Enemigo de Mi Enemigo

Segunda Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las Colinas Tras Musume Mura, Tierras del Clan Grulla…

 

Michinaga se detuvo dando un traspié, reclinándose pesadamente contra la pared del túnel mientras jadeaba, intentado recuperar el aliento. Se agarró su hombro derecho, poniendo la mano sobre una creciente mancha de sangre tenía su kimono marrón. El viejo miró hacia atrás, por el pasadizo en la tierra, con una mirada de abyecto terror. Todo había pasado tan rápido. No había habido forma de defenderse, ni de luchar. Su poder era increíble; era asombroso que hubiese escapado con vida. Aún podía escuchar el fragor de la batalla por donde había venido, acero contra acero, el rugido de las llamas, y los gritos de hombres muriéndose. ¿Cómo podía enfrentarse a un enemigo así?

            No había forma. Tenía que seguir corriendo.

            Michinaga se volvió para huir, pero la fuerza abandonó sus piernas. Cayó hacia delante, agarrándose a la pared con una mano antes de caer de bruces. El terror recorrió su cuerpo; esta inmovilidad era fruto de la magia. Miró hacia atrás con los ojos muy abiertos, levantando su candil. Una máscara de porcelana blanca apareció al borde de las sombras, la frente marcada con un sol naciente, flotando sobre túnicas escarlatas. Los ojos tras la máscara estaban perdidos entre las sombras.

            “El Lobo,” susurró Michinaga.

            “¿A dónde lleva este túnel?” Preguntó el hombre, avanzando hacia él. “¿Hacia más Portavoces de la Sangre?” Michinaga notó que el dobladillo de las túnicas del Lobo eran de un rojo más oscuro, teñidas por la sangre y las cenizas.

            “Por favor, Sezaru-sama,” susurró Michinaga. “Imploro vuestra merced. ¡Mi familia es pobre! ¡Hice lo que hice para ayudarles, y tenéis la reputación de ser un hombre honorable!”

            “Si querías ayudar a tu familia, has fracasado,” contestó el Lobo, mientras seguía avanzando. “Al servir a los Portavoces de la Sangre has condenado a toda tu familia, y a ti mismo. Ahora contesta mis preguntas.”

            “Si os ayudo, ¿perdonaréis a mi familia?” Le pidió Michinaga.

            “A los que cogisteis de Musume Mura también tenían familias,” contestó Sezaru en voz baja. “Eran inocentes, Portavoz de la Sangre. Vi lo que les hicisteis.”

            “¡Os puedo ayudar!” Imploró Michinaga. “¡Solo pido misericordia!”

            “Te pedí ayuda, pero no la necesito,” contestó el Lobo, “y aunque los Divinos Cielos pueden apiadarse de ti, te aseguro que yo no. La Voz del Emperador ha hablado.”

            Michinaga tartamudeó, aterrorizado. Desperado, dejó caer su candil y fue a coger el cuchillo que tenía en el cinturón. La luz golpeó el suelo y la pequeña vela se atenuó justo en el momento en que las manos de Sezaru aparecieron de entre su túnica. Un brillante resplandor de llama blanca iluminó el túnel un instante más tarde, y la mirada que le dirigían tras su máscara los inmisericordes ojos del Lobo fue lo último que vio Michinaga.

 

 

La Sala de los Ancestros, Tierras del Clan León…

 

Las veneradas salas de la Sala de los Ancestros León estaban en silencio excepto por los lejanos cánticos de los sacerdotes ayudantes que se mezclaban con las pisadas de dos samurai y el sacerdote que les guiaba. El Kitsu miró por encima de su hombro con una mueca de irritación. Aunque los samurai iban descalzos, las pisadas del más grande de los dos resonaban pesadamente por todo el pacífico templo. Hida Kisada miraba más allá del hombre, ignorando su malestar. El Gran Oso no era un hombre acostumbrado a la sutileza. El sacerdote suspiró, deteniéndose junto a una gran estatua de una doncella samurai con una brillante armadura dorada. Se volvió y extendió una mano.

            “Buscaré a Ketsui-sama,” dijo. “Esperad aquí, por favor.”

