Enemigo de Mi Enemigo

Primera Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Hace Algún Tiempo, Otosan Uchi…

 

            El Palacio Imperial era un lugar donde uno fácilmente se podía perder, lleno de retorcidos pasadizos y con una arquitectura enrevesada, a menudo inexplicable, que solo surge tras siglos de modificaciones. A los visitantes se les aconsejaba ir por pasillos bien conocidos y que dejasen que los Guardias Imperiales guiasen sus pasos. Incluso aquellos que allí vivían nunca dominaron cada pasadizo secreto y cada cámara oculta. Para los pocos a los que se les permitía ir por cualquier lugar del palacio, era muy fácil encontrar soledad. Una persona podía retirarse a una polvorienta y oculta habitación y sentarse en silencio con solo los fantasmas de los Seppun y Hantei que le hiciesen compañía.

            En los pasillos de palacio más conocidos e iluminados, la nobleza del Imperio se reunía en una celebración. En este día, el hijo menor del Emperador se había convertido en un verdadero samurai y había jurado fidelidad al nombre Otomo. Era una buena excusa para reunirse, cotillear, y maniobrar políticamente. Tan absortos estaban las flores de la corte en sus pasatiempos que pocos se dieron cuenta que el Príncipe Jama no se le veía por ningún lado.

            En una olvidada sala del Palacio, Otomo Jama se apoyaba contra la pared en un amargo silencio. El joven tenía enterrada la cara entre sus manos. Aunque era demasiado orgulloso como para llorar, incluso aquí, la vergüenza y el pesar amenazaban con doblegar su firmeza. Incluso al nacer, las comadronas reconocieron que Jama era diferente. Su fantasmagórico pelo blanco era una rareza, la señal de un niño destinado a dominar un gran poder mágico. Una bendición así no se tenía sin coste alguno. Los demás niños le evitaban, temerosos de sus extraños dones. En vez de eso pasaban el tiempo cortejando el favor de su hermano mayor, el carismático niño que un día sería Emperador.

            “Siempre fuiste más fuerte solo.”

            Siempre había sabido que eso era verdad. Se dijo a si mismo que la independencia le ofrecía una fortaleza que su hermano nunca conocería. Pensaba que el tiempo que no malgastaba jugando lo empleaba mejor mejorando su mente, rededicándose a las Fortunas. Mientras que su hermano se volvía amado y adorado por todos, él sería al final el mejor de los dos. Tenía pocos amigos, Tsugiko, Yajinden, y Suru, pero le eran leales. Se dijo a si mismo que era afortunado, que los amigos de su hermano eran inconstantes, y que él no querría esas amistades aunque se las ofreciesen.

            “Pero tenían que entrometerse.”

            “Es tu culpa, Arashige,” susurró Jama. Miró al joven samurai León que estaba sentado en la esquina contraria de la habitación. Arashige solo le miró fijamente, y no dijo nada.

            Hacía un mes, el hermano mayor de Jama había caído terriblemente enfermo. La misma fiebre que le tenía bajo sus garras había asolado las costas Grulla, una enfermedad que no tenía cura e invariablemente mataba a los desafortunados que caían víctimas de ella. Jama mostraba preocupación por su hermano porque eso era lo esperado, pero verdaderamente le costaba sentir algo. No odiaba a su hermano. No amaba a su hermano. Su hermano era un distante desconocido en su vida, y Jama prefería que las cosas fuesen así.

            “Fuiste débil al confiar en ellos. Pero ahora eres fuerte.”

            “Tú,” dijo Jama a Arashige. “¡No fuiste capaz de dejar las cosas como estaban!”

            Arashige había sido el mejor amigo de su hermano, hasta la enfermedad. Entonces se había acercado a Jama, junto a otros muchos. Invitaron a Jama a sus juegos. Durante un tiempo, Jama supo lo que era ser su hermano. Ya no se encontraba en las bibliotecas con Yajinden o Jama, y muy pocas veces veía a Tsugiko. Aunque Tsugiko era una chica lista, ni era guapa ni encantadora. No le caía bien ni a Arashige ni a los otros, por lo que cada vez que ella iba a ver a Jama, este hacía que se fuese. Sentía algo de pesar por el dolor que veía en los ojos de ella cada vez que lo hacía, pero se convencía a si mismo que era por su bien. Solo se burlarían de ella. Ella no querría que eso pasase. Cada vez que hacía que se fuese, se volvía más fácil hacerlo.

            “¿O simplemente te diste cuenta que no la necesitabas?”

