La Guerra del Fuego Oscuro, Parte XI

 

por Shawn Carman & Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Jineko luchó por no mostrar su ira y desesperación a los demás mientras corría por las retorcidas y estrechas calles de la ciudad. La gente de allí llevaba semanas, quizás meses, con los nervios de punta. Muchos de ellos la miraron buscando ayuda, a pesar de lo peculiar que a ella le parecía eso. Si la miraban y veían miedo, o pánico, o incluso sombría resignación, no estaba segura del efecto que eso tendría, y por ello permanecía impasible a pesar de las emociones que peleaban y se agolpaban justo debajo de la superficie. Pero cuando entró en la modesta casa que servía como cuartel general militar de la ciudad, el barniz de tranquilidad desapareció, y su cara mostró una máscara de ira y confusión. Y, si quería ser honesta consigo misma, algo de miedo. “Vienen,” dijo sombríamente, sus palabras llenas de insinuación.

Los ronin diseminados por la habitación reaccionaron de varias maneras. Algunos se estremecieron, algunos dieron un grito sofocado, y algunos permanecieron impasibles. Koan, el viejo excéntrico, inmediatamente empezó a rezar. Eso, al menos, era algo familiar con lo que podía contar Jineko.

El fornido Cangrejo que había estado estudiando unos mapas de la zona la miró fríamente. “Más información, por favor.”

“El informe de unos exploradores acaba de llegar al punto intermedio septentrional,” dio más detalles. “Hay un grupo de Yobanjin dirigiéndose hacia el sureste, directamente hacia nosotros.”

Durante un momento, el Cangrejo volvió a consultar los mapas. “Parece que hay otros posibles destinos,” admitió.

Jineko asintió. “No hay nada de valor en esta región, Kiyoka-sama.”

El Kaiu gruñó. “Entonces nos han seguido hasta aquí.”

“Poco probable,” observó Jineko. “Lleváis aquí diez días, y con las lluvias que tuvimos hace dos días, no hay forma que os hubiesen podido seguir el rastro. Creo que vuestra llegada y la suya no están relacionadas.”

“Quizás,” observó Kiyoka. “Me pesaría si, al intentar defender Heibesu, hubiese contribuido a su destrucción.”

“¿Por qué ahora?” Preguntó Noburo. La cara del yojimbo no mostraba expresión alguna, ni siquiera miedo. “Las primeras líneas se movieron más al sur de Heibesu hace semanas. ¿Qué llama su atención después que haya transcurrido tanto tiempo?”

“Suministros,” observó Kiyoka. “La guerra está durando más de lo que preveían, de eso estoy seguro. Sin duda han pasado por alto muchos asentamientos pequeños, e incluso algunos más grandes, como vuestra ciudad. Ahora sois poco más que un poco dispuesto depósito, para simplificar sus esfuerzos en la guerra.”

“Veré la ciudad quemada totalmente antes de permitirles que se lleven su recompensa,” dijo amargamente Jineko.

Kiyoka se rió. “Apreció tu ardor por la batalla,” observó, “pero si te es igual, creo que prefiero mantener intacta la ciudad y derrotar a los que han venido a tomarla. Parece como si los que viven aquí apreciarían más una táctica así.”

Jineko intentó fruncir el ceño pero no pudo evitar sonreír un poco. De alguna forma, este Kiyoka le recordaba en algunas cosas a su padre, Saigorei. A él le hubiese caído bien este Cangrejo, pensó. “¿Qué sugerís, Kiyoka-sama?”

“Sugeriría que hiciésemos exactamente lo que mi comandante me ordenó hacer cuando me envió aquí. Lo mismo que tu Legión del Lobo lleva haciendo desde el día de su creación, en la época de tu padre,” dijo simplemente Kiyoka. “Lucharemos.”

 

           

Pocos en el Imperio tenían un profundo conocimiento sobre los Yobanjin, su cultura, historia, y tácticas. Era imposible decir en que manera hacían la guerra, o que engaños habían usado en el pasado unos contra otros. Siguiendo con esa idea, ¿alguna vez había habido una guerra que siquiera se aproximase a esta en su tamaño? ¿Algún gran conflicto entre las tribus que les hubiesen forzado a una guerra civil? Eso seguro que era el único equivalente, y de alguna forma Bayushi Tomo no se imaginaba que hubiese ocurrido algo así. No, estos eran hombres que tenían poca experiencia más allá de una simple emboscada desde las rocas, o una trampa bien oculta con hojas y palos. En ese aspecto eran unos simples aficionados. Incluso las bendiciones que tenían del Oráculo Oscuro eran herramientas extrañas y poco familiares, o sino el Imperio ya habría caído.

Mejor no pensar en esas cosas.

Por orden de Tomo, una docena de caballería Escorpión se adelantaron para enseñar a los Yobanjin algo sobre el engaño. El hoyo en el que habían estado esperando estaba oculto con los falsos restos de lo que parecía ser una caída cabaña de campesinos, su exterior adecuadamente tratado para que pareciese que hubiese ardido. Cuando los Escorpión surgieron de debajo de la tierra, cargando por la rampa de tierra con salvajes y desenfrenados gritos de risa, seguro que parecía como si la tierra estaba entregando demonios de sus entrañas para que matasen a los vivos. Como Tomo esperaba, la horrible escena que se desarrollaba ante ellos paralizó a muchos Yobanjin, aunque solo unos momentos, y eso era todo el tiempo que necesitaba Tomo.

Las primeras líneas de la fuerza Yobanjin que atacaba la alejada ciudad de Yamasura habían pasado la posición de Tomo hacía varios minutos, y ahora estaba profundamente enredada con las primeras líneas de las combinadas fuerzas León y Cangrejo que aumentaban a los pocos defensores de la ciudad. No tendrían forma de retirarse. Que no se hubiesen preocupado por comprobar el caído edificio solo le confirmó a Tomo que era un grupo estúpido y desorganizado y que su única ventaja aparte de su brutalidad era la sorpresa, y los siniestros dones del Oráculo Oscuro. Eran un instrumento romo y rudimentario, nada más, y eran incapaces de tratar con algo inesperado, sin serias dificultades.

Eso le venía muy bien a Tomo, ya que tenía algo nuevo que compartir con ellos que estaba muy segura que era algo con lo que no iban a disfrutar.

Tomo observó a un trío de los bárbaros chamanes adelantarse para imponer su blasfema magia contra ella y sus Escorpión. Se rió, limpiándose una gota de la viscosa sustancia en la que ella y los demás, y sus monturas, se habían embadurnado solo unos momentos antes de salir de su escondite. Se ocupó de matar a tres bárbaros más, sin prestar ninguna atención a los chamanes, permitiéndoles completar sus paganos rituales, y luego se quedó tranquilamente de pie mientras las llamas pasaron sobre todos ellos.

