La Guerra de la Destructora, Partes 4 & 5

 

por Shawn Carman y Nancy Sauer

Traducción de Mori Saiseki

 

La primavera finalmente había llegado a las provincias Escorpión, pero el viento nocturno aún era gélido al meterse por entre las calles de la Ciudad de la Pinza Cerrada. Era el viento lo que le hacía tiritar, se dijo Ieyoshi. Solo el viento. No tenía nada que ver con estar atrapado en este cadáver de ciudad, o con los Destructores reuniéndose en el sur, o con la próxima batalla. Era el viento. El ronin puso una mueca y se forzó a andar más rápido.

Su destino pronto estuvo ante sus ojos: una de las pocas casas intactas que quedaban en la ciudad. Había sido tomada para el uso del comandante de la fuerza Imperial que había llegado el día antes, y dos ronin montaban guardia en la puerta. Ieyoshi se detuvo a una prudente distancia de ellos. “Soy Ieyoshi,” dijo. “Me han hecho llamar los uruwashii.”

“Puedes entrar,” dijo uno de los guardias. Ieyoshi puso una expresión neutra en su cara y entró. La habitación principal de la casa estaba vacía excepto por el hombre de pelo blanco que estaba ante una mesa, mirando algo que había sobre ella. Al entrar el ronin levantó la vista y sonrió. “Ieyoshi-san, has venido rápido. Bien.”

Ieyoshi se inclinó, esperando estar inclinándose lo suficientemente profundo como para insinuar el adecuado respeto sin inclinarse tanto como para insinuar un insulto. Toda una vida tratando con hombres desesperados había convertido a Ieyoshi en alguien que rápidamente juzgaba a las personas, y le estaba claro que insultar a un hombre como Shimekiri sería una torpeza: llevaba sus espadas con la clase de arrogancia que daba el ser muy bueno, muy vanidoso, o ambas cosas. “Vuestro mensaje no decía de qué queríais hablar, por lo que me temo que no estoy preparado.”

“No debes preocuparte,” dijo Shimekiri. “Eres el líder de los hombres de la ola que hay aquí, y quiero informarte sobre vuestra parte en la batalla de mañana.”

Ieyoshi encontró complicado ocultar su sorpresa ante esto. En su experiencia, normalmente los Imperiales y los samuráis de los clanes trataban con los ronin forzándoles a las primeras líneas y dejándoles para que luchasen o muriesen. Por supuesto, el propio Shimekiri era un ronin; quizás su comportamiento no debería ser sorprendente. “Gracias, Shimekiri-sama. Agradecería enormemente cualquier información que me deseéis darme,” dijo Ieyoshi.

“Los samuráis de los clanes miran por encima del hombro a los hombres de la ola, pero nosotros sabemos que no todos los grandes guerreros portan un anagrama.” Shimekiri señaló al mapa. “Esto no debería llevarnos mucho tiempo.” Empezó a hablar, bosquejando lo que se sabía sobre las fuerzas de la Destructora y como planeaban luchar contra ellos los comandantes de las fuerzas Rokuganí presentes. 

Mientras la explicación seguía, Ieyoshi empezó a sentirse cautelosamente optimista sobre la próxima batalla. Cuando Shimekiri y sus fuerzas habían entrado en la Ciudad de la Pinza Cerrada todo lo que se sabía sobre él era que antes había sido un Grulla y que tenía un alto y oscuro rango que le había otorgado el Campeón Esmeralda. Esto no se consideraba un signo auspicioso. 

Pero cuanto más hablaba Shimekiri más se volvía obvio que él mismo era un competente comandante militar o que tenía a alguien en su cuerpo de mando que lo era y que él estaba dispuesto a escuchar. Ieyoshi estaba cómodo con cualquiera de las dos posibilidades. Esto aún dejaba en el aire por qué Shosuro Jimen le había otorgado el rango de uruwashii, pero Ieyoshi no pensaba que eso fuese un misterio muy grande. Shimekiri tenía el aspecto de ser un asesino violento y despiadado, y probablemente Jimen necesitaba hombres así.

Shimekiri terminó su explicación y miró interrogativamente a Ieyoshi. “¿Tienes alguna pregunta?”