            “Me volviste contra ella, Arashige,” dijo Jama con voz de dolor. Se puso en pie, sus manos convertidas en puños. “¡Me volviste contra mis amigos!”

            Arashige no contestó.

            Los doctores Fénix encontraron una cura, y su hermano sobrevivió. Los otros niños inmediatamente le dieron la espalda, rechazando a Jama sin pensárselo dos veces. Cuando les pidió que no lo hiciesen, fue Matsu Arashige el que miró a Jama con una sonrisa de desprecio.

            “Supuestamente eras mi amigo,” le volvió a pedir Jama a Arashige, igual que lo había hecho aquel día.

            Arashige no dijo nada, pero de cualquier modo Jama volvió a escuchar la burlona respuesta del León.

            “Creíamos que ibas a ser Emperador.”

            Jama inclinó su cabeza con impotente ira y pesar. No se había verdaderamente dado cuenta cuanto envidiaba a su hermano hasta que probó el poder del Emperador, y ahora incluso eso le era denegado para siempre. En su gempukku había abdicado el trono y abandonado el nombre Hantei. Siempre sería alguien sin importancia.

            “No necesitas a ninguno de ellos. Si no se inclinan ante ti, destrúyeles, como hiciste con Arashige.”

            Jama sacó fuerza de esas palabras. Al menos ahora Arashige entendía la verdad. Un hombre no necesitaba ser un Emperador para tener verdadero poder. Jama miró al León y sus labios mostraron una malvada sonrisa. De un tirón, Otomo Jama sacó su daga del ojo del León. Arashige cayó hacia un lado, apoyándose en una columna. Sangre caía sobre la cara y el kimono del muerto.

            Una pisada junto a la puerta que tenía tras él hizo que Jama girase la cabeza. Doji Tsugiko estaba junto a la puerta. Aún llevaba la túnica ceremonial del gempukku, su oscuro pelo atado hacia atrás en unas elaboradas trenzas. Su poca atractiva cara pálida de horror.

            “Jama, ¿qué has hecho?” Susurró ella.

            “Miente.”

            Jama la miró con una máscara de miedo y confusión. “Arashige me atacó,” dijo, tirando la daga al suelo con asco. “No quería haberlo hecho… no tenía la fuerza.”

            Tsugiko miró al destrozado cuerpo, sus azules ojos nublándose de dudas cuando vio las espadas del León aún en sus sayas.

            “Te quiere creer. Déjala.”

            “Lo siento, Tsugiko,” dijo Jama, bajando la vista, avergonzado. “Comprendería que huyeses de mi, que hicieses llamar a la Guardia Imperial. Mi primer día como samurai y ya soy un monstruo, pero cuando él insultó tu virtud no lo pude aguantar.”

            “Creía que habías dicho que él te había atacado.”

            “Solo para protegerte de la verdad, pero eres demasiado lista para eso,” dijo con irónica tristeza. “Si solo no te hubiese apartado de mi, quizás hubiese tenido la fuerza de encontrar una forma mejor.”

            Tsugiko fue rápidamente hacia Jama, agarrando su mano con sus delgados y blancos dedos. “Te creo,” dijo ella. “Arashige era un hombre malvado y arrogante. Está claro que fuiste provocado. ¿Pero qué podemos hacer?”

            “El sacerdote sabrá donde esconder un cuerpo. El idiota lo puede llevar.”

            “Trae a Yajinden y a Suru,” dijo Jama. “Sabrán lo que hacer.”

            Tsugiko asintió obedientemente y corrió hacia la puerta.

            “Tsugiko,” Jama la llamó.

            Ella le miró intensamente.

            “Asegúrate que no seas vista,” dijo.

            Ella asintió rápidamente y se alejó sin hacer ruido.

            “¿Ahora lo ves? No necesitas amigos. Solo peones. Son todos unas marionetas, una vez que encuentres sus cuerdas.”

            Jama se sentó en el suelo junto al cadáver. La voz continuó hablando en su mente, diciéndole lo que había que hacer. Un rato después se volvió más tenue y despareció.

 

 

Siglos Más Tarde…

 

Había muchos templos en las tierras Asahina, dedicadas a un gran número de espíritus, Fortunas, y kami. Cada uno tenía su propósito, y cada uno era único. Los benignos sacerdotes del la familia shugenja del Clan Grulla atendían estos templos. Estos santos hombres y mujeres estaban tan dedicados a la causa de la paz que la mayoría andaban por los peligrosos caminos del Imperio sin armas, excepto por el wakizashi que era un símbolo de su posición social, e incluso eso permanecía fuertemente atado y sellado dentro de su saya.

