La Guerra de la Destructora, Parte 17

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

La aldea de Zokujin Mura estaba protegida por las defensas más inusuales que hubiese visto jamás Kakita Yosuga: una inmensa pared de piedra y tierra que había sido creada por un sobrenaturalmente poderoso terremoto en lo alto de las montañas. La fuerza necesaria para crear algo así estaba casi más allá de lo que pudiese imaginarse la mente, y la idea de que el muro hubiese sido creado sin dañar la aldea que estaba tan cerca era totalmente desconcertante. Casi tan desconcertante como la presencia de Yosuga en el frente.

Supuso que la idea tenía sentido, según que perspectiva. Su puesto de maestra de ceremonias del clan en Tsuma y varios otros lugares importantes la daban cierto estatus, y hacía mucho tiempo que era costumbre de su rama de la familia el mantener un rango militar apropiado a su estatus. Ostensiblemente, ella era una taisa dentro del ejército Grulla, pero nunca había servido en esa capacidad militar. De joven, la verdad era que solo hacía muy poco tiempo, ella había sido una reconocida duelista que había estado muy demandada en ciertos círculos, pero desde hacía casi una década su única responsabilidad para el clan era supervisar varios concursos y torneos. Por lo que a pesar de su rango y el requerimiento de que ocupase su lugar en su unidad, la habían sido asignado un ‘consejero’ que esencialmente tomaba todas las decisiones del mando, que luego ella repetía. Todo ello era un arreglo ridículo, pero que era necesario para mantener el estatus y reputación de su familia. Era la única razón por lo que no había intentado ser excluida de las autoridades de mayor rango del clan.

Una alarma resonó por la aldea. Era un sonido dolorosamente familiar, aunque Yosuga no llevaba allí mucho tiempo. Era una alarma que sonaba cuando un ataque de los Destructores sobre la barrera que les había impedido, hasta ahora, tomar la aldea. Era la tercera vez que la alarma había sonado hoy, y apenas había acabado la comida de mediodía. A pesar de su reciente llegada, Yosuga ya estaba bastante cansada del sonido y del caos y muerte que inevitablemente le seguían. Se sentía cansada en el alma, y veía cosas peores en los hombres que la rodeaban. Esta aldea llevaba siendo asaltada casi tres semanas, y a pesar de que las fuerzas de la Emperatriz habían jurado defenderla a todo coste, estaban cansados de protegerla de un enemigo incansable.

“No aguantaremos otro ataque,” murmuró en voz baja. Los otros a su alrededor no la escucharon, pero si lo hubiesen hecho, no habían puesto objeciones. Sabía esa verdad en sus propios huesos.

“Lo haréis.”

La voz fue una sorpresa, y respondía a los pensamientos ocultos de todos los presentes. Un hombre caminaba por entre las filas, su expresión perfectamente serena, su caminar absolutamente despreocupado. Llevaba ropas conservadoras, pero en todas las partes visibles de su piel, la tinta de los tatuajes miraban a los observadores. “Se acerca el final de esta guerra,” dijo, mirando a los ojos de cada uno. “Este es un momento para que los mortales cojan las riendas del destino. Este es un momento para que los mortales desbaraten los planes de los dioses y confirmen su papel en el universo.” Puso las manos a su espalda. “¿Quién entre vosotros dará un paso al frente y reclamará sus derechos? ¿Quién entre vosotros dirá a sus hijos y nietos que estuvisteis erguidos en el atardecer de la invasión de Kali-ma y rehusasteis permitir cualquier retroceso sin una lucha tan fiera que haría temblar los pilares de los propios Cielos?”

Yosuga sintió como se elevaba el espíritu de los hombres a su alrededor, y sintió como su propia alma respondía igual.

“Zokujin Mura puede caer,” dijo Togashi Mitsu, el Oráculo del Trueno, “pero no caerá hoy, y no caerá fácilmente.” Miró cuidadosamente a los hombres que le rodeaban. “¿Quién la defenderá?”

A pesar de si misma, Yosuga sintió como subía su coraje, y desenvainó su espada junto a los demás, levantándolo sobre su cabeza y gritando con bravura. “¡A la pared!” Gritó a los Grulla a su alrededor. “¡Asumid la tercera posición defensiva! ¡Hoy haremos que el enemigo retroceda!”

