El Último

 

por Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

Primer Día del Mes de la Serpiente, 1172

 

La fortaleza de guerra que los Cangrejo gustaban llamar el Palacio Hida descansaba en una formación granítica, parte de una cordillera de colinas surgida de las montañas de la Muralla Sobre el Océano. En tiempos normales uno podía estar en sus altos muros perimetrales y ver campesinos labrando los campos que había debajo, caravanas en los caminos trayendo suministros, o mensajeros yendo y viniendo con órdenes para la inmensa máquina de guerra que era el Clan Cangrejo.

En tiempos normales. Ahora, Hida Tatsuma miraba sobre los campos en los que solo crecían hierbajos; los campesinos habían huido meses antes. Los caminos también estaban vacíos de tráfico; con la mayoría de las tierras Cangrejo bajo el dominio de los Destructores, los suministros y las órdenes, provenían de los bordes de las tierras Cangrejo, al otro lado de las montañas. Kyuden Hida había sido evitado por los invasores en su ataque al Imperio, y ahora estaba intacto, desafiante, solo.

“Inútil.”

Tatsuma se volvió un poco hacia un lado. “¿Qué es inútil?” Dijo.

Hida Shimonai detuvo sus idas y venidas durante un momento y movió sus brazos de un lado a otro. “¡Esto!” Dijo. “Deberíamos estar en el norte, donde está la lucha. No se conseguirá nada atiborrando esta fortaleza de hombres.”

“Es maravillosa tu perspicacia sobre el arte de la guerra,” dijo Tatsuma. “Deberías ir ahora mismo al general y decírselo.”

Shimonai le regaló una mirada de asco y continuó yendo de un lado a otro. Tatsuma se giro para seguir observando, y de repente se inclinó un poco hacia delante, atento. “Viene alguien por el camino del norte,” dijo.

“¿El camino del norte?” Dijo Shimonai. “Pero ahora ese camino no lleva a ningún lado. Bueno, solo a Nishiyama Mura,” corrigió. Se unió al otro hombre en la muralla y miró hacia el norte. El hombre que estaba en el camino llevaba la ligera armadura que solían llevar los exploradores Cangrejo, y cubría la distancia con el paso seguro de un Hiruma. “Tendrá nueva información de Nishiyama,” dijo Shimonai, y se dirigió a la escalera que llevaba al patio. Tatsuma se quedó donde estaba, preguntándose por qué el ver a ese hombre le llenaba de un picor que solo podía ser de inquietud.

 

 

A la caligrafía le faltaba la elegancia de una mano entrenada en la corte, pero los caracteres tenían la fuerza y claridad que le gustaba a Kaiu Kyoka. Hablaba bien del escritor, pensó, que incluso con un ejército de Destructores acercándose los detalles de la clara comunicación habían sido observados. Enrolló el informe y se dirigió a la mesa de mapas que dominaba la habitación. “Estas no son buenas noticias,” dijo.

“No cambia nada,” dijo Hida Rokurota. Estaba ocupado añadiendo y cambiando de lugar fichas del mapa, y no levantó la vista. “Nuestras órdenes son que hagamos una campaña contra el flanco del ejército de los Destructores, y eso es lo que haremos.”

“Hace dos días recibimos noticias que los Asahina habían dejado de recibir mensajes provenientes del Castillo del Filo del Amanecer,” dijo Kyoka. Cuando Rokurota no hizo ningún comentario, pasó un dedo sobre el mapa. “Los Destructores han llegado al Río del Oro Blanco, otorgándoles una defensa natural contra los ejércitos combinados. ¿Qué mejor momento para que ellos consoliden su retaguardia?”

El silencio de Rokurota continuó durante un momento, y luego levantó la vista para mirar a su compañero comandante. “Tenemos nuestras órdenes de Reiha-sama,” dijo en voz baja. “Esto no cambia nada que importe.”