Las llamas solo duraron unos momentos, y el malestar fue considerable, pero el único problema fue mantener el control sobre sus caballos, quienes desesperadamente querían dejarse llevar por el pánico por las llamas que les rodeaban. Pero eran caballos bien entrenados, y sus jinetes eran incluso mejores. La unidad consiguió aguantar, y cuando las llamas se disiparon, el asombro y desesperación en las caras de sus enemigos valía más que todo lo que podía expresar Tomo. Con otro grito de guerra salvaje, se adelantó con su caballo y aplastó a los chamanes.

La desmoralización de los Yobanjin fue gloriosa, y los Escorpión labraron un paso entre ellos con un esfuerzo mínimo. Habiendo surgido de la tierra y aparentemente inmunes a la magia del ejército, Tomo solo podía imaginarse lo que debían pensar de sus nuevos enemigos. Pero sabía que la ilusión no duraría, y presionó la carga tan rápido como se atrevió. La solución que habían proporcionado los Tamori, aunque espesa y maloliente, funcionaba perfectamente pero no duraría siempre. Ya podía sentir el frío en su piel por donde estaba desapareciendo, y temió que un segundo ataque de los otros chamanes podría fácilmente superar sus defensas e incinerarlos en un instante. Sintió que probablemente no tendría oportunidad para dar la enhorabuena a los Tamori por lo bien que había funcionado su solución.

Una lanza mordió profundamente el brazo de Tomo cuando ella estaba observando el grupo de mando del ejército. Gruñó por el dolor y cercenó la cabeza del hombre que la había herido, pero la ilusión de su invulnerabilidad había desaparecido. Espoleó a su caballo al darse cuenta que dos de sus hombres habían caído. Los diez restantes cargaron como si las hordas de Jigoku les pisasen los talones, aplastando todo en su camino, y sufriendo las heridas de docenas de armas y el fuego de cien arqueros. Para cuando habían cruzado la corta distancia que les separaba de su objetivo, solo quedaban seis.

El comandante Yobanjin era un inmenso bruto, que blandía una cimitarra con una mano y con la otra un capturado no-dachi. La hizo un gesto para que se adelantase, y ella accedió con gusto. Corrió hacia él, lanzándose por el aire solo unos segundos antes que el hombre golpease el cuerpo de su caballo de tal forma que la hubiese cortado una de sus piernas si se hubiese quedado montada sobre el. Mientras volaba por el aire, golpeó hacia abajo, pero la punta de su espada solo cortó el yelmo del comandante y mordió su cuero cabelludo, dejando una larga, sangrienta, y dolorosa herida. Aterrizó grácilmente tras él, deteniéndose solo un breve instante para gruñir de dolor por la flecha que repentinamente surgió de su abdomen. Luego dio un corte hacia atrás que literalmente cercenó las piernas del comandante a la altura de las rodillas y le hizo caer al suelo. El shock de la herida fue tal que murió instantáneamente.

Tres flechas más impactaron con Tomo, cada una penetrando su armadura y clavándose profundamente en su cuerpo. Lanzó a un lado su máscara, ya que tosía demasiada sangre como para dejarla puesta. Vio como el resto del grupo de mando caía bajo las espadas de su escuadrón, mientras morían a su alrededor. Igual que ella lo haría en breves instantes.

Bayushi Tomo murió con una sonrisa, su última sensación los sonidos de pánico procedentes de los Yobanjin cuando los León y Cangrejo se adelantaron al mismo tiempo que el último del grupo de mando enemigo moría por una espada Escorpión.

Era un buen plan. Y una buena muerte.

 

           

La senda que llevaba al este de la aldea corría junto al fondo de algo que era más grande que un barranco, pero demasiado pequeño para ser considerado un valle. Las escasas lluvias de primavera habían sido suficientes como para refrescar su suelo de piedras y que surgieran las tenaces flores silvestres de las montañas, dándole un esplendor al que ningún jardín Doji podría aspirar. Mirumoto Hakahime se recostó contra el tronco de un pequeño enebro y saboreó la vista mientras intentaba recuperar el aliento. La primavera siempre había sido una estación agridulce para ella – amaba las flores, incluso sabiendo que las plantas que las tenían morirían al mes. ‘Todas las cosas que nacen, mueren,’ la había dicho una vez Mirumoto Masae. ‘Esfuérzate con diligencia.’ Hakahime respiró Honda y cuidadosamente, y siguió.

 

La senda llevaba a lo que parecía ser un pequeño almacén en medio de un campo de cebada que no estaba plantado. Hakahime se encogió de hombros, se lavó las manos en un cuenco de agua que había junto a la puerta y entró. Era el templo más extraño que había visto, pero su clan estaba lleno de cosas raras.

Dentro encontró a un oficial Mirumoto hablando con un shugenja. ‘¿Eres una voluntaria?’ Preguntó el oficial, dándose cuenta que había entrado.

‘Lo soy,’ dijo ella.

El oficial frunció el ceño mientras estudiaba sus anagramas. ‘¿Estás con la Cuarta Legión Imperial? Seguro que puedes servir mejor al Imperio de otra manera.’

‘Me encontré con los invasores en una de sus primeras incursiones.’ Indicó las quemaduras en su cara y manos, que aún se estaban curando. ‘Respiré algo del fuego; mis pulmones se están muriendo.’

‘Un shugenja-’

El shugenja del templo interrumpió. ‘Veinte bushi heridos pueden ser curados con el esfuerzo que tendría curarla,’ dijo. Sonrió a Hakahime. ‘Llevarás gloria a tu clan y a la Legión. Los Señores de la Muerte te sonreirán.’

           

Hakahime se movió lentamente por la senda. No la ofrecía cobertura alguna, pero eso no era un problema. Había estado toda la mañana jugando al escondite por los edificios de la abandonada aldea, asegurándose que los exploradores Yobanjin la prestaban toda su atención. Ahora había acabado el momento de ocultarse.

Escuchó el grito del primer explorador que la vio, y los chillidos que lo contestaron cuando más invasores se unieron a la caza. Hakahime empezó a trotar velozmente. Más la agotaría demasiado rápido, y menos podía levantar sospechas de una trampa. Hubo un poco de grava cayendo ante su camino, y levantó la vista con genuina sorpresa al ver a uno de sus perseguidores medio correr, medio deslizarse por la ladera hacia ella. Hakahime empezó a correr y siguió así hasta que su pie pisó una roca y cayó de bruces. Se quedó tendida en el suelo y se estremeció por la blanca agonía de sus pulmones mientras su mano derecha tocaba la bolsa de su. ¿Ahora? Se preguntó. ¿Ahora? Podía escuchar como se acercaba gente, hablando entre ellos, pero parecían muy pocos. Soltó la bolsa y esperó.

 

‘Aquí usaremos la fuerza de niten contra nuestros enemigos,’ dijo el oficial. ‘Dos armas, dos golpes – dos muertes.’ Señaló a los gruesos sacos que se alineaban en las paredes del templo. ‘Este es nuestro primer ataque.’

