Engaño


por
Brian Yoon
Editado por Fred Wan

 

Traducción de Bayushi Elth



Hace unos meses....


           La aldea de Chibasu atraía poca atención del mundo exterior. A pesar de estar localizada al norte de las tierras León cercana a la frontera Dragón, había habido poco derramamiento de sangre durante su larga historia. No tenía ningún valor estratégico ni importancia militar. Sus granjas eran grandes y bien mantenidas, y todos los años las caravanas eran capaces de transportar balas de cebada y trigo a todos los puntos de las tierras León. En todos los aspectos, Chibasu era simplemente otro pueblo granjero.

Un pequeño niño campesino esperaba en la única calle de Chibasu mientras una carreta la cruzaba. Dejó la cesta en el suelo con un suspiro disgustado. Se acuclilló y se secó el sudor de su frente con la manga. Miró ceñudo a la abarrotada cesta llena hasta el borde de cebada cortada. Hachiro odiaba sus obligaciones. Cada vez que terminaba una de ellas, su padre tenía otra esperándole.

Estiró sus brazos y echó un vistazo al almacén tras él. Un samurai con una resplandeciente armadura dorada se encontraba cerca de la puerta, como siempre. Permanecía como una estatua, sus manos apoyadas indolentemente en su obi. El nunca tenía que acarrear cebada. Nachiro se rompía la espalda todos los días llevando cosas para su familia, y se conformaría con tener la mitad de comida que tenía el samurai. Nada de aquello era justo.

Mientras descansaba, Hachiro vio una nube de polvo en la distancia por el rabillo del ojo. Se giró y miró hacia la nueva distracción. Parecía venir de la carretera que salía en dirección norte de la aldea, la que llevaba a las montañas. La carretera que su padre Gendo siempre le había advertido evitar. Se levantó y corrió hacia el norte para verlo más de cerca. La nube de polvo se convirtió en un girante remolino. Parpadeó ante el misterioso viento. Fuera lo que fuese, se estaba acercando.

“¡Chico estúpido! ¡Vuelve al trabajo!” gritó una voz familiar tras él. Hachiro gruñó pero no se giró. Si hacía como si no hubiera oído a su hermano mayor, quizá se librara de una regañina. Caminó deprisa por la carretera hacia el polvo. Quizá pudiera esconderse si se alejaba lo suficiente.

Frunció el ceño. La masa informe se había convertido en una línea de jinetes galopando hacia la aldea. No pudo verlos claramente, pero pudo ver su ropa marrón y andrajosa. Pequeños destellos de luz brillaron en la distancia como estrellas fugaces. Se detuvo, perplejo, hasta que un horrible pensamiento penetró en su cabeza. Los destellos de luz eran reflejos de sus armas. ¡Eran samurai!

Hachiro corrió detrás de la casa más cercana, se escondió, y contempló como los jinetes entraban en la aldea. Parecían docenas, quizá cientos de ellos. Gritaron y aullaron mientras se aproximaban. Blandieron abiertamente sus armas, y Hachiro pudo ver a los aldeanos apartarse asustados de su camino. El grito de batalla de los atacantes estremeció a Hachiro. Mientras la penetrante llamada creó ecos a través del pueblo, su sangre se heló y comenzó a temblar de miedo. Se quedó quieto y entonces retrocedió – un paso, dos, y después se giró y huyó tan rápido como pudo.

El sonido de su aliento llenó sus oídos. Corrió a ciegas hasta que no pudo correr más y entonces se detuvo, boqueando y jadeando. Miró a su alrededor para ver donde se encontraba, y se dio cuenta que había corrido hasta el otro extremo de los almacenes de grano. Se apoyó contra el edificio. Quizá no le vieran allí. Miró a los campos de cebada tras el edificio. ¿Podría esconderse allí?

“Bien, bien. Un pobre pequeñín aldeano solitario. ¿Te has perdido?”

Un escalofrío recorrió la espalda de Hachiro y giró su cabeza en la dirección de la voz. Uno de los atacantes estaba allí, sujetando una antorcha con una mano. Se dirigió a Hachiro. El hombre sonrió, enseñando sus sucios y roídos dientes. La cicatriz que recorría su rostro le hacía aun más siniestro. Lentamente desenvainó la katana de su saya, como si saboreara lo que vendría después.

