Fuegos de Toshi Ranbo

Tercera Parte de Cuatro

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El Palacio Imperial, Toshi Ranbo, Hace Semanas…

 

El samurai frunció el ceño, su arrugada cara mostrando una expresión de paciente descontento. Su cara era áspera porque llevaba varios días sin afeitarse, aunque no parecía importarle. Llevaba un simple kimono, bastante en desacuerdo con la reluciente armadura roja que estaba expuesta en la parte de atrás de la sala. Sus oscuros ojos miraron intensamente al estandarte que colgaba de la pared. Era sencillo, solo un trozo de tela pintada por una torpe mano. Llevaba el símbolo de un lobo, dibujado con tinta negra. Bajo el dibujo había una sola línea de caracteres.

            Decían: “Por el Imperio.”

            Lo reconoció de las historias que le habían contado toda su vida. Era el primer estandarte llevado por el Ejército de Toturi. Hacía décadas, su padre había reunido un ejército de marginados ronin y, con su ayuda, había salvado Rokugan de un dios loco.

            “¿Cómo sabes que es el real?” Preguntó Kaneka con voz grave. “Una cosa tan simple puede ser fácilmente falsificada.”

            “Lo primero en que pensé,” dijo el viejo en voz baja. “Pero mirad la esquina superior; observad esa pequeña marca. Ese es el anagrama personal de Otomo Yayu, un estudioso joven e idealista que dejó familia y fortuna tras él para luchar junto a Toturi. Fue el que pinto el primer estandarte, antes de que vuestro padre siquiera se diese cuenta de que una banda de desplazados hombres de la ola que se habían reunido para seguir su ejemplo, se hubiesen convertido de hecho en un ejército.”

            “¿Un Otomo siguiendo a mi padre?” Preguntó Kaneka, mirando hacia atrás, sorprendido. “Nunca había escuchado algo así.”

           “Pocas historias recuerdan a Yayu,” se rió el viejo. “La mayoría solo recuerdan a Dairya, o a Toku, o a Ginawa. Yayu era solo un chico idealista que soñaba con contar una historia de héroes. Nunca tuvo la ocasión; estaba demasiado ocupado luchando junto a ellos. Fue un héroe corriente, aunque siempre luchó con carácter. Yayu murió en la Puerta del Olvido, gritando el nombre de vuestro padre mientras las legiones de la Oscuridad Viviente le rodeaban.”

            Kaneka levantó la callosa mano, tocando el borde del harapiento estandarte de seda. “¿Por qué me has dado esto?” Preguntó.

            “Un cazador Tsuruchi lo descubrió en una cueva mientras perseguía a unos bandidos por entre las ruinas de Beiden,” contestó Komori. “Al ver el símbolo de vuestro padre, sospechó que podía ser importante. No fue hasta que Kamoto lo vio que no fue reconocido. Yo os lo ofrezco ahora en nombre de mis amigos en el Clan Mantis.”

            “Eso no es lo que te he preguntado,” dijo Kaneka. Se volvió para mirar al viejo daimyo del Clan Murciélago. Komori estaba arrodillado en una esquina, envuelto en su túnica negra. “¿Por qué me has dado esto a mi… y no a mi hermano? Pensaba que tras las dádivas que el Emperador te ha otorgado, que desearías devolverle rápidamente el favor.”

            “Quizás esta sea mi forma de hacerlo,” contestó Komori. “Si un vínculo verdaderamente une al Emperador y al Shogun ese es el ejemplo de vuestro padre. Quizás esperaba que al daros este estandarte siempre recordaríais lo que es de verdad mejor para el Imperio… como hizo vuestro padre.”

            “Cuidado, Señor Komori,” contestó Kaneka. “Podría pensar que necesito ayuda para recordar donde están mis lealtades.”

            “Escuchar lo que deseéis,” dijo Komori riendo. “Esperaría que el poderoso Shogun no se ofendiese por lo que musitase un simple viejo, o temiese que una bandera insultase su honor.”

            Los ojos de Kaneka se entrecerraron. “¿Un simple viejo?” Contestó dubitativamente. “Por supuesto. Te agradezco tu regalo, Komori-san.”

            “Ah, aunque yo apruebo su entrega, solo soy el portador,” contestó. “Os ofrezco el estandarte en nombre de la Hija de las Tormentas. Es su regalo, pero no es todo lo que ofrece.”

            “¿Kumiko?” Preguntó Kaneka, con intriga en su voz. “¿Por qué no me lo ofrece ella misma?”