 

 

Quinto Día del Mes de la Serpiente

 

Las murallas de Kyuden Hida estaban llenas de samuráis. Algunos eran parte de la guardia, y estos observaban la tierra a su alrededor: norte, sur, este, oeste. Todo el resto miraba hacia el norte. Las noticias sobre Nishiyama habían dado la vuelta a la fortaleza, y ahora todos esperaban noticias sobre lo que había ocurrido. Cinco días era tiempo suficiente para que llegasen los mensajeros, o los supervivientes.

Lentamente, el Sol de Jade se encaminó al cenit y luego hacia el horizonte oeste. El camino hacia el morte permaneció vacío de vida.

 

 

Octavo Día del Mes de la Serpiente

 

“¡Finalmente!” Dijo Shimonai. “¡Algo que hacer!”

“Muchas cosas que hacer,” dijo Tatsuma. “Ahora es útil una fortaleza atiborrada de guerreros.”

Shimonai se rió pero no contestó nada más. Observó las colinas hacia el oeste, donde legión tras legión de Destructores marchaban sobre Kyuden Hida. Lentamente se congregaron en las llanuras que había alrededor de la fortaleza y luego se dispusieron alrededor de ella. “Me pregunto,” dijo, y luego se detuvo. “¿Qué es eso?” Dijo, señalando.

Tatsuma entrecerró los ojos para mirar, perplejo. “¿Una máquina de asedio?”

 

 

“Definitivamente es una catapulta,” dijo Kyoka.

“Maravilloso,” dijo Rokurota, sin segunda intención. “Mientras ellos intentan lanzarnos guijarros a la puerta, podemos estar planeando alguna sorpresa.”

Kyoka frunció el ceño. “No tiene sentido. Has leído los informes sobre Shiro Kuni – tienen mejores formas de romper el muro de una fortaleza. ¿Por qué han traído estos juguetes? Son demasiado ligeros como para lanzar algo lo suficientemente pesado como para dañar la puerta, y mucho menos el muro.”

“Una unidad Unicornio consiguió matar la criatura-catapulta en Shiro Kuni,” dijo Rokurota. “Quizás solo tenían una.”

“Quizás,” dijo Kyoka. Era posible: durante su vida Kyoka había visto tres tipos distintos de criaturas de las Tierras Sombrías que nunca antes se habían visto, y tampoco desde entonces, y eso no era un hecho extraño. “Pero no acostumbro asumir que las cosas son como a mi me gustaría que fuesen.”

“Eso es verdad,” dijo Rokurota. “Pero no nos podemos quedar sin hacer nada porque tenemos miedo que esté por venir algo peor. Necesitamos un plan para acabar con lo que tenemos ahora ante nosotros.”

“Eso es verdad,” dijo Kyoka con una sonrisa. Los dos hombres se apartaron de la ventana y se dirigieron a la mesa de mapas.

 

 

La Noche del Décimo Día del Mes de la Serpiente

 

Shimonai atemperó su impaciencia y esperó la señal. Unos metros ante él Toritaka Okabe estaba recostado contra la esquina del muro y escuchaba atentamente. Shimonai también escuchaba, aunque dudaba que pudiese escuchar algo que no pudiese escuchar el explorador. Al luchar contra las Tierras Sombrías se aprendía a no tomar riesgos, razón por la que ambos hombres estaban en el callejón entre los dos almacenes. Menos de diez minutos antes uno de los vigías había levantado la alarma, insistiendo que había visto algo siendo catapultado por encima de las murallas de Kyuden Hida. Nadie sabía que pensar de ese informe – enviar algo por encima de los muros de una fortaleza solo era útil si lo que se enviaba estaba en llamas, y claramente no había sido así – pero Rokurota-sama había ordenado una exhaustiva búsqueda hasta que se encontrase.

Okabe hizo un gesto con la mano y ambos doblaron la esquina y continuaron. Estaban en el centro del siguiente lado del almacén cuando el explorador se detuvo. Shimonai no tuvo porque preguntar por qué lo hacía: el olor era obvio también para él. Le recordaba a varios campos de batalla en los que había estado, pero peor. Okabe olfateó el aire, su cabeza girando a un lado y a otro, y luego volvió a moverse. Shimonai le siguió en silencio. No necesitaban hablarse.

