El Dragón Loco

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Kuni Mon

 

 

 

Parecía que los árboles alargaban sus escasas ramas para atraparlo, pero Satoru no pensaba en eso. Se movía como un gato, agachándose y cambiando continuamente la dirección de su veloz carrera a través de la maleza que cubría la base de la montaña. Cada pocos segundos, escuchaba el silbido inconfundible de una flecha que pasaba ronzándolo, pero no podían alcanzarlo. Era el viento. El ronin corría cada vez más rápido, esforzándose como nunca antes lo había hecho. Pasados unos minutos, los flechazos cesaron, pero no aminoró. El tiempo era crucial. Para que la muerte de los demás tuviera algún valor, cualquier valor, no podía desperdiciar el tiempo.

Ni siquiera cuando empezó a sentir punzadas en los costados, Satoru aminoró el ritmo. El ronin corrió hacia el horizonte, sin que su marcha vacilara.

 

           

—Disculpe, comandante.

            Osami se llevó la mano a la cara y respiró hondo antes de responder. En los últimos días, había tenido que repetir este gesto una y otra vez, y temía acabar perdiendo la compostura y diciendo algo que lamentaría.

            —Os he dicho que no me llaméis comandante —dijo con calma—. No tengo rango militar. —Hizo un gesto en la dirección de la entrada de la tienda, desde la que se podía ver el campamento—. Ahí fuera hay docenas de samuráis asociados con los clanes mayores, prestándonos apoyo en nuestra búsqueda de Kokujin. Para que todo nuestro trabajo se vaya al traste, sólo hace falta que uno de ellos se sienta ofendido por que me llaméis comandante y nos maten a los dos —. Miro fijamente al oficial—. ¿Acaso crees que los clanes nos tienen en tanta estima que no serían capaces?

El joven oficial se pasó la lengua por los labios, nervioso.

—Perdón, coma… —su voz se interrumpió. —Perdón, Osami-dono.

—¿Qué es lo que sucede? —dijo el ronin, zanjando el tema con un gesto de la mano.

—El primer almacén está vacío —dijo el oficial—. Las provisiones que ha traído el oficial Cangrejo han llenado el segundo almacén hasta los topes, pero se calcula que éste también quedará vacío en dos semanas.

—Gracias —dijo Osami con una mueca—. Puso las manos con los dedos extendidos sobre la mesa frente a la que estaba sentado, mirando sin ver el mapa que tenía delante. Durante unos instantes fue incapaz de comprender las imágenes, sumido como estaba en la incertidumbre. Tenía tres mil hombres a su mando y dentro de poco se verían forzados a dispersarse, o se arriesgaban a morir de hambre si continuaban aquella campaña sin medios. La mayor parte de las tropas eran miembros de la Legión de los Dos Mil, una unidad legendaria que existió durante la Guerra de los Clanes, de hacía unas décadas, y que recientemente había renacido. Al mando de la Legión estaba un ronin llamado Natsume, un ex-unicornio que había ido tras la pista de todos los descendientes de la Legión original que pudo. La Legión disponía de recursos respetables, pero no los suficientes para alimentar un ejército entero, por humilde que fuera. Además de ellos, había alrededor de un centenar de samuráis pertenecientes a los clanes mayores que habían sumado su fuerza a la de los ronin, la mayoría de los cuales habían sido enviados por una magistrado imperial de alto rango llamada Hida Shara. El resto eran ronin y ashigaru que se había unido a la bandera de Osami.

La idea provocó una risa amarga al agotado ronin. En realidad, Osami no tenía idea de cómo había llegado a ocupar esta posición. Las primeras revueltas campesinas tuvieron lugar, en su mayoría, en contra de los clanes mayores y, siendo honesto, Osami era capaz de comprender el punto de vista de los participantes. Pero la situación escaló rápidamente, y pronto los revolucionarios, como ellos se denominaban, empezaron a atacar a todo aquel que no estaba de acuerdo con ellos. Osami se encontraba en una aldea en el momento en que recibieron un aviso de que los revolucionarios se acercaban. Se puso al mando y consiguió defenderla con éxito. Después de aquello, los supervivientes de aldeas que no habían sido tan afortunadas empezaron a buscarlo y, antes de darse cuenta, se encontraba al mando de doscientos hombres, todos decididos a derrotar al misterioso líder de los revolucionarios.