            Komori se rió. “A pesar de toda vuestra valentía, a pesar de toda vuestra astucia, no os dais cuenta de lo peligrosa que se ha vuelto la capital, ¿verdad?” Preguntó.

            La expresión de Kaneka se oscureció.

            “Los cazadores de recompensas de Kumiko han estado observando a vuestros espías,” dijo Komori. “Ella sabe que buscáis a los verdaderos señores del Gozoku. Igual que ella.”

            “Tus palabras son peligrosas, Komori,” dijo Kaneka.

            “¿Teméis que Seppun Toshiaki nos espíe?” Preguntó Komori. “Os aseguro que así es, mi señor, y que todo lo que ve es a un viejo disfrutando del té junto al Shogun.” Komori sonrió, y el aire se onduló. Un instante más tarde, estaba sentado en la esquina contraria de la sala. La imagen a la que Kaneka había estado hablando se desvaneció – solo había sido una ilusión. “Toshiaki no es el único que puede controlar lo que otros ven, mi señor. Kumiko me envió porque sabía que yo podía hablar a salvo con vos.”

            “Explica que es lo que quieres,” exigió Kaneka.

            “¿Recordáis a Bayushi Kamnan?” Preguntó Komori.

            “Si,” dijo Kaneka. “Un asesino Escorpión. Asesinó al anterior señor del Clan Mantis ante mis ojos.”

            “Entonces también sabréis que mi clan…” se detuvo con una sonrisita. “Mi antiguo clan estuvo buscando a Kamnan durante años. Fue hace muy poco tiempo que un hombre nos dio la información que eventualmente nos llevó hasta Kamnan. Pero esta información tenía un precio. Kumiko tenía que unirse a la alianza Gozoku, y sumar sus recursos a los del Gozoku. Cuando llegase el momento adecuado, los Mantis se levantarían y le ayudarían a destruir tanto a Kamnan como a su señor Atsuki, purgando al Gozoku de su oscura influencia. Creo que él creía que Kumiko poseía la mezcla adecuada de pragmatismo, ambición, y honor para hacerlo. Las fortunas dispusieron que llegásemos al lugar donde estaba Kamnan gracias a la ayuda de otros aliados, pero Kumiko aún cree que buscar al señor de Kamnan es un objetivo importante. Ella cree que, dadas vuestras recientes actividades, que el granuja gozoku que se la acercó posiblemente también se os acercase. Ella cree que este hombre os ha ofrecido similares incentivos para limpiar su organización de sus impíos orígenes.”

            Kaneka no dijo nada, solo miró fijamente al viejo en silenciosa sospecha.

            “La Dama Kumiko desea que saludéis de su parte a Kakita Munemori-san la próxima vez que le veáis,” añadió Komori.

            “¿Y cómo sé que Kumiko no está con Bayushi Atsuki?” Aventuró Kaneka. “¿Cómo sé que esta oferta no la inspira nada más que el miedo a que ella pueda ser castigada por ser parte del Gozoku cuando llegue el momento de repartir justicia?”

            “Porque no encontraréis a Atsuki sin su ayuda,” contestó Komori. “Seguro que os habéis dado cuenta que los fuegos en Toshi Ranbo no fueron ningún accidente. Ese incendio era una herramienta del Gozoku, para asesinar a vuestro hermano y a su corte para que los agentes de Atsuki pudiesen llenar el consiguiente vacío político. Fue por pura suerte que el plan se desbarató, y Kumiko sabe quien prendió el fuego.”

            “Cornejo,” contestó Kaneka.

            “Conocéis el nombre,” dijo Komori, mostrando algo de sorpresa, “¿pero sabéis lo que significa ese nombre?”

            “¿Además de que es el nombre de un mercenario gaijin que murió en la Guerra Contra la Oscuridad?” Preguntó Kaneka.

            “Estáis equivocado, Kaneka,” dijo Komori. “Alhundro Cornejo nunca murió.”

 

 

Hoy…

 

            Esteban Cornejo se arrastró hasta ponerse de rodillas, el estruendo de la explosión del escondite aún resonando en sus oídos. Miró con horror a lo que había sido su pariente. La cara de Alhundro Cornejo era lisa y sin rasgo alguno. A Esteban le pareció que podía ver el rugiente fuego brillar a través de su forma fantasmagórica.

            “Kharsis, ¿qué te ha pasado, Alhundro?” Preguntó Esteban con horror.

            “Deja de pronunciar ese nombre,” dijo sin énfasis alguno el hombre sin rostro. Levantó las manos, sus dedos extendiéndose hasta convertirse en salvajes garras negras. “Me causa dolor escucharlo.”