Hachiro quería correr pero sus piernas no querían moverse. Solo podía mirar como su asesino se acercaba. El hombre levantó su katana preparando el golpe. Un chorro de sangre saltó en el aire y el hombre se dio la vuelta con un fuerte grito. Retrocedió, alejándose de Hachiro y del hombre que había llegado para ayudarle. Era el samurai León que había estado vigilando el almacén antes. Sujetaba su katana delante de él y su cuerpo parecía completamente relajado, preparado para moverse en cualquier dirección. El bandido miró su herida y movió su brazo con cuidado. Sonrió y se preparó para aproximarse de nuevo.

“¡Corre!” gritó el guardia León, empujando a Hachiro. El chico salió disparado hacia los campos y se tiró al suelo en cuanto estuvo cubierto. Manteniéndose oculto, se movió tan rápido como se atrevió, intentando alejarse tanto como pudiera. Se tiró al suelo y miró hacia la lucha. Parecía que los luchadores se movían más rápido de lo que su ojo podía seguir. Ambos maniobraban en torno al otro como dos gatos, atentos a sus movimientos. El León avanzó y lanzó un tajo hacia la cara del bandido. Éste retrocedió, esquivando el golpe, y lanzó un ataque hacia las piernas de su oponente. Hachiro no pudo hacer nada mientras el León retrocedía directamente hacia un segundo bandido que había venido a ayudar a su compañero. En lo que dura un solo golpe, el defensor de Hachiro fue derribado.

Un hombre enorme cabalgó hasta el grupo flanqueado por otros dos invasores. Llevaba la misma ropa andrajosa que los demás con una importante diferencia: su pecho desnudo estaba decorado con un tigre saltando, perfectamente dibujado. Exudaba seguridad y peligro en todo momento, incluso sin armas en sus manos.

“Este sirve,” dijo el líder, pues no podía ser otro. Sacó un arrugado paquete de la bolsa de su silla de montar. Retiró la tela para mostrar un precioso wakizashi verde y dorado, adornado en el estilo del clan Dragón. Con un rápido movimiento desenvainó la hoja y la lanzó directamente contra el pecho del León herido. Éste boqueó una vez y se quedó inerte. Los jinetes rieron con ganas y se fueron. El bandido herido murmuró para sí y montó en su silla. Lanzó una rápida e inquisidora mirada hacia los campos donde Hachiro se ocultaba. Sosteniendo su brazo herido cerca de él, escupió el cuerpo de su oponente antes de seguir a los suyos.

Los ojos de Hachiro se fijaron en el samurai caído desde su escondite. No se atrevió ni a respirar.


           

            El ronin se arrodilló y examinó al León caído. Sin titubear, cogió el wakizashi y lo liberó del cadáver. Buscó en su bolsillo y extrajo un pedazo de tela de una bolsa bajo su brazo. Limpió la sangre de la hoja con un rápido movimiento automático, nacido tras años de repetición. Lo levantó en el aire y lo giró en sus manos, examinando el arma con el ceño fruncido. Acarició su pequeña perilla, sus cejas fruncidas, concentrado.

Finalmente, se levantó y se sacudió el polvo de sus pantalones. Con un encogimiento de hombros, se giró y se encaminó al camino principal que recorría la aldea. Caminó a través de la aldea, cruzándose con tropas León que patrullaban el pueblo. No les prestó ninguna atención. Ignorando a todos, se encaminó directamente hacia el edificio más grande del asentamiento. Un pequeño grupo de samurai León estaba reunido delante del edificio. En el medio de la confusión, un pequeño hombre estaba sentado en la cabecera de una mesa cubierta con mapas de la región. Estudiaba los mapas con intensidad mientras los samurai murmuraban consejos a su oído. Sus ojos mostraban una mirada calmada, y el más mínimo de sus movimientos daban la impresión de que estaba en paz con su entorno. Levantó la mirada de los mapas y señaló a los samurai que le rodeaban, gesticulando con las manos mientras hablaba.

“¡Bakin-sama!” le llamó en voz alta el ronin, interrumpiéndole a mitad de una frase.

Akodo Bakin le miró y con una rápida pausa continuó su conversación con el resto. “Y tú, Okyoito, coge a tus mejores hombres y busca su ruta. Necesitamos localizar su base de operaciones si queremos vengarnos. Sigue su rastro, pero no entres en combate.” Un hombre alto y delgado hizo una reverencia y se apartó inmediatamente del grupo. Okyoito pasó al lado del ronin como si este fuera invisible y se apresuró por la carretera del norte.