Lo encontraron dos almacenes más allá, en otro callejón. Aparentemente había chocado contra el techo de un almacén, dañándolo levemente, antes de deslizarse hasta caer amontonado en el suelo. Okabe se arrastró hacia el, tetsubo preparado, hasta que estuvo a un metro de la cosa. Shimonai admiró la fuerza de voluntad de Okabe; incluso a esta distancia el olor revolvía el estómago. “¿Despojos podridos?” Dijo finalmente Okabe, volviéndose hacia Shimonai. Su voz tenía el tono nasal de un hombre intentando no respirar por la nariz. “¿Se han tomado todo este trabajo para lanzarnos despojos podridos?”

“Quizás están confundidos,” dijo Shimonai. “Quizás crean que somos Grullas y que nos pueden matar con una porquería.”

Okabe se rió un poco y luego pareció como si se arrepintiese. “Necesitaremos llamar a unos eta para que lo limpien,” dijo, y empezó a andar hacia Shimonai.

“Eso elevará su lugar en el Orden en la próxima vida,” dijo Shimonai. “Lo sabemos bien – ¡SOMOS CANGREJO!”

Okabe se giró, demasiado tarde. El montón de mierda se había repentinamente reorganizado, convirtiéndose en media docena de zombis recubiertos de basura, y el más rápido de ellos ya estaba dentro del alcance de su tetsubo. Okabe maldijo con furia e intentó empujarlo con el tetsubo mientras que desenvainaba una pesada daga. Dos zombis más se unieron al primero.

“¡Hida!” Chilló Shimonai mientras se unía a la lucha. Destruyó los tres zombis más lentos, aplastándoles como si fuesen melones maduros, y luego se volvió hacia Okabe. El explorador había acabado con uno de sus atacantes y estaba intentando separar de su cuerpo la cabeza del segundo mientras mantenía alejado al tercero. Shimonai se acercó para ayudar, y acabaron pronto con los dos zombis que quedaban.

Okabe trastabilló hacia atrás hasta recostarse sobre la pared. “Hida-san,” jadeó, y fue entonces cuando Shimonai se dio cuenta de la sangrienta boca en que se había convertido el abdomen del otro hombre. Mientras le miraba, los ojos de Okabe se pusieron en blanco y su cuerpo empezó a deslizarse por la pared. Shimonai reaccionó sin pensarlo y golpeó con su tetsubo, aplastando la cabeza de Okabe. Luego, toda la fuerza de la batalla le golpeó y se inclinó y vomitó. Cuando acabó escupió dos veces para aclarar la boca y salió del callejón, chillando la alarma.

 

 

La Noche del Décimo Quinto Día del Mes de la Serpiente

 

Tatsuma quitó la cabeza del último zombi con un limpio golpe de hacha, miró a su alrededor para asegurarse que de verdad era el último zombi, y respiró hondo. ¿Qué podía significar, se preguntó, que la fetidez ya le estaba dejando de molestar? Liberó su mente de esa trivialidad y observó a los otros que estaban con él. Todos estaban intactos y alertas excepto Shimonai, que estaba con los ojos apretados, sudando fuertemente. Tatsuma le miró de cerca, pero para alivio suyo el otro hombre parecía tener controlados sus impulsos berserker. Los zombis ya eran suficientemente malos; no quería que otra descerebrada máquina de matar anduviese suelta.

“¿Cuántos crees que lanzarán esta noche?” Preguntó uno de los otros.

“El oficial de intendencia Onegano está aceptando apuestas de siete,” contestó otro.

“Engañabobos. Yo he apostado que doce.”

Los gongs de aviso repicaron en un ritmo que ya les era familiar. “Estás uno más cerca de ganar tu apuesta,” dijo Tatsuma. “Vayamos a encontrar nuestro nuevo regalo.”