            “¡Cornejo, corre!” Gritó una voz. Un fulgor azul le envolvió mientras Daidoji Takihiro atacaba a Alhundro con la espada en alto. La hoja atravesó limpiamente el cuerpo del fantasma sin rostro, sin hacerle más daño del que haría a una columna de humo. Alhundro se movió con una velocidad terrible, agarrando el cuello de Takihiro con una mano y hacienda caer al suelo al Harrier.

            Esteban no esperó más tiempo. Se puso en pie y corrió, ignorando los sonidos de pesados puños golpeando metal sólido. El Daidoji ni siquiera gritó. Esteban susurró una breve oración por él, aunque sabía que a Takihiro le importaría poco el favor de sus dioses foráneos. Al menos intentaría que el sacrificio del Grulla no fuese en vano. Esteban era un rápido corredor; un talento así era muy útil para un hombre que su trabajo era plantar explosivos.

            Pero cuando levantó la vista para mirar el sendero que tenía delante vio que Alhundro ya estaba ante él, sangre goteando de sus ennegrecidas garras.

            “Alhundro,” susurró Esteban. “Resiste al mal que te ha poseído. El viejo Calixto me envió para llevarte de vuelta a casa.”

            La cáscara de huevo fluctuó, durante un solo instante reemplazada por la cara que Esteban había visto antes. “¿Abuelo?” Dijo con la voz de un niño. Luego el momento pasó, y los rasgos de Alhundro volvieron a desaparecer. Se agachó como una bestia, un profundo gruñido animal surgiendo desde su interior. Esteban miró desesperadamente a su alrededor, buscando una forma de huir, pero en las baldías llanuras no había nada. Miró hacia atrás, al incendio del escondite de los bandidos. Para su sorpresa vio a una alta y encapuchada figura acercándoseles sobre un inmenso caballo negro. El desconocido tenía una larga vara en una mano, a cada extreme una hoja de cristal en forma de gancho. El cuerpo de Daidoji Takihiro yacía sobre la parte de atrás de la silla de montar.

            “Detén tu mano, Nada,” dijo el recién llegado con voz dulce. “Este es interesante.”

            Alhundro obedeció inmediatamente, alejándose de Esteban y desapareciendo entre las sombras. La alta figura se quitó la capucha de la cabeza, mostrando una cara llena de complejos tatuajes. Sus ojos eran orbes negras sin fondo. Sus labios estaban pintados del mismo color. Miró a Esteban con una mirada insensible e inmisericorde. “Un Merenae,” dijo. “Tan lejos de su hogar. ¿Cuál es tu nombre, hijo?”

            Esteban no dijo nada, o al menos lo intentó. Sintió una sutil presión en su mente, y sus labios pronunciaron las palabras en contra de su voluntad.

            “Me llamo Esteban Cornejo,” dijo.

            La sonrisa del hombre se hizo más amplia, como satisfecho por su sumisión. “¿Y qué es lo que te ha traído hasta aquí?”

             “Me envió mi bisabuelo,” contestó su voz sin que él se lo ordenase. “En su sueños vio a su nieto Alhundro encadenado en la oscuridad. Me enviaron a salvarle, a detener la destrucción de Rokugan.”

            “¿Sueños?” Contestó el extraño hombre, suspirando profundamente. “Lo debería haber sospechado. Incluso dormidos, no podemos actuar sin su interferencia. Que desesperados deben estar, que débiles se han vuelto, para buscar ayuda de alguien como tu. Su tiempo verdaderamente ya ha pasado, pero continúan denegando el destino.”

            La cara de Esteban ardía roja de ira, vergüenza y humillación. Intentó forzarse a atacar al extraño hombre, para al menos hacerle caer de su caballo antes de que las hojas de cristal acabasen con su vida. Sus pies no le obedecieron.

            “Cálmate, hijo,” dijo el hombre. “Tu vida ya es bastante corta sin tener que malgastar tu espíritu en una lucha sin fruto. Solo tengo una pregunta más, y luego dormirás. Aparte de este, ¿quién te ha acompañado?” El hombre señaló al herido Grulla que tenía sobre su caballo.

            Esteban pensó en Kikaze y Tani. Ni siquiera sabía si estaban vivos, pero no les podía traicionar a esta criatura. Intentó que sus labios no formasen la respuesta, pero sintió como estos se movían, sin su control.

            La oscuridad se onduló en los bordes de su visión, y cuando habló Esteban, su voz no era la suya.

            “Ningún otro. Vinimos solos.”

