El Profeta

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Daigotsu Gyoken se sentó en la gastada roca donde se había acostumbrado a comer su almuerzo y miró el contenido de su pequeño bol de madera con algo de aprensión. ¿Qué habría hoy en el? ¿Qué oscuros secretos y asquerosas revelaciones estaban contenidas en el enigma al que Udo llamaba guiso?

“Sé lo que estás pensando,” dijo bruscamente Chuda Shuzo, sentándose junto a él. “Mastica. No pienses. Hace más fácil la vida.”

Tras un momento, Gyoken se encogió de hombros. “Supongo que no importa. Las creaciones de Udo saben aceptablemente, si ignoras la realidad de lo que te estás comiendo.” Empezó a meterse las gachas en su boca, asintiendo ligeramente en apreciación y apartando lo más atrás de su mente como podía los pensamientos sobre su contenido.

“No sabía que hubieses vuelto del Imperio,” dijo Shuzo, masticando pensativamente mientras miraba a una de las agujas al otro lado del acantilado.

“Llegué ayer por la noche,” contestó Gyoken.

“¿Cuándo te vuelves a ir?”

El joven se encogió de hombros. “Probablemente dentro de una semana, más o menos. ¿Quién sabe? Hay muchas cosas que hacer en el Imperio.”

Shuzo asintió ausentemente, sus ojos sin dejar de mirar la aguja. “¿Supones que es verdad?”

“Bah,” dijo Gyoken, dejando caer estrepitosamente su casi vacío bol. “¿Debemos volver a tener esta conversación? ¿De verdad?”

“¿Cómo no puedes sentir curiosidad?” Preguntó Shuzo, sonando casi ofendido. “¡Sabes lo que dicen! Sabes que el Señor Oscuro entra todos los días durante al menos una hora, a veces mucho más.”

“Daigotsu-sama puede hacer lo que quiera, y no seré yo el que le cuestione,” dijo Gyoken. “Yu curiosidad te llevará a mal final, amigo mío.”

“¡Imagínate si es verdad!” Dijo Shuzo, aparentando no haber escuchado a Gyoken. “¡Imagina lo que se podría obtener por pasar tiempo en esa habitación! ¡Incluso una hora, un momento! El poder que podría desatarse. ¡Casi puedo palparlo en el aire!”

“Eso es probablemente solo un regusto de tu comida. Pero somos un pueblo naturalmente ambicioso,” observó Gyoken. “Tu familia en especial tiene esa cualidad en abundancia. Sin pretender ofenderte.”

“No me he ofendido,” dijo Shuzo encogiéndose de hombros.

“Es normal preguntarse que se podría obtener, si los rumores son ciertos,” dijo Gyoken. “Por eso, supongo, que se toman tan drásticas medidas para asegurar que todos conocemos la pena por desobedecer.”

Shuzo palideció levemente. “Hablas de Tsanru,” dijo. “¿Has oído hablar de eso?”

“Tengo mi forma de enterarme,” dijo Gyoken. “Escuché que le entregaron a Isoroku, para que se ocupasen de él sus criaturas.”

“Para luego convertirse en uno de ellos,” estuvo de acuerdo Shuzo. “Un destino más que horrible.”

“Un destino que compartirás antes o después si no atemperas tu curiosidad y tu ambición,” dijo Gyoken, señalando al shugenja.

Shuzo suspiró y asintió. “Tienes razón, por supuesto.”

Gyoken notó que no dejaba de mirar a la aguja.

 

           

“¡Que los ghuls se lleven este maldito lugar!” Maldijo Master Saleh, frotándose fuertemente las manos contra sus hombros, que estaban envueltos en una túnica. “¿Cómo puede esta gente vivir en una tierra tan asquerosamente fría?”

Fatina se rió. Era un sonido alto y casi musical que hizo que su velo ondulase muy levemente. “¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Y aún no te has acostumbrado? Honestamente, es un enigma que hayas vivido tanto tiempo.”

“No me interesan ni tus impresiones ni tu irreverencia,” dijo Saleh con un gruñido. Miró el interior de las salas que habían sido labradas dentro de la aguja donde les habían asignado. “Que puesto más deprimente,” dijo con una mueca de asco. “¡Deberíamos estar viviendo como califas!”