“No, Shimekiri-sama,” dijo Ieyoshi. “Se espera que los Destructores entren por aquí,” señaló el mapa mientras hablaba, “vuestras fuerzas estarán aquí, la legión Escorpión defenderá esta zona de la ciudad, y queréis que los ronin de la ciudad estén aquí.”

Shimekiri asintió ante esta muestra de que Ieyoshi había estado prestando atención, y luego sonrió ampliamente. “Mañana lucharemos para defender el honor de la Emperatriz, y todo el Cielo estará mirando.”

Ieyoshi no veía porque esto era divertido, pero no iba a preguntar por qué. “Quizás os estén observando a vos. Nunca he visto que a los Cielos les importen mucho los ronin.”

“Yo estoy seguro que un Kami me está observando,” dijo Shimekiri en voz baja. “Nunca lo he dudado.”

 

 

Ieyoshi se metió bajo el golpe del Destructor, al notar que se había sobre excedido, y se acercó para darle un golpe. Usando su katana como una lanza se la clavó a su oponente en el punto débil que tenía debajo de uno de sus brazos, y tuvo la satisfacción de ver como se derrumbaba. Ese sentimiento murió cuando Ieyoshi miró la calle. Había demasiados Destructores, muchos más de los que se esperaba. Su pequeño grupo había sido asignado a esta zona porque se esperaba que solo viesen exploradores: el que hubiese aquí tantos Destructores significaba que algo había salido terriblemente mal. Ieyoshi sabía que no que es que esto fuese algo especialmente infrecuente en la guerra, pero prefería estar en otro sitio cuando ocurría.

Los pensamientos de Ieyoshi acabaron al incrementarse el ruido procedente de una de las calles adyacentes. Más Destructores, pensó, pero las figuras que salieron corriendo eran humanas. La mayoría portaba los colores de las legiones Imperiales, pero algunos eran ronin. Ieyoshi chilló a sus hombres que le siguiesen y luego se volvió a lanzar a la batalla, disminuyendo la distancia entre ambas fuerzas.

Los dos grupos estaban luchando flanco con flanco cuando Ieyoshi se encontró frente a una figura humana de pelo blanco vestida de negro, su cara pintada al estilo kabuki, en blanco y azul. El efecto era dramático y preocupante, y no fue hasta que el hombre gritó su nombre que reconoció que era Shimekiri. “Retroceded,” dijo el uruwashii. “¡Estamos retirándonos de la ciudad!”

“¡Hai, Shimekiri-sama!” Le gritó Ieyoshi. Luego dejó a un lado la pregunta de qué había ocurrido y se concentró en la delicada tarea de liderar una retirada organizada.

 

 

Su brazo izquierdo le dolía mucho, pero aún lo tenía unido al cuerpo, y eso era suficiente para Ieyoshi. Moviéndose con cuidado, lo usó para coger el vaso de agua que tenía ante él y llevárselo a los labios. Mientras bebía su mirada deambuló por el valle que tenía ante él, donde la Ciudad de la Pinza Cerrada estaba siendo arrasada sistemáticamente por los Destructores. 

Suaves pisadas sonaron en el sendero que tenía detrás, más sentidas que escuchadas, e Ieyoshi se giró y vio acercarse a Shimekiri. Aún llevaba su armadura negra y su maquillaje kabuki, e Ieyoshi sintió un pequeño hormigueo en la base de su cuello al verlo. “Shimekiri-sama,” dijo, inclinándose con torpeza. 

El uruwashii aceptó el saludo con un pequeño asentimiento de cabeza y pasó junto a Ieyoshi, deteniéndose unos pasos más allá para mirar a la ciudad. Hizo un ruido como un siseo, y luego habló. “Una pérdida. Podríamos haberla mantenido en nuestro poder.”

“¿Qué ocurrió?” Preguntó Ieyoshi.

“Los Escorpión retiraron sus tropas sin avisar – nuestro flanco izquierdo quedó completamente desprotegido.” Se giró y miró con malevolencia a Ieyoshi. “¿Qué crees que debería decirle al comandante Escorpión, la próxima vez que le vea?”

