notó que el aliento del hombre olía no a alcohol sino a ceniza. El monje se acercó al oído del yojimbo, y susurró, “Este es un lugar de vicio, pero los vicios que los hombres vienen aquí a alimentar yo no comparto.”

De un fluido movimiento, Nobuyuki se puso en pie. Miró con ira al monje. “En el mejor de los casos estás loco, en el peor eres un fraude, y no tengo tiempo que malgastar contigo.”

Para asombro de Nobuyuki, el monje presionó con la palma de su mano derecha el suelo, se inclinó sobre su brazo derecho, y lentamente levantó sus piernas en el aire. Con un rápido movimiento, saltó de su posición invertida, giró por el aire, y aterrizó de pie. “¿Abandonándome tan pronto, Shiba? ¿Te olvidaste del hombre que tienes a tu cargo?”

Nobuyuki puso su mano sobre la empuñadura de su katana. “El que está a mi cargo está siendo vigilado por mis compatriotas. Se acerca algo peligroso, pero me temo que tu eres el mayor peligro.”

El hombre tatuado entrecerró los ojos, luego se inclinó hacia atrás y se rió, agarrándose el estómago con ambas manos. “¿De verdad?” dijo, cubriéndose la boca con la mano, “Te aseguro que controlo completamente mis facultades.”

Nobuyuki miró por la sala, notando las docenas de tazas y botellas vacías tiradas por el suelo. Asintió al propietario, que estaba agachado en el rincón más lejano, antes de girarse hacia el monje tatuado. “Estoy seguro que estás en perfecto estado.”

El monje abrió sus desgastadas manos como si estuviese ofreciendo un regalo. “Mi querido Shiba, piensa durante un instante: si yo fuese un hombre normal, el beber todas estas botellas de sake no me hubiese emborrachado – ¡seguramente me hubiese matado!”

Nobuyuki asintió, y flexionó con ansiedad sus dedos, al final cerrándolos sobre la empuñadura de su espada.

El monje miró al obi de Nobuyuki, y luego a su cara. “No soy un hombre normal. Confío que en tu trabajo, has debido de aprender algo de medicina.”

“Conozco los auxilios básicos, por supuesto, por su fallo en mi obligación principal, y sé que hierbas y compuestos pueden ser usados para tratar las enfermedades y venenos más comunes.”

“¿Entonces sabes que nuestros cuerpos contienen muchos órganos extraños que dirigen el flujo de los elementos, y otros que pueden ser manipulados para maximizar el flujo del chi?”

Nobuyuki asintió, pero siguió agarrando su espada.

“Yo no tengo esas cosas. En vez de eso, ¡los dones del Señor Satsu y de la antigua Dama Luna han reemplazado mis entrañas con un rugiente horno!” El monje sonrió ampliamente, y Nobuyuki pudo ver que los bordes de sus dientes estaban ennegrecidos. El monje señaló su boca y continuó. “Por ello, todo lo que meto aquí dentro tiene el mismo resultado: se quema para alimentar la llama. Ninguna bebida puede hacerme perder el sentido, ningún veneno puede matarme, y ninguna comida está lo demasiado podrida o dura para que yo no saque fuerza o sustento de ella. Y como el fuego me ha quitado completamente el sentido del gusto, no me importa mucho hacerlo. Sin hablar que el fuego de mi chi – bueno, digamos que tiene cierto uso en mi senda de Iluminación.”

“Entonces el sake no te afecta. Pero sigues siendo un monje – ¿por qué bebértelo todo?”

“El alcohol no es el pecado; es la intoxicación. Al beber todo el sake en este establecimiento, impido que los menores caigan demasiado profundamente en sus tazas, y así les incito a buscar su propia iluminación.”

“¿Y los hombres que están fuera? ¿Cómo buscan la iluminación mientras están desmayados en el suelo?”

“¿Están abrazando el Vacío?” El monje sonrió inocentemente. “Al menos me han ayudado en mi senda de Iluminación. Durante el combate, encontraré el estado de conectada separación necesaria para volverme uno con el Universo. La Iluminación necesita tanto el conocimiento de todas las cosas como la separación de ese conocimiento. A través de la confrontación aprendo, y al destruir todo a lo que me enfrento, me separo de ello por su no existencia.”

“Estás loco.”

“No, soy Taro, y me ha alegrado conocerte, Shiba.” Togashi Taro se inclinó profundamente ante el yojimbo, y dijo, irónicamente, “Supongo que esta es la parte en la que me sermoneas, como lo haría mi amigo Gato.”