Visto ahora, había sido un tremendo error.

Al principió, creyó que el líder era un jefe bandido implacable llamado Akihiro, un enemigo del pasado. Tras meses de búsqueda, subterfugio y acecho, finalmente se había enfrentado a Akihiro y lo había matado. Sólo entonces averiguó la verdad: el líder de las revueltas no era otro que Kokujin, el hombre al que llamaban el Dragón Loco. Dependiendo de la historia que creyeras, era o un chiflado al borde de la divinidad, o el asesino más retorcido y taimado que había pisado el Imperio. A estas alturas, Osami no estaba seguro qué sería más perturbador.

Ahora, parecía que su ejército particular se encontraba al borde de la inanición, sin haber conseguido más que derrotar a unos cuantos de los subalternos menos cautos de Kokujin. Osami no sabía cómo continuar. Esto caía fuera del ámbito de su experiencia, y no tenía idea de por qué los otros le permitían conservar el mando, ni mucho menos tomar decisiones importantes. Era totalmente incomprensible. En muchas ocasiones había pensado marcharse sin más durante la noche, pero no había sido capaz.

—¡Comandante! ¡Comandante!

Osami hizo una mueca y pegó un puñetazo en la mesa. Se levantó y salió de la tienda dando zancadas, abriendo la puerta de golpe en busca del infeliz que había sido tan estúpido de provocar su ira. Pero su bramido furioso murió en la garganta cuando vio quien se acercaba.

El explorador Satoru caminaba lentamente hacia la tienda, ayudado a ambos lados por sendos guardias del perímetro del campamento. Uno de ellos lo miró con los ojos encendidos.

—¡Comandante! —gritó de nuevo.

—¡Silencio! —gritó Osami. Corrió en dirección al explorador—. Satoru, ¿qué ha pasado?

—Los encontramos —dijo el explorador con la voz agotada—. Encontramos la guarida de Kokujin.

Se escucharon murmullos y exclamaciones a su alrededor, pero Osami los hizo callar con un gesto de la mano.

—¿Cuántos son? —preguntó—. ¿Y el resto de la patrulla?

—No estoy seguro de cuántos son —dijo Satoru—. Dos mil, mínimo. Puede que más. Seguían llegando mientras vigilábamos. —Meneó la cabeza—. Tawagoto y los demás se quedaron atrás para retenerlos mientras yo huía. No sé si sobrevivieron.

—Que todos se movilicen —dijo Osami, asintiendo—. Salimos ya. Todo lo que no sea imprescindible se queda aquí. —Se volvió hacia el explorador—. ¿A qué distancia?

—Dos horas corriendo —dijo Satoru—. Pero no recomiendo correr todo el camino. Es agotador. Tengo un mapa. —Empezó a rebuscar en el obi.

—No —dijo Osami—. Dadle agua y un caballo a este hombre. El nos guiará personalmente.

—Me temo —dijo Satoru— que desgraciadamente eso es imposible.

—¿Por qué? —Osami frunció el ceño.

—Porque no me encuentro nada bien —dijo Satoru. De repente, cayó de rodillas, luego al suelo hacia delante, apenas capaz de sostenerse con un brazo. Le sobresalían dos flechas de la espalda, clavadas profundamente.

—Fortunas —exclamó Osami. No entendía cómo el hombre podía seguir vivo, mucho menos haber llegado desde tan lejos a hacer llegar el mensaje—. ¡Buscad a un shugenja! —gritó.

—Me temo que es demasiado tarde, comandante —murmuró el explorador.