Hakahime los miró. ‘¿Arroz?’ Dijo.

‘Cebada,’ la corrigió el shugenja. ‘El arroz no crece por aquí.’

‘¿Pero qué…,’ empezó a decir Hakahime, y luego miró a ambos acusadoramente. ‘¡Queréis que nuestro clan use veneno!’

‘¿Qué es el veneno?’ Preguntó el shugenja en un tono tranquilo. ‘Cada granjero pierde una parte de su cosecha almacenada por las plagas – llevo años desarrollando formas de proteger el gran de nuestro clan. Mi formula actual hace que el grano no sirva para comer, pero es buenísimo para proteger los almacenes de simientes para el año que viene.’ Sonrió y dio un golpecito a una de las bolsas. ‘¿Soy yo el culpable si los invasores no creen en mis advertencias?’

Hakahime se acercó y vio que las bolsas estaban claramente marcadas con el nombre de Emma-O. ‘No,’ dijo lentamente, ‘supongo que no.’ 

 

Rudas manos la cogieron y ataron sus manos a su espalda. La pusieron en pie y rápidamente cayó, negras motas flotando por su visión. Dos hombres la volvieron a poner en pie, una por cada brazo, y empezaron a arrastrarla por el camino. Hakahime agradecía el dolor que sentía en la espalda; la distraía de sus pulmones.

Unas voces la llamaron la atención y levantó la cara para ver una fuerza de unos veinte hombres que se acercaban. Sus captores la dejaron caer ante el líder y dieron una especie de informe en su extraño, casi familiar lenguaje. Este escuchó, luego se puso sobre una rodilla, agarró a Hakahime por el pelo, y la levantó la cara para que le mirase. “¿Qué estás haciendo aquí?” Dijo en un Rokugani con mucho acento.

“Al final de este camino hay un edificio que contiene mucho grano,” dijo Hakahime. “¿Qué crees que iba a hacerle?”

El hombre se volvió un poco y chilló una orden. Uno de los hombres salió corriendo por el camino hacia la aldea. El líder se volvió hacia ella. “Estúpida samurai. Si hubieses ido a por el esta mañana, en vez de esconderte por la aldea, ya podrías haberlo destruido.”

“No soy una estúpida,” dijo Hakahime. “También tenía que proteger otro tesoro.”

 

‘¿Y el segundo golpe?’ Preguntó Hakahime.

‘Las sendas por las montañas son tan incómodas de mantener limpias,’ dijo el shugenja. ‘He estado años ofreciendo oraciones y regalos a los kami de la tierra en las colinas que están junto a la senda – pero ahora me conocen, y me hacen pequeños favores cuando se los pido.’

‘Como, por ejemplo, ¿qué caiga una avalancha sobre la senda?’ Dijo Hakahime. ‘Pero quieres que el grano se encuentre, ¿verdad?’

‘Queremos que se encuentre cuando nosotros queramos,’ dijo el oficial. ‘Hay un gran grupo de exploradores acercándose a la aldea; un día por detrás hay una fuerza mucho mayor. Primero nos ocuparemos de los exploradores, y el karma llegará al resto a su debido momento.’

‘¿Y qué tengo que hacer?’

El shugenja volvió a sonreír. ‘Ve a la senda, coge una piedra que te guste su aspecto, y tráemela de vuelta. Yo me ocuparé del resto.’

 

El líder estaba en silencio, mirándola. Hakahime miró a sus ojos sin alma, en los que se reflejaba fuego, y vio lo que él veía: una delgada y sucia mujer con la cara quemada, que no llevaba ni armadura ni espadas pero con una bolsa de seda roja metida en su obi. Tiró de la bolsa y luego la soltó. Hakahime consiguió mantenerse erguida sobre sus rodillas, preguntándose con indiferencia que tipo de persona había sido el Yobanjin antes de que Chosai hubiese tomado su mente. ¿Se habría sentido horrorizado por lo que había hecho en estas montañas, o se deleitaba con los dones que el Oráculo Oscuro le había dado? Sintió un pequeño temblor en el rocoso suelo que tenía bajo ella.

El líder rasgó la bolsa, abriéndola con una daga y una pequeña piedra cayó en su mano. La miró, extrañado. “¿Qué es esto?” Preguntó.

“Mi muerte,” contestó Hakahime. El temblor era ahora mayor, y algunos de los Yobanjin empezaron a mirar a su alrededor, inquietos.

“¿Cómo–” empezó el líder, y entonces la colina gimió mientras su ladera se movía y se deslizaba hacia el barranco. Los Yobanjin empezaron a gritar y correr, pero Hakahime estaba preparada. Con sus últimas fuerzas se puso en pie y se lanzó sobre el líder, tirándole al suelo. Cayó dándole la espalda a la avalancha, mirando los abiertos y horrorizados ojos de su enemigo.

“Todas las cosas que nacen, mueren,” le gritó. “¡Esfuérzate con diligencia!”

 

           

Hiruma Seiko respiró hondo y aguantó la respiración, contando hasta diez antes de exhalar. La verdad es que eso no era del todo correcto. Cada vez que se agitaba debido a la inutilidad de la corte, aguantaba la respiración y contaba hasta diez. Había estado llevando cuidadosamente la cuenta durante toda la temporada, más por curiosidad que por otra cosa. Hasta ahora, casi había llegado a veinte mil. Seiko no estaba del todo segura cuando duraría la temporada de la corte, dado lo extraño de la guerra en el norte, pero se estaba empezando a preguntar si había suficientes números en el universo para llevar la cuenta de la frustración que sentía. No había sido tan horrible cuando empezó la temporada, pero ahora era más de una docena de veces al día. Y estaba segura que se volvería peor antes de que acabase la temporada.

Los Escorpión eran lo peor de todo.

Quizás en otra corte en algún otro sitio, en cualquier otro sitio del Imperio, las cosas serían distintas. Seiko nunca antes había atendido a una Corte de Invierno importante, por lo que no podía estar segura, pero sospechaba que el que esta se estuviese celebrando en tierras Escorpión estaba dramáticamente exacerbando la situación. Seguro que en tierras Grulla no sería mejor, pero al menos entre el León o el Unicornio, por ejemplo, se sentiría más a gusto entre guerreros. En lo que a ella concernía, los Escorpión, al contrario, eran poco más que una plaga sobre la faz del Imperio.

Por ejemplo, en estos momentos, un Dragón estaba entusiásticamente dando las gracias a uno de los delegados Escorpión por su papel en la defensa de Yamasura. Seiko no había escuchado que había pasado allí, pero estaba absolutamente segura que no se había merecido la enfermiza mirada petulante y arrogante que adornaba la cara del Escorpión mientras este aseguraba que lo único que deseaba su clan a cambio era la oportunidad de ayudar a sus aliados Dragón para reconstruir cuando acabase la guerra. Ah, y si, había unos pocos intereses comerciales que el clan tenía en la ciudad ronin de Heibesu, y si el Dragón les pudiese ayudar en ese asunto sería un pago más que suficiente por su ayuda.