 

 

Décimo Sexto Día del Mes de la Serpiente

 

Kyoka caminó por el pasillo, intentando alentar una idea que se escondía en la parte de atrás de su mente. En los últimos años había intentado muchas soluciones al problema, y cada vez se encontró con que nada funcionaba tan bien como andar de un lado a otro. En su casa esto hacía que su esposa se distrajese, pero aquí en Kyuden Hida había suficiente sitio como para poder hacerlo tranquilamente.

Dobló la esquina y se detuvo, repentinamente alerta. Al otro lado del pasillo estaba un samurai Cangrejo – Shimonai, le decía su memoria – inmóvil, la cabeza algo inclinada hacia delante, como escuchando. Kyoka se quedó en silencio durante un rato, no queriendo alertar a lo que estuviese cazando Shimonai, pero finalmente la espera le sobrepasó. Lenta y calladamente desenvainó la espada y luego se acercó sigilosamente hasta que estuvo casi al lado de Shimonai. “Hida-san,” susurró, “¿qué está pasando?”

Hubo un momento de silencio, y entonces la cabeza del Hida se irguió y giró. Kyoka tuvo un instante para mirar a los ojos de un hombre muerto y entonces las manos del zombi estaban alrededor de su cuello, apretándolo. Kyoka consiguió no dejar caer su espada, y desesperadamente intentó insertársela a su atacante. La espada entró en el pecho de Shimonai y salió por su espalda, pero no tuvo otro efecto. Kyoka estaba intentando con torpeza coger su wakizashi cuando se escuchó el sonido de huesos crujiéndose.

 

 

Décimo Octavo Día del Mes de la Serpiente

 

Rokurota terminó de leer el informe, lo estrujó hasta hacerlo una bola, y lo tiró tan fuerte como podía al otro lado de la habitación. La cosa que antes había sido Hida Shimonai fue encontrada y destruida, y los curanderos habían sistemáticamente visto a toda la guarnición buscando a alguien más que mostrase signos de plaga. Casi una decena de samuráis habían obtenido el permiso de cometer seppuku, y quince de los sirvientes del castillo habían sido misericordiosamente matados. Sus fuerzas estaban siendo sangradas sin siquiera arañar una sola armadura de los Destructores.

Meditó si bajar a uno de los dojos para buscar a alguien con el que entrenarse y desgraciadamente apartó esa idea de su mente. Tenía trabajo que hacer, y su frustración tendría que vivir con ella misma. Poniéndose en pie, se sirvió una taza de té y estaba a punto de cogerla para luego dirigirse a la mesa de mapas cuando vio algo. La superficie del té estaba rizándose levemente, como en respuesta a un gran tambor. Rokurota lo observó durante un minuto, viendo como las ondas se hacían más grandes, y luego se dio la vuelta y se dirigió a la ventana de la habitación. El gong de señales empezó a repicar antes de que llegase a ella, pero él ya sabía lo que estaba viniendo.

“Es incluso más feo que lo que dijeron que era,” dijo Rokurota, y luego recordó que Kyoka ya no estaba allí. Puso una mueca de dolor y concentró su atención en la criatura-catapulta. Era una cosa torpe con grandes patas, absurdos brazos de bebé, y un inmenso aunque esquelético torso. Podía ser quemado, eso lo sabía, pero a Rokurota le costaba pensar que más se podía hacer con ella. Cuando llegó al campamento de los Destructores dejó el camino y se movió hacia el norte, deteniéndose al borde de la formación. Rokurota estaba a punto de apartarse de la ventana cuando vio algo moverse. Levantó la vista y descubrió que había una segunda criatura-catapulta viniendo por el camino. “Dos,” dijo Rokurota, mirando ciegamente a su muerte. “Que Bishamon nos de fuerzas, han traído a dos.”

 

 

Vigésimo Día del Mes de la Serpiente

 

Las puertas de Kyuden Hida resonaron y crujieron por el impacto. Rokurota esperó un momento para que se callase el ruido y luego continuó. “Tras el siguiente golpe, se abren las puertas. ¿Alguna pregunta más?”