Osami no supo que decir. Como desde la distancia, se escuchó decir:

—No me llames comandante.

—Ya sé que lo odiáis —dijo Satoru—. Pero la muerte me resulta liberadora.

—Si que es liberadora, la muerte —dijo una voz extraña—. Todos deberían experimentarla al menos una vez.

Osami miró por encima del hombro y le frunció el ceño al hombre tatuado que encontró.

—No es momento de eso, monje —dijo secamente—. Ve a decirle a tus compañeros que ha llegado la hora. Marchamos en cuando estemos listos, pero no antes de que este hombre reciba tratamiento.

—Informaré a quien desees —dijo el monje, arrodillándose junto a Satoru—. Por desgracia no tengo idea de donde está nada en tu campamento, pues acabo de llegar.

—¿Quién eres? —El monje parecía bastante más pequeño que los otros dos que había visto Osami

—Soy Togashi Matsuo —dijo el monje—. Traigo la bendición de mi sensei, Togashi Mitsu, el Oráculo del Trueno. —Examinó al explorador, puso la mano en la frente de Satoru y cerró los ojos. En el brazo del monje apareció la imagen del arrurruz. —Vivirá, pero necesita descanso. No puede guiarnos, pues no podemos aguardar.

Se había hecho el silencio en torno a ellos.

—¿Te envió el Oráculo?  —preguntó Osami—. ¿Por qué?

Matsuo abrió los ojos y sonrió.

—Porque este día es un día para los héroes.

 

           

La distancia que a un único guerrero había tardado sólo dos horas en atravesar, el ejército entero de Osami tardó casi seis horas. Un ejército era tan rápido como su componente más lento, después de todo, y a pesar de las sugerencias de algunos, Osami sabía que dividir sus fuerzas sería un error tremendo, sobre todo sin saber con certeza lo que les aguardaba. Aproximadamente un hora antes el ocaso, sus exploradores informaron que desde las montañas marchaba a su encuentro un ejército enorme de revolucionarios.

—Hoy, pondremos fin a esto —le dijo Osami a sus oficiales—. Decidles a vuestros hombres que hoy nos convertimos en héroes. —Cuando los oficiales empezaron a reagrupar a sus hombres, Osami se dirigió a Matsuo—. O en martires —murmuró en voz queda.

La batalla empezó casi antes de que Osami se diera cuenta. A simple vista, le parecía que las tropas eran más o menos iguales en número. Sabía que sus hombres estaban mejor entrenados, probablemente mejor equipados y, desde luego, más disciplinados. Pero no habían participado antes en un conflicto de esta escala. No sabía si era así para los revolucionarios, que compensaban con un celo fanático la falta de entrenamiento. Poseían una locura concentrada, que los hacía a un tiempo salvajes e impredecibles. Mientras observaba el momento en que los frentes se encontraban, vio a un loco con barba del otro lado, corriendo sin camisa entre los guerreros, ondeando una bandera roja y gritando algo incomprensible sobre el pueblo de Rokugan. Pronto cayó ante el fuego de los arqueros, pero su presencia era un presagio siniestro. La lucha llegó al grupo de mando de Osami más rápido de lo que imaginaba. Casi fue un alivio, pues ya no necesitaría barajar tantos factores a la vez. En el combate personal la logística no tenía lugar, sólo el instinto de matar y la necesidad de sobrevivir a toda costa. A Osami le resultaba más fácil, y mataba a cualquier oponente que se ponía a su alcance. Pero se dio cuenta pronto de que los revolucionarios habían estrechado su frente y habían penetrado en el de los suyos, buscando el centro con la esperanza de eliminar al comandante enemigo. Venían a por él. No dejaban de abalanzarse contra él, hasta que llegó el punto en que no podía matarlos suficientemente rápido. Osami apretó los dientes y se preparó para morir, determinado a llevarse consigo tantos como pudiera antes de que lo aplastaran con su superioridad numérica.