“Intenta recordar que antes de esto, vivíamos en guaridas labradas en las cloacas de la Joya de las Arenas Ardientes,” dijo Fatina. “Encuentro esto una considerable mejora.”

“Somos prisioneros,” dijo Saleh. Intentó callarse, pero meses en estas condiciones habían adormecido incluso sus reservas sobre los estallidos periódicos de locura de Fatina. “¿Incluso tu puedes darte cuenta de eso?”

“Reconozco que el Señor Oscuro nos detuvo hasta que viese claramente que nuestras historias no eran mentiras. Ahora sabe que le dijimos la verdad. ¿Acaso no ha hablado más con nosotros para aprender más cosas? Con cada día que pasa nuestras contribuciones aumentan en importancia.”

“Hasta que llegue el momento en que no le sirvamos para nada más,” murmuró sombríamente Saleh. “Entonces nuestro destino estará sellado.”

“¿Tu crees?” Preguntó Fatina.

El viejo hechicero ignoró la puya. “No me creo que nos confinen aquí mientras que se permita al Hombre Mono deambular libremente. ¡El Hombre Mono!”

“Está loco, en general,” observó Fatina. “Los verdaderamente locos no tienen una agenda oculta. Simplemente… son.”

“Este loco en especial es uno de los videntes más poderosos nacidos en esta o en cualquier otra generación. Apenas parece justo que ese poder esté dentro de la debilitada mente de un bufón.”

“Justo no es una palabra que tengas derecho a usar.”

“O, basta de esto,” dijo Saleh, exasperado. “Me cansa el constante intercambio de puyas, la monotonía de esta sala… ¡todo ello! Estoy harto de esta existencia. Cuando regrese el Señor Oscuro, deberá escuchar mis exigencias o ya no le ayudaré más.”

“¡Excelente!” Dijo Fatina, aplaudiendo como si fuese una niña pequeña. “¡Tu muerte me hará aún más valiosa para Daigotsu!”

Saleh prácticamente gruñó. “El Señor Oscuro deseará tu ayuda, con la Hija de Ébano ladrando a su puerta.”

“No hables de ella,” dijo Fatina, repentinamente su voz sombría.

“Sin hablar de lo que le podemos decir de Kali-Ma…”

“¡NO PRONUNCIES ESE NOMBRE!” Rugió repentinamente Fatina.

Sin querer, Saleh dio un paso atrás. “Los nombres no tienen poder.”

“¡Absurdo estúpido!” Escupió Fatina. “¡No tienes ni idea de cómo funcionan realmente las cosas, de cómo la estructura del mundo se dobla y fluye alrededor del uso de las palabras!”

Saleh agitó la cabeza. “Estás tan loca como el Hombre Mono.”

“Todo lo que importa es que el Destructor está aquí, se ha desatado su ira, y su furia está alimentada por la mayor y más oscura victoria que el mundo haya conocido jamás. Cuando Daigotsu se de cuenta de la verdadera naturaleza de a que se enfrenta, entonces estaremos entre sus consejeros más cercanos.” Se encogió de hombros. “Es solo cuestión de tiempo. Esta será una historia que se contará hasta el final de los tiempos.”

“Preferiría no estar tan cerca de ella mientras ocurre,” murmuró Saleh.

 

           

El hombre conocido como Michio se sentaba oculto entre las sombras de un gran saliente en las Montañas del Crepúsculo. El sol estaba alto en el cielo, pero él no se había movido desde el amanecer. El frío viento le picaba la piel, pero apenas se daba cuenta. La débil y carnosa cosa que una vez fue hubiese notado el dolor, pero Michio había crecido más allá de esas cosas. No quedaba nada de esa época, de esa vida, y apenas pensaba en ella. En esas raras ocasiones en las que lo hacía, miraba a su anterior vida con el mismo desdén con el que normalmente reservaba a los estúpidos y serviles samuráis del Imperio.

Detrás de él, dos figuras más esperaban entre las sombras, igual de silenciosos, igual de inmóviles. Michio hubiese preferido hacer él mismo el trabajo o, si no fuese posible, haber usado a otros de su orden. Pero su señor había insistido, y por ello había traído a los hombres que Daigotsu había seleccionado. Hombres era un término caritativo, por supuesto, pero Michio prefería no rechazar abiertamente a los demás servidores de su señor a no ser que hubiese fallado en algo específico. Estos dos no lo habían hecho, al menos no que Michio supiese, y no habían abarrotado la tarea con conversaciones sin sentido, como hubiesen hecho tantos otros.