            Incluso pocas veces los bandidos interferían con un solitario Asahina. Era bien sabido que los espíritus protegían a los sacerdotes, y aunque un Asahina pudiese no hacer nada por defenderse, sus oraciones podían hacer caer la ira de los Divinos Cielos. Entre los campesinos, algunos susurraban que nadie amenazaba a los Asahina por razones más profundas. Los Asahina, casi como sus espadas, eran de mortífero acero envueltos momentáneamente en una frágil paz. Si se presionaba demasiado a un sacerdote de su orden probablemente se convertiría en una bestia demasiado horrible como para pensar en ella.

            Nadie conocía el nombre de algún Asahina que se hubiese vuelto tan malvado, por supuesto, pero esto no hacía desaparecer las leyendas. Después de todo, si un Asahina alguna vez se apartase de su juramento y se convirtiese en un villano, ¿no haría su familia todo lo que estuviese en su poder para intentar que fuese olvidado?

            Estos pensamientos no estaban en la mente de Asahina Kikui mientras se arrodillaba ante uno de los muchos altares que había junto al camino. Tenía los ojos cerrados, en profunda meditación. Durante un breve periodo de tiempo, su atormentada alma estuvo en paz. Se sintió elevada por encima de ella misma, separada del mundo mortal. Estaba en una vasta cueva que daba a un lago subterráneo, en las profanidades de la eterna tierra. El latido y las palpitaciones de los espíritus resonaban en cada fibra de su cuerpo. Este era un lugar de poder, y ella se regocijaba en el.

            “Estoy aquí, Señor,” susurró ella.

            “Lo sé,” fue la respuesta. Las claras aguas del lago hicieron ondas y remolinos. Una oscura nube surgió de entre ellas, manchando su claridad. Un hombre, o la forma de un hombre, surgió de las profundidades. Su cuerpo estaba formado por un brillante fluido rojo, y sus ojos relucían con una loca intensidad. Su serpentino torso se extendió, bajando hacia las aguas, ahora rojas, mientras se erguía sobre ella, agua cayéndole del cuerpo. Ella, en sus sueños, ya había visto esto antes. Los demás lo llamaban el Oráculo de la Sangre, una sombra de su señor que podía escapar de su prisión y hablar con los sirvientes más leales de los Portavoces de la Sangre. Kikuji se postró ante la aparición, raspándose las manos y las rodillas contra la áspera piedra. Sintió una oleada de aprobación.

            “Ha llegado el momento, Kikui-chan,” dijo el Oráculo. “Los muros de mi prisión se han roto y vuelvo a andar por el Imperio. Nuestro día pronto llegará, y tú tienes que hacer tu cometido.”

            “La alegría me embargo al escucharlo,” contestó ella. “Estoy preparada para servir, pero temo que os debo pedir algo.”

            Los ojos del Oráculo ardieron ante su impertinencia, pero también parecía impresionado. “Habla,” contestó.

            “Solo pido que cuando nuestros ejércitos marchen, que perdonéis la vida de Matsu Atasuke,” dijo ella, mirando al Oráculo con una mirada de acero.

            “¿Atasuke?” Preguntó el Oráculo, con voz divertida. “¿Qué es ese hombre para ti? ¿No estás prometida a otro?”

            “A un hombre de poca importancia,” dijo ella. “No le amo.”

            “Amor,” dijo el Oráculo con una oscura risa. “El amor no es la senda de un Portavoz de la Sangre. Amar una cosa es darla poder. Nosotros no damos poder. Lo tomamos.”

            “En cualquier caso,” dijo ella. “Esto es lo que pido. Dame esto y te serviré lealmente.”

            “Muy bien,” dijo el Oráculo. “Lo que pides es algo sencillo, pero no te lo daré sin coste alguno. Deberás hacer algo por mi, Kikui-chan, y debe permanecer en secreto.”

            “Cualquier cosa,” contestó ella.

            “Hay un castillo, lejos de aquí,” dijo. “Se llama la Fortaleza Virtuosa.”

            “He oído hablar de el,” dijo ella. “Es el hogar del Clan Mono y del héroe, Toku.”

            “Ve ahí,” dijo el Oráculo. “Mata a Toku, a su esposa, a sus hijos, a sus hijas. Nadie de su familia debe sobrevivir.”

            Kikui miró al Oráculo, asombrada. Lo que la pedía era monstruoso, inconcebible. Se preguntó que podría haber hecho Toku para enojar así a su señor. Entrar en la Fortaleza Virtuosa y matar a la familia de Toku no sería fácil. No parecía justo que el Oráculo la pidiese tanto por tan poco.