Bakin hizo un gesto para que se acercara el recién llegado. “¿Qué has encontrado, Kishimoto-san?”

“Sólo esto,” replicó el ronin. Kishimoto dejó caer sin cuidado el wakizashi en la mesa, y se deslizó sobre la superficie hasta detenerse delante de Bakin. Varios de los samurai León le miraron con dureza desaprobando una actitud tan irreverente hacia el arma. Kishimoto les devolvió una sonrisa. El resto le ignoraron. Todos miraban hacia el wakizashi Dragón, afirmando sombríamente entre ellos, y se giraron expectantes hacia Bakin. “Encontré esto en las afueras de la aldea,” continuó. “Debe haber sido abandonada aquí por los atacantes.”

“¿Cómo estás tan seguro que era una de las armas de los atacantes, ronin? Esta aldea vio algo de acción durante la guerra contra el Dragón hace ya varios años, y ha habido informes de patrullas no lejos al norte de aquí. Quizá no deberías sacar conclusiones tan rápido y dejar a tus superiores hacerlo,” se burló el hombre a la derecha de Kishimoto, un afectado samurai en un kimono finamente decorado.

Kishimoto se giró y escupió en el suelo. “Encontré esto clavado en el cuerpo de uno de vuestros samurai, León-san.”

Bakin levantó una mano, cortando la enfadada respuesta del León. “Es suficiente. Quizá el arma fue dejada aquí por los atacantes, pero debe haber algún motivo ulterior. Ningún samurai sería tan descuidado de olvidar su wakizashi, especialmente cuando los atacantes no parecen haber sufrido bajas durante la lucha.”

Uno de los consejeros de Bakin, un experimentado chui por sus galones, se inclinó y habló con una retumbante voz que resonó en toda la plaza. “Bakin-sama, quizá el Dragón simplemente ha cometido un error. Quizá intentan presionarnos para que luchemos. Quizá un benefactor desconocido ha hecho posible este descubrimiento mediante intervención divina. Ninguno de esos hechos importa. Tenemos nuestra primera pista para identificar a los atacantes. No podemos dejar que este hecho providencial se nos escape.”

Muchos en el círculo movieron la cabeza, de acuerdo. Uno avanzó un paso y dijo, “Bakin-sama, si el Dragón desea iniciar la guerra, sugiero que les concedamos sus deseos. Si los locos irritan a un León atento, deben sentir sus garras.”

Bakin meneó su cabeza. “Algo no está bien,” dijo. “Debe haber una respuesta diferente.”

“Quizá la idea de que la violencia no es la respuesta les sea extraña a tus hombres, Bakin-sama,” dijo Kishimoto, una sonrisa sardónica en su rostro.

Bakin fijó su mirada en Kishimoto. Sus ojos no tenían maldad, pero un tono acerado subrayaba sus palabras mientras hablaba, “Te permito trabajar para mí, Kishimoto, porque has demostrado ser útil en el pasado. Controla tu lengua o tal utilidad no te protegerá de las consecuencias de tus actos.”

Kishimoto hizo una reverencia. “Mis disculpas, Akodo-sama.”

Bakin miró a cada uno de los samurai que lo rodeaban a los ojos antes de continuar. “Registrad la aldea. Encontrad todas las pistas sobre los atacantes. Hablad con todos y cada uno de los testigos de la lucha. ¡Quiero nuestras fuerzas preparadas para moverse cuando vuelvan los hombres de Okyoito!”

 


           

Unas horas después, Bakin caminó fuera de la casa del alcalde y miró a su alrededor. Sus soldados abarrotaban las calles buscando cualquier evidencia de los atacantes. Nadie parecía haber tenido suerte y no habían hecho ningún avance en su investigación. Bakin caminó lentamente a través de la aldea, decidido a verlo todo con sus propios ojos. Cuando caminó tras una de las casas al azar, el sonido de voces le condujo hasta un claro entre dos campos de cebada. Un grupo de cinco campesinos estaban allí sentados, en profunda conversación. En el medio de los campesinos estaba Kishimoto.

