Enemigo de Mi Enemigo

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Yasuki Pachinko & Mori Saiseki

 

 

Kyuden Isawa era uno de los palacios más serenos de Rokugan. Hogar de estudiosos, místicos, y hombres santos, los Isawa intentaban mantener que sus salones fuesen un lugar de pacífica introspección. Como Voz del Emperador, era deber del Fénix mantener esa paz, pero esta aura de calma no se extendía a las habitaciones de un hombre.

Isawa Sezaru agarraba un desenrollado pergamino con una mano, mientras iba de un lado a otro por sus habitaciones y luchaba por entender el texto gaijin garabateado sobre su superficie. En su otra mano sostenía un doblado trozo de seda dorada, y lo daba vueltas constantemente, su presencia parecía darle algo de confort. Levantó la vista rápidamente, una irritada expresión en su cara. Varios segundos más tarde hubo un suave golpecito y la puerta que daba a sus habitaciones se abrió, deslizándose.

“Sezaru-sama,” dijo su sirvienta.

La cara de Sezaru ya se había relajado, sus ojos abriéndose al reconocerle. “Iuchi Katamari a venido a verme,” dijo.

“Si, mi señor,” contestó su sirvienta. Parecía muy sorprendida que él hubiese sabido que mensaje le traía antes de habérselo dicho. Era nueva, claro, pero con el tiempo se adaptaría. Lo había previsto.

Sezaru enrolló el pergamino y lo colocó en un estante con docenas de otros pergaminos. Un hombre delgado vestido con túnicas moradas entró, una máscara de acero escondiendo su cara. Sezaru se volvió hacia él, inclinándose muy poco. “Todavía nada, Katamari,” dijo si saludarle. “He estado estudiando todo lo que aprendimos en las Arenas Ardientes. Sé mucho sobre el poder que ahora tiene nuestro enemigo. Mientras el corazón de Iuchiban permanezca oculto está a salvo de nosotros, Y todas mis adivinaciones inevitablemente llevan a la misma respuesta. Ningún ser del reino mortal conoce donde está el corazón de Iuchiban excepto el propio Portavoz de la Sangre.”

“Entonces os gustarán las noticias que os traigo,” contestó Katamari.

Sezaru miró con urgencia a Katamari. Incluso con las nuevas magias que había aprendido en las Arenas Ardientes, tenía dificultades para predecir al hombre que se llamaba a si mismo el Doomseeker. “¿De qué te has enterado?” Preguntó.

“Hida Kisada vive de nuevo,” dijo Katamari.

Sezaru miró sorprendido a Katamari. “¿Si?” Contestó.

“Ha reunido un ejército de Cangrejos y ahora marcha hacia tierras León,” dijo Katamari. “La mayoría le sigue por lealtad ciega a su legado; solo unos pocos conocen sus verdaderas intenciones, pero yo tengo familia entre los Cangrejo — que saben la verdad — y la han compartido conmigo. Kisada ha regresado de Yomi para buscar el Corazón Oculto.”

“Pero mis adivinaciones,” dijo Sezaru en voz baja, y luego se quedó en silencio. Sus hombros empezaron a temblar un poco, y luego empezó a reírse suavemente. Agarró el obi de seda con una mano y puso una expresión de triunfo. “Magia y adivinanzas,” dijo. “Por supuesto, ¡Kisada no es del reino de los mortales! La verdad reside en él. Debemos ayudarle, Katamari.”

“Si Iuchiban se da cuenta de lo que pretende hacer Kisada, no se detendrá ante nada para destruirle,” dijo Katamari.

“Entonces el Gran Oso tiene la suerte de tener un ejército,” contestó Sezaru. “Quizás le puedan proteger el tiempo suficiente hasta que lleguemos nosotros.”

 

 

En las tierras del Clan León, dos ejércitos estaban uno enfrente del otro sobre una ancha llanura. Uno de ellos estaba compuesto por orgullosos León, miles de soldados vestidos con brillantes armaduras, sus estandartes sashimono ondeando desafiantes en el viento. El segundo y más pequeño ejército estaba vestido con el gris acero y rojo ladrillo del Clan Cangrejo. Soldados en cada lado miraban a los de enfrente con recelo, pero nadie se movía. Prestaban atención a sus comandantes, que ahora estaban reunidos en tierra neutral, entre los dos ejércitos.