            “Muy bien,” contestó el desconocido y la oscuridad cayó sobre la visión de Esteban Cornejo.

 

 

            En la sombra de una gran roca, Daidoji Kikaze bajó su arco y rechinó los dientes. Vio como el alto y pálido jinete se bajaba de su silla de montar y tranquilamente ponía el desvanecido cuerpo de Esteban sobre su caballo antes de irse de allí.

            “Ese era un lacayo de la Oscuridad Viviente, Kikaze-sama,” dijo Tani, agachada junto a él. También tenía el arco en las manos, los nudillos blancos sobre el mango. “Creía que ya no había más.”

            “No sabría decirte lo que esperaba encontrarme aquí,” contestó Kikaze, metiendo de nuevo la flecha en el carcaj. “Pero eso no.”

            “¿Quién era el otro hombre?” Preguntó ella.

            “No era un hombre,” contestó Kikaze. “Era un hechicero Ashalan, uno de los inmortales con los que se encontraron los Escorpión cuando estuvieron exilados hace unas décadas.”

            “¿Cómo luchamos contra una sombra y un inmortal?” Dijo Tani, mirándole desesperada.

            “Le seguimos,” dijo Kikaze mientras se levantaba. “Ya encontraremos la forma.”

 

 

            “¿Qué estás haciendo aquí?” Dijeron ambos al unísono.

            Sunetra y Shono se quedaron en silencio, mirándose pacientemente, esperando a que el otro contestase.

            “Se supone que debo estar aquí, Sunetra,” contestó Shono. “Proteger el Shinomen es obligación del Clan Unicornio.”

            “¿Los daimyo de las familias han empezado a patrullar el bosque? ¿Y el Shogun también?” Preguntó ella. “Está claro que tu clan le da una gran prioridad a proteger ruinas y árboles.”

            “El Khan ha ofrecido al Shogun su ayuda para cazar a los del culto de los Portavoces de la Sangre que queden,” dijo Shono. “Las ruinas de este bosque le pueden ofrecer un buen refugio a esos blasfemos, y si amenazan a los Naga nos toca a nosotros protegerles.”

            “El mentir no te va, Shono,” contestó Sunetra. “Lo haces muy mal. Pensaba que eras un aliado de Naseru. ¿Ahora estás con el Shogun?”

            “Sirvo al Emperador,” contestó Shono. “Igual que Kaneka.”

            “Si crees que Kaneka siente verdadera lealtad hacia Naseru, eres un estúpido,” dijo Sunetra. “Solo sirve a su propia ambición.”

            “¿Soy tan estúpido?” Preguntó suavemente Shono.

            Sunetra frunció el ceño, estudiando cuidadosamente al desaliñado Unicornio. Igual que ella, Shono le debía mucho a Toturi Naseru. Era uno de los pocos hombres en todo el Imperio que verdaderamente podían llamar amigo al Justo Emperador, o eso pensaba ella. Pero al contrario que otros en los que confiaba Naseru, la amistad de Naseru con Shono no era muy conocida. La verdad, o la posibilidad de la verdad, empezó lentamente a hacerse clara en su mente.

            “Él te dijo que hicieras esto,” dijo Sunetra. “Te dijo que te acercases al Shogun, para monitorizar sus acciones.”

            “Estoy seguro de que no tengo ni idea de lo que estás hablando,” contestó suavemente Shono. “Igual que estoy seguro de que no tengo ni idea porque estás tu aquí.” Se quedó en silencio por unos momentos. “Pero si buscas a los Naga, te aconsejaría que no te adentrases más.”

            “¿Por qué?” Preguntó Sunetra, un tono de amenaza en su voz.

            “Los Naga son extremadamente temerosos de los desconocidos, Sunetra,” dijo Shono. “La última vez que despertaron para luchar contra el Dios Oscuro les llevó años incluso atreverse a contactar con los humanos. Incluso entonces, algunos de ellos nunca llegaron a confiar en nosotros. Los Naga duermen otra vez, y sus ciudades están protegidas por su antigua magia. Yo no me atrevería a aventurarme muy profundamente en su territorio sin un guía adecuado. Creo que ni incluso tu podrías evitar sus protecciones durante mucho tiempo.”

            “Es obvio que el Shogun no comparte tu cautela,” dijo Sunetra.

            “El Shogun tiene un guía,” contestó Shono. “No te preocupes, Sunetra. Estoy seguro de que Kaneka solo piensa en lo que es mejor para el Imperio.”

            “¿Tan seguro estás que compartirías lo que él sabe con la mensajera del Emperador?” Se aventuró Sunetra.