 

 

 

El nombre de la Aldea Silenciosa era sorprendentemente adecuado, reflexionó Tsuruchi Nobumoto, pero el silencio hacía poco para aliviar su mal humor. Su afiliación con las fuerzas reunidas del Imperio había hecho que fuese enviado aquí, a varios días a caballo de Kyuden Ashinagabachi. El castillo ancestral de su familia estaba directamente en el camino de una importante ofensiva de los Destructores, por lo que él sabía, y estaba allí atrapado, incomunicado por las fuerzas enemigas y el caos de la guerra, incapaz de ayudar a sus hermanos y hermanas en defensa de su hogar. Era absolutamente irritante. ¡Un señor Mantis debería no encontrarse en estas circunstancias!

El fiero gesto en la cara de Nobumoto aseguraba que los demás le daban un amplio rodeo, algo que no le importaba. Incluso si su humor no fuese tan negro por esta situación, últimamente sus sueños habían sido muy atribulados. Durante tres noches seguidas, había sido maldecido por terribles pesadillas sobre la inminente llegada de sus enemigos. Normalmente, Nobumoto tenía poca dificultad para dejar a un lado esas cosas y disfrutar de la vida a pesar de la posibilidad de un inminente final; durante los eventos ocurridos en Rokugan en su vida, una habilidad así era absolutamente necesaria par asegurar la supervivencia. Le preocupaba mucho, quizás más que cualquier otra cosa, que esto hubiese cambiado.

Hoy, como en los últimos dos días, Nobumoto estaba sentado ante una pequeña tienda y miraba al simple y abandonado edificio cerca del borde de la aldea. Lo había visto en sus sueños. En sus sueños, el edificio se derrumbaba repentinamente, y las bestias de la Destructora surgían de las ruinas. Los tigres que caminaban como hombres. Las cosas que podían ser elefantes. Otros que nunca había visto o oído hablar de él. Tomaban la aldea. Mataban a todo lo que se encontraban en su camino.

Le mataban.

Nobumoto nunca se había considerado especialmente sabio o supersticioso, pero había vivido mucho tiempo suficiente y visto muchas cosas terribles, pero nunca antes había muerto en un sueño. No sabía que tipo de augurio era, pero no le gustaba. El sueño de anoche había sido especialmente intenso, de alguna forma casi real. Se había despertado en medio de la noche, cubierto en sudor y un grito alojado en su garganta. Había sido incapaz de volverse a dormir. Como lo había hecho durante dos días, simplemente se sentó y miraba el edificio, esperando en todo momento que su sueño se convirtiese en realidad. Tras más de una hora, uno de los ocupantes de la tienda educadamente le preguntó si podía ayudar en algo a Nobumoto. Sin pensar en ello, Nobumoto le contestó sin apartar la vista del edificio. “Me gustaría que fueses ahora mismo a comprar todo el aceite de lámpara que encuentres, y lo pongas ante ese edificio,” dijo, su tono completamente normal.

El tendero estaba claramente horrorizado. “Mi señor… yo… yo no creo…”

Nobumoto dejó en el suelo una bolsa llena de koku. “Tanto aceite como puedas encontrar,” repitió. “Inmediatamente.”

El tendero desapareció obediente, y Nobumoto se quedó solo con sus pensamientos durante unos momentos. Al menos hasta que el diminuto sacerdote apareció en el borde de su visión. “Perdonadme, mi señor,” dijo el voz baja el Kitsune. “Los oficiales del destacamento han pedido vuestra presencia en la tienda de mando. Hay tácticas que discutir, o eso dicen.”

“Pueden esperar,” dijo Nobumoto, viendo como el tendero regresaba y ponía un pequeño barril en la puerta del vacío edificio. Miró al señor de los Mantis con expresión temerosa. Nobumoto sonrió y le hizo un gesto para que se alejase. El hombre pareció enormemente aliviado.

El Kitsune se movió incómodo. “Lo siento, mi señor, pero me dio la impresión que no podían esperar, y…”

“Los Kitsune estáis especialmente encariñados con los kami de la tierra, o viceversa, o lo que quieras. ¿Es eso correcto?”