            Se adentró solo en la oscuridad. Matsu Aoiko adelantó a Kisada y se arrodilló ante la estatua. Su largo pelo negro se derramó sobre sus hombros cuando se quitó su elaborado yelmo e inclinó la cabeza, rezando en silencio.

            “Matsu Yukari,” dijo Kisada, mirando la estatua. “Fue una guerrera brillante.”

            “Ancestro mío,” contestó Aoiko. “Pensé que quizás sería aconsejable buscar su guía, mientras esperamos. Ella luchó en la Batalla del Río Durmiente, la última vez que Iuchiban asoló el Imperio.”

            “Si, la conozco,” contestó Kisada, estudiando la estatua. “Poseía una astuta mente táctica así como una agudo ingenio. El mentón es demasiado afilado. No le hace justicia.”

            Aoiko frunció el ceño. “¿La conoces?” Preguntó. “Matsu Yukari murió hace casi cuatrocientos años.”

            Kisada miró fijamente a Aoiko. “Aoiko-san, ¿cuándo creerás que soy quien digo ser?” Preguntó. “La Guerra de los Espíritus no fue hace tanto tiempo. ¿Es tan difícil de creer que haya vuelto otra alma?”

            “¿Otra alma?” Preguntó ella. “Quizás no. ¿Pero el Gran Oso, héroe y villano de las Guerras de los Clanes, la Fortuna de la Persistencia devuelta a la vida? Creo que eres un líder capaz si has podido guiarles por las montañas e inspirar a tantos para que te siguiesen. Estoy dispuesta a ayudarte, pero disculpa mi escepticismo si no me creo lo que dices sobre tu divinidad.” Se volvió otra vez hacia la estatua.

            Kisada se rió. “Si te dijese que soy un dios y me creyeses sin pruebas, no creo que no quisiera tu ayuda, Aoiko,” contestó, arrodillándose junto a ella.

            “¿Cómo es ser un dios?” Ella le preguntó. “No es que te crea, por supuesto.”

            “Por supuesto,” contestó él. “La divinidad es difícil de describir. La mayoría de mis poderes me fueron quitados cuando me convertí en mortal, e incluso la memoria de lo que es ser una Fortuna está desapareciendo rápidamente. Recuerdo… una fuerza prestada. Ser un dios es ver un mundo mayor de lo que los demás pueden comprender. Comprendes las necesidades de los demás, a veces mejor de lo que lo hacen ellos. Ser un dios es poseer un poder mayor del tuyo, pero siempre recordar que no es tuyo. Blandes la fuerza de otros, la de los que creen en ti, de los que te necesitan. A su vez debes usar esa fuerza para reforzarles, ayudarles, bendecidles. La fé debe ser devuelta con fé, o tu fuerza se corrompe y no tiene valor.”

            “No parece muy diferente a ser un general,” dijo Aoiko.

            “Esencialmente,” contestó Kisada, sus ojos arrugándose con alegría tras su monstruoso yelmo.

            “¿Fue difícil dejar a un lado ese poder?” Preguntó ella.

            “No,” dijo él. “Me necesitaban aquí, por lo que tuve poco tiempo para cuestionarme mi decisión. Pero ahora que soy mortal, si lo encuentro difícil.” El Gran Oso suspiró. “Aún escucho sus oraciones, Aoiko. En mis sueños, en los momentos de paz, escucho los gritos de aquellos que piden fuerza y persistencia. Me frustra saber que ahora ya no les puedo ayudar.”

            “Que extraño,” dijo Aoiko. “Siempre pensé que no eras el tipo de dios que otorgase sus bendiciones a los pedigüeños. Se dice que rehusaste ayudar a Bayushi Shoju durante su golpe solo porque él te lo pidió. No te veo contestando oraciones.”

            “Una buena observación,” dijo Kisada. Cerró los ojos durante un largo momento. “¿Si comparto tres oraciones contigo, Aoiko, me dirás cómo tú las contestarías?”

            “Desde luego,” contestó ella.