Tatsuma sonrió. “Las puertas se abren, salimos corriendo, hacia la criatura que está al norte, matamos a cuantos Destructores podamos. Creo que es un buen plan.” Se volvió hacia los hombres que estaban apostados tras él. “¡Hida!” Gritó, moviendo su tetsubo por encima de su cabeza para dar más énfasis. “¡HIDA!” Le gritaron. Tatsuma se volvió hacia Rokurota. “No, ninguna pregunta.”

Rokurota asintió y se dio la vuelta. Había una escalera cercana que llevaba desde el patio a la parte superior de la muralla, y la ascendió de dos en dos escalones. El comandante de los Destructores había aprendido algo de Shiro Kuni: en vez de lanzar sus fuerzas contra la fortaleza mientras aplastaban las puertas, rodeaba con sus fuerzas, completa y defensivamente, a sus criaturas-catapulta. Rokurota encontró esto exasperadamente razonable. Hubo otro estruendo de protesta proveniente de la puerta y corrió aún más, llegando a la parte superior de la muralla justo cuando salía corriendo la fuerza liderada por Tatsuma.

Los hombres atacaron el campamento de los Destructores, chillando gritos de guerra e insultos contra la parentela de sus enemigos mientras se dirigían hacia allí. Rokurota observó, con el corazón latiendo fuertemente, como reaccionaron los Destructores, algunos de ellos corriendo para enfrentarse al ataque y otros guerreros que estaban protegiendo a la criatura que estaba más al sur corriendo para reforzar la que estaba más al norte. “¡Ahora!” Chilló, y el gran gong de señales repicó alocadamente. Al sur del campamento de los Destructores una segunda fuerza Cangrejo – compuesta por todos los Hiruma que había en Kyuden Hida – de repente salió de su escondite y corrió en silencio hacia la criatura que estaba más al sur.

Rokurota se inclinó hacia delante, intentando ver ambas luchas al mismo tiempo. Los Hiruma tenían que tener éxito. Incluso las inmensas puertas de Kyuden Hida no podían soportar los ataques de dos criaturas-catapulta trabajando coordinadamente; ya estaban empezando a torcerse un poco, y los cráneos de demonio que las habían decorado ya eran una cosa del pasado. Si pudiesen matar solo una de las criaturas tendrían más tiempo, más tiempo para hacer planes, más tiempo para luchar, más tiempo para salvar Kyuden Hida.

Los Hiruma habían luchado casi hasta alcanzar su objetivo cuando repentinamente se detuvieron. Entrecerrando levemente los ojos, Rokurota vio que se habían encontrado con una unidad de los pocos Destructores que tenían cabeza de animal. Golpeó con sus puños el muro, en impotente frustración, mientras los Cangrejo eran derrotados. Rokurota miró hacia el norte y vio que aún había un Cangrejo luchando. Tatsuma, pensó, pero era difícil de decir. Durante unos sorprendentes momentos mantuvo a raya el círculo de acero de sus enemigos, y luego la criatura-catapulta dio un enorme y baboso bostezo, movió de un lado a otro su inmensa cola, y les aplastó a todos.

 

 

Vigésimo Sexto Día del Mes de la Serpiente

 

Rokurota puso toda su frustración en el golpe del tetsubo, y la cabeza del Destructor se hundió con un satisfactorio crujido. Mirando a su alrededor buscando un nuevo oponente vio la locura en que se había convertido el patio de armas.

De las ruinas de las puertas fluía una continua corriente de Destructores. Aún había samuráis Cangrejo en las murallas, y estos hacían llover flechas y rocas sobre los invasores, pero no podían echarles. A su izquierda una fila de Cangrejos luchaban por defender el propio castillo, pero este ya ardía por doquier. Rokurota parpadeó para sacarse el agua de los ojos – sudor, tenía que ser sudor – y atacó al Destructor más cercano.

Cuando finalmente murió, estaba intentando meter la punta de una katana rota en el visor de la armadura de su enemigo.