El sacerdote frunció el ceño. “Si, pero…”

“Siéntate,” dijo Nobumoto.

El sacerdote hizo lo que le ordenaban, aunque claramente le preocupaba. Se sentó junto a Nobumoto durante casi una hora, tiempo en el que estuvo sorbiendo algo del té que les dio el agradecido tendero. Varias veces empezó a hacer una pregunta, pero nunca la acabó, cada vez eligiendo la discreción antes que el valor.

Nobumoto nunca apartó los ojos de la casa. Por lo que cuando hubo un temblor en la tierra y la casa empezó a agitarse y temblar, no dudó. Cogió una flecha en un movimiento sin fallos, perforando en su punta la corta vela que había sobre la mesa, y disparó. Compensó el peso de la vela sin siquiera pensar en ello, tan suprema era su habilidad. La flecha se alojó en el barril, y en los segundos que tardó el aceite de lámpara en prender en una ráfaga de calor, fuego, y aire, Nobumoto había puesto una flecha precisamente en cada uno de los ojos de la bestia. Luego la llama le envolvió, y pudo escuchar los gritos de las otras bestias que tenía detrás.

Junto a él, el Kitsune estaba en pie y había conseguido no gritar, aunque su cara claramente traicionaba su terror ante los inexplicables eventos que tenía ante él. “¡Hay un túnel!” Nobumoto se escuchó decir, y por supuesto tenía perfecto sentido. “¡Derrumbarlo! ¡Enterrarles!”

“Ahora mismo, mi señor,” dijo el sacerdote, y levantó las manos. Su voz, antes tan sumiso y suave, ahora hablaba con una presencia que distrajo incluso a Nobumoto de los eventos que estaba observando. La tierra se agitó y luego se hundió mientras el sacerdote el conducto subterráneo que habían usado las bestias para llegar a la aldea sin ser detectadas. El maestro arquero esperaba que lo que hubiese excavado el túnel aún estuviese dentro de el, porque no deseaba que se repitiese una cosa así. En cualquier caso, algunas de las cosas sobrevivieron y empezaron a excavar para liberarse. Nobumoto levantó su arco, pero lo volvió a bajar cuando vio a docenas de soldados correr desde la aldea para ocuparse de la amenaza.

“¿Cómo?” Preguntó el sacerdote. “¿Cómo lo sabíais, mi señor?”

Nobumoto no tenía respuestas para él.

 

 

 

La cueva no era algo natural. De hecho, el término cueva era extremadamente erróneo. Quizás fuese mejor decir que era una cabaña primitiva labrada en una enorme roca, que a su vez era la única cosa en una pequeña isla que estaba al final de una península que se adentraba en el mar. Las olas del océano bañaban las rocas que conformaban esa pequeña zona, llevándose a veces los fragmentos de cristal y arcilla que parecían ser piedras de colores. Era lo único que hacía que la pequeña isla fuese verdaderamente excepcional. Sin ellos, nadie se fijaría ni siquiera en la cueva. A no ser, claro, que alguien la buscase específicamente, como lo estaba haciendo Tsuruchi Arishia.

Arishia puso una mueca de dolor ante las columnas de roca que tendría que pisar para poder alcanzar la cueva. Era increíblemente peligroso, y la bolsa que llevaba la pesaba. Tenía una obligación, y abandonarla simplemente porque era difícil hacerlo no era algo que ella considerase aceptable. Suspiró levemente y se preparó, y luego se puso sobre la primera columna-escalón. Casi se resbaló y cayó al pasar de la tercera a la cuarta, algo que posiblemente la hubiese matado ahí mismo, pero por fin estaba junto a la cueva. La arquera dudó solo un momento más, y luego entró en su tenue interior.

El olor asaltó de inmediato su nariz, y casi la hizo vomitar. Era un olor espeso y penetrante, como piel sin lavar y pelo sucio. Luchó por contener sus nauseas, pero estas pasaron en unos segundos. Arishia dio cuidadosos pasos, y escuchó el tintineo de botellas vacías junto a sus pies. Algo se movió en la oscuridad, algo grande, y durante un momento Arishia tuvo miedo a pesar de saber lo que la estaba esperando. “¿Traes buena-agua?” Preguntó una forzada voz entre las sombras.