            “En la frontera norte del Imperio, Shiba Yobei ora pidiendo fuerza,” dijo Kisada. “Con la guerra de su clan contra los Mantis, las fronteras del norte están muy poco defendidas. Está solo, sus dos hermanos yacen muertos en la nieve, junto a él. Se enfrenta a tres guerreros Yobanjin. Yobei tiene una flecha alojada en el estómago, clavada tan profundamente que ya no siente dolor. Sabe que no hay curandero, no hay ningún shugenja cerca. No vivirá para ver amanecer. Todo lo que desea es que los bárbaros mueran antes que él, para poder vengar a sus hermanos. ¿Ignorarías su petición, solo por qué es ‘débil’?”

            “Quizás no,” admitió ella.

            Kisada asintió. “En Kosaten Shiro, Daidoji Takahiro ruega fuerza,” dijo él. “Desea ganar un duelo para poder impresionar a una delicada y joven flor de la corte. Ni siquiera conoce su nombre.”

            “Yo le ignoraría,” dijo ella, riendo.

            “La rama de la familia de Takahiro es pobre pero orgullosa,” dijo Kisada. “Su padre murió loco durante la Lluvia de Sangre, trayendo más vergüenza a un nombre ya bastante humilde. No tiene apenas posibilidades de poder casarse, excepto por sus habilidades con la espada. Si pudiese impresionar a la chica, quizás cambiaría su situación. Quizás pueda conseguir gloria para su familia… o puede morir y acabar para siempre esa historia.”

            “Si no tiene la fuerza para ganar por si mismo, no se merece la gloria,” contestó ella.

            “De acuerdo,” contestó Kisada. “En un templo muy al sur de aquí, un samurai me ruega fuerza. Muchos de sus amigos y familia han muerto por culpa de Iuchiban. Ha visto de cerca los terrores de los Portavoces de la Sangre. Ha visto como hombres que conocía desde la infancia se convertían en cenizas o en algo peor por un movimiento de mano de un tsukai. Pero no desfallece, no duda. Solo desea luchar contra los Portavoces de la Sangre con todas las fuerzas que pueda reunir, y pretende hacerlo sean contestadas o no sus oraciones.”

            “Yo le ayudaría,” dijo Aoiko sin dudarlo.

            Una profunda risa resonó dentro del yelmo de acero de Kisada. “¿Lo harías?” Preguntó Kisada. “¿Ayudarías a Daigotsu Meguro, que ora desde el Templo del Noveno Kami?”

            “¿Las Tierras Sombrías?” Contestó Aoiko, sorprendida. “No sabía que los Perdidos rezasen a otro que no fuese su propio dios loco.” Aoiko no se atrevió a decir el nombre de Fu Leng, no en este lugar sagrado.

            “Sorprendentemente, algunos son muy devotos,” dijo el Gran Oso. “Juré que nunca ayudaría a las Tierras Sombrías, Aoiko. Pero las Tierras Sombrías ya no son lo que fueron. Muchos de los Perdidos son hombres y mujeres honorables, aunque sirven a un dios maligno. Desprecian a los Portavoces de la Sangre tanto como nosotros. Quizás más, en el caso de Meguro. Casi me alivia el no tener mis poderes. Recuerdo mis juramentos, pero no sé si podría negarle a Meguro la bendición que busca. Si Daigotsu ataca a Iuchiban cuando nosotros lo hagamos, no sé si podría luchar contra él. Es mi enemigo, pero es un mayor enemigo de Iuchiban. Al menos hoy.”

            Aoiko no contestó. Kisada dejó que meditase en silencio sus palabras.

            “Cuando estuviste en Yomi,” dijo finalmente ella, “¿alguna vez te encontraste con mi abuelo?”

            “El Carnicero,” contestó Kisada. “Un hombre despreciado por ser despiadado en las batallas, odiado por estar dispuesto a hacer todo lo necesario para destruir a su enemigo. Si, conozco a Matsu Gohei.”

            Aoiko frunció el ceño en silencio.

            “Le admiro bastante,” añadió Kisada riendo. “Tenemos mucho en común. Es un buen amigo, aunque juega fatal al Go. Demasiado agresivo.”