Finalmente, tras incontables horas, lo que estaba esperando el trío apareció ante ellos. En el valle que tenían debajo, el suelo estaba totalmente oscurecido por apretadas filas de cosas vestidas de hierro a las que los Rokuganí estaban llamando Destructores. Las filas habían estado pasando desde las primeras luces del día, y Michio estimó, de forma conservadora, que habían pasado al menos diez mil hasta ahora, y posiblemente más, y por lo que él veía sus filas parecían no tener fin. Estos eran refuerzos, fuerzas adicionales que lentamente se dirigían al norte para unirse a la ofensiva contra las fuerzas unidas de los Cangrejo, León, y Unicornio. Ahora, un trío de bestias de hierro estaba escalando el retorcido camino que llevaba al área donde Michio y sus compañeros se habían escondido. Por lo que el monje había podido ver en la semana que llevaba observando las filas de los Destructores, ocasionalmente enviaban pequeños grupos a los flancos del ejército principal. No sabía por qué. No parecían ser exploradores, y no parecían hacer anda especial antes de regresar a la formación. Pero eran gaijin, y no era de esperar que se comportasen de una manera lógica.

Michio se puso un poco tenso, probando el estado de sus extremidades mientras observaba a los tres Destructores escalar lentamente hacia su posición. Bajo otras circunstancias, podría haber admirado lo que esta escoria gaijin estaba consiguiendo contra los clanes. Pero había visto el frente, y las victorias que los gaijin estaban consiguiendo eran alcanzadas no por su habilidad ni destreza, sino por la superioridad numérica y fuerza sobrenatural. Esa no era la verdadera medida de una fuerza, ni siquiera de un solo hombre. Y por primera vez, el monje se encontró en una posición de no oponerse a los Grandes Clanes. Al final, el único y posible resultado positivo era que ambos enemigos se destruyesen mutuamente, pero eso no parecía factible. Antes o después, los Araña tendrían que ocuparse de uno de los dos.

Y eso significaba que sentirían el poder de Michio

“El primero es mío,” susurró roncamente, y surgió rápidamente de su escondite, como un gato saltando de su escondite hacia su presa. Se movió por el pedregoso terreno más rápido que una sombra, como un rayo de luz, y llegó al primer Destructor incluso antes que este hubiese registrado su presencia. Dio un poderoso golpe contra el centro de su pecho, haciendo que trastabillase hacia atrás, erguido pero desequilibrado. Hubo un momento de dolor abrasador en el brazo de Michio, pero apartó de su mente el dolor; no tenía tiempo para esas trivialidades.

El Destructor a su izquierda tuvo tiempo de levantar su arma para desviar el primer golpe de Daigotsu Eiya, pero el espadachín era mucho más rápido que la metálica monstruosidad. Lanzó una serie de hábiles ataques, cada uno desestabilizando la defensa de la cosa, cada uno más cerca de alcanzarle. Finalmente, Eiya se agachó por debajo de uno de los fuertes ataques de la criatura, lento pero lo suficientemente poderoso como para romper la propia piedra, y luego se giró y bajó la espada en un poderoso golpe por encima de la cabeza. Michio le escuchó gruñir con esfuerzo, mientras el sonoro y tonificante ruido de su espada atravesaba el más débil hombro de la cosa, cortándole ambos brazos de su costado derecho. Habiendo comprometido sus defensas, Eiya enterró su espada en el cuello de la cosa y le cercenó la cabeza solo segundos después.

El Destructor de la derecha parecía más alerta y preparado para el ataque, y ya tenía sus espadas en alto antes que los tres Araña les alcanzasen. El despiadado y poco convencional estilo de atacar de Daigotsu Yuhmi fue detenido, aunque cautelosamente y sin contraataques, dejando la cosa intacta durante mucho más tiempo que su compañero. Los dos parecían tener una fuerza pareja, pero Michio notó un brillo depredador en el siempre silencioso Yuhmi, y supo que estaba jugando con la cosa. La repugnancia llenó al monje. Yuhmi era una monstruosidad, y un verdadero guerrero vivía por la emoción de la victoria, no la trivial alegría de jugar con tu presa. Hubo un repentino agujero en las defensas de la cosa, y Yuhmi lo explotó en un instante. La cosa que no era una un hombre metió la mano en la abierta boca del Destructor y arrancó algo, su mano surgiendo completa y recubierta de un espeso y negro fluido que podría haber sido sangre. La cosa trastabilló y cayó.

