El Destino de los Cinco Anillos

 

por Rich Wulf y Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

El herrero que pueda crear un yelmo lo suficientemente fuerte como para romper mil espadas guardará el Libro de la Tierra.


            Kaiu Sugimoto estaba agachado sobre un saliente de pesada roca, mirando hacia la lejana ciudad de Toshi Ranbo con un gesto de preocupación. El Guardián de la Tierra hacía días que no se había movido, observando la Ciudad Imperial con la infinita paciencia del elemento al que representaba. El cielo se llenó de nubes, avisando de una próxima tormenta.

Un leve movimiento le llamó la atención. Sus oscuros ojos se posaron sobre el cuervo que ahora estaba al borde del camino.

“Sigue volando, pajarito,” tronó Sugimoto. “Sigue volando, y lejos de aquí. Rosoku ha caído. No hay razón para que permanezcas. Creo que la muerte de tu señor solo es el principio de algo mucho más oscuro.”

El pájaro ladeó su cabeza con curiosidad, mirando con un ojo al Cangrejo. ¿Si yo debo irme, pareció preguntar, por qué te quedas tú?

“Un Cangrejo no abandona sus obligaciones, incluso cuando se ha fracasado,” contestó Sugimoto.

El cuervo movió sus plumas, y saltó hacia un lado. Apartó rápidamente la mirada de Sugimoto, como si se sintiese insatisfecho por su respuesta. El pájaro empezó a volar, y con un aleteo de negras plumas, se colocó sobre el hombro del Guardián.

“Muy bien,” dijo el Cangrejo riendo. “Esperaremos, y veremos juntos lo que va a pasar.” Tras su malencarada mascara de piedra, la agria cara del Guardián sonrió.



El guerrero que pueda derrotar a mil enemigos de un solo golpe guardará el Libro del Fuego.


            Toturi Miyako tiró de las riendas de su caballo, sus ojos mirando el horizonte. Su cara estaba manchada de polvo y sudor, pero no mostraba signos de cansancio. Lo mismo no se podía decir de los que cabalgaban con ella.

“General,” dijo Kakita Tsuken, espoleando a su caballo para que galopase y poder alcanzarla. “No podemos mantener este ritmo. Los soldados están exhaustos. Incluso la Primera Legión no puede cabalgar siempre.”

“Conozco a mis soldados, Guardián,” dijo secamente Miyako. “Aprecio tu ayuda, pero yo estoy al mando.”

“Comprendido,” contestó Tsuken. “No dejes que me interponga mientras llevas a tus Legionarios a sus tumbas. Una tormenta se acerca. Deberíamos buscar refugio.”

Miyako se volvió hacia él, furiosa. “De todos los Guardianes, acepté tu ayuda porque eres un guerrero, Tsuken,” le espetó Miyako. “¿Ahora me dices que debo descansar cuando siguen viviendo los enemigos del Imperio?”

Tsuken la miró fijamente, sus azules ojos no parpadeaban. “Miyako, la muerte de Shinsei me duele tanto como a ti, quizás incluso más ya que sin su guía no sé como debo mantener su legado – pero esto no sirve para nada. El asesino está muerto. Las Legiones ya han buscado por toda la ciudad signos de que hubiese más Portavoces de la Sangre y no han encontrado nada. Si buscas limpiar tu culpa en sangre, eso no pasará hoy – a no ser que las muertes que desees sean las de tus soldados.”

Miyako abrió su boca para soltar una brusca respuesta, pero se detuvo. Respiró hondo. “Entonces, ¿qué hacemos?” Preguntó ella.

“Debemos ser pacientes,” dijo él. “Para guerreros como nosotros, ese es quizás el reto más grande que hay.”



El general que pueda llevar sus ejércitos de una punta del Imperio a la otra en una sola noche guardará el Libro del Agua.


            Doji Jun’ai estaba sobre las murallas de Toshi Ranbo, sin notar la espesa lluvia que caía a su alrededor. Su armadura esmeralda relucía. Su pelo negro caía ondulado sobre sus hombros. Aunque bastante literalmente ella estaba en su elemento, la Guardiana del Agua se sentía incómoda.