Se escuchó un bramido, y Osami vio como varios de sus enemigos salían volando, como si hubiera un terremoto. Escuchó gritos de pánico por encima de la algarabía monótona de los revolucionarios. Dos hombres enormes cubiertos de tatuajes aparecieron en la parte más densa del enemigo, moviéndose a una velocidad increíble y aplastando al enemigo a su paso.

—¡Venid, chiquitines! —oyó Osami como gritaba uno de los dos—. ¡Venid con Vedau y Hogai! ¡Sólo buscamos la iluminación!

            El monje enorme que se llamaba Hogai golpeó a un enemigo con una fuerza tal que dio la impresión de partirlo por medio, manchando a Osami de sangre. Se detuvo un instante para limpiarse la sangre de la cara, y en ese segundo, en ese breve instante, tenía al enemigo encima.

            Recibió un golpe en la sien y cayó al suelo. La vista se le nubló y perdió fuerza en la mano que así la espada. Luchó por no perder el sentido, pero la sombra que se cernía sobre él gritaba y levantó la espada para acabar con su vida. Entonces, desapareció. Alguien lo cogió por el brazo y le forzó a ponerse en pie con tal fuerza que creyó que le iba a sacar el brazo del hombro.

            Un ronin encapuchado estaba delante suyo, con la espada manchada de sangre. Bajo la capucha, Osami creyó percibir un destello metálico.

            —¡La cueva! —gritó—. ¿Dónde está?

            —¿Qué? —murmuró Osami.

            —¡La cueva! —gritó el encapuchado—. ¡La cueva de la que te habló Satoru!

            —Allí… —Osami sacudió la cabeza y señaló—, allí hay un saliente rocoso. Dijo que parecía un escarabajo grande. La cueva está cerca.

            Se escucharon tres sonoros impactos, y tres hombres que se abalanzaban sobre los dos ronins cayeron muertos al suelo. Un arquero Mantis apareció junto los dos.

            —¡Mal momento para charlar! —gritó—. ¡Los dos me debéis la vida! ¡Recordad el nombre de Tsuruchi Fuyu!

            Cuando Osami se volvió a girar en dirección del ronin encapuchado, éste se había ido. El Mantis también, en la dirección del meollo de la batalla, juzgando por el número de cadáveres. Osami sacudió la cabeza para despejarla, asió la espada y volvió a la batalla.

            Héroe o mártir.

 

           

En las profundidades de la red de cuevas que recorría la base de las montañas, el loco Kokujin reía. Su aprendiz, el traicionero Bayushi Shinzo, fruncía el ceño.

—Maestro —sugirió con cautela—, ¿no os preocupa la perdida de nuestras fuerzas?

            —No seas inocente, Shinzo —le reprochó Kokujin—. Sólo existen para llevar a cabo mis planes. Eran necesarios para atraer a mi enemigo, y han cumplido su función. Ya no son necesarios.

            —¿Vuestro enemigo? —preguntó Shinzo—. ¿El comandante ronin?

            —Ese hombre no es más que un incordio menor —dijo Kokujin con un gesto de desprecio—. Me encargaré de él cuando me aburra. No, el enemigo de verdad se acerca. Helo aquí. —Señaló el túnel que iba a la superficie.

            A la luz vacilante de la antorcha, una figura emergió de las tienieblas.

            —Hola, Kokujin.

            Por primera vez, Shinzo vio la sorpresa reflejada en la cara de su maestro.

            —Vaya —dijo el loco— ¿Mitsu me tiene tanto miedo que envía a un estudiante a morir en su lugar?

            —Mitsu-sama está por encima del miedo, y de enfrentamientos ridículos como este —dijo Matsuo con voz firme—. Tengo el honor de servirlo en esto. Ha llegado la hora de acabar con tu interferencia en los asuntos de los hombres y los Cielos, Kokujin.