Todo ese intercambio le había dejado un sabor amargo en la boca de Seiko. El resto de la corte parecía estar de un sorprendente buen humor tras las noticias de Yamasura. Por lo que podía escuchar, parecía como si hubiese algún tipo de arma que habían desarrollado los Tamori allí y que había demostrado ser terriblemente efectiva contra los Yobanjin. La ciudad había sufrido pérdidas significativas pero no había caído, y ahora los delegados corrían para determinar como podía producirse en otros sitios. Supuestamente, la Emperatriz deseaba que se produjese en grandes cantidades para poder usarla contra el Oráculo Oscuro y sus lacayos. Para Seiko eso era obviamente una conjetura, ya que Emperatriz llevaba retirada en sus habitaciones varios días, desde que supo que Shiro Kitsuki había sido atacado.

Lo peor del debate sobre esta nueva creación, esta mezcla alquímica de la que no sabía nadie nada cierto en toda la corte, era el debate que había comenzado sobre quien ayudaría a los Tamori a crear más. En vez de esperar a enterarse de algo más sobre ello para determinar donde debería producirse, basándose en esa información, las delegaciones de los clanes estaban luchando para recoger el leve honor de ayudarles con ello. Era ridículamente egocéntrico, y casi hizo que Seiko viera rojo por su ira. Los Escorpión habían sido los primeros en intentar asegurar su participación, por supuesto, pero se habían encontrado con una sorprendentemente fuerte resistencia por parte de los Fénix, que deseaban ayudar cualquier asunto que tuviese que ver con los shugenja.

Los León que intervenían en el debate habían sido algo sorprendentes. Por lo que sabía Seiko, los Kitsu tenían una tradición shugenja algo conservadora. Dudaba que siquiera pudiesen producir el material en cuestión. Pero si pensaba que permitirían a los Dragón el acceso completo a sus recursos; los León no eran de los que se rebajaban a espiar. Parecían estar ganando el debate, afortunadamente, algo que Seiko encontraba reconfortante, pero los Escorpión estaban intentando sus habituales trucos. ¿Quién sabía cuál sería el resultado final?

El asco era abrumador. Asintiendo al que la reemplazó, Seiko abandonó la sala sin escuchar cual podría haber sido la decisión final. Quizás algún tiempo sentada en el jardín la ayudaría a aclarar la mente.

 

           

Fuego y humo llenaron el cielo, haciendo que los ojos de cualquier que estuviese fuera algo más que unos minutos llorasen sin control. Hida Benjiro estaba en la parte superior de la más pequeña de las torres del castillo, aparentemente ajeno a las circunstancias que hacían que sus ojos estuviesen rojos e inflamados. “Tercera legión, relevar a la Sexta legión en la muralla oeste,” ordenó, y sus hombres de señales implementaron inmediatamente sus órdenes. “Traed raciones adicionales para la Tercera. Llevan luchando toda la mañana.” Miró a las fuerzas que se movían alrededor de los castillos. “Decid a los Kuni que parece que sus chamanes están preparando un asalto por el norte. No quiero que algo consiga entrar. Que eso quede claro.” Un corredor salió inmediatamente de la torre, pasando de las escaleras y bajando dando saltos por una serie de pequeños salientes de piedra que había en el exterior de la torre. Un fallo resultaría en la muerte, o al menos en una grave herida, pero los Hiruma estaban acostumbrados a operar bajo circunstancias exactamente iguales. “¿Algún informe reciente?” Preguntó Benjiro.

“Los informes indican que la muralla oeste ha soportado el mayor daño. Todas las demás fortificaciones aguantan como se esperaba.”

“Bien,” dijo el comandante en jefe. “Que Seison despliegue sus hombres para apuntalar el daño. Solo los equipos flotantes, no el personal de asedio. Voy a necesitarles.”

“¿Cuáles son vuestras órdenes, comandante?”

Benjiro sonrió sombríamente. “Cuando te enfrentas a un oponente humano, darles un poco de esperanza y luego aplastándola totalmente es espectacularmente efectivo. Quitar los refuerzos de la puerta principal.”

“¿Mi señor?”

“Tienes tus órdenes.”

Solo unos momentos después, guerreros Cangrejo ejecutaron sus órdenes, quitando las inmensas barras que reforzaban la puerta principal. Inmediatamente después, aclararon un espacio tras las puertas, lo que fue afortunado, ya que solo unos segundos después hubo un sonoro golpe seco, y las puertas se abrieron, forzadas por las primeras líneas Yobanjin que había en el exterior. La alegría y violento alborozo, obvio en las caras de los invasores, era terrible de ver, y duró muy poco.

Kaiu Seison miró a las puertas y a lo que había más allá sin júbilo ni malicia. “Fuego,” dijo tranquilamente. Los samurai Kaiu samurai que atendían la inmensa ballesta que se había construido en el patio le obedecieron al instante, disparando a una increíble velocidad hacia los invasores dos inmensos misiles del tamaño de troncos de árboles. El destrozo en sus filas fue abrumador. El impacto mató instantáneamente al menos a media docena de ellos, y la fuerza del golpe les hizo retroceder más allá de las puertas, matando a docenas y dejando cuerpos destrozados en un semicírculo alrededor de la puerta. Los gritos de sorpresa y consternación fueron como una dulce música para los Cangrejo, que se rieron al volver a cerrar la puerta tras el daño causado a sus enemigos.

El asedio de Shiro Kitsuki, si es que se podía llamar así, continuó.

 

           

El centinela que estaba en la entrada del templo se deslizó rápidamente al suelo sin hacer un ruido de protesta, una pequeña aguja sobresaliendo bastante obviamente de su cuello. “Perdóname, amigo mío,” dijo una suave voz cerca de su oído. “Te despertarás pronto. No quiero hacerte daño.”

“¡Calla, Ohba!” Siseó una segunda voz en medio de la tranquilidad. Los únicos sonidos en este lugar eran los sonidos de la batalla, y esos eran lejanos, casi como en sueños. “Nadie debe saber que estamos aquí. Sabes que nuestra tarea es sagrada.”

Shosuro Ohba frunció el ceño. “No me gusta herir a un aliado, Sogetsu,” dijo.

“Los Dragón son nuestros aliados, claro, pero esta tarea es más importante que cualquier alianza. Lo sabes.” Shosuro Sogetsu miró a su compañero con desdén. “Nuestro señor fue muy claro.”

Ohba asintió y quitó varios gruesos pergaminos del altar. “Los diarios de la Dama Iweko antes de su ascensión son demasiado valiosos como para ser confiados a la protección de los brutos Cangrejo,” repitió. “Jimen-sama desea asegurar que están a salvo ante cualquier posible amenaza.”