Dejando solo al oponente de Michio.

Un rápido golpe circular seguido por un rápido como el rayo ataque a sus piernas dejaron a la cosa de espaldas sobre las frías rocas. “Sujetar sus brazos,” ladró Michio, y las dos cosas que le acompañaban lo hicieron. Su fuerza, literalmente inhumana, era apenas suficiente como para sujetar a la criatura, pero lo consiguieron. Michio se puso sobre él y cerró los ojos, reuniendo sus reservas interiores. Sintió la energía de la voluntad y de la fuerza fluir a través suyo, concentrándose en su brazo, su puño convirtiéndose en una cosa de acero y destino. Con un corto kiai, golpeó hacia abajo como un rayo, y el hierro en el pecho de la cosa se abrió, destrozado.

Michio instintivamente se tapó los ojos del brillo sobrenatural que emanaba de dentro del pecho de la cosa. La luz en su boca y ojos se atenuó mientras que la energía de su pecho salía al aire y se disipaba en la neblina de la mañana. Durante un breve instante, Michio creyó escuchar susurros, voces en una extraña lengua que nunca antes había escuchado.

Por primera vez en lo que recodaba de su vida, Michio maldijo. “Fortunas,” escupió. “Es verdad. Todo es verdad.”

 

           

Los vientos de la mitad del invierno eran suficientes como para desollar la carne de los huesos de un hombre, si no estaba preparado para lidiar con ellos. Pero ese tipo de preocupaciones no eran para el Señor Oscuro de las Tierras Sombrías. Los vientos hicieron poco más que mover el dobladillo de su túnica, su tono negro azabache contrastando fuertemente con el gris desteñido de la meseta que le rodeaba. El área estaba totalmente vacía, o eso parecía. Pero Daigotsu no miró con sus ojos, si no que extendió su percepción más allá de las pobres limitaciones de la vista. “Muéstrate,” ordenó, su voz baja y tranquila.

De repente, los kami del aire se arremolinaron, liberándose de los vientos invernales y girando en un ciclón en miniatura que pareció rasgar lo que la mujer había usado para ocultarse. Ella se rió alegremente, como podría hacerlo un niño, y le sonrió. Era una sonrisa genuina, de verdadera alegría. “Es tan refrescante volver a mandar sobre los kami,” dijo ella con un suspiro. “Había olvidado cuanto había disfrutado antes de… bueno, antes de que me fuese de esta tierra.”

“Ha sido una estupidez venir aquí.”

Ella levantó una ceja. Era una extraña expresión considerando la extravagante ropa que llevaba. Algo de las Arenas, seguramente. “Debemos hablar. Aunque solo sea esta vez. Hay una oportunidad para un entendimiento.”

La expresión de Daigotsu no cambió. “Que implacablemente ingenua eres.”

“La diosa desea capitulación o destrucción,” continuó la mujer. “Ella aún no ha aceptado la idea de reunir a más de sus vasallos de élite de tu Imperio. Ha tomado servidores de las tierras que ha conquistado, y de las culturas con las que se ha encontrado.” Sus ojos se iluminaron. “¡Cuanto te conozca, comprenda de lo que eres capaz, te bendecirá con el privilegio de servir en su nombre! ¡Ella verá, como yo lo veo, tu increíble potencial!”

“La Hija de Ébano. Así es como te haces llamar, ¿verdad?” Daigotsu ladeó la cabeza. “Deberías haber elegido algo menos dramático. Algo más adecuado. Quizás ‘la Vaca Insolente’ o algo así.”

La ira brillo en los ojos de la Hija, pero solo un momento. “Tu voluntad es fuerte. Eso te ayudará. El poder que te ofrece la diosa, será mejor para ti debido a tu auto-control.”

“Tu diosa no tiene nada que yo necesite,” dice Daigotsu. “Veré como tus huesos se blanquean al sol. Ella no es una diosa. Es simplemente carroña que aún no se ha rendido.”