            —¿Los asuntos de los hombres? Tal vez sí —Kokujin se quitó la túnica, revelando los tatuajes serpenteantes que le cubrían el torso, desaparecían bajo el hakama para reaparecer en los pies descalzos—. Mi implicación en los asuntos de los Cielos acaba de empezar. Esperaba emplear la sangre de tu maestro para completar mi ascensión, pero te tatuó con su sangre, ¿verdad?

            —Así es.

            —Entonces me bastarás —dijo Kokujin—. Shinzo, déjanos. Necesitaré que seas mi segundo cuando consuma a este mocoso.

            —¿Estáis seguro, maestro? —preguntó Shinzo—. ¡Permitid que esté con vos!

            Kokujin se giró y Shinzo vio ira en sus facciones.

            —Déjanos —repitió.

            Shinzo desapareció inmediatamente en las sombras, penetrando aún más en la caverna. Tenía la intención de desaparecer del todo, dejando a los dos hombres con su pelea, cuando el monje se dirigió a él.

            —Bayushi Shinzo —dijo Matsuo—. Recuerda lo que ves aquí hoy.

            —Basta de cháchara —dijo Kokujin, que había recuperado su sonrisa risueña—. Acabemos con tu vida, y con mi mortalidad.

            Matsuo dio una palmada e hizo una profunda reverencia ante Kokujin. No la mantuvo más de un segundo, pero cuando se enderezó, Shinzo pudo ver en su pecho la forma de un dragón blanco brillante. El tatuaje no estaba ahí segundos antes y, al tiempo de levantarse, Matsuo abrió la boca para emitir un cono de frío devastador. El cono bañó a Kokujin, que desapareció en su cegador brillo blanco. Sin embargo, el cono dio paso a una nube de vapor silbante, y Kokujin reapareció con el cuerpo cubierto de fuego rojo, y el tatuaje de un pozo de brea hirviente palpitando en el hombro.

            —Espero de verdad que ese no fuera tu mejor golpe —dijo Kokujin—. Esperaba un mínimo de desafío antes de completar la ceremonia.

            —¡Estaré encantado de serte de utilidad! —En el pecho de Matsuo emitió un resplandor y apareció un tigre, agazapado y listo para atacar. El joven monje cruzó la caverna con un salto de velocidad cegadora, y de las yemas de sus dedos surgieron garras mortíferas. Shinzo no había visto a nadie moverse con esa velocidad y gracia. El monje se lanzó sobre Kokujin, entrando y saliendo de su alcance al tiempo que daba un golpe tras otro.

            Kokujin rió mientras lo esquivaba. Matsuo consiguió conectar un solo golpe, pero las garras no consiguieron penetrar su piel. El Dragón Loco atacó una vez, con un golpe brutal que acertó en la sien de Matsuo como una piedra que rodara montaña abajo. El monje más joven cayó al suelo rocoso con tal fuerza que el área estalló en una lluvia de fragmentos de piedra, pero se incorporó con un brinco hacia atrás fuera de alcance, con la gracia del gran felino aún en el pecho.

            Shinzo observó con horror cómo Kokujin jugueteaba con su oponente. Era innegable que él era un guerrero superior, pero no vio al monje joven vacilar un solo instante. No había miedo alguno en el rostro de Matsuo, ni rastro de pánico en lo que parecía ser una muerte segura. Había entrado en la caverna a sabiendas de que no tenía esperanza de sobrevivir, y luchaba con todas su fuerzas a pesar de la certeza total del desenlace.

            Shinzo se había encontrado antes en una situación similar, pero había acabado de manera diferente. Le pareció que había sido en otra vida cuando se puso voluntariamente al servicio de Kokujin a fin de escapar del miedo que lo atenazaba. Fiel a su palabra, el loco tatuado lo había liberado de su miedo, dejándolo con nada más que una frialdad implacable, que había empleado sin vacilar al servicio de Kokujin. Lo que sentía ahora era diferente. Algo que no había sentido desde que entró al servicio del monje. Sintió vergüenza.