“Y así lo haremos,” dijo Sogetsu. “Ahora deja de protestar y vayámonos.” Puso gesto de asco. “No me gusta la idea de salir de aquí a través de un mar de los asquerosos hombres sucios que hay más allá de los muros del castillo.”

“No seas una flor tan delicada,” le regañó Ohba. “Si no fuera por estos retos, esta sería una misión aburrida.”

 

           

Seguramente, a Yoritomo Harada nunca le habría considerado nadie un hombre complejo. Lo sabía, y lo aceptaba. Más que eso, la verdad: comprendía que era verdad. Era un hombre sencillo, que aceptaba que su misión en la vida era servir, y además, que los actos que tenía que hacer en nombre de su señor y clan a veces le eran desagradables. Pero sus preferencias personales nunca podían interferir con su obligación. Sus ancestros le vigilaban, y no podía avergonzarles.

La actual tarea de Harada no era una que se hubiese imaginado jamás que haría. Yojimbo en la Corte de Invierno de la Emperatriz era una tarea que nunca había considerado no deseado, pero no había forma de no hacerlo. Aparentemente su nombre había aparecido cuando sus señores estaban considerando que tipo de vasallo podría ser el idóneo para enfrentarse a los Escorpión en su propio terreno. La comparación entristeció a Harada. No consideraba que él fuese de esa manera, y esperaba que los demás tampoco lo hiciesen.

El humor en la corte había sido apagado en los últimos días, para alivio del guerrero. El ataque del Ejército de Fuego a Shiro Kitsuki, el antiguo hogar de la Emperatriz, había pesado sobre la Hija del Cielo, y ella se había retirado a sus habitaciones hacía tres días. Nadie la había visto desde entonces, y la severidad de la situación había ensombrecido todas las reuniones. A Harada le gustaba este ritmo mucho más tranquilo y menos frenético, pero sabía que el coste era demasiado grande para tan poco placer.

En la sala principal estaba ocurriendo una fuerte discusión entre un delegado Dragón y unos funcionarios menores Unicornio y Mantis. Por lo que podía escuchar Harada, parecía que el Dragón ya estaba planeando la reconstrucción de sus tierras tras las secuelas dejadas por la guerra. A Harada le parecía algo prematuro, dado que la guerra ni por asomo había acabado, pero quizás le hacía sentir mejor al Dragón contemplar esas cosas en vez de todo lo que habían perdido. Interesantemente, el delegado Dragón parecía interesado en la construcción de un nuevo altar, uno a la Fortuna del Trabajo Honesto. Era curioso, ya que Ebisu solía ser más venerado en las tierras Unicornio, y en partes de los territorios Mantis, mucho más que en las tierras Dragón. Pero por lo que parecía, los Dragón habían quedado muy impresionados por la ayuda de los campesinos que habitaban en sus tierras, hombres y mujeres inocentes que se habían levantado contra el Ejército de Fuego y ayudado en la defensa de las provincias Dragón.

¿Era esto una sorpresa para alguien? Harada sabía, como muchos de su clan, que las clases bajas luchaban como animales enfurecidos para defender sus hogares, especialmente cuando muchos estaban convencidos que a los samuráis no les importaba nada las pérdidas que afligían a los heimen. Quizás las cosas serían distintas en las tierras Dragón, pero Harada lo dudaba. Pero no podía negar que las noticias que la corte había recibido sobre la suerte de la Aldea del Samurai Perdido habían sido sorprendentes y estimulantes, por lo que quizás no debería sorprenderse que los Dragón se hubiesen sentido tan profundamente afectados por ello. Quizás era la forma por la que el clan podría crear un vínculo más fuerte con sus vasallos, parecido al que disfrutaban los Mantis y Unicornio.

Harada seguía contemplando el asunto mientras atravesaba el jardín. El clamor de las salas de la corte, por muy apagado que estuviese, seguía siendo terriblemente molesto, y aprovechaba cada oportunidad para cambiarlo por la callada quietud del jardín. Se podía decir cualquier cosa sobre los Escorpión, pero parecía que sus jardineros tenían un talento exquisito. Al doblar una esquina, Harada sonrió un poco al ver a Hiruma Seiko. Como él, estaba algo fuera de su elemento en la corte, y los dos se habían unido algo debido a su mutua molestia. Pero a pesar de su increíble belleza, lo que más le atraía de ella era que no sentía la necesidad de llenar los silencios entre ellos con absurdas conversaciones. Al contrario, pensó mientras se sentaba a su lado, se podían sentar juntos durante horas sin apenas intercambiar palabra alguna, simplemente contentos por la compañía de un alma gemela y saborear el silencio.

Al sentarse, Harada sintió una extraña sensación de paz, sin duda traída por el jardín y, para ser honesto, por la presencia de Seiko. Era una sensación que apenas sentía cuando no estaba en la mar. Le sobrevino un impulso, y sacó de su obi una pequeña flauta hecha a mano y empezó a tocar. Era una triste canción, una que se reflejaba bien en las olas cuando el mar estaba tranquilo y el barco se quedaba quieto en mitad de la noche. Era la canción de la añoranza de un marinero por su hogar y su familia, pero al mismo tiempo entretejida con las sombras del amor de un hombre por el mar abierto y la libertad de las olas. Era una de sus favoritas, y que su madre había tocado para él cuando era niño, y nunca dejaba de conmoverle.

Inesperadamente, Seiko empezó a cantar. No era la canción que habitualmente acompañaba a esa música, pero su voz se unía perfectamente con las notas, entretejiendo ambas en un tapiz perfecto de imágenes y emociones. Era una canción que nunca antes había escuchado Harada, y hablaba de un hogar perdido que se le negaba a los que por derecho deberían haber vivido allí. Incontables vidas y sangre se derramaron para intentar recuperarlo, pero sin éxito. Era una canción de pérdida y dolor, pero gradualmente cambiaba de tono al contar la historia de su recuperación, que había costado mucho tras luchar cientos de años, y de la gloria y orgullo de estar en tu hogar tras tanto tiempo separados. Harada se perdió en la música, sintiéndola quizás más de lo que nunca antes había sentido algo. Cerró los ojos, solo apenas dándose cuenta que otros se habían reunido en el jardín para escucharles. No le importaba. El mundo solo consistía en Seiko, su canción, y su música.

Finalmente, tras lo que pareció ser una eternidad y al mismo tiempo fue demasiado pronto, la canción acabó. Harada respiró hondo y luego exhaló lentamente, su espíritu repleto con las sensaciones invocadas por la canción. Escuchó susurrados murmullos a su alrededor, y para sus adentros frunció el ceño porque los otros le estaban arruinando este momento perfecto. Luego abrió los ojos, y vio como se apartaban los observadores.

La Emperatriz y su Voz estaban en el jardín, mirándoles cuidadosamente.