            “¿Alguna vez habló de mi?” Preguntó ella.

            “De vez en cuando,” contestó Kisada. “Si crees que te voy a decir que le caes bien, me temo que te decepcionarás. Así no es Gohei. Habla duramente de ti, muy duramente. Sé que muchos esperan que tu vida se parezca a la leyenda de tu abuelo, pero Gohei no. Espera que le sobrepases.”

            Al principio Aoiko no contestó, su cara estaba pálida.

            “Bien,” dijo finalmente ella, y luego volvió a quedar en silencio.

            Tras un tiempo, el sonido de unas pisadas se les acercó. El sacerdote Kitsu ahora estaba acompañado por dos samurai, un joven y una majestuosa mujer de edad avanzada. Kisada y Aoiko se levantaron, inclinándose profundamente. Los oros les devolvieron la reverencia, excepto la mujer, quien solo miraba a Kisada con claro escepticismo.

            “Matsu Ketsui e Ikoma Fudai,” dijo el sacerdote, “dejad que os presente… al Gran Oso, Hida Kisada.” Estaba claro que el sacerdote no se creía las palabras que estaba pronunciando.

            “Kisada,” dijo Ketsui. “Si no sería mucho pediros, ¿podrías quitaros el yelmo, por favor?”

            El Gran Oso asintió, quitándose su kabuto y poniéndoselo bajo el brazo. Su cara era demasiado ruda y angulosa para ser verdaderamente guapo, pero sus ojos ardían con una poderosa y resuelta intensidad.

            Matsu Ketsui miró a Kisada especulativamente. “No es esa armadura un poco pesada como para llevarla todo el tiempo, Kisada-sama?” Ella le preguntó.

           “Es como preguntarle a un cangrejo si su caparazón es demasiado pesado, cachorrita,” contestó él.

            “¿Cachorrita?” Soltó Fudai, su tono mostraba que había sido gravemente insultado. “¿Os atrevéis a dirigiros a la daimyo Matsu de esa manera?” Una mano descansaba sobre su espada, y miraba a Ketsui esperando el inevitable permiso para desenvainar.

            “Espera, Fudai,” dijo Ketsui, levantando una mano mientras sonreía. “Conocí una vez a Kisada, hace años, en una Corte de Invierno. Fue pocos días después de mi gempukku. Yo había sido invitada por mi prima, Tsuko, y sobreestimé gravemente tanto mis progresos como mi importancia. Las palabras que pronuncie fueron las primeras que le dije al Señor Kisada. Las palabras que él acaba de pronunciar fueron su divertida respuesta a una joven que le había impresionado con su descaro. Nadie más lo hubiese sabido, aunque me sorprende que él lo recuerde.”

            “¿Cómo podría olvidarme?” Preguntó Kisada. “El resto de aquellas aburridas personas me tenían demasiado miedo como para hablar conmigo. Tú sigues siendo la más tierna memoria de aquella corte, Ketsui. Los años han sido generosos contigo.”

            “Obviamente, no han sido tan generosos como lo han sido con vos,” dijo ella, estudiando sorprendida sus jóvenes rasgos.

            “Entonces, ¿este es verdaderamente Kisada?” Preguntó el sacerdote, su voz una asombrado graznido. “¿Es la Fortuna de la Persistencia?”

            Ketsui asintió levemente.

            El sacerdote cayó al suelo, rápidamente murmurando oraciones de disculpa.

            “Me han dicho que habéis reunido un ejército para luchar contra el Portavoz de la Sangre,” dijo Ketsui, ignorando las lisonjeras reverencias del sacerdote.

            “Así es,” contestó Kisada.

            “Me gustaría luchar junto a vos, Gran Oso,” contestó Ketsui, “pero mi deber yace aquí. Desde las muertes de Domotai y Nimuro, el templo es mi responsabilidad.”

            “Tus hijos eran verdaderos samurai,” dijo Kisada. “Tsuko está orgullosa de ellos, y de ti.”

            Los ojos de Ketsui se abrieron de par en par ante esas palabras. Incluso la cara de Fudai enrojeció un poco. El Ikoma sonrió con orgullo antes de recordar quien era y donde estaba y volver a poner su cara de diplomático.