            Los puños de Kokujin se tornaron piedra al tiempo que el tatuaje de obsidiana de su espalda se cargaba de energía. Dio un puñetazo indiferente en dirección a Matsuo, como si no estuviera demasiado interesado en la pelea. El monje se agachó, y Kokujin destrozó la piedra con el golpe.

            —La sangre de tu sensei es todo lo que necesito para dejar atrás esta prisión de carne y tomar el lugar que me corresponde en los Cielos —dijo con tono alborozado—. Tienes mi gratitud por ayudarme con ello. No temas, me llevaré tu alma para jugar con ella. ¡Estarás conmigo en Tengoku!

            —Prefiero el reino mortal —dijo Matsuo. Le apareció un cangrejo en el hombro, y giró sobre sí mismo dando una patada que conectó en la sien de Kokujin sin efecto apreciable—. No puedes aspirar a las nubes si ya las has alcanzado.

            En la espalda de Kokujin apareció el tatuaje de un tsuburu no oni, y el monje loco se inclinó y emitió un bramido. Era un sonido estruendoso, acompañado de una tempestad de un viento increíblemente fétido. Levantó a Matsuo del suelo y lo estrelló contra la pared de la caverna. Callo, y Shinzo creyó oír algo romperse mientras el monje rodaba por el suelo de caverna hasta detenerse en un ovillo sanguinolento, no lejos del túnel por el que había entrado. Shinzo sintió una punzada de decepción al darse cuenta de que el monje no podía levantarse. ¿Acaso había esperado que derrotara a su maestro? ¿A qué venía esto? Kokujin se alzaba sobre la forma magullada y ensangrentada del joven Matsuo.

            —Tu maestro te ha fallado, mocoso —dijo, con tono comprensivo—. No estabas preparado para esto. Aunque no era posible que salieras victorioso, desde luego. Mientras mueres, ten presente que tu maestro te mandó a morir para nada.

            —No vine a derrotarte, Kokujin —sonrió Matsu con los labios ensangrentados—. Olvidas el propósito del Oráculo del Trueno.

            —¿Y de qué se trata?

            —Mi maestro —rió, aunque con un sonido entrecortado— me envió para inspirar la única cosa que nunca entenderás y que, a pesar de tu poder, eres incapaz de controlar.

            —¿Sí? —rió Kokujin—. Otro enigma. Otra afirmación sin sentido de la línea de Togashi para disimular su ignorancia, para justificar la esperanza de… —El loco se detuvo sin acabar la frase con expresión aturdida. Miró hacia abajo y vio como la hoja de una espada le sobresalía del pecho, la espada que una vez perteneció al maestro anterior de su estudiante—. ¿Qué… qué es esto?

            —Remordimiento —susurró Shinzo desde detrás. Extrajo la espada del pecho del Dragón Loco, provocando un gruñido de dolor de Kokujin, entonces metió la mano en la herida con un poderoso golpe. Cuando la sacó, sostenía el corazón del loco en la mano—. No existe redención para mí —dijo entre dientes—. Pero ningún traidor debería ser juzgado solo.

            —Los… los dioses no deberían morir así —dijo Kokujin con voz ronca. Se tambaleó pero no cayó, pues su voluntad increíble continuaba animando un cuerpo que ya no podía alojar un espíritu mortal. Sus ojos se tornaron vidriosos—. Las visiones incompletas de tu señor conducirán tu orden a la ruina —le dijo a Matsuo, con la voz extrañamente distante y grave—, porque ninguno es capaz de ver que es imperfecto. —Su poder lo abandonó. Shinzo casi pudo verlo, como una sombra escondida más allá del umbral de la visión, y Kokujin se desplomó.

            Shinzo ayudó a Matsuo a incorporarse.

            —Gracias —dijo con voz queda.

            —Yo no hice nada —dijo Matsuo, sujetándose el brazo roto con cuidado—. Tú elegiste. Nuestro destino es lo que hacemos de él.