El corazón de Harada dejó de latir, o eso le pareció, y torpemente se bajó de su asiento para arrodillarse ante la Emperatriz. Ya antes había estado en su presencia, claro, y sentido el peso de su divinidad tan claramente como si hubiese estado llevando una pesada caja a la orilla. Pero ahora, su atención parecía estar concentrada solo en él y en Seiko, y era como si el brillante sol del verano estuviese brillando directamente a su cara. Era demasiado. Inclinó la cabeza al arrodillarse.

“La Emperatriz desea daros las gracias por vuestra canción,” dijo Togashi Satsu. “Su belleza la ha conmovido, y se vio obligada a abandonar sus habitaciones para ver quien podía crear un sonido tan encantador.”

“Gracias,” susurró roncamente Seiko, pero Harada era incapaz de hablar. Y de alguna forma tenía el presentimiento que su vida acababa de cambiar para siempre, pero no sabía cómo o por qué.

 

           

Las provincias Tonbo eran pequeñas y sin nada especial de mención, excepto de la ingente cantidad de luchas que habían visto durante la existencia de la familia. Mucha de esa lucha la habían hecho las fuerzas León buscando vengar un insulto tan antiguo que sin duda no hubiese importado más si algún otro clan lo hubiese sufrido. Ahora, al aparecer los primeros signos del enemigo descendiendo de las montañas, eran los León los que estaban hombro con hombro con las escasas fuerzas Tonbo para defender las tierras Libélula. Ikoma Otemi no dejó de ver la ironía.

Otemi se volvió hacia el oficial Cangrejo a su derecha y observó las fuerzas Cangrejo que estaban junto a las León y Libélula. “¿Deberíamos asumir que este es un mal presagio para el éxito de tu señor?”

“Benjiro-sama vive,” dijo el viejo, su tono amargo, como si le molestase incluso hablar a Otemi. “Chusma como esta no puede vencerle.”

“Eso espero,” dijo Otemi con sinceridad. “Pero en cualquier caso vienen hacia nosotros. ¿No estarían aún en las montañas si Benjiro siguiese con vida?”

“No hay una columna de humo,” dijo Hida Hikita mientras señalaba hacia el norte. “Para que Benjiro-sama y sus fuerzas hubiesen caído, la ciudad no sería mas que unas humeantes ruinas. No dejaría de luchar bajo ninguna otra circunstancia.” Agitó su arrugada cara. “No, estos bárbaros simplemente encontraron que la defensa de Shiro Kitsuki imposible de superar, y han venido buscando presas más fáciles. Son seres débiles y patéticos. Hoy, aquí, les romperemos.”

Otemi asintió. Estaba claro que el viejo no deseaba recibir órdenes de alguien que no llevase los colores de su clan, pero Otemi había sido colocado al mando y había poco que Hikita podía hacer excepto aceptarlo. El veterano León hubiese preferido evitar ese conflicto, y buscó algo, cualquier cosa, que pudiese distraer al viejo oficial de su tristeza. “Hay un puñado de unidades Daidoji que han enviado nuestros aliados,” observó. “¿Preferirías que estuviesen junto a los Cangrejo? Hoy tenéis menos hombres en el campo de batalla que el León.”

“Los Grulla siguen siendo aliados mientras les venga bien a sus necesidades,” dijo amargamente Hikita.

“Ya veo,” dijo Otemi. “Como desees.” Miró hacia los tres estandartes azules. “Me sorprende que no hayan enviado más. Quizás deseen montar una ofensiva si hoy aquí fracasamos.”

“Estoy bastante seguro que no podían enviar a más,” dijo Hikita.

“¿Ah?”

“No,” contestó. “Benjiro-sama mató al resto.”

 

           

Hida Kaoru rompió fácilmente la atrincherada puerta, enviando rayos de sol a la oscura habitación del interior de la casa. Una niña pequeña que estaba cerca de la puerta chilló de terror cuando la figura de Kaoru llenó la entrada. Ella puso gesto de asco ante la oscuridad que había dentro. ¿Acaso habían pensado que los Yobanjin pasarían de largo simplemente por qué parecía vacía? “Calla, niña,” le dijo Kaoru a la pequeña. “No he venido a hacerte daño. No debes temerme, ¿lo entiendes?”

“¡Sakura!” Gritó una mujer desde otra habitación, quizás dándose cuenta ahora que la niña había desaparecido. Una mujer vestida en el estilo tradicional Tonbo salió corriendo de la otra habitación blandiendo un cuchillo, una mirada salvaje en sus ojos. “Apártate de mi hija asquerosa…” se detuvo repentinamente y soltó el cuchillo. “¡Oh! ¡Oh, lo… lo siento, Hida-sama! ¡No me había dado cuenta que erais vos!”

“No hace falta que te disculpes,” dijo Kaoru. “Tu hija se merece una madre tan protectora. Pero por ahora que tu y los que haya en esta casa vengan conmigo.”

La mujer asintió, pero frunció el ceño. “¿Qué ha ocurrido?”

“El comandante desea que el frente retroceda para que los Yobanjin salgan aún más de las faldas de las montañas,” explicó Kaoru. “Desea encerrar completamente sus filas. Desafortunadamente, esto traerá la destrucción de muchos hogares en esta provincia.” Sonrió, disculpándose algo. “Estoy segura que sabes poco de tácticas, pero te aseguro que este es un sacrificio necesario. El Cangrejo se asegurará que tu, y todos los de esta región estéis bien protegidos hasta que se reconstruyan vuestros hogares.”

La mujer asintió lentamente. “¿Esto permitirá a Shigetoshi-sama destruir a los Yobanjin?”

“Si,” dijo inmediatamente Kaoru.

“Para conseguirlo quemaría todo lo que poseo,” dijo la mujer. “Esperad un momento mientras reúno a los demás, y os seguiremos, Hida-sama.”

 

           

Daigotsu Gyoken observó desde un oscuro callejón como Kaoru y los Tonbo se iban tan rápidamente como podían, golpeando en distintas puertas en su camino. Había quizás una docena de exploradores para reunir a todos para que se marchasen. Por supuesto, no podrían localizar a todos, y mucho menos movilizarles y sacarles de allí a tiempo.

Lo que le venía perfectamente a sus planes.

“Rasetsu,” dijo a su acompañante, quien se materializó en el oscuro callejón como si fuese un fantasma. “Los Hida no podrán encontrar a todos.”

“Que conveniente,” dijo el explorador. “Y por supuesto los Tonbo no creerán que ha sido así. Estoy seguro que los que se queden pensarán que han sido traicionados, ¿no crees?”

“Yo lo pensaría,” estuvo de acuerdo Gyoken. Normalmente despreciaba trabajar junto al manipulador explorador, pero hoy sus peculiares talentos serían muy útiles. “Creo que apreciarán mucho nuestra protección.”

“¿A dónde les llevamos?” Preguntó Rasetsu. “Otosan Uchi está demasiado lejos.”