            “Aoiko, ¿por supuesto que apoyarás totalmente al Señor Kisada en su búsqueda?” Preguntó Ketsui, volviéndose hacia la joven samurai.

            “Hai, Ketsui-sama,” contestó ella. “El Cangrejo y el León compartirán la gloria de la derrota del Portavoz de la Sangre.”

            “Yo cabalgaría también con vos, si me aceptáis, Señor Kisada,” dijo ansioso Fudai. “Dejad que los Ikoma registren esta historia para que sea leída en los siglos venideros.”

            “Como desees,” contestó Kisada.

            “Excelente,” contestó Ketsui. “¿Pero qué os trae aquí, Kisada-sama?”

            “Debo ver el altar en memoria de Ikoma Hidemasa,” dijo Kisada. “Me dijeron que Fudai me podría llevar hasta el.”

            “¿Hidemasa?” Preguntó Fudai, asombrado. “¿Estáis seguro que ese es el nombre correcto?”

            Kisada miró fríamente a Fudai mientras se volvía a poner su yelmo. “Muy seguro,” contestó. “¿Es qué hay algún problema?”

            Fudai miró a Ketsui y luego otra vez a Kisada, frunciendo el ceño con vergüenza. “Solo estoy sorprendido,” dijo. “Hidemasa no está bien considerado por mi familia. Se deshonró al convertirse en ronin y huir del clan antes de enfrentarse en duelo a un rival.”

            “¿Pero sus restos están en la Sala de los Ancestros?” Preguntó Aoiko.

            Fudai parecía avergonzado. “Esto, si,” contestó vacilante. “Por petición especial. Más tarde se supo que Hidemasa mostró un poco de heroísmo, al morir luchando contra bandidos defendiendo un poblado sin nombre.”

            “Apostaría que los campesinos que vivían en ese poblado no pensaron que ese heroísmo fuese pequeño,” dijo Kisada.

            “Pero al final fue un sacrificio irrelevante,” contestó Fudai. “Si de verdad quería mostrar su honor, debería haber vuelto y haberse enfrentado en la corte a su enemigo.”

            “¿Para morir como un estúpido arrogante, en vez de un héroe?” Contestó Kisada.

            “No quisiera parecer irrespetuoso, Kisada-sama, pero no conocéis todos los hechos,” dijo Fudai. “El poblado que Hidemasa salvo fue arrasado poco tiempo después por la Enfermedad Degenerativa. El sacrificio de Hidemasa no consiguió nada.”

            “No podrías estar más equivocado,” contestó Kisada. “El heroísmo nunca se desaprovecha, especialmente en este caso. Dime, Fudai-sama, ¿quién pidió que las cenizas de Hidemasa descansasen aquí?”

            Fudai pareció desconcertado. “Esto… creo que fue el General Toku,” dijo.

            Kisada asintió. “Llévame ante el altar de Hidemasa,” dijo. “Ahora.”

            Fudai asintió obediente, pero su expresión de confusión no desapareció de su cara. Les indicó el camino por entre las sombrías salas, los demás siguiéndole de cerca. Al final llegaron a una pequeña sala lateral. Una sola urna descansaba sobre un pedestal, recubierta por una pequeña capa de polvo.

            “Pido perdón por el estado en que se encuentra esta habitación,” explicó el sacerdote, adelantándose rápidamente para limpiar el polvo de la urna con la manga de su kimono. “Desde que murió el General, nadie la ha visitado para rendir sus respetos…”

            El sacerdote se calló cuando suavemente Kisada le empujó hacia un lado y levantó la urna del pedestal. Quitando la tapa, hizo caer su contenido sobre su mano. Los demás le miraban con horror, excepto Ketsui, quien solo le miraba con una sonrisa de curiosa expectación. No surgieron cenizas de la urna, pero Kisada agarró algo con su mano. Suavemente volvió a dejar la urna sobre su pedestal.

            “¿Qué estáis haciendo, Kisada-sama?” Preguntó Fudai.