La comandante Matsu Aoiko se apoyó en su magari-yari, la extraña lanza de tres puntas que le gustaba a su familia. Una mueca de arrogancia retorcía su cara mientras miraba al alto general Cangrejo y se reía en voz baja.

“¿Dices que el Gran Oso?” Le preguntó. “¿Entonces Hida Kisada ha regresado de la tumba y vuelve a caminar por Rokugan?”

La inmensa figura solo asintió. Vestido totalmente con una armadura de un azul tan oscuro que relucía como si fuese negra, solo sus ojos eran visibles. La miró impasiblemente.

“Tienes suerte que no me crea tus mentiras, Cangrejo,” replicó Aoiko. “Porque si lo hiciese, recordaría la última vez que los espíritus regresaron sin ser invitados a este Imperio, y el destino que tuvieron. Mucho ha cambiado desde la última vez que viviste, ‘Kisada.’ Los muertos permanecen ahora, por una razón, donde deberían estar.”

“Me juzgas mal y me insultas, León,” dijo el Cangrejo con frialdad. “No busco la conquista de vuestras tierras, solo encontrar algo que ha estado perdido aquí y destruir un gran mal. Si lo deseas, tus soldados pueden ponerse bajo mi mando y ayudarme en mi búsqueda.”

“¿Unirme a ti?” Se burló Aoiko. “Estas son tierras León, Gran Oso. Tienes suerte de que no te haya destruido.”

“Con todo el respeto Aoiko-san, tienes suerte por no haberlo intentado,” respondió Kisada sin alterar la voz.

Aoiko frunció el ceño. “No respondo bien a las amenazas, Cangrejo,” respondió. “Desearía saber las verdaderas razones por las que estas aquí y como tu ejercito a atravesado a salvo las montañas.”

Kisada cruzó sus poderosos brazos ante su pecho. “Después del Paso Beiden me di cuenta de la estupidez que era usar caminos tan transitados,” respondió. “Busqué otras rutas a través de las montañas.”

“No hay otros pasos,” respondió Aoiko.

“Es obvio que estas equivocada,” dijo él. “Los caminos están ahí para aquellos que tengan el valor de cruzarlos. Que tu ignorancia sirva como prueba de que no soy hombre que se molesta con nimiedades. Déjanos pasar.”

“¿Y yo voy a dejar que un ejercito Cangrejo marche tranquilamente por mis tierras tan pronto después de que tu clan ayudase a los Unicornio en su guerra contra nosotros?” Preguntó ella. “Baja tus armas, quienquiera que seas, y que sepas que son solo las órdenes de mi Campeón de que mostremos durante un tiempo piedad a nuestros enemigos las que te salvan la vida.”

Los ojos de Kisada se entrecerraron. “Escúchame bien, León,” dijo en una voz baja, salvaje. Se detuvo un largo momento, en el que parecía contenerse, y dio un profundo respiro. “No deseo malgastar la vida de mis hombres en un combate sin motivo. Nuestra misión es urgente, si no hubiéramos viajado al norte hacia el Paso Seikitsu a través de territorio unicornio. Doy mi palabra de hijo de Hida que no pretendo ningún daño al León. Como he dicho, estas invitada a unirte a nosotros y compartir la gloria de nuestra victoria. Déjanos pasar.”

“¿La palabra de un hijo de Hida?” Aoiko se rió. “¿Y eso qué vale eso?”

Un fuerte crujir fue seguido de un súbito silencio cuando Kisada golpeó a Aoiko en la cara. La samurai-ko retrocedió y cayó sobre una rodilla, los ojos muy abiertos por el dolor y la sorpresa. Mil cuerdas de arco se tensaron, sus flechas apuntando al pecho del Gran Oso. Los soldados más cercanos a su comandante desenvainaron sus espadas.

“Bajad vuestras armas,” dijo Aoiko bruscamente, mientras se ponía en pie. “No hay necesidad de retribución. Le hice a este hombre una pregunta... y me respondió.” Ella miro a Kisada, sus labios curvándose en una sonrisa maliciosa. “¿Una búsqueda, dices? ¿Y gloria por ganar?”

“Así es,” tronó Kisada.

“¿A qué enemigo buscas?” Preguntó ella.

“A Iuchiban,” dijo el Gran Oso. “La clave de su destrucción se encuentra en tierras León. Pretendo obtenerlo, encontrar su corazón y destruir al Portavoz de la Sangre.”