Desde que había muerto el profeta, había mucha tensión en la Ciudad Imperial. Los León echaban la culpa a la Guardia Imperial por su incompetencia. La Guardia Imperial echaba la culpa a los Fénix, señalando que las guardas que protegían el Palacio eran demasiado débiles. Los Fénix le echaban la culpa a los Cangrejo, por permitir que un servidor de las Tierras Sombrías se aventurase tan al norte de la Muralla. Los Cangrejo salieron furiosos de las cortes, insultando a todos por que eran débiles y cobardes.

Iuchiban estaba muerto, pero de alguna forma, los Portavoces de la Sangre habían ganado. El último ataque de los Portavoces de la Sangre había golpeado al corazón del Imperio. Los clanes estaban heridos, enfadados. Sin enemigo contra el que luchar, se habían vuelto los unos contra los otros. El Emperador había suplicado a los Guardianes que hiciesen lo que fuese para restaurar el orden. Jun’ai había estado ayudando a los magistrados locales a mantener el orden en la Ciudad Imperial, pero sentía que no servía para nada.

¿Cómo podía dar a esta gente la sabiduría de Shinsei cuando ella solo estaba empezando a comprender lo que Rosoku la había enseñado?

Solo podía esperar.



El erudito que pueda contener mil años de aprendizaje en un solo pergamino guardará el Libro del Aire.


            El viento aullaba por los pasillos del Palacio Imperial. Mirumoto Masae estaba ante una abierta ventana y miraba la tormenta. Ella sintió una presencia detrás de ella varios instantes antes de que hubiese algún sonido.

“Rosanjin,” dijo sin volverse.

Su hermano sonrió mientras se ponía a su lado. “Tus sentidos se han vuelto incluso más agudos desde que te has vuelto una Guardiana. Dices que los libros de Rosoku no tienen magia, pero a veces me pregunto…”

“¿Cómo va la corte?” Preguntó ella rápidamente, ignorando la pregunta que él no había hecho.

“Ya no discuten entre ellos,” dijo, mirándola y frunciendo el ceño. “Cada uno de los embajadores se ha retirado para consultar con los suyos.”

“Retrocedido para planear,” dijo Masae. “Para dibujar líneas de guerra.”

Rosanjin asintió.

“Seré claro, hermana,” dijo Rosanjin. “Sé que has hecho lo que has podido para aconsejarles, pero ellos te ignoran. La corte no ve a los Guardianes como a los herederos de Rosoku. Os ven como a una Dragón, un Cangrejo, y tres Grulla. Creo que hubiese sido mejor que Rosoku no hubiese venido.”

“¿Y hubiese sido más sabio Togashi si nunca hubiese cuestionado las enseñanzas de Shinsei?” Preguntó ella. “No puede haber iluminación sin sacrificio.” Masae miró a su hermano, sus ojos llenos de pena. “Rosoku volvió a iluminar al Imperio. Quizás sea este el primer paso.”

Rosanjin se quedó en silencio mientras reflexionaba sobre las palabras de su hermana.

Y esperaron.



Y el sabio que pueda realizar una tarea mayor que estas cuatro cosas juntas guardará el Libro del Vacío.


            Los Diez Mil Templos había sido un lugar glorioso. Los fuegos de los Portavoces de la Sangre habían arruinado su grandeza, y al menos pasarían meses antes de que los templos fuesen restaurados. Los sacerdotes que los cuidaban se movían silenciosamente por los pasillos, trabajando en silencio para limpiar y reparar lo que había sido destruido. Al menos un hombre aún encontraba la paz en esas salas, y los sacerdotes le dejaban que rezase. El Emperador se arrodillaba en silencio, sus guardias Imperiales manteniendo una respetuosa distancia.

La muerte del profeta había hecho que Naseru estuviese de mal humor. ¿Cómo podía haber pasado una cosa así? ¿Cómo pudo ser posible un fracaso así?

Shinsei era parte de la historia, parte del Imperio. No podía morir. Rokugan necesitaba a Shinsei. La muerte de Rosoku no era solo una derrota – era algo imposible. Era como no poder ver al sol amanecer.

“Durante veintisiete días vuestro padre no vio el sol amanecer,” dijo un viejo sacerdote. “Pero nunca dudó. Ni vos lo haréis, Naseru.”

Toturi III miró al que había hablado, un anciano vestido con una túnica totalmente negra.