            “Un chico sobrevivió en ese poblado sin nombre,” dijo Kisada. “Un chico al que inspiró tanto el valor de Hidemasa que cogió el daisho de un bandido y decidió convertirse en samurai. Fue un acto nacido de la ignorancia, el acto de un alma pura y noble que no se daba cuenta que había salido de su sitio. El chico salió de allí y se encontró un Imperio en guerra, y para cuando se dio cuenta de lo grave que era el crimen que había cometido al nombrarse a si mismo samurai, vio que sería un crimen mayor quedarse al margen y no hacer nada mientras que la horda de Junzo destrozaba Rokugan. Cuando terminó la guerra, el chico confesó sus crímenes al Emperador Toturi, esperando ser ejecutado. En vez de eso, fue nombrado capitán de la Guardia Imperial. Una leyenda para los siglos venideros.”

            “El General Toku,” dijo Aoiko. “Había oído que nació campesino, pero nunca me lo creí.”

            “¿Qué tiene eso que ver con la urna de Hidemasa?” Preguntó Fudai. “¿Qué ha pasado con sus cenizas?”

            Kisada se volvió hacia Fudai. “Nunca estuvieron aquí,” dijo. “Los campesinos no hubiesen cerrado en una urna los restos de un samurai. Les hubiese sido demasiado difícil de explicar, y posiblemente hubiesen acabado siendo ellos acusados de su muerte. Muy posiblemente quemaron a Hidemasa y a los bandidos juntos, diseminando sus cenizas sobre los campos con unas breves oraciones. Solo fue años después, cuando a Toku le dieron una pesada carga que proteger, que se dio cuenta que solo su viejo mentor – o al menos el recuerdo de su mentor – podría verdaderamente mantenerlo a salvo.” Kisada abrió su mano, mostrando una pequeña esfera brillante, del tamaño de una canica de un niño.

            “¿Qué es eso?” Preguntó Aoiko.

            “Un trozo del corazón de Iuchiban,” contestó Kisada. “El Portavoz de la Sangre es llamado Sin Corazón por una buena razón – se quitó su propio corazón con sucia magia gaijin, convirtiéndose en inmortal. El Gran Maestro Kuro encontró una vez el corazón del Portavoz de la Sangre, pero sabía que destruirlo sería peligroso. Hay que destruir simultáneamente a Iuchiban y a su corazón. Si solo se destruye el corazón, Iuchiban se convertirá en un verdadero servidor de Fu Leng, tan mortífero como lo fueron Daigotsu o Moto Tsume. Si solo se destruye a Iuchiban, él se irá a un nuevo cuerpo y se regenerará. Kuro sabía que si se quedaba con el corazón, los servidores de Iuchiban nunca dejarían de buscarlo. Decidió que sería mucho mejor coger lo suficiente como para que un shugenja lo usase para encontrar el resto. Incluso este pequeño trozo irradia el siniestro poder de Iuchiban. Kuro no podía conservarlo cerca de él por miedo que la locura de Iuchiban le infectase, por lo que se lo confió a Toku, y nunca le dijo al General lo que era. Desafortunadamente, Toku y la otra persona que aún sabía la verdad, Isawa Taeruko, fueron asesinados antes de que se pudiese recuperar. Por ello he vuelto, para terminar para siempre con la amenaza del Sin Corazón. ”

            “Tenéis el fin del Portavoz de la Sangre en vuestra mano,” dijo Aoiko.

            Kisada asintió, volviendo a cerrar su mano. “A partir de este momento ya no hay retirada, Aoiko. Ni rendición. Los Portavoces de la Sangre pronto se darán cuenta de lo que planeamos hacer, si es que Iuchiban no se ha dado cuenta ya tras mi regreso. Incluso aunque no nos enfrentemos a Iuchiban, vendrán a por mí. ¿Seguiréis conmigo tu y tus guerreros?”

            “Si un Cangrejo puede salir de la propia muerte para derrotar a Iuchiban, esta claro que un León no puede hacer otra caso que atacar también,” dijo ella con una feroz sonrisa.