Nobuyuki parpadeó dos veces, y luego soltó su espada. Se inclinó ante el monje. “No, ahora te pediré que te unas a mi, Taro-san. Fui enviado por tu hermana monja, Togashi Miyoko, para que te encontrase. Ella me dijo que solo tú podía ganar tiempo para ayudar a esta aldea.”

Taro abrió mucho los ojos. “¿La pequeña Miyoko necesita mi ayuda para salvar este pueblo? ¿Por qué no lo dijiste antes?” Mientras pasó corriendo junto al bushi Shiba, añadió, “Ese es el problema con los Fénix. Siempre hay que adivinar lo que queréis – nunca decís nada de una manera práctica.”

Nobuyuki estaba demasiado asombrado como para responder.

  

           

Al otro lado de la improvisada calle, había tres hombres y una joven, observando intensamente la entrada a la casa de sake. Los tres hombres llevaban signos de sus puestos – el primero, vestido en un simple marrón con un pequeño anagrama dragón, estaba un poco apartado, y llevaba solo una katana en su obi. El segundo, vestido de dorado y verde, tenía una katana y dos wakizashi en su costado, mientras que el último hombre llevaba un kimono naranja y dorado en el que estaba blasonado el anagrama de la familia Isawa. La cara de la joven se iluminó cuando Taro surgió de la casa de sake, y el fuerte hombre tatuado corrió hacia ella y la agarró por los hombros.

“¡Miyoko, mi Pequeña Flor! ¡No esperaba verte aquí!”

La pequeña mujer sonrió a su hermano monje. “Ni yo a ti, Taro. Cuando los aldeanos me dijeron que estabas aquí, apenas pude creerlo.”

Taro miró a sus acompañantes con interés. “¿Y este es el famoso Señor Kenzo, supongo? Había escuchado que viajabas con ella.”

Kenzo se inclinó profundamente ante el monje. “Hai, sensei.”

Taro agitó la cabeza. “Soy un profesor, samurai-san, pero no creo que aprecies mi mensaje. ¿Y quién es este?”

“Se llama Hozumi, hermano mayor,” dijo Miyoko, “me ha acompañado por todo el Imperio. Regresamos hace poco de las tierras Cangrejo.”

Taro caminó hasta Hozumi y le examinó de cerca. Hozumi, visiblemente nervioso por la proximidad del monje tatuado, retrocedió con cautela. El monje entrecerró los ojos y se le acercó. Luego, de una fuerte palmada, agarró al vasallo bushi por los hombros. “¡Hah, mi chica lista!” Tronó Taro, “¡Abandonaste tu lugar en el altar del ronin para vigilar a su nieto! ¿Te lo pidió su fantasma, o fue su caballo?”

Miyoko sacó hacia afuera su labio inferior. “Taro, mis obligaciones son solo mías.”

“Entonces fue el caballo,” contestó Taro, sus ojos reluciendo, “Siempre pensé que podría ser más listo que su jinete.”

Tras Taro, el shugenja de anchos hombros aclaró su garganta. “Yo soy Isawa Nakajima, y ya has conocido a mi yojimbo, Shiba Nobuyuki.”

Taro asintió secamente al shugenja, y luego se volvió a sus compañeros Dragón.

“¿Es esto lo que pensaste que quería decir nuestra Campeona cuando nos dijo que saliésemos a enseñar?” Dijo Miyoko, sus manos en la cintura. “¿Golpear a hombres a las puertas de establecimientos de vicio?”

Taro se encogió de hombros. “Esos hombres tomaron una decisión, y el precio que pagaron por ello no fue demasiado caro. Después de todo, si hubiese sido Akagi o Futoshi, ahora seguro que estaban muertos.”

“Akagi y Futoshi no ven que sea sabio asociarse con otros hombres, Taro, por lo que no se meten en situaciones en las que hay a su alrededor suficientes hombres como para meterse en peleas aleatorias,” le reprendió Miyoko. “Además, por lo que sé, Akagi lleva subido al tejado de un palacio Grulla durante más de un mes, y rehúsa bajar.”

Taro frunció el ceño. “¿Supongo, entonces, que los Grulla no han intentado aún enviarle a un campesino con una escoba para que baje?”

Miyoko agitó la cabeza. “No. Pidieron ayuda, pero la Dama Maya ha decidido que sería más educativo para los Grulla si el Señor Numata encuentra la forma de bajar a Akagi por si mismo, y por ello no ha respondido.”

“Maya y sus trucos,” dijo Taro, agitando su cabeza con tristeza, “¿cuándo aprenderá que el conocimiento viene por la confrontación, no por la inteligencia?”

“No todo el mundo comparte tu creencia en tu filosofía, Taro,” contestó Miyoko.

“¡Y por eso estas diferencias doctrinales nos llevarán a la perdición!” Exclamó Taro. Miyoko y él se miraron con complicidad.