            Shono sonrió. “No veo porque eso podría ser un problema,” contestó. “Pero con una condición.”

            “Recuerda a quien le debes lealtad, Unicornio,” le avisó Sunetra.

            “Recuerdo mis promesas,” contestó Shono. “Acepta mis condiciones o deambula sola por el Shinomen.”

            “¿Cuáles son tus condiciones?” Preguntó ella.

            “Que prometas no hacer daño a Kaneka,” dijo.

            Sunetra frunció el ceño. “No te puedo prometer eso,” dijo ella. “Él es el enemigo de Naseru.”

            “Eso cree Naseru,” dijo Shono. “Conozco al Emperador y conozco al Shogun. Ambos son muy poderosos, muy honorables, y muy arrogantes.”

            Sunetra abrió la boca para contestar y Shono ladeó la cabeza para escuchar lo que ella tenía que decir, pero ella no pudo contradecirle.

            “No me importa si se odian el uno al otro, Sunetra,” continuó, “pero creo que en este caso, el luchar no tiene sentido. Ambos buscan al mismo enemigo. Si tu matases a Kaneka – y sé que has debido pensar en ello – eso solo ayudará a los enemigos de Naseru.”

            Ella le miró durante largo tiempo, sus fríos ojos azules evaluando su valía. Él la miró con una franca y tranquila sonrisa.

            “Confía en mi, Sunetra,” dijo él.

            “Eso es pedir mucho.”

            “Creo que me lo he ganado.”

            “No estoy tan segura,” dijo ella. “Pero estoy de acuerdo. Kaneka no recibirá daño alguno por mi mano hasta que sea una amenaza al Emperador, mientras que tu información sea valiosa.”

            “Eso es todo lo que pido,” dijo Shono. “Te encontraré y compartiré contigo todo lo que aprenda de los Naga.”

            Sunetra se rió. “Yo te encontraré, Unicornio,” contestó ella, girándose para adentrarse en la verde oscuridad.

            “Sunetra,” la llamó él.

            Ella miró hacia atrás, su cara pintada de blanco brillando bajo la luz verde del Shinomen.

            “¿Cómo pudiste abandonar todo lo que tenías solo para volver a ser la espía de Naseru?” Preguntó él. “¿Te lo ordenó?”

            “Fue mi decisión,” dijo ella.

            “¿Te arrepientes de haber renunciado a tu clan?” Preguntó él.

            “¿Y tú?” Le preguntó ella.

            “Liderar al Unicornio nunca fue algo que yo pude haber hecho,” dijo él.

            Sunetra sonrió. “He visto como luchas, Shinjo Shono,” dijo ella. “He visto como mandas. El Clan Unicornio sería tuyo cuando tú quisieras. Entregaste tu derecho a dirigir tu clan en la misma forma en que yo lo hice.”

            “Mi lealtad es al Khan,” dijo él inmediatamente, pero su voz ya no estaba tan segura. Shono miró hacia otro lado, su mirada perdida. Su ojo de cristal brillaba con fuerza.

            Sunetra no dijo nada más. Desapareció entre las sombras, dejando al Unicornio solo entre sus pensamientos.

 

 

            Los siguientes días pasaron en una neblina de dolor y oscuridad. Esteban sintió solo débilmente el mundo de los mortales; el resto solo fue una pesadilla. Vio pálidas caras pintadas mofándose de él. Vio a Alhundro gritando, atormentado, agachado entre las sombras, garras sin forma destrozándole como si fuese un harapo. Vio fuego surgir del corazón de Toshi Ranbo para quemar al Imperio. Vio una antorcha en su propia mano, solo para ver como extinguía su luz una sinuosa forma negra. Al final, el dolor retrocedió y recuperó algo la razón. Abrió los ojos y se encontró tendido sobre una mesa de madera en una húmeda sala de piedra.

            Dos figuras le miraban, una a cada lado de la mesa. Una llevaba un kimono de seda rojo y una elaborada máscara carmesí. Miraba fijamente a Cornejo, fríos y calculadores sus ojos color zafiro. La otra era la extraña figura envuelta en túnicas que le había encontrado en las Llanuras Sobre el Mal. Su cara se perdía entre las sombras de su capucha.

            “Estás indefenso, Esteban Cornejo,” dijo el hombre encapuchado. “Tus muñecas están atadas con gruesas cadenas de hierro. Tus pies están recubiertos de piedra, hasta que yo te suelte.”

            Esteban miró hacia abajo con horror. Sus miembros no tenían nada que le retuviesen pero sentía un fuerte peso en ellos. Era incapaz de moverse.