            —El mío, me temo, no puedo cambiarlo. Es demasiado tarde,

            —Nunca —insistió Matsuo.

            —No estamos de acuerdo. —Tres figuras cubiertas por capas de pies a cabeza emergieron del túnel por el que Matsuo había entrado hacía tan poco, aunque para Shinzo había sido un eternidad—. Os felicito por vuestra victoria, honorable Matsuo-sama. Tengo que pediros que os marchéis.

            —¿Quién me lo pide? —dijo el monje arqueando una ceja.

            La figura del centro se bajó la capucha que le ocultaba el rostro, revelando una segunda máscara.

            —Soy Shosuro Toson, daimyo de la familia Shosuro —dijo—. Tengo asuntos con el traidor.

            —Este hombre me salvó la vida, y puso fin a la amenaza de Kokujin —dijo Matsuo.

            —Tomó la vida de mi predecesor —replicó Toson—. Nada de lo que haya hecho desde ese momento importa, y nada cambiará su sino. Debo pediros de nuevo que os marchéis.

            Matsuo no se movió, pero Shinzo no podía permitir que otro sufriera por sus pecados.

            —Vete —dijo—. Por favor, vete. Este es el destino que debo elegir si quiero hallar la paz.

            —Como desees —El monje frunció el ceño, pero no discutió con él. Hizo una profunda reverencia al ex-Escorpión, y se fue cojeando por el túnel, cruzando la oscuridad que conducía a la luz del día.

            —Admirable —dijo Toson—. Tal vez puedas enfrentarte a tu final con un asomo de dignidad—. Señaló a las otras dos figuras encapuchadas—. Supongo que comprendes que no tienes posibilidad de huir. He reclutado a Shosuro Aroru y a Bayushi Muhito para asegurarme de que no habrá santuario para ti, ni siquiera en la muerte.

            Shinzo reconoció los nombres de los otros dos encapuchados y asintió. Se trataba, según se decía, de los mejores estudiantes de Shosuro Yudoka y, tal vez, los mejores asesinos vivos. En el pasado, había aspirado a convertirse en su igual. Ahora, por supuesto, no había posibilidad alguna.

            —¿Entonces, la Arboleda?

            —Paneki-sama nos ordenó llevarte vivo —dijo Toson—. Sabes qué significa. Aunque sus instrucciones no especificaban en qué estado debías ser entregado. Personalmente, me satisfaría sobremanera que te resistieras.

            Se le había pasado por la cabeza. A pesar de sus pecados, a pesar de que no se merecía otra cosa, la idea de la Arboleda de los Traidores aterrorizaba a Shinzo. Los Escorpión practicaban unos rituales siniestros y antiguos que los permitían atrapar las almas de aquellos que los traicionaban en los árboles de la Arboleda, donde sufrirían un tormento eterno e imaginable, y recordados por siempre como traidores. Pero también sabía que si huía, lo encontrarían y no le permitirían morir mientras hubiera una posibilidad de llevarlo allá.

            —Sólo pongo una condición.

            —Tienes una idea muy equivocada de tu situación si crees que hay alguna posibilidad de poner condiciones —dijo Toson, desdeñoso—. Pero siempre estoy de humor para entretenimientos divertidos. Haz el favor de compartir tu «condición» con nosotros.

            —Iré a la Arboleda voluntariamente, sin ofrecer resistencia. Sólo pido que se recuerde la historia de Shosuro Yudoka. No permitáis que nadie repita mis errores.

            —Con gusto, te prometo que será así —dijo Tosón, mirando fijamente a Shinzo.

            —Entonces estoy listo para acompañaros —dijo Shinzo bajando la cabeza.

            —Coged sus armas —le ordenó Toson a Muhito—. Aroru, si hace cualquier movimiento brusco, déjalo lisiado. —El daimyo Shosuro volvió a cubrirse con la capa, y uno de los otros sacó una capa extra para Shinzo—. El camino es largo, y la eternidad es un amo impaciente.