Por un segundo, Bakin se limitó a contemplar la situación. Kishimoto hablaba con los aldeanos como si siempre hubiera sido uno de ellos. Sus ojos destellaban mientras hablaba y una agradable sonrisa brillaba en su rostro. Volvió la cabeza para dirigirse a otro de sus acompañantes cuando vio a Bakin. Se interrumpió. Se levantó y se dirigió hacia el León. Los campesinos se giraron para ver lo que había captado la atención de Kishimoto, e inmediatamente cayeron postrados al suelo.

Bakin le indicó a Kishimoto que caminara con él. Se encaminaron hacia el sur de la ciudad. “Esto simplemente no tiene sentido para mi, Kishimoto,” dijo Bakin sin preámbulos. “Esta aldea es pequeña y los graneros sólo están a media capacidad. Rugashi está solo a unas millas de aquí. Si hubieran querido dañar nuestros abastecimientos, deberían haber destruido esa ciudad. De esta forma, la cantidad de comida que han cogido le sería de poca utilidad a algo más grande que una patrulla. Nada de esto tiene sentido.”

“Hostigamiento,” replicó Kishimoto. “Y olvidáis que Rugashi está más fortificado que Chibasu. Quizá nuestros misteriosos atacantes no estaban preparados para un combate largo. Después de todo, la reputación de vosotros, el León, os precede.”

Bakin hizo una mueca. “Eso es cierto.”·Se detuvo y contempló en la distancia, donde los granjeros trabajaban en los campos a pesar de la temprana interrupción de ese día. “Entonces, ¿no crees que haya sido el Dragón?”

Kishimoto meneó su cabeza. “No soy un estratega y no se nada sobre la política del León. Pero entiendo a la gente. Estoy seguro de que el Dragón no quiere hacer su guerra más sucia de lo que ya es. Y si lo hicieran, harían algo más atrevido.”

Bakin afirmó. “Esa es mi idea, también.” Hizo un gesto tras ellos, donde habían dejado a los campesinos. “Desde que te conozco hace meses, siempre me ha maravillado tu habilidad para relacionarte con cualquier multitud. ¿Has averiguado algo entre los aldeanos?”

Kishimoto sonrió. “Debe ser mi carisma natural, Bakin-sama. Simplemente soy fácil de querer,” dijo. Su sonrisa desapareció rápidamente, sin embargo. “La mayoría de los aldeanos se ocultaron cuando los jinetes invadieron el pueblo. Ninguno de los adultos tiene información útil.”

“Una pena,” dijo Bakin, frunciendo el ceño.

“Ninguno de los adultos tiene información útil,” repitió Kishimoto, “pero un niño vio a los atacantes de cerca y sobrevivió al encuentro. Tenía algunos detalles interesantes que contarme. Sigue traumatizado por los sucesos pero fui capaz de entender algunas cosas.” Se sentó en el tronco de un árbol caído y contó con sus dedos mientras hablaba. “Primero, los atacantes iban vestidos como ronin.”

Bakin afirmó. “Como sospechábamos.”

“Segundo, parece que dejaron el wakizashi deliberadamente, presumiblemente para distraer la atención de sus identidades reales. Y finalmente, el líder del grupo es un hombre con un tigre tatuado en su pecho.”

 Bakin frunció el ceño y ausente, golpeteó el tessen en su obi. “¿Te dio el chico más detalles del líder? ¿Describió ese tigre?”

Kishimoto afirmó. “Le dijo a su padre que el tigre parecía estar en medio de un salto, como si saliera del pecho del hombre para atacarle.”

“Un ronin con un tigre saltando en su pecho, liderando bandidos ronin.” Pensó por un momento. “¿Te suena un hombre al que llaman el Tigre Borracho?”

Kishimoto le miró, ceñudo. “No me suena familiar.”

“Su banda es especialmente sanguinaria, y difícil de capturar. Pero incluso esto tiene poco sentido. Operan en las montañas del clan Fénix, lejos de nuestras tierras.”

“Quizá decidieron mover su base de operaciones, Bakin-sama,” dijo Kishimoto. “Incluso con su reputación de pacifistas, los Fénix no tienen piedad cuando persiguen criminales.”

“¿Cómo podría el Tigre Borracho mover a su grupo evitando al mismo tiempo a un ejército Dragón listo para la batalla?” preguntó Bakin.