           

 

Los túneles bajo Otosan Uchi…

 

            Este lugar había sido una vez una tumba, hacía mucho tiempo, antes de que surgiesen los Portavoces de la Sangre y por ello el Imperio hubiese tenido que reconsiderar sus tradiciones funerarias. Las paredes aún estaban llenas de filas de nichos para el enterramiento de los cuerpos y plagadas de grietas debidas a los frecuentes terremotos que había en la ciudad. Ambas estaban ahora llenas de telas de araña y de suciedad. La caverna apestaba a carne carbonizada y a pelos chamuscados. Los cadáveres de Portavoces de la Sangre y de Nezumi muertos yacían por toda la habitación. Tres shugenja y una docena de confundidos guerreros no-muertos bloqueaban el único túnel grande que salía de allí.

            Chu-rochu, el jefe, era el único Nezumi que quedaba en pie. Su pelo marrón estaba hecho jirones y pegado a la carne por la sangre. Su ancho pecho jadeaba desesperadamente intentando respirar. Le colgaba inútilmente un brazo, el hueso sobresaliendo de la piel. Tenía una lanza en su otra mano. Los ladronzuelos, los cachorros, aquellos lo suficientemente pequeños como para meterse por las grietas ya habían huido, pero Chu-rochu sabía que los Portavoces de la Sangre encontrarían la forma de perseguirles si tenían oportunidad de hacerlo.

            Tenía que luchar. Les tenía que dar más tiempo.

            “¿Por qué retrocedéis-alejáis, humanos?” Preguntó el Nezumi aunque sabía que no entenderían las palabras, pero si comprenderían el significado. “¿Teméis a Nezumi? ¿Magia de sangre tan débil que solo mata a cachorros y viejos? ¡La lanza de Chu-rochu aún suficiente afilada para matar al primero que venga por mi!”

            Los Portavoces de la Sangre no dijeron nada. Solo miraban al Nezumi con asco y en silencio se apartaron. Otro apareció entre ellos, un hombre alto vestido con una pálida túnica blanca. Su pelo colgaba tras un largo moño negro, y cuando miró a Chu-rochu, el Nezumi vio el Mañana en sus ojos.

            “¡Corre!” Chilló Chu-rochu, esperando que su voz se oyese por los túneles y llegase a oídos de su pareja. “¡Huye de la ciudad y no te detengas!”

            Con un grito desafiante, el jefe lanzó su lanza. Golpeó al alto hombre en el pecho, pero este no pareció darse cuenta. Extendió una mano hacia el Nezumi.

            La existencia de Chu-rochu se desenhebró en un mar de sangre y dolor.

 

 

            Iuchiban pasó por encima del achicharrado cuerpo del Nezumi loco, frunciendo el ceño. La batalla había sido tan embarazosamente corta como se esperaba. La mayoría de los Nezumi huyeron tan pronto como atacaron sus fuerzas. Las alimañas no escaparían de Otosan Uchi.

            “No son una amenaza para ti.”

            Iuchiban cerró los ojos. Cuanto más se acercaba, más difícil se volvía resistir la insistente conciencia.

            “¿Señor, estáis herido?” Preguntó uno de los Portavoces de la Sangre.

            Miró irritado al sirviente y luego miró hacia donde miraban los ojos de este para ver la lanza Nezumi que aún sobresalía de su cuerpo. Sangre caía a borbotones por su túnica. Con un movimiento sin esfuerzo se arrancó el arma de su torso y la lanzó al suelo. La herida se cerró inmediatamente y se quitó las manchas con un susurrado hechizo.

            “Dejadme,” ordenó Iuchiban. “Yo terminaré esto. Encontrar a los Nezumi que escaparon, y matarles.”

            Los demás se marcharon rápidamente. Sabían que no debían cuestionar las órdenes de su señor. Iuchiban les ignoró, aunque les siguió con su percepción mientras retrocedían por los túneles. Podía sentir a sus sirvientes allá a donde fuesen, monitorizarles y controlarles si era necesario, aunque era difícil ver a más de unos pocos al mismo tiempo. Irónicamente encontró que su percepción de su presencia se volvía más aguda y más precisa cuanto más cerca estaba de su corazón, mientras que volvía la molesta voz de la misericordia.