            “¿Quién eres?” Preguntó. “¿Qué queréis de mi?”

            “Soy Rashol, de los Ashalan,” dijo el hombre encapuchado. “Este es mi aliado, Bayushi Atsuki. Estamos encantados de haberte conocido, Esteban. No hables excepto para contestar nuestras preguntas. ¿Lo entiendes?”

            Esteban sintió como asentía en silencio.

            “El hechizo le mantendrá callado el tiempo que queramos,” dijo Rashol, mirando al otro hombre.

            “Muy bien,” dijo Atsuki. “El Grulla es mi regalo para ti.”

            “Gracias,” contestó Rashol. Tocó el borde de su capucha con dos dedos y abandonó la sala sin hacer sonido alguno.

            “Fascinante,” dijo Atsuki, aún mirándole con una curiosidad extrañamente absorta. “¿Entonces te enviaron los Naga a este lugar?”

            “No sé que son los Naga,” contestó mecánicamente Esteban.

            “No me sorprende,” dijo Atsuki, sentándose al borde de la mesa de Esteban. Miró hacia otro lado sin aparente preocupación. “Un peón sirve mejor cuando no sabe que sirve. Era solo cuestión de tiempo antes de que enviasen a alguien. Solo me pregunto porque enviaron a un gaijin, de todos los campeones posibles. Y encima ni siquiera a un guerrero. Curioso.” Miró por encima de su hombro a Esteban. “Puedes hablar, gaijin, si tienes algo que decir.”

            “¿Sois vosotros los que controláis a Alhundro?” Escupió Esteban.

            “Si, yo mando en esa criatura,” dijo Atsuki. “Yo no malgastaría mucha energía preocupándome por él. Hace mucho tiempo que dejó de ser Alhundro. Yo no tuve nada que ver con eso, por supuesto, aunque está claro que me aproveché de su condición.”

            “Ordenaste los fuegos,” dijo Esteban. “Planeabas asesinar a tu Emperador y a toda la gente de Toshi Ranbo.”

            Atsuki agitó con tristeza la cabeza. “¿Y eso importa? Tu no sabes nada de la muerte, gaijin,” dijo. “No la has visto como yo. Los sacrificios de esa gente no hubiesen significado nada. Los dignos hubiesen recibido su justa recompensa. Los indignos hubiesen ardido como se merecen. ¿Qué daño hay en acelerar un proceso si el resultado beneficia al Imperio? Yo he visto el mundo como una vez fue, gaijin. El mundo como debería ser. El Ashalan comparte mi visión, y juntos restauraremos el orden. Rokugan es solo el principio. Has llegado en un momento excelente. Los recuerdos de tu pariente sobre su vida pasada estaban resultando problemáticos. Ahora que estás aquí para darnos tu valiosa pericia, le podemos permitir que abandone lo que queda de sus recuerdos, y que se convierta en lo que tendría que ser.”

            “No te ayudaré,” dijo Esteban.

            “Lentamente te cansarás, Esteban Cornejo,” dijo Atsuki. “Luego te dormirás. Y tendrás terribles pesadillas, en las que sentirás que tu piel te la arrancan de los huesos. Sabrás que el dolor solo se aliviará si te sometes a mi voluntad. No habrá otra verdad.”

           Esteban sintió repentinamente sueño. Sus párpados parpadearon. Luchó por mantenerlos abiertos, pero la resistencia solo hizo que le surgiesen unas dolorosas lágrimas.

            “Los Ashalan han estado miles de años doblegando las voluntades de seres inferiores,” dijo Atsuki riendo mientras salía de la sala. La oscuridad nubló la visión de Esteban. “Harás lo que nosotros digamos, gaijin. Nos ayudarás.”

            Antes de que el sueño le abrumase, las sombras en sus ojos se movieron y cambiaron, adoptando una forma de serpiente. Otra voz le habló.

            “Está equivocado, Esteban,” dijo. “Tú me ayudarás.”

 

 

            “¿Te atreves a oscurecer las salas del sueño de Iyotisha con estos humanos?” Exigió el jakla con un áspero siseo. Su capucha se abrió. Miró fijamente al Shogun con relucientes ojos rojos.

            Shinjo Shono y Shiba Danjuro dieron varios pasos hacia atrás al elevarse sobre ellos la criatura. Kaneka no se movió. Se quedó en el centro del roto sendero de mármol y miró tranquilamente al Naga. La criatura era enorme. Incluso amontonado sobre su cola, el Naga tenía que agacharse para poder mirar a los ojos del Shogun. Akasha había descrito a Orumash como un astrónomo; esto no era lo que Kaneka había esperado encontrarse. Si una criatura tan poderosa era un mero erudito, entonces no era de extrañar que la civilización Naga hubiese perdurado durante miles de años antes de que existiese el Imperio.