“No fracasaré, Hira,” le dijo Naseru al Guardián del Vacío. “No me rendiré, pero no estoy tan seguro de que el Imperio de mi padre no se derrumbará a mi alrededor. Iuchiban nos ha quitado a Shinsei. Ha herido nuestra alma.”

“Las heridas sanan, Vuestra Majestad.”

“Como dos hombres que solo tienen un ojo bueno entre ambos, sabéis que no es así,” dijo el Emperador con una cínica sonrisa.

“Nos hemos sobrepuesto a nuestras heridas, mi señor,” dijo Hira, “y el encontrar la fuerza es una forma de sanar.”

“¿Crees que Rokugan podrá sobreponerse a esto, Guardián?” Preguntó Naseru, mirando intensamente al Guardián.

El Guardián del Vacío no contestó durante un largo momento. Se volvió hacia un lado, como si estudiase algo que no era muy visible.

“Creo que la respuesta pronto estará mucho más clara,” contestó Hira. “El último reto ha sido resuelto, Vuestra Majestad. El último Guardián se acerca.”



            La Corte Imperial había sido convocada una vez más. Los representantes de los Clanes Mayores y Menores prestaban una intranquila atención. Donde antes los reunidos se movían libremente entre ellos, ahora estaban en grupos diferenciados, separados por clanes y mirándose entre ellos con temor.

Los reunidos se giraron cuando las pesadas puertas se abrieron. La oscura mirada del Emperador ordenaba un inmediato silencio. A su lado estaba la Emperatriz, su sereno brillo en contrapunto con el silencioso pesar del Emperador. A su lado iban Sezaru, el Shogun, el Campeón Esmeralda y el Capitán de la Guardia Imperial. Los gobernantes del Imperio cruzaron rápidamente la corte para ponerse ante sus tronos.

El Emperador no dijo nada, solo miró en complete silencio hacia la puerta mientras entraba otro hombre. Su túnica estaba manchada de polvo, y un vendaje ensangrentado le cubría una mano. Una blanca cicatriz le cruzaba la cara, un triste recuerdo de pasadas batallas. Bajo un brazo llevaba un grueso volumen, sobre el que estaban los signos de los cinco elementos. Tras él estaban las cinco misteriosas figuras conocidas como los Guardianes.

Miya Shoin, el Heraldo Imperial, se adelantó y dijo con sonora voz. “Su Real Majestad desea presentaros a Asahina Sekawa, el Campeón de Jade, Guardián de los Cinco Anillos, heredero del legado de Rosoku.”

El Canciller Imperial se adelantó casi inmediatamente. “¿Guardián de los Cinco Anillos?” Preguntó Kaukatsu. “¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser cumplido el reto de Rosoku ahora que ha muerto el profeta? Esto no puede ser legítimo.”

El último Guardián se volvió hacia Kaukatsu con una mueca en su cara. “Hace meses que Rosoku dejó sus libros para que los Guardianes los encontrasen, ocultados por los espíritus para que solo los dignos de ellos los pudiesen encontrar,” dijo Sekawa. “Yo resolví su reto y fui recompensado – igual que lo fueron los otros cinco Guardianes.”

“Por supuesto que si,” dijo Kaukatsu riéndose, levantando una ceja ante el desarrapado aspecto del Campeón de Jade. “Pero la forma en que encontraste el libro no me interesa. Los demás Guardianes se beneficiaron de que Rosoku les entrenase personalmente.” Sus ojos se dirigieron hacia el libro que llevaba Sekawa. “Perdonad mi temeridad, Sekawa-san. No soy un hombre santo como vos… pero yo pensaba que la verdadera iluminación no se podía encontrar en un libro.”

Sekawa miró fijamente al Canciller. “Cuando hayas sacrificado tanto como yo, Escorpión, podrás cuestionarme,” replicó fríamente. Se volvió hacia el resto de la corte. Levantó en alto el último libro de Rosoku, para que todos lo pudiesen ver. “He aguantado mucho por lo que esto representa.”

Sekawa dejó caer el Libro de los Elementos sobre el suelo de mármol. El pesado golpe que resonó fue seguido por muchas sorprendidas inspiraciones.