“Un misterio, lo admito,” dijo Kishimoto. “Quizá esta aventura pueda ser de utilidad para todos finalmente.”

Antes de que pudiera responder, un joven guardia que parecía haber pasado su gempukku recientemente corrió hasta los dos y saludó. “¡Bakin-sama!” gritó, su rostro turbado por la excitación. “la unidad de Okyoito-san ha vuelto de su misión. ¡Ha localizado la base de los villanos!”

Bakin y Kishimoto sonrieron implacables. “Bien, entonces,” dijo rápidamente, “lleguemos al fondo de este asunto.”

 

           

Bakin y sus hombres caminaban cuidadosamente entre los árboles, sus ojos fijos en la pequeña torre de guardia en ruinas que había al filo del valle. Habían viajado durante cuatro horas a través de las montañas, dejando la aldea muy lejos tras ellos. Okyoito lideraba la línea de Leones mientras se movían en fila de a uno hacia la torre. Se movía lentamente, eligiendo el camino para que ocultara sus movimientos. Bakin dejó atrás a sus hombres y avanzó hasta detenerse en la cabeza de la línea, a cuarenta yardas del edificio. Se asomó para ver la entrada de la torre con curiosidad. Dos ronin hacían guardia delante de la puerta abierta. Se apoyaban en la pared y jugueteaban con sus armas. Mientras los León observaban, comenzaron a discutir vehementemente, gesticulando de forma salvaje con sus manos.

“¿Qué es este lugar?” susurró Kishimoto.

“Una vieja torre,” dijo Okyoito suavemente, sin apartar su mirada de los enemigos. “Esta región es muy propensa a terremotos, por eso está abandonada. No soy capaz de determinar cuantos bandidos habrá en el interior. Esos dos son los únicos guardias vigilando el exterior.”

Bakin afirmó lentamente. “Nos enfrentaremos a ellos en el interior del edificio, así perderán la ventaja de estar montados. Okyoito, liderarás a tus hombres en combate dentro del edificio. El resto de vosotros seguiréis mis órdenes. Mostrémosles las consecuencias de provocar al León.” Desenvainó su katana y la mantuvo con soltura en su mano. El sonido de docenas de espadas abandonando sus sayas llenó el aire. Okyoito cabeceó a los hombres que estaban a su lado. Como uno, Okyoito y otros tres encordaron hábilmente sus arcos. Sujetaron una flecha con las puntas de los dedos. Preparados, se volvieron a Bakin esperando su orden. Bakin dio la señal.

Los arqueros se levantaron de su escondite y levantaron sus arcos. Con la velocidad del relámpago, tensaron la cuerda y dispararon. Las flechas se hincaron en sus blancos, y los guardias cayeron sin un ruido. Bakin se levantó de su escondrijo y corrió a través del espacio vacío frente a la torre. Sus soldados le siguieron, sus armas preparadas.

Bakin cruzó la puerta a la carrera y lanzó un feroz grito. Varios bandidos se volvieron hacia la puerta, sorprendidos por la repentina entrada, y no pudieron hacer nada más que atemorizarse mientras los León invadían la torre. La sala se convirtió en un caos. Los samurai León atacaban con ferocidad, deseosos por vengar la muerte de sus hermanos caídos. Avanzaban rápidamente para atacar a los bandidos cuando corrían. Okyoito y sus hombres entraron los últimos en el edificio, lanzando flechas sin piedad sobre los bandidos.

Bakin rápidamente revisó la habitación buscando supervivientes al brutal ataque. Nadie parecía estar en pie. Con un gruñido satisfecho, limpió la sangre de su espada y rápidamente retomó su papel como líder. “Arata, Osamu, vigilad la entrada. Naoki, toma a tres de tus mejores hombres y registra la habitación para buscar trampas o amenazas ocultas. El resto, venid conmigo.”

Sus hombres se movieron para seguir sus órdenes sin titubear. Bakin miró a su alrededor la torre atentamente, buscando algo que le saltara a la vista. Como parte de su entrenamiento en la Escuela Táctica, había memorizado la disposición de muchas torres estándar. Este edificio parecía seguir esos planos al pie de la letra. Movió la cabeza, satisfecho. Ahora sabía como encontrar a su objetivo. Hizo un gesto a sus hombres y los encabezó hacia las escaleras.