            Solo permanecían despiertos un puñado de Nagas como este para vigilar a sus hermanos, un trabajo solitario, desagradable, y eterno. Verdaderamente no era sorprendente que el perturbar la vigilia del astrónomo hubiese provocado esta reacción. Aún así, Kaneka encontró muy difícil permanecer tranquilo.

            “El pueblo de Rokugan ha guardado vuestro sueño durante treinta años,” dijo Kaneka con exagerada calma. “Todo lo que busco es tu consejo. Agradecería tu cooperación.”

            “¿Treinta años?” Rugió el Naga. “¿Te crees que por eso sentimos alguna obligación para con vosotros? ¿Puede una criatura como tu siquiera entender el concepto de eternidad? Aguantamos durmiendo miles de años sin vuestra protección. ¡Es un honor para vosotros proteger nuestras ciudades! ¡Si no puedes comprender eso, no mereces que pierda el tiempo contigo!”

            Akasha estaba junto al jakla. La chica Unicornio era pequeña en todos los conceptos, pero parecía incluso más pequeña junto a la enorme serpiente. “Orumash, por favor,” dijo. “Kaneka no pretende ofender. Necesita la sabiduría de nuestro pueblo.”

            “¡Bah!” Dijo el Naga, sentándose sobre sus anillos. “¿Qué posible problema podría tener un humano que necesitase…” El Naga se quedó en silencio, sus rojos ojos brillando mientras miraba fijamente a Akasha. Los pelos que tenía en la cara temblaron y algo silencioso pareció pasar entre la mujer y el serpiente.

            “Los Ashalan,” dijo, su voz un siseante susurro. “Quizás necesitéis mi ayuda.”

            “¿Qué me puedes decir sobre ellos?” Preguntó Kaneka.

            El Naga miró bruscamente a Kaneka. “Los Ashalan son nuestros enemigos,” dijo. “No los vuestros. No les retéis. Seréis destruidos.”

            “No les retamos,” dijo Kaneka. “Ellos nos han retado. Se han aliado con un enemigo de nuestro Imperio.”

            El Naga rió. “Entonces son unos estúpidos, como siempre lo han sido,” dijo. “No os pueden dañar aquí bajo la luz del Ojo Brillante.”

            “¿Quiénes son?” Preguntó Kaneka.

            “Son nuestros antiguos enemigos,” dijo Orumash. “Nuestro odio hacia los Ashalan hace que las rivalidades entre vuestros clanes parezcan insignificantes en comparación.”

            “¿Qué hicieron para ganarse vuestro odio?” Preguntó Kaneka.

            “Son abominaciones,” dijo Orumash. “Buscan dominar a todas las criaturas vivas. Creen que los seres inferiores existen solo para servirles a su antojo. Creen que ellos crearon el mundo. Son unos blasfemos incompetentes.”

            Kaneka se preguntó en su mente si los Naga encontraban que las propias creencias Rokuganís eran también blasfemas, pero decidió que este no era el momento de hablar sobre cuestiones religiosas. 

            “¿Son una amenaza?” Preguntó Kaneka.

           “No mientras permanezcáis dentro de las tierras que ahora decís que son vuestras,” dijo Orumash.

            “¿Por qué?” Preguntó Kaneka.

            “Una vez nuestras razas lucharon la una contra la otra,” contestó Orumash. “Tan grande fue esa guerra que amenazó con rasgar el universo. El Ojo Pálido intervino, y acabó con nuestra guerra. Ella maldijo a los Ashalan por su arrogancia, y nos bendijo por nuestra valentía. Ahora los Ashalan no pueden arriesgarse a entrar en Rokugan durante mucho tiempo, ni los Naga se pueden aventurar mucho en las Arenas Ardientes. El hacerlo es arriesgarse a la locura para los miembros de las dos razas.”

            “Pero sé de un Ashalan, Hojyn, que vive en el Imperio,” dijo Shono. “Y no está loco.”

            “Y para el criterio de los Ashalan, si que lo está,” dijo Orumash. “Busca entablar amistad y comprender a los seres inferiores. Ve a los mortales como a iguales.” Orumash se rió. “Una locura.”

            “Describes a estos seres como si fuesen villanos,” dijo Kaneka. “Pero los Escorpión dicen que los Ashalan son nobles. Durante su exilio, los Ashalan les ayudaron.”