“Al noroeste,” dijo Gyoken. “Llevémosles de vuelta a las montañas.”

“¿A los Dedos de Hueso?” Dijo con incredulidad Rasetsu, su tono mostrando un extraño momento de sorpresa. “¡No podemos arriesgarnos a que se sepa de su existencia!”

“Los Chuda se ocuparán de ello,” dijo Gyoken. “Mientras tanto vamos a conseguir nuevos conversos, y en cualquier caso ninguno de ellos podrá encontrar el camino de vuelta.”

“Es arriesgado,” dijo Rasetsu, frotándose la barbilla.

“Sabes que necesitamos nuevos reclutas,” dijo con irritación Gyoken. “La búsqueda está complicando todos nuestros recursos. Daigotsu-sama necesita más personas buscando, más ojos mirando. Tenemos que hacer todo lo posible para ayudarle.”

“Muy bien,” dijo el explorador, resignado. “¿Cuál es tu plan?”

“Mi plan es dejar que tu hables,” contestó Gyoken. “Eres bastante bueno en eso, después de todo.”

 

           

Como sombras entre las rocas, los monjes de la Orden de la Araña surgieron de entre las faldas de las montañas para observar la lucha que tenía justo al sur de ellos. Estaban lo suficientemente cerca como para escuchar el chocar del acero y los gritos de los heridos, pero ellos se quedaron totalmente en silencio. Eran cuatro docenas, cada uno vestido en las características túnicas que eran el sello característico de los sohei, los monjes guerreros. Muchos llevaban bisento, la gran arma que a muchos les gustaba, pero un número parecido no portaban armas. Observaban, y esperaban.

No esperaron mucho.

Uno entre ellos llegó al frente de sus líneas y observó la retaguardia del ejército Yobanjin durante solo unos instantes. “La formación en su flanco derecho es el más débil,” dijo. “Atacaremos ahí. Rápido y sin misericordia. Matar a todo lo que se interponga en vuestro camino. Cuando el ejército se de la vuelta, nos desvaneceremos entre las sombras. Nos reagruparemos y atacaremos el flanco contrario poco tiempo después.” Su tono no sugería que ninguna de estas órdenes se pudiese debatir.

“Maestro,” dijo en cualquier caso uno de los monjes. “¿Por qué estamos haciendo esto?”

El hombre llamado Michio se giró y miró con obvio asco al que había hablado. “¿Qué estúpida pregunta es esa?”

“¿Qué pretende Daigotsu con esto?” Preguntó el monje. “¿Acaso no desea que el Imperio se ponga de rodillas? ¿No está aliado con el Oráculo Oscuro?”

“El Señor Oscuro piensa que el Imperio es suyo y solo suyo,” dijo Michio. “Considera esta invasión un acto de traición por un antiguo aliado. Eso es todo lo que necesito saber.”

“Es que simplemente parece…”

Michio silenció posteriores preguntas con un salvaje bofetón que dejó al que estaba hablando mareado y de espaldas contra las rocas del suelo. “La Orden de la Araña sirve a Daigotsu. Nuestro fundador, Roshungi así lo deseaba, y ahora que soy el maestro de la orden, yo también lo deseo.”

No hubo más preguntas. Los otros siguieron a su maestro a la batalla, exactamente como él había ordenado. Cruzaron la llanura entre ellos y sus enemigos tan rápido como la sombra de una nube cruzando el sol. Un solitario guardia detectó como se acercaban, pero pareció relajarse cuando vio la insignia que portaban. “Los Araña,” dijo en un Rokuganí con mucho acento. “El Dios del Fuego dijo que erais nuestros aliados. ¿Qué…”

Michio le silenció con un golpe con la mano que rompió su cabeza en dos trozos. “Cualquier hombre que no pueda matar a diez de estas criaturas no tiene un sitio en mi orden,” bufó. “Ahora, a la batalla.”

 

           

Tonbo Chiatsu se estaba muriendo. No se hacía falsas ilusiones. Había sido herido al principio de la batalla, y el frente se había corrido con tanta velocidad que incluso los Yobanjin le habían dejado solo. Podía ser que solo hubiese sido porque había perdido la conciencia, y le habían dado por muerto. Era irónico que le hubiesen tomado por muerto y le hubiesen permitido vivir, solo para morir por culpa de la sangre que surgía de sus heridas. Chiatsu encontró que no temía la muerte, pero estaba paralizado con terror por la suerte de su esposa y de su hijo pequeño. ¿Llegarían hasta ellos los Yobanjin antes de que pudiesen ser evacuados?

Un extraño sonido llegó a oídos de Chiatsu, uno que parecía totalmente fuera de lugar sobre un campo de batalla. Era un crujir de tejido. Lo recordaba bien de su infancia, cuando su padre se preparaba para la corte y sus ayudantes le vestían con capa tras capa de tejido de buena calidad. El extraño susurro le había parecido muy enigmático cuando era un niño, pero desde entonces no había vuelto a pensar en el a pesar de lo común que era.

En su visión, teñida de rojo, vio como algo se le acercaba. A pesar de lo inhóspito de lo que le rodeaba y de los borroso de su visión, podía ver con perfecta claridad el kimono negro de un desconocido. Reconoció al instante los anagramas que portaba, tanto el clan como la rama de la familia, y su cuerpo, que cada vez estaba más entumecido, repentinamente estaba helado por el miedo. Intentó ponerse en pie y huir, pero poco más pudo hacer que moverse un poco.

De repente, el desconocido que no era un desconocido estaba junto a él, y se arrodilló. “¿Sabes quién soy?” Preguntó, su voz poco más que un ronco susurro.

“Si,” graznó débilmente Chiatsu.

“Entonces debes saber por qué he venido,” continuó el hombre. “Sabes que no puedo dañar a aquellos que amenacen nuestras tierras a no ser que me inviten a hacerlo. Y conoces el precio que viene con una invitación así.” Se detuvo un momento. “Tus heridas son más graves de lo que estoy dispuesto a curar. Sabes que todo esto es cierto. Sabes que tu muerte es segura, que tu esperanza, tu vida, ha acabado. También sabes que tu hogar u tu familia pueden compartir tu suerte. Sabes lo que debe hacerse. ¿Eres lo suficientemente fuerte?”

Chiatsu asintió, lágrimas en sus ojos. “Por favor,” dijo, “por favor, detén a los Yobanjin para que no destruyan mi… nuestro hogar.”

“Gracias, primo,” dijo Tonbo Toryu. El Oráculo Oscuro del Vacío se elevó sobre el campo de batalla y volvió su provocativa mirada sobre la batalla. “Tu condenación ha conseguido vida para tu familia.”

 

           

“Estos son tiempos extraordinarios,” dijo Usagi Kijimo ante los delegados reunidos. “Ninguno entre nosotros puede negar que hemos visto… cosas increíbles. Cosas más allá de toda imaginación, y todo durante nuestras pobres vidas. Pero a pesar de estas cosas, la guerra que ahora vemos desarrollarse ante nosotros es quizás única en toda nuestra historia, y quizás nunca más se repita. Será algo que sobresalga en la historia del Imperio, y debemos reconocerla como tal.”