Kishimoto sacó su katana de una patada de un cadáver, y se movió delante de Bakin mientras avanzaban por las escaleras. Su cabeza se movió a ambos lados mientras se aproximaban a un largo corredor, cubierto en ambos lados por puertas de papel de arroz. Bakin apuntó directamente hacia la puerta al final del pasillo. Los León se movieron rápidamente, atentos para una emboscada.

Con un estruendo las puertas a su alrededor se deslizaron. Los bandidos salieron de las habitaciones, gritando cuanto sus gargantas se lo permitían. Instintivamente los samurai León se movieron para trabarse al enemigo. La lucha fue rápida y viciosa. Sin espacio para maniobrar, rápidamente se convirtió en una carnicería. Kishimoto se movía como un demonio, golpeando rápidamente con sus armas. Su katana atravesó el pecho de un bandido, salpicando todo de sangre. Cuando otro bandido cargó contra él, con la katana sobre su cabeza, la mano izquierda de Kishimoto se movió rápidamente y apuntó al enemigo. Como por arte de magia, un aiguchi se clavó en la garganta del hombre.

Bakin se agachó bajo el golpe de una katana y con un preciso golpe degolló a su enemigo. El bandido cayó al suelo y su espada se escurrió de sus dedos. Bakin lentamente rodeó el cuerpo agonizante y se encaminó hacia la habitación al fondo.

“¡Alto!” gritó alguien atronadoramente. La voz parecía hacer eco en el corredor y continuar eternamente. Un tipo enorme salió de la habitación más alejada y se enfrentó al grupo. Los ojos de Bakin parpadearon. El hombre llevaba el torso desnudo, y un gran tigre saltaba de sus prominentes músculos. Cruzó las manos sobre su pecho hasta que solo la cabeza del tigre fue visible.

“Eres al que llaman Tigre Borracho,” dedujo Bakin. Limpió la sangre de su espada y la sujetó preparada frente a él.

El hombre rió, su voz haciendo ecos en el pasillo de nuevo. “Estoy impresionado, cachorrillo. Mi reputación me precede.”

Bakin avanzó lentamente, ignorando los sonidos de lucha tras él. Se aproximó hasta que solo le separaron tres pasos fuera del alcance del golpe del Tigre Borracho. “Has elegido el lugar equivocado para acomodar a tu escoria, bandido. Es el último error que cometerás.”

El Tigre Borracho levantó su cabeza y miró a Bakin. “No estoy de acuerdo, cachorro. Mi nuevo hogar es genial. Una vez que te haya matado a ti y a tus hombres, será una base perfecta.” Abrió sus rodillas y colocó sus manos sobre su katana. Sus ojos se fijaron en los de Bakin, y la hilaridad desapareció de su rostro. En su lugar, solo la promesa de muerte permaneció.

Bakin y el Tigre Borracho se miraron entre sí, y el resto del mundo desapareció. Una sensación de paz irradiaba el cuerpo de Bakin, hasta que solo la serenidad del guerrero permaneció. Su corazón latía audiblemente en sus oídos. Vio la muerte en los ojos del Tigre Borracho por lo que era: una mentira. Con un fluido movimiento golpeó, y todo había acabado.

El Tigre Borracho cayó al suelo, su sangre vital esparciéndose por el suelo. Bakin caminó por encima de su cadáver y entró en la habitación. Era espaciosa y confortable, a pesar de que todo el mobiliario parecía viejo y sucio. En el medio del salón había una solitaria mesa, cubierta con incontables pergaminos.

Picado por la curiosidad, Bakin se acercó a la mesa y escarbó entre los pergaminos. Muchos de ellos estaban escritos en alguna clase de código y los ignoró. Cogió un pergamino encima de una pila de papeles y estudió los dibujos. Parecía un mapa de alguna clase. Mostraba una gran zona montañosa con numerosas fortalezas y torres punteándola. Los objetos del mapa estaban etiquetados en un lenguaje desconocido.

Bakin miró el mapa hasta que la comprensión le alcanzó repentinamente. Rápidamente se volvió, casi chocando con Kishimoto. El ronin había entrado en la habitación cuando Bakin no prestaba atención.

“Bakin-sama, los bandidos de esta planta han sido neutralizados.” dijo Kishimoto.