“Pero esto no es nada. Solo un libro. Solo un símbolo. Los demás Guardianes encontraron, como yo, la iluminación no en estas cosas, sino en las pruebas que soportamos mientras las descubríamos. Rosoku lo comprendía…” Sekawa se quedó en silencio, mirando uno a uno a todos los cortesanos. Solo un puñado pudo aguantar la mirada de acero de Sekawa. “Y Rosoku… igual que el libro… igual que Shinsei, era solo un símbolo. La obligación de Shinsei era llevar a otros a la grandeza. Si permitimos que su muerte nos derrote le habremos fallado de verdad – y esa es la última lección de Shinsei.”

“Y mientras estabais aprendiendo esa lección, Campeón de Jade, Shinsei murió,” soltó Kaukatsu.

“Eres el Campeón de Jade, Sekawa,” murmuró Ikoma Masote, de acuerdo con Kaukatsu. “Un Portavoz de la Sangre entró en el Palacio Imperial, ¿pero no te responsabilizas?”

Los ojos del Campeón de Jade ardían de furia. “Estúpidos,” siseó. “Todos somos responsables. ¿No había ningún Escorpión en Toshi Ranbo para detener al asesino? ¿Ni guerreros León para defender al profeta?” El Campeón de Jade suspiró. “Discutir esto es una pérdida de tiempo.” Se volvió hacia el Emperador, se inclinó profundamente, y luego se inclinó también ante el Shogun. “Señor Naseru. Señor Kaneka. No escuchéis a estos estúpidos. Sabed que los Guardianes se han completado, y están listos. Los secretos que he descubierto los distribuiré entre mi clan. Guiaremos Rokugan como deseaba Rosoku.” Su fría mirada se detuvo durante un momento sobre los que le habían cuestionado. “La Iluminación no morirá.”

El Emperador miró hacia la corte. Había alivio en los ojos de muchos, pero también vio amargura y envidia. El Emperador meditó sobre esto.

Naseru se levantó, y al hacerlo toda la corte cayó de rodillas, permitiéndole algo de privacidad. Él les dio la espalda, mirando solo a sus consejeros más cercanos.

“Sezaru, ¿qué dices?” Preguntó. “¿Podría verdaderamente ser Sekawa el heredero de Rosoku aunque el profeta esté muerto?”

“Es posible,” contestó el Lobo. “La Iluminación es una senda solitaria. Ambos sabemos que las pruebas de Rosoku solo eran una forma de encontrar a aquellos que ya eran dignos.”

“El logro de Sekawa renovará las esperanzas de muchos,” dijo la Emperatriz. “El que haya encontrado el último libro… de alguna forma muestra que incluso muerto Shinsei sigue guiándonos.”

“Bien dicho, Kurako,” dijo Naseru. “¿Y tú que dices, hermano?”

El Shogun levantó rápidamente la vista, sorprendido que el Emperador hubiese buscado su consejo.

“Seré  claro, Naseru,” dijo.

“Por supuesto.” El Emperador sonrió.

“Los Grulla ya tienen suficientes enemigos,” dijo Kaneka. “No le sentará bien a muchos que cuatro Guardianes Grulla sean líderes espirituales de Rokugan. Los Escorpión buscarán interferir su influencia. La alianza Grulla con los León puede pudrirse aún más de lo que está. Los Maestros Elementales ven a los Grulla como sus aliados… pero puedo decirte por experiencia propia que no comparten en silencio su poder.”

“Por lo que crees,” contestó el Emperador, “que aceptar lo que dice Sekawa apartaría los pensamientos de los clanes lejos de este amargo fracaso.”

Kaneka, Sezaru, y la Emperatriz se miraron entre si. El Shogun habló primero. “Hai, Naseru,” dijo, “pero habrá problemas.”

“¿Más de los que habría si yo no dijese nada?” Preguntó Naseru.

Kaneka miró hacia la corte con el ceño fruncido. “Cada clan echa la culpa a los demás por la muerte de Rosoku,” dijo. “Creo que no sería sabio no decir nada.”

“Pero si le aceptas, habrá violencia,” dijo Kurako.

“Siempre hay violencia,” contestó sombríamente Sezaru.

El Emperador se giró, levantando sus manos y sonriendo ampliamente. “Hijos e hijas de Rokugan, ¡levantaros!” ordenó con voz clara. “Levantaros… y dar la bienvenida a Asahina Sekawa, el Guardián de los Cinco Anillos… maestro de la iluminación.”