“Debo confesar que estoy algo confundido sobre el por qué el estimado representante del Clan Liebre siente que es necesario compartir estas obvias y dolorosas observaciones con la corte,” pensó Bayushi Hisoka en voz alta. “No nos falta nuestra propia habilidad para percibir el mundo que nos rodea.”

“Por supuesto, Canciller,” dijo el joven cortesano con una sonrisa. “No quiero implicar lo contrario. Solo deseo proporcionar un contexto para la humilde proposición que quiero plantear a la corte.”

“¿Una propuesta?” El Canciller levantó las cejas. “Continúa, por favor.”

“Las pérdidas sufridas por el Imperio son significativas,” continuó Kijimo. “Los Dragón, Fénix, Unicornio, Tejón, y Buey se han enfrentado valientemente al invasor, y ha habido considerables éxitos. Ahora, los invasores han descendido de las montañas, dirigiéndose hacia el resto del Imperio, a relativa corta distancia de la propia Ciudad Imperial.”

La expresión de Hisoka se había oscurecido. “Si propones extender información malintencionada para inducir el miedo, lo encuentro de muy mal gusto,” dijo secamente.

“No, mi señor,” dijo Kijimo inclinándose. “Solo deseo señalar que al descender los invasores de las montañas, ¿quién se estaba ahí para enfrentarse a ellos? Los León y los Cangrejo, por supuesto, como todo el mundo sabía que ocurriría, ¿pero quién estaba también allí? Los Tonbo, mi señor. Los pequeños e insignificantes, militarmente hablando, Tonbo.”

“¿Es tu intención  sugerir que los Tonbo son de alguna forma más valientes que los León o Cangrejo por sus esfuerzos?” Preguntó un miembro de los Grulla. “Eso parece… presuntuoso.”

“Nunca sugeriría algo así,” dijo Kijimo. “¿Pero tienen los León o los Cangrejo algo que temer por una guerra? Por supuesto que no. Son las fuerzas militares más poderosas que existen en el mundo, y la guerra está en su naturaleza. Estaría muy justificado si los Tonbo se hubiesen retirado y permitir que los verdaderos maestros de la guerra que llevasen a cabo su mortíferos esfuerzos. Pero no lo hicieron. En vez de eso, los simples sacerdotes, artesanos, y diplomáticos se quedaron para luchar junto a los demás. Se sacrificaron por el Imperio cuando no era necesario, simplemente porque deseaban honrar a la Divina Emperatriz con sus servicios.”

El Canciller se frotó el mentón. “Es verdad, los Tonbo no son soldados, pero quisieron demostrar su temple. Es encomiable.”

“Es más que eso, mi señor,” dijo Kijimo. “Su ejemplo debería ser exaltado ante el Imperio, para que otros puedan esforzarse por alcanzar el mismo nivel de devoción y sacrificio en el nombre de la Emperatriz y el Imperio. Sería mi deseo, si pudiese, ofrecer una propuesta para recompensar a los veteranos de esta batalla con un segundo nombre de familia, uno que muestre la distinción de su gloria ante la Hija del Cielo, para que otros puedan siempre recordar que recompensas esperan a los fieles.” Frunció un poco el ceño. “Desgraciadamente, no está entre los parámetros de la Alianza de los Clanes Menores sugerir una cosa así, ya que sería egocéntrico y por ello inapropiado en la corte de la Emperatriz.”

“Puedo ver lo que deseas decir,” dijo el Canciller, “y lo encuentro válido. Si te puedo ofrecer una observación personal, debes trabajar en tu técnica, pero tiene potencial. Me alegraría apoyar una propuesta así, no como Canciller, sino como representante del Clan Escorpión.”

Kijimo se inclinó profundamente. “Los Liebre, los Libélula, y la Alianza de los Clanes Menores se verían honrados de trabajar con los Escorpión en un asunto de tal distinción, mi señor.”

 

           

Utaku Yu Pan se arrodilló brevemente antes de levantarse y mirar a su daimyo, esperando pacientemente su oportunidad para hablar. Tras lo que parecieron ser horas, Xieng Chi se giró y la miró expectante. “¿Es tan malo cómo nos temíamos?”

“Lo es, mi señora,” confirmó Yu Pan. “La fuerza Yobanjin que saqueó Shiro Shinjo ha ido lentamente cruzando las provincias del este. Han inmolado todo lo que han visto, y han hecho retroceder a las fuerzas que hemos reunido contra ellos. Ya hubiesen llegado al castillo si no hubiese sido por las fuerzas Shinjo que han estado molestando sus flancos a todas horas.”

Xieng Chi levantó una ceja. “Es lo primero que he escuchado sobre ello. Si los Shinjo estaban tan mal tras ser atacado Shiro Shinjo, ¿quién lo defiende ahora mientras persiguen al enemigo?”

“El León, aparentemente,” dijo Yu Pan encogiéndose un poco de hombros. “No lo entiendo, pero eso es lo que me han dicho.”

“Sorprendente,” dijo Xieng Chi. “O quizás surrealista sería una palabra mejor.”

“¿Alguna orden, mi señora?” La recordó suavemente Yu Pan.

Xieng Chi frunció el ceño. “¿Órdenes? Haremos lo que siempre han hecho los Utaku.” Quitó la lanza de su atril en el altar ancestral que había en su sala de preparativos. “Nos preparamos para la guerra.”

 

 

Kotei Mobile: Chris Stevenson (Dragón) – Ganador del Torneo; Chris Stevenson (Dragón) – Ganador de la Donación de Comida

Kotei Fort Worth: Bob Martin (Escorpión) – Ganador del Torneo; Michael Hong (León) – Ganador del Concurso de Disfraces

Kotei Woodbridge: Josh Griffis (Cangrejo) – Ganador del Toneo; Matt Tyler (Escorpión) – Ganador del Mazo Temático

Kotei Calgary: Case Kiyonaga (Cangrejo) – Ganador del Torneo; Clement Chow (Liebre) – Ganador del Concurso de Disfraces

Kotei Barcelona: Sebastien Kaczman (Escorpión) – Ganador del Torneo; Enrique Forcada (Cangrejo) – Ganador de la Entrega de Material Escolar

Kotei Budapest: Scharwin Farnusch (Escorpión) – Ganador del Torneo; Laszlo Bodnar (Mantis) – Ganador del Concurso de Disfraces

Kotei Saskatoon: Case Kiyonaga (Araña) – Ganador del Torneo; Tyler Eros (Escorpión) – Ganador de la Mejor Decoración

Kotei Bacolod City: Lawrence Alejandre (Unicornio) – Ganador del Torneo; Jan Ang (León) – Ganador del Mazo Temático