            ¿Pero qué opción tenía? Si su señor estaba verdaderamente libre, una ola de sangre pronto bañaría al Imperio. Atasuke era un hombre noble y honorable. No sabía nada de las secretas alianzas de Kikui ni de sus prácticas. Se pondría en contra de Iuchiban, e inevitablemente sería destruido – a no ser que ella le salvase.

            “Haré lo que pides,” dijo Kikui.

            “Ten cuidado, Kikui-chan,” la avisó el Oráculo. “Toku es un hombre débil y estúpido, y su familia sigue su ejemplo. Se aferran con fiereza a la causa de la virtud, nunca reconociendo el mal que se agolpa contra ellos, ignorando el verdadero poder que siempre tendrán al alcance de las yemas de sus dedos.”

            “¿Si son débiles, por qué debo ser cauta?” Preguntó ella.

            “Porque aquellos que saben que son débiles se vuelven desesperados,” contestó el Oráculo. “Y la desesperación a menudo da inmerecidas oportunidades.”

 

 

Semanas Más Tarde…

 

En los oscuros establos de la Fortaleza Virtuosa, un chico herido estaba solo. Tenía su katana en una mano y se agarraba el estómago con la otra, sangre derramándose sobre sus dedos por el cuchillo que tenía enterado en su tripa. El idiota se negaba a caer. ¿Le resultaba muy difícil morir? Había vivido una buena vida, una vida inocente. Su alma se uniría a las de sus ancestros en el Bendito Reino. Esa sería un destino mucho más misericordioso del que Iuchiban le ofrecería al chico.

            ¿Era esta la debilidad sobre la que la había advertido el Oráculo?

            “Aléjate de mi familia,” le avisó Koto, sangre cayéndole por entre los labios.

            Kikui se detuvo, una pensativa mirada en sus ojos. No vio ninguna debilidad ahí, solo determinación nacida del amor. Entonces pensó en Atasuke, y cuando pudo matar al chico, la duda detuvo su mano. Se preguntó si había cometido un error al venir hasta aquí.

            Entonces un trueno hizo temblar el establo. Un fuerte viento abrió de golpe las puertas. Kikui sintió como sus brazos se anquilosaban de miedo, al reconocer al que acababa de aparecer ante ella. Naka Tokei, Gran Maestro de los Elementos, se mostraba con un aura de ardiente magia. En un puño sostenía un desenrollado pergamino, recubierto de kanjis sagrados. El otro puño apuntaba hacia Kikui, dos dedos hacia afuera en símbolo contra el mal.

            “Te doy una oportunidad para rendirte,” dijo Tokei. El shugenja se deslizó por el establo hacia la asesina, sus pies nunca tocando el suelo.

            Kikui sabía que no podía rendirse ni escapar. Si se desvelaba su identidad, Atasuke quedaría destrozado. Cogió su propia bolsa de pergaminos, aunque ya sabía cual sería el resultado de este duelo. Tokei dijo una sola palabra y un rayo de puro fuego rojo surgió de las yemas de sus dedos. La consumió en un instante, ni siquiera dejando cenizas.

 

 

Otosan Uchi, el Presente

 

Una suave lluvia caía sobre las ruinas de Otosan Uchi. El Palacio no era lo que fue, por decir algo. El Señor Oscuro y sus ejércitos habían hecho bien su trabajo. Gran parte de la anteriormente grande Ciudad Prohibida yacía ahora en ruinas. Solo quedaban unos pocos recordatorios del lugar que Otomo Jama había una vez llamado hogar. En el lugar en el que ahora se encontraba, un chico buscó consuelo y la soledad ante su arrogante hermano y sus crueles amigos. En este lugar, un joven había asesinado a Matsu Arashige.

            El hombre que una vez fue Otomo Jama y ahora era Iuchiban estaba sentado sobre una caída columna y fruncía el ceño a sus dobladas manos. Tras los destrozados muros de palacio podía ver las altas espiras de su Fortaleza de Hierro. Igual que había hecho con las voluntades de los que servían en sus ejércitos, había quitado el poder de la fortaleza a otro y lo había encadenado a su voluntad. Igual que sus servidores, no significaba nada para él.