“¿Y tú eres verdaderamente Kisada, el Gran Oso, el hombre que hubiera conquistado Otosan Uchi él solo, y que formuló las estrategias que vencieron en el Día del Trueno?”

“¿Tú qué crees?” Preguntó Kisada.

Aoiko miró al enorme guerrero que se alzaba frente a ella, sus fríos ojos negros ardiendo con contenida ira. Miró a los soldados que le seguían, todos y cada uno veteranos guerreros Cangrejo, soldados que habían sobrevivido el cruzar a través de una cordillera de montañas imposibles bajo el mando de este hombre y que cargarían en batalla contra un enemigo que se decía que no podía ser matado.

“No importa,” dijo fieramente Aoiko. “Estoy contigo.”

 

 

Esta ciudad había sido hermosa, una vez. La recordaba claramente, como lo recordaba todo. Esa siempre había sido su maldición: el ver con claridad, recordar con claridad, el retenerlo todo y conocerlo para siempre con todos los detalles. Algo así podría parecer una bendición, pero no lo era. El recordar cada matiz de la verdad y ver como otros intentaban retorcerla para convertirla en una mentira. El ver cosas en su antigua gloria y luego darse cuenta de que todo estaba condenado a caer lentamente en la ruina. El recordar como eran de verdad las cosas, ver como eran ahora, y lo peor de todo darse cuenta de que nadie más parecía recordar o importarle la obvia forma en que el Imperio caía en la ruina y el estancamiento. Esta era su existencia, y era por esta razón por la que había buscado la inmortalidad — para que hubiese algo constante, algo eterno, una gloria que perduraría por los tiempos. Por eso había elegido su nuevo nombre del idioma de los khadi, un nombre que significaba “Eterno.”

Iuchiban.

El inmortal hechicero se recostó sobre el retorcido trono que Yajinden le había hecho, usando acero rojo y en el que había gravadas imágenes de cuerpos humanos retorciéndose por el dolor y las torturas. ¿Qué había cambiado? ¿Cómo se había convertido en esto? El poder y la destrucción nunca habían formado parte de su plan inicial. El poder solo había sido una forma de asegurarse su inmortalidad y la destrucción solo era una forma de pasar el tiempo. Después de todo, ¿qué importaba si torturaba y destruía a seres menores que en cualquier caso estaban condenados a desvanecerse en la nada? Ese era su derecho; él permanecería cuando ellos se hubiesen ido, y en cualquier caso eran despreciables. La moral y el honor eran para hombres menores.

Pero, meditó Iuchiban, su senda se había nublado. Al principio, solo buscaba justicia, retomar el trono que no se merecía su hermano mayor. Más tarde, buscó vengarse por haber sido encerrado. Cuando despertó y vio que otro mortal había tenido éxito donde él había fracasado — tomando el trono Hantei con valor y determinación en vez de con astucia y magia — había pensado destrozar este nuevo Rokugan. Había buscado poder en la Ciudad Oculta, buscando incrementar su ya gran fuerza.

Pero desde la batalla en Gisei Toshi algo parecía ir mal. Iuchiban lentamente había empezado a reconocer su fracaso. Había poderes más grandes que él, poderes que no comprendía totalmente. Iuchiban miró por la ventana de su ciudadela de hierro, a las ruinas que tenía debajo y a las colinas que había más allá. Miró al Camino del Emperador que se perdía en la distancia — el camino que él había seguido una vez hacia las tierras que estaban más allá de Rokugan — y contempló lo que vendría a continuación.

Iuchiban puso una mano sobre su pecho, donde una vez descansó su corazón. Había creído que su arrogancia era su prerrogativa, pero ahora sería su destrucción. Su búsqueda del poder había despertado a fuerzas mayores que él, fuerzas que no se detendrían ante nada para quitar de en medio la amenaza que él representaba. Aquellos que se movían en su contra no se daban cuenta de a quien servían. Sin duda Daigotsu, el caído Señor Oscuro, era uno de sus enemigos, así como el emisario que el Reino del Destino Frustrado había enviado contra él.

No importaba. Vendrían, y él estaría preparado. Si fracasaba, dejaría la ignorancia de quien era el verdadero señor de sus enemigos como castigo final a la insolencia de sus enemigos.

Iuchiban no moriría fácilmente.