“Mira, Kishimoto,” dijo Bakin, con la excitación coloreando su rostro. “Este mapa muestra pasajes ocultos a través de estas montañas. Es una carta para viajar por estas tierras. Con este mapa, podemos mover tropas a través de las montañas con facilidad. Podemos mover nuestros ejércitos contra el Dragón. O el Fénix, si la necesidad surge alguna vez.”

Una extraña emoción brilló en los ojos de Kishimoto, pero desapareció antes de que Bakin pudiera identificarla. “Que hallazgo,” dijo el ronin. “Seguro que vuestros superiores estarán encantados.”

Bakin se volvió de nuevo hacia la mesa y removió entre los pergaminos. “Kishimoto, ayuda a los hombres a asegurar el resto del área,” dijo por encima de su hombro. “Convócame a Ikoma Masuyo. Puede ayudarme a ordenar estos papeles.” Escuchó a Kishimoto salir de la habitación, pero su atención estaba centrada en el papel que había descubierto. Estaba sellado con un mon que no había visto hacía años.

El mon del Clan Jabalí.


           

Bakin se despertó repentinamente. Miró en torno a su tienda lentamente, buscando algo que pudiera haber alterado su sueño. La luz de la luna se colaba a través de la tela abierta, iluminándolo todo. Nada parecía haber sido movido. Aun así, una sensación de que algo no iba bien le invadió, y se levantó para comprobar sus pertenencias. Con el corazón abatido, se dirigió hacia la silla de montar donde había dejado los mapas del Jabalí. Vacío.

Empuñando su espada, salió de tienda preparado para enfrentarse a cualquiera. Los guardias apostados en la puerta habían sido derribados. Seguían respirando, pero a uno le salía sangre de un oído, y el otro lucía un tremendo golpe en la mandíbula. Habían sido despachados con rapidez y dureza, pues sus armas seguían enfundadas. Bakin revisó el campamento a su alrededor. Quien quiera que hubiera hecho aquello lo había logrado sin que nadie diese la alarma. Alguien que sabía lo que había en sus bolsas...

Con una desagradable sensación en su estómago, se lanzó hacia el borde boscoso del campamento. La tienda de Kishimoto había desaparecido. Un largo camino de arbustos rotos y hierba aplastada marcaba el camino a través del bosque. Bakin cargó a toda velocidad, deseoso de capturar al traidor. Finalmente, pasó bajo una rama baja y miró. La silueta de un hombre se recortaba sobre la cima de una colina.

“¡Kishimoto!” gritó Bakin, y desenvainó su katana. Sujetó su espada frente a él, preparada para cargar.

El ronin se giró y le sonrió lánguidamente. “Bakin-san. Me hubiera gustado poder hablar contigo antes de marcharme. Aunque pueda sonar ridículo, he disfrutado trabajando contigo, a pesar de lo que tu o tus hombres seáis. Gracias por la información que me habéis permitido pasar a mi clan. Le daremos un buen uso. Y, por supuesto, mi nombre no es Kishimoto. Es Utemaro.”

Antes de que Bakin pudiera atacar, el ronin levantó su mano para enseñarle el estuche de pergaminos robado. Acercó el estuche a la antorcha que tenía en la otra mano, y lanzó el estuche a un lado. La esquina de la cajita prendió enseguida, y Bakin pudo ver como el resto del estuche comenzaba a arder.

“¡Elige deprisa!” gritó, dándose la vuelta y correr a toda velocidad a través del bosque.

Para Bakin, la elección entre deber y emoción personal era clara. Se lanzó hacia el estuche de pergaminos ardiente y rápidamente lo apagó. Abrió la caja para ver el daño sobre su contenido. Estaba vacía.

Maldijo y se puso en pie. La imagen de Utemaro a caballo galopando lejos de allí a gran velocidad se grabó en su mirada. Bakin apretó sus dientes y no pudo sino mirar como el traidor escapaba de su alcance.

El ronin, o lo quien quiera que fuese, se había llevado el mapa del Jabalí. Ese Utemaro no tenía idea, aun así, que Ikoma Masuyo había terminado su copia. La copia de Masuyo era basta, pero lo que era más importante, era utilizable. El Clan León seguía conservando un valioso recurso entre sus manos.

“Utemaro,” dijo Bakin, su voz casi un susurro en el viento. “Nos veremos de nuevo. Te mostraré la fuerza de la justicia del León.”