            Iuchiban miró a un cercano charco. La cara de un hombre joven le miraba, una cara que era la suya pero que no lo era. Los rasgos se parecían a los de Otomo Jama, pero el pelo era de un negro lustroso, como se había vuelto poco tiempo después de hacer los rituales de los Khadi. Su cuerpo original hacía mucho tiempo que había sido destruido, aunque su magia le había permitido pasar su espíritu a otros, nunca conociendo verdaderamente la muerte. Pero se encontró con que alteraba cada nuevo cuerpo para que se pareciese al original. ¿Por qué? ¿Qué vínculo podía tener con algo tan ordinario como la carne? Le molestaba mucho el que aún se preocupase sentimentalmente por el hombre que fue. Los sentimientos eran para hombres menores. Había pasado mucho tiempo desde que había tenido sangre en las manos. Lo que necesitaba era distraerse.

            Era este lugar, de eso estaba seguro. Demasiado cerca de su corazón. Su humanidad estaba empezando a aparecer en su ser; lo sintió en las desagradables memorias del asesinato de Arashige y de la despreciable Asahina. ¿Qué pretendían probar esas memorias? Creía que había disipado hacía mucho tiempo la voz que le animaba, cuando se embarcó en su búsqueda del poder y de la dominación.

            “Quizás ahora tú eres la voz, y lo que oyes es al que fue Jama.”

            Iuchiban frunció el ceño. Definitivamente estaba demasiado cerca de su corazón, pero era algo inevitable. Mientras su corazón permaneciese intacto, era inmortal y libre a cambio del precio que su magia oscura normalmente requería. Mientas el corazón permaneciese lejos de él, Iuchiban era fuerte. Se lo había dado a Suru, su general, para que lo protegiese, ya que Suru podía ser controlado y era predecible. Suru era tan leal que incluso su alma nunca estaba muy lejos de su alcance; cuando moría Iuchiban simplemente invocaba su desdichada alma y la unía a un nuevo cuerpo. Pero ahora el llamado Lobo había matado a Suru, e Iuchiban ya no podía encontrar el alma de Suru. Ahora se había visto forzado a busca él mismo su corazón, sabiendo solo que Suru lo había escondido en algún lugar de las catacumbas de Otosan Uchi.

            Si solo Kikui no hubiese fracasado.

            Hacía unos años, Naka Kuro, que entonces era el Gran Maestro de los Elementos, había descubierto el corazón. Temiendo que si lo destruía Iuchiban meramente se convertiría en un servidor de Fu Leng, Kuro solo cogió un trozo. Pensó que el Portavoz de la Sangre no se daría cuenta, pero el Oráculo de Sangre de Iuchiban le estaba mirando. Ahora sabía que los Monos tenía el trozo que faltaba, y con un trozo él podría encontrar el resto. Después del fracaso de Kikui, los hijos de Toku se diseminaron por el Imperio. No sabía cual, e incluso si ellos tenían el trozo que faltaba. Él no podía perseguirles a todos, y no podía confiar en que sus agentes les buscasen por él para que no intentasen conseguir su corazón y así controlarle a través de el. No podía confiar en ellos y controlarles, al contrario que Suru.

            “Quizás hubiese podido ser Tsugiko, si no la hubieses matado…”

            Iuchiban frunció el ceño e ignoró el eco. Definitivamente necesitaba distraerse.

            No importaba. Una vez encontrado, el corazón podía volver a ser escondido. Su debilidad podía ser puesta más allá del alcance de sus enemigos, llevándose también estas molestas memorias. Iuchiban se levantó, sintiendo que se acercaba uno de sus seguidores. El hombre ni se inclinó ni saludó; esos gestos eran innecesarios cuando su alma ya estaba encadenada a la voluntad de Iuchiban.

            “Señor, nos hemos adentrado más en los túneles, como ordenasteis, pero nos hemos encontrado con dificultades,” dijo el monje lleno de cicatrices, mirando temeroso a Iuchiban.

            “¿Dificultades?” Preguntó.

            “Una tribu Nezumi,” contestó el hombre. “Han construido sus madrigueras en los abandonados túneles.”

            “¿Ratlings?” Preguntó Iuchiban con una mueca de asco. “¿Cuántos?”

            “Nuestro grupo de exploradores perdió la cuenta, señor,” dijo el monje. “Solo sobrevivió un hombre. No podemos progresar más hasta que hayamos erradicado a esas alimañas.”

            La mueca de asco de Iuchiban se transformó en una sonrisa de satisfacción. “Excelente,” dijo, pasando junto al monje. El hombre miró a su señor con expresión confundida, pero muy aliviado.

            E Iuchiban se dirigió hacia los túneles, buscando lavar su sentimentalismo en la sangre de los Nezumi.