Ieyoshi inclinó su cabeza un momento para no tener que mirar a los ojos de Shimekiri. “No creo que sea un asunto para resolverlo con palabras,” dijo.

“Bien dicho. ¿Y tú qué tal? Me han dicho que te hirieron.”

“Nada serio, Shimekiri-sama. Tengo un corte nada profundo en el brazo izquierdo, y un moratón que llega hasta el hueso, pero los curanderos dicen que me recuperaré.”

“Excelente.” Shimekiri sonrió. “Mi fuerza sufrió grandes pérdidas en la batalla; un hombre con tus habilidades sería muy útil.”

Ieyoshi parpadeó un poco ante eso. “¿Shimekiri-sama? No formo parte de vuestro mando. Y no deseo serlo.” Una sensación de inquietud se extendió por su cuerpo.

Shimekiri puso su mano izquierda sobre su katana y suavemente levantó la hoja con su pulgar. Sonriendo aún, dio un paso hacia el ronin. “Ieyoshi-san, también te han debido dar un golpe en la cabeza. No puedo pensar en otra razón por la que rehúses acudir a la llamada de servir a tu Emperatriz.”

Durante un momento, Ieyoshi no pudo hablar. Comprendía perfectamente la amenaza que acababa de hacer Shimekiri, y estaba paralizado por la repentina noción de que la acción correcta era dejarse matar. Luego aparecieron los hábitos de toda una vida y volvió a inclinar la cabeza. “Lo siento mucho, Shimekiri-sama. El día me ha hecho lento y estúpido. Por supuesto que estoy al servicio de mi Emperatriz.”

“Desde luego,” dijo Shimekiri. “Tu primera tarea será hablar con los otros ronin procedentes de la Ciudad de la Pinza Cerrada para explicarles su situación. Luego asegúrate que están preparados para partir al atardecer; nos retiraremos de esta zona bajo el manto de la oscuridad. ¿Tienes alguna pregunta?”

“No, Shimekiri-sama,” dijo Ieyoshi.

Shimekiri sonrió y se fue sin decir nada más. Ieyoshi esperó hasta que se había ido y luego cogió rápidamente su petaca de agua. El líquido estaba frío y era dulce, pero la sequedad en su boca permaneció.

 

 

Shinjo Genki dio un sorbo de agua de una pequeña botella de arcilla, vaciando lo que quedaba. Exhaló temblorosamente y se limpió unas gotas que le quedaron en los labios con el dorso de su mano, un gesto que hubiese horrorizado a muchos de los colegas habituales que había hecho en las cortes a las que estaba acostumbrada, pero aquí, cerca del frente, nadie miraba dos veces. La Dama de los Shinjo miró su ropa. Estaba rota en muchos sitios, manchada en otros. Había estado en lo que acabó siendo una continua batalla durante casi dos semanas, con poco tiempo para descansar o refrescarse. La gente junto a la que había estado viajando y luchando todo este tiempo, gente que habitualmente hubiesen sido llamados refugiados por cualquiera que tuviese un sentido adecuado del término, estaban tan cansados y maltrechos como ella. Como podía detenerse a pensar en si misma cuando tantos dependían en su liderazgo.

Muchas veces desde que su andrajoso grupo había huido del Templo de la Sombra del Escorpión en tierras Grulla, se habían cruzado con unidades militares moviéndose desde y hacia el frente. Ninguno de ellos podía prestar a la gente necesaria para ayudar a los refugiados, y los Destructores estaban tan cerca que parecía ridículo detenerse en una aldea que quizás pronto fuese tomada. Entonces, ¿qué podían hacer los refugiados Grulla? Genki no estaba segura, pero sabía que no podía abandonarles hasta que estuviesen a salvo. Si lo hacía, no podría mirar a los de su hija cuando regresase a su hogar.

El pensar en su hija, tan pequeña y de un corazón tan puro, hizo que una oleada de pesar bañase a Genki. Hacía muy poco tiempo que la pequeña había dejado finalmente de preguntar dónde estaba su padre. ¿Preguntaría ahora por su madre? Genki se cubrió la boca para acallar un involuntario sollozo.