El gran shugenja Fénix de pelo largo se aprovechó del momentáneo silencio para adelantarse. “Si me permitís, Señor Togashi, nos enfrentamos a una amenaza mucho más tangible que la filosofía.”

“La tierra me habló,” dijo Nakajima, su voz un bajo estruendo. “Me habló de un ataque sobre Pico Escarpado. Mi yojimbo y yo estábamos a un día de viaje, por lo que investigamos. Y la atalaya ha caído, y también dos otras cercanas a ella.”

“¿Un nuevo enemigo?” Preguntó Kenzo, entrecerrando los ojos, “¿No puede ser Chosai atacando tan pronto otra vez?”

“Es Chosai, Mirumoto-san,” confirmó Nakajima. “Las fuerzas que ahora usa son los veteranos del anterior conflicto, los pocos suficientemente listos y hábiles como para sobrevivir la aplastante derrota que inflingimos a sus fuerzas. No atacan como locos furiosos, ni usan como su vanguardia a bárbaros en llamas gritando con eterno dolor. Se han adentrado rápida y eficientemente, usando su mejor movilidad y toda una vida viajando a través de las duras estepas septentrionales para atacar velozmente, eliminar toda oposición, y retirarse antes que puedan llegar refuerzos.”

“¿Y crees que se dirigen hacia aquí?”

Nakajima asintió con firmeza, apretando los labios.

“El Señor Nakajima intentó ponerse en contacto con Shiro Tamori, pero aparentemente los kami de la tierra alrededor de la fortaleza no quisieron cooperar,” añadió Nobuyuki.

Kenzo se rió. “¿Querías una respuesta del Señor Shimura a la petición de un Isawa? No, a pesar de su origen, no le cae muy bien tu clan. Pero son una de las fortalezas más cercanas a este lugar. Conozco algunas sendas ocultas a través de las montañas, y mi caballo está entrenado para viajar a través de este agreste terreno. Yo entregaré tu mensaje.”

“Eso sería de ayuda, Señor Kenzo, pero esta aldea está en el camino del ejército,” contestó Nakajima. “Necesitamos evacuar a los hombres y mujeres que viven aquí.”

“Hozumi y yo os podemos ayudar, Señor Isawa,” dijo Miyoko, su voz más alegre. “La Aldea del Altar al Campeón está a unos pocos días andando de aquí. Con vuestra ayuda, podemos rebajar el tiempo de viaje hasta allí.”

Se volvió hacia Taro. “Y eso te deja a ti el trabajo más importante, hermano.”

Los ojos de Taro brillaron y su sonrisa se amplió aún más. Golpeó con su puño la palma de su otra mano. “Yo me encargo de luchar contra ellos, ¿verdad?”

“Tu te ocupas de encontrarles y mantenerles entretenidos, si, a pesar de las aplastantes posibilidades en tu contra.” Dijo Miyoko, frunciendo el ceño. “No muestres tanta alegría.”

“¿Un hombre?” Dijo Nobuyuki. “Eso es una locura. Nakajima y yo te acompañaremos.”

“No os preocupéis, mis señores,” dijo Taro con una reverencia, “Yo solo encontraré al ejército y les retrasaré lo suficiente como para que podáis evacuar Último Risco.”

“¿Tu solo mantendrás a raya a una legión? ¿Y si el Ejército te evita, Togashi?” Rugió Nakajima, “Deberíamos acompañarte.”

“¡Ah, pero no lo harán! Y aunque lo hiciesen, tenéis a Miyoko con vosotros. ¡No os preocupéis!” Dijo Taro, riendo aún, “La niña es un prodigo que solo ocurre una vez en cada generación. Algún día se lo pondrá difícil incluso al propio Kaelung.”

Taro salió corriendo, alejándose de los dos Dragón y de los confundidos Fénix, hacia el norte. Antes de que pudiesen responder, el bullicioso hombre tatuado saltó diez metros desde un acantilado a una pequeña senda montañosa que había debajo, riendo todo el rato. Tras ver como se iba el monje, Hozumi solo se volvió hacia sus compañeros y se encogió de hombros. Los dos Fénix le miraron fijamente, sus bocas abiertas, y este solo abrió las manos y se volvió a encoger de hombros.

“Con el tiempo te acabas acostumbrando a ese tipo de cosas,” dijo, y Miyoko asintió, ya que estaba de acuerdo.

“Saquemos a esta gente de aquí.”

  

           

Un día después, Togashi Taro regresó a la Aldea del Último Risco, empapado en sangre, perseguido por el resto de una ardiente legión de bárbaros del norte. Cuando vio que la aldea había sido evacuada, empezó a reír otra vez, y aceleró el paso.