“¡No blasfemes!” Gruñó ella. “No eres quien para hablar así. ¿Carroña? ¿Hablas de mi diosa o de tu dios?”

“Cuidado con lo que dices,” la advirtió Daigotsu.

“Incluso tu, su más devoto seguidor, debe haberse dado cuenta de la verdad,” dijo ella, su tono burlón. “Las fuerzas infernales del universo se han cansado de su fracaso. Ha sido expulsado, le han quitado el poder. Tu dios lleva fracasando desde hace más de diez siglos. ¡Mi diosa ha tenido éxito! ¡Y ahora ella es suprema al ser la avatar de la oscuridad en el reino mortal!”

“No escucharé esto,” dijo Daigotsu.

“¡Sabes la verdad!” Se rió la Hija de Ébano. “¡Lo sabes porque le has visto! Él está aquí, ¿verdad?” Miró más allá del Señor Oscuro, a las agujas que había en la lejanía. “Está escondido en tus Dedos de Hueso, ¿no es así? Su cuerpo roto y mortal, su poder destrozado y disminuyendo. ¿Eres ahora más poderoso que él? ¡Como te debes sentir al ver a tu señor reducido a ese estado!”

“Te advierto por última vez que te calles,” dijo Daigotsu. Su voz era poco más que un susurro.

“¡Fu Leng está muerto!” Gritó la Hija de Ébano. “¡Muerto o moribundo! ¡Kali-Ma vive y gobernará sorbe este destrozado Imperio y rehará el mundo entero a su imagen y semejanza!” Le miró con pena. “Puedo sentir el peso que llevas. Conozco el sufrimiento que debes sentir. ¿Qué amortaja ahora tu alma? ¿Es desesperación? ¿Miedo? ¡Yo te puedo liberar de esas cosas!”

“Ni conozco la desesperación, ni el miedo,” dijo Daigotsu.

“¿Entonces qué es?” Le presionó ella. “¿Qué atormenta tu corazón?”

“Una indulgencia que casi nunca me permito,” admitió Daigotsu. “La ira.”

El Señor Oscuro cruzó la distancia entre ambos en el tiempo que se tarda en pestañear. Su mano agarró el cuello de ella, las garras de un Sanuro no Oni surgiendo de las puntas de sus dedos. Ella invocó sus defensas, defensas potentes, pero él estaba preparado, y las echó a un lado con la fuerza bruta del poder que tenía.

La Hija de Ébano dio un grito ahogado, pero la luz en sus ojos no era miedo. Para gran disgusto de Daigotsu, parecía ser deseo. “Por la diosa,” jadeó, “no me atrevía ni siquiera a imaginar. Tu poder… es magnífico.”

“Te arrancaré el alma de tu cuerpo y dejaré que los gusanos se den un festín en tus restos,” gruñó Daigotsu alrededor de un puñado de colmillos.

“¿Y quién ocupará mi lugar?” Se rió ella. “¿Quién heredará el poder de mi diosa y vendrá buscando venganza por este desaire?”

“Kali-Ma puede enviar a cuantos quiera. Yo construiré un altar a mi señor con los cadáveres de sus vasallos muertos.”

“Antes o después ella encontrará a alguien al que no puedas matar,” se rió la Hija. “¿Qué hay de tus vasallos? ¿Qué hay de tu familia? ¿Estás seguro que están a salvo?”

La respuesta de Daigotsu fue un gruñido inarticulado, su cara deformada por el semblante de un demonio. Sus rasgos volvieron a su ser gracias a un increíble logro de fuerza de voluntad. “Esta vez vivirás, y solo esta vez, porque yo lo permito. Lleva un mensaje a la prostituta que es tu diosa, y dila que este Imperio pertenece a Fu Leng y a sus herederos entre los Daigotsu. Si quiere se puede ir con sus fuerzas intactas, pero si se queda, ella y todos los suyos serán puestos a la hoguera entes de que acabe este asunto.” Se inclinó hacia delante, apretando el cuello de ella, casi hasta aplastarlo.

“Este es mi Imperio,” siseó, arrastrando una garra por el lado de la cara de ella, dejando una gran y sangrienta herida. “Y quemaré el mundo para protegerlo.”