“Mi señora,” dijo en voz baja alguien detrás de él.

Genki se frotó los ojos y se giró. “¿Qué pasa, Moru?”

Moru era un joven monje, y con las muertes de la mayoría de sus superiores en el Templo de la Sombra del Escorpión, se había convertido en una especie de líder entre los que quedaban. Había sido el primero en presentarse voluntario para ayudar a Genki en la defensa del templo, un acto vital que había permitido a la mayoría de la aldea a evacuar a tiempo, pero que le había costado la vida a muchos valientes monjes. Los otros le veían como su guía, y para él la guía era ella. No le podía fallar. “Pensé que deberíais saber, mi señora… se rumorea que el regimiento con el que nos encontramos ayer se ha dirigido hacia el sudeste para interceptar a una gran fuerza de Destructores.”

Genki agitó la cabeza. “Eso nos lo esperábamos.”

“Así es,” dijo. “El problema es que hay un grupo adicional, una pequeña fuerza de exploradores aunque bastante grande, y se mueve hacia el noreste, hacia una aldea llamada Kyobu Mura.”

Genki frunció el ceño. Un movimiento así no pondría en peligro a los refugiados bajo su protección, por lo que parecía extraño que se lo dijesen, a no ser que… “¿Cuáles son la defensas actuales de Kyobu Mura?” Preguntó. En su corazón, ya conocía la respuesta.

“Mínimas,” admitió Moru. “Hay un puñado de defensores, pero me temo que no serán suficientes para defenderla.”

Genki inclinó la cabeza y cerró los ojos. “¿Qué opciones tenemos?”

“Pocas,” dijo. “Si intentamos defender, seguramente suframos pérdidas lo suficientemente significativas como para que nuestra actual defensa de los refugiados se convierta en imposible simplemente por falta de hombres.”

“Y si no lo hacemos.”

Moru inclinó su cabeza. “La aldea no podrá sobrevivir, mi señora.”

Genki luchó para no entregarse en brazos de la desesperación. “La decisión prudente sería dejar la aldea a su suerte, supongo. Es lo que cualquier persona responsable, encargada de la protección de otros, haría: proteger a los que están a su cuidado y mantener los recursos adecuados para hacerlo. Es lo que haría cualquier táctico. Lo que haría cualquier general.”

“Eso parece razonable,” dijo Moru en voz baja.

Genki se quedó unos minutos en silencio. “Pero no es lo que hubiese hecho Shono,” dijo finalmente, su voz poco más que un susurro. Miró al monje. “Iré a defender la aldea. Cualquiera que desee hacerlo me puede acompañar, pero será totalmente voluntario. No espero de nadie que venga conmigo. Tú tienes el mando mientras yo no esté.”

“Perdonadme, Dama Shinjo, pero esa responsabilidad recaerá en otro,” dijo Moru. “Yo estaré a vuestro lado, ahora y siempre.”

Genki sonrió. “Díselo a los demás.”

 

 

Soshi Kochoko se sorprendió que le admitiesen sin preámbulos en la sala de audiencias del Campeón Escorpión. Los guardias simplemente se inclinaron y se apartaron, permitiéndola entrar. Las puertas se cerraron tras ella, y se encontró sola con su Campeona. O, para ser completamente precisa, con la viuda de su Campeón.

“Kochoko,” dijo Bayushi Miyako, su voz sorprendentemente cariñosa al volverse de los mapas que había estado estudiando. Había un descorazonador número de provincias meridionales que habían sido marcadas con banderas de ‘ocupación’. “Te agradezco que hayas venido tan rápido.”

“Mi deber es servir,” contestó Kochoko con una reverencia. “Hubiese preferido bañarme y cambiarme antes de venir. Me siento indigna de estar en vuestra presencia.”

“Por supuesto, recuerdo bien tus manías. Incluso cuando éramos niñas, siempre te tenías que lavar nada más acabar de jugar.” Miyoko sonrió, pero la sonrisa desapareció pronto. “En cualquier caso, mi necesidad de ser informada debe tener precedencia sobre tus preferencias. Lo siento, pero ese es el estado en el que nos encontramos.”