            Se dirigió hacia la parte de atrás de la sala, buscando lo que hacía tanto tiempo había escondido aquí Suru. Este lugar fue su fortaleza durante los primeros días de su culto; había desenterrado a la mayoría de su ejército zombi de estas mismas tumbas. Se arrodilló junto a una de los catafalcos inferiores y presionó una mano contra la pared de piedra. Un trozo se deslizó hacia un lado, mostrando una negra caja de hierro. Brillaba con un fulgor maligno, ni polvo ni telarañas se habían atrevido a ponerse encima de la caja. Iuchiban la cogió con manos temblorosas.

            Al levantar la caja que contenía su propio corazón, la percepción fluyó a través suyo. Por un momento, volvió a ser uno, el hombre que había sido. Oleadas de pesar, nauseas, y soledad le bañaron. Vio las caras de aquellos que una vez le habían amado, aquellos a los que no se había permitido a si mismo amar. Vio a los que había asesinado, a los que había esclavizado, y a aquellos cuyas vidas había arruinado. Sintió un renovado odio por todo el mundo, y al mismo tiempo piedad por sus víctimas y sobre todo por si mismo. Volvió a dejar la caja en su rincón y apartó las manos, respirando hondo.

            No por primera vez, Iuchiban agradeció tener la sabiduría de dejar a un lado esa debilidad. Preparándose para las sensaciones, volvió a coger la caja.

            Esta vez, el estar completo trajo la claridad. Sintió la presencia de cada uno de sus Portavoces de la Sangre. Sintió a Yajinden, a Mishime, a Shahai, e incluso a la lejana Legión de la Sangre. Sintió los vínculos que ataban cada una de esas almas a la suya. Esta vez, también sintió los fallos que tenían esos vínculos. Esta vez, vio la sombra que se había entrelazado entre ellos, la oscura influencia que había mostrado a tantos de sus sirvientes como retorcer sus órdenes. Vio como la sombra se había enrollado alrededor suyo, usando su arrogancia y ensombreciendo sus recuerdos para sus propios fines. La cara de Iuchiban se retorció hasta poner una expresión de dura furia al darse cuenta de la cantidad de cosas que creía que eran parte de su propia búsqueda de poder habían servido mejor los objetivos de otro.

            El Huevo de P’an Ku.

            El Último Deseo de Isawa.

            La Legión de la Sangre.

            El objetivo de Iuchiban siempre había sido muy simple – el poder. Se había convertido en la criatura única que era para que otros se viesen forzados a honrarle como él se merecía, para poder reinar absolutamente e incuestionablemente. Había sacrificado todo por tener un poder sin par. Ahora, se encontraba con que a pesar de todo su poder era solo un peón. La ira que se agolpaba en su interior era distinta a todas. La pequeña conciencia que le había devuelto su corazón ardió en llamas.

            “No ganarás, dragón,” siseó Iuchiban en voz baja. “Iuchiban no es el peón de nadie.”

            “Que así sea,” susurró una voz divertida, sorprendentemente cercana. “En cualquier caso ya he acabado contigo. Tu tiempo pronto se acabará, Jama.”

            El rugido que surgió del corazón del alma del Portavoz de la Sangre resonó por toda la ciudad. Al apagarse, Iuchiban escuchó el eco de los restos de la risa del dragón.

            No.

            Esto no había acabado. Dejaría su huella. Si el Imperio no quería servirle, se ahogaría en sangre. Seguía siendo el señor de los Portavoces de la Sangre, y su vínculo con sus sirvientes ahora se extendía más profundamente que antes. La percepción de Iuchiban se extendió a todos ellos a mismo tiempo, encontrándoles cuidadosamente escondidos en células por todo el Imperio, cuidadosamente escondiendo sus poderes. Se escondían en casas de samurai, en humildes poblados de campesinos, e incluso en sucios alojamientos de eta. Aparentaban ser ciudadanos normales del Imperio a los que pocos prestaban atención. Iuchiban extendió su voluntad hasta cada uno de ellos, y con una maligna mueca pronunció una sola y poderosa orden.

            “Matarlos a todos.”