“Si,” dijo Arishia, levantando la bolsa. Con su otra mano cogió una pequeña botella de arcilla de la bolsa, una de las cuatro que había dentro. La lanzó hacia la voz, y escuchó el carnoso golpe de una mano cogiéndola. “Tengo más, pero…”

“¿No estás segura, hmm?” Dijo la voz. “¿No crees tú que En’you dice verdad? ¿Crees En’you habla cuento, como humanos cuentan?”

“No, te creo,” dijo rápidamente Arishia. De sus conversaciones con los lugareños, comprendía dos cosas: los shojo eran iracundos espíritus de mar que bajo ninguna circunstancia debían ser enfadados, y que En’you tenía un poderoso don de la profecía, así como otras mal definidas habilidades. “Pero… no entiendo como pudiste avisar a mi primo. Cuando vine aquí por primera vez…”

“Humanos no entender el mundo,” dijo En’you, como si eso lo explicase todo. “Mundo todo uno. Mares todos juntos. Susurra oído de uno, todos escuchan. Todo susurra a humanos, incluso humano tan estúpido que no puede oír.”

Arishia frunció el ceño. No tenía sentido lo que decía la cosa, peor por alguna razón ella creía que decía la verdad. Era todo lo que podía hacer, y si su acuerdo con la cosa había de alguna manera impedido que Nobumoto sufriese algún daño, entonces unas pocas botellas de sake era un precio muy pequeño que pagar. “Bueno… te doy las gracias,” dijo finalmente, mirando hacia la oscuridad para ver la criatura. Las sombras en el interior de la cueva eran tan profundas que sospechaba que el espíritu de alguna forma las había creado; normalmente la oscuridad no molestaba su aguda vista. “Por favor, disfruta del… de la buena-agua con mi enorme gratitud.”

En’you no dijo nada, solo aulló para si mismo con excitación, y Arishia escuchó como se abría la botella que ella le había lanzado. Sin nada más que decir, se giró y se fue, esperando no tener que volver a hablar con el espíritu del mar.

 

* * * * *

 

Desde dentro de las sombras sobrenaturales de la cueva de En’you, Yoritomo Aranai dijo en silencio mientras veía como la Tsuruchi se iba. “No me ha visto.”

El espíritu hizo un extraño aullido que Aranai se dio cuenta que era una risa. “Otro humano hablar real,” dijo. “Tu-humano solo hablas cuentos. Nada en ti real.”

“Puede que sea así, pero no creo que importe,” dijo Aranai. “Tenías tu acuerdo con la Tsuruchi, y tienes un acuerdo conmigo.”

“¿Por qué te importa?” Preguntó En’you. “¿Quieres enviar sueños de defender otro hogar de humanos?”

“¿Necesito decírtelo para que funcione tu magia?”

Otra vez el aullido de risa. “No. Cuento no importa, siempre que tu real con tu parte.”

“Tienes mi palabra, profeta. Obtendrás aquello que deseas. Yo me ocuparé de ello. Sabes cuando digo la verdad, ¿verdad?”

“Hablas real,” confirmó En’you. “Espero que vivas lo suficiente.”

 

 

 

Doji Okakura se despertó de golpe de su inquieto sueño. Se sentó rápidamente y corrió hacia la ventana, mirando al sol para ver que hora era. Agitó la cabeza para intentar e intentar quitarse las telas de araña de su mente, pero sin éxito. “Relájate, primo,” dijo otro de los hombres alojado en su habitación. “Tu turno no empieza hasta dentro de una hora. Si quieres, puedes dormir un poco más.”

Okakura agitó la cabeza. “No, vienen.”

El explorador le miró de reojo. “Los informes indican que el frente del enemigo está al menos…”

“Pronto estarán aquí,” dijo vehementemente Okakura. “Debemos prepararnos.”

¿Por qué había soñado de su sobrina, tantos años muerta? ¿Por qué estaba tan seguro que los Destructores iban a llegar de inmediato? ¿Y por qué tenía una terrible sensación de que la batalla aquí iba a ser algo totalmente distinto a todo lo visto en la guerra hasta ahora?