“Como digáis, mi señora,” dijo Kochoko, volviéndose a inclinar. “El Templo de la Virtuosa Doncella ha caído ante los Destructores.” Dudó un momento, como para decir algo más, pero luego se detuvo y simplemente miró hacia abajo.

“¿Hay algo más que quieras decir?” Preguntó Miyako.

“No me atrevería,” contestó Kochoko.

“Si mi más antigua amiga de la infancia no me puede hablar con libertad, entonces mi posición no significa nada,” dijo Miyako. “Por favor, amiga mía… di lo que piensas.”

Kochoko dudó un momento, pero finalmente no se pudo resistir. “En mi corazón he albergado resentimiento contra los Escorpión,” confesó. “El abandono de mi familia, los Nanbu, tras el fallido golpe, ha sido difícil de soportar.”

“La suerte de las familias vasallas es a veces difícil, pero esa fue una carga especialmente pesada,” admitió Miyako.

“Si no hubiese sido por los esfuerzos de mi padre, no sé si hubiésemos vuelto a ser aceptados.”

Miyako volvió a sonreír. “Tzurui era un buen hombre.”

“Digo todo esto para decir, que soy una leal Escorpión, y quizás más dispuesta que la mayoría para ver como el clan aguanta el castigo, pero esto… la batalla en el templo…”

“Dilo,” dijo Miyako.

“Sabíais que la defensa fracasaría,” dijo finalmente Kochoko. “Sabíais que las fuerzas que se me habían dado eran inadecuadas.”

“Así es,” dijo Miyako. “Eso no lo niego. Al menos no a ti.”

“¿Por qué?” Preguntó Kochoko. “¿Por qué queréis que los Escorpión caigan tan bajo?”

“Porque es necesario,” dijo Miyako.

Kochoko frunció el ceño con frustración. “No sé si bajo circunstancias ideales podríamos repeler la invasión de los Destructores. No sé si podríamos hacerles retroceder y forzarles a tomar una ruta alternativa hacia el corazón del Imperio. ¡Pero si sé que no se están enfrentando a los Escorpión con todas sus fuerzas, y no entiendo el por qué!”

Miyako puso sus manos sobre la mesa. “Debemos hacer que el enemigo se acerque, usando cualquier método necesario, para poder insertar una daga en su corazón.”

Kochoko la miró inexpresivamente durante un momento. “¿Entonces todo esto es algún tipo de… algún tipo de sacrificio?”

“¿Qué no sacrificaría el Escorpión por el Imperio?” Preguntó Miyako. “Si podemos hacer que todos los Destructores vengan hacia nosotros, si podemos atraparles en un lugar donde se les pueda atacar por todas partes sin misericordia alguna hasta que podamos erradicarles del reino de los mortales, ¿no deberíamos hacerlo?”

Kochoko agitó la cabeza. “¿Por qué deben los Escorpión sufrir así?”

“Porque solo los Escorpión son lo suficientemente Fuertes,” contestó instantáneamente Miyako. “Solo los Escorpión tienen la fuerza para hacer lo que hay que hacer. Los demás son demasiado débiles, demasiado arrogantes. Pero nosotros podemos hacerlo y sobrevivir, y aquellos que sobrevivan cosecharán la gratitud y la pena de toda una generación. Los que sobrevivan serán los señores del Imperio.” Se encogió de hombros. “Si no deseas participar en este esfuerzo, te enviaré a un lejano rincón hasta que se haya hecho. No quiero ver a mi amiga perdida contra su voluntad.”

La mujer algo más mayor se quedó inmóvil durante varios momentos, mirando la recientemente golpeada saya en la que descansaba su wakizashi. “No,” contestó finalmente. “Si esta tiene que ser nuestra suerte, entonces abrazo mi destino. Y si al cumplir mi obligación, enseño al Imperio a respetar el apellido Nanbu, entonces mucho mejor.”

“Excelente,” dijo Miyako. “Siempre he agradecido tu amistad, pero en los últimos años me encuentro agradeciendo aún más tu lealtad.”

Kochoko se inclinó profundamente. “Es la primera obligación de todo Escorpión, mi señora.”