            Orumash se encogió de hombros. “Los Ashalan son un pueblo extraño y manipulador,” dijo. “¿Quién puede decir por qué hacen las cosas? Quizás la maldición del Ojo Pálido les ha dado algo de sabiduría, y algunos verdaderamente se han reformado. Quizás al ayudar a los Escorpión meramente era por un propósito más sombrío. Verdaderamente no me importa. Por sus ofensas contra mi pueblo nunca podrán ser perdonados.”

            Kaneka frunció el ceño. El odio en la voz de Orumash le recordaba mucho al de sus familiares León cuando hablaban del Clan Grulla. Ese odio era muy poco racional, pero discutirlo solo haría que el Naga se volviese contra él. Eso no le ayudaría en nada.

            “Busco a un hombre llamado Bayushi Atsuki,” continuó. “Es un espíritu que regresó, y está tan loco como el Crisantemo de Acero. Hace unos años hizo que muchos miembros del Clan Escorpión se volviesen hacia la magia de sangre, les usó para algún desconocido propósito, y luego les abandonó cuando consiguió su propósito. Se ha aliado con los Ashalan. Nuestros enemigos están junto a los tuyos, Orumash. ¿Me puedes ayudar a encontrarlos, o al menos a saber que planean?”

            La cara del Naga se oscureció. Miró a la rota calle. Durante largo tiempo, pareció estar escuchando algo. La chica, Akasha, había descrito la fuerza espiritual que unía a todos los Naga – el mismo espíritu comunal por el que ella había sido nombrada. A través de sus vínculos Akashicos, cualquier Naga podía usar la sabiduría y guía de los demás. En un lugar como este, con tantos Naga durmiendo, un hábil Jakla podía obtener la sabiduría de toda su raza.

            “Si los Ashalan están con tus enemigos, solo pueden tener un objetivo,” dijo el Naga con voz profunda. “Sean cuales sean los planes de este Atsuki, son irrelevantes para los Ashalan. Con gusto le darán Rokugan, si ese es su precio, a cambio de la destrucción de mi raza. Con tantos de nosotros durmiendo, esa conquista sería simple.”

            “¿Y la maldición?” Preguntó Kaneka.

            “Las maldiciones se pueden romper, si uno puede encontrar suficiente poder,” dijo el Naga. “Piensa en ello, Shogun. ¿Hay un poder en tu Imperio que esté roto, derrotado, y sin usar? Al menos una entidad ha demostrado que la Mancha puede ser usada para controlar los restos de este poder. Este es un poder que ningún mortal ha dominado tan expertamente como el Clan Escorpión.”

            “La Oscuridad Viviente,” dijo en voz baja Danjuro.

            “La Oscuridad fue destruida en la Puerta del Olvido,” rebatió Kaneka, aunque le perturbó como la conclusión de Danjuro era tan similar a la historia de Komori sobre el destino de Alhundro Cornejo. “La Dama Hitomi nombró a la Oscuridad. Sus servidores se convirtieron en la nueva familia Akodo. Les fue borrada la memoria de sus pasadas maldades. Ya no existe la Oscuridad Viviente.”

            “El poder de la Nada no puede ser destruido, aunque puede conseguirse que disminuya,” dijo Orumash. “La existencia del Dragón de la Sombra ha demostrado que la Oscuridad no se ha ido totalmente. La Oscuridad ha muerto, pero lucha contra su propia desaparición; yo he sentido como casi llegaba a restaurarse a si misma seis veces desde su derrota. Con el poder de Nada atada a su voluntad, los Ashalan podrían romper la maldición del Ojo Brillante y entrar en Rokugan.”

            “La Oscuridad casi destruyó una vez al Imperio,” dijo Kaneka. “¿Son tan estúpidos los Ashalan como para creer que pueden controlarla?”

            “¿Creer que la pueden controlar?” Preguntó Orumash riendo. Sus rojos ojos parpadearon. “Te mofas del verdadero centro de las creencias Ashalan, Shogun. Según los Ashalan, la Oscuridad fue el escalpelo que usaron para crear este mundo.”

            “¿Nos puedes ayudar a encontrarles?” Preguntó con gravedad Kaneka.

            “Quizás,” dijo el Naga, “pero creo que solo te estaría enviando a la muerte, poderoso Shogun.”

            El serpiente miró en silencio a Kaneka durante unos momentos. Una lenta sonrisa retorció sus rasgos de reptil.

            “Mi gente dice que tu terca valentía les recuerda a tu padre,” dijo. “Te ayudaremos.”