La Guerra del Fuego Oscuro, Parte XII

 

por Shawn Carman & Lucas Twyman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Munkjin frunció el ceño mientras sacaba su espada del cadáver del samurai al que había matado. No disfrutaba con las muertes de estos hombres y mujeres. No eran sus enemigos. A decir verdad, entre su familia había leyendas que algunos de sus ancestros habían abandonado las estepas cientos de años atrás para unirse a un grupo de samurai que había venido de Rokugan. Por lo poco que sabía del Imperio, esos samuráis solo podían haber sido los Unicornio. Había algo de verdad en los rumores, de eso estaba ahora seguro Munkjin, pero la idea que la mujer a la que acababa de matar podía haber sido su prima le llenaba de vergüenza y pesar.

Mientras miraba a la mujer muerta, Munkjin pensó brevemente que debería rezar a los dioses para que ella encontrase sin dificultad el camino a la siguiente vida. Después de todo, había luchado con bravura y honor. Pero no, comprendía que esta gente rendía culto de una forma distinta a la suya, y le parecía inapropiado, aunque los Yobanjin era un pueblo que aceptaba otras creencias; por lo que entendía, los Rokuganís no eran así, y probablemente no apreciarían las oraciones de un enemigo como él. No deshonraría su memoria.

No era la primera vez que Munkjin daba vueltas a la idea de abandonar esta loca guerra, de ir a los samuráis y contarles todo lo que sabía. Quizás podrían ayudar a él y a los otros a liberarse del Ardiente. Los rumores decían que habían matado a otro de su tipo, al Uno Con la Montaña. Pero por supuesto eso era solo una quimera, y en cualquier caso, no se atrevía a hacerlo. La imagen de su esposa y sus dos hijos flotó en su mente, ya que nunca estaban muy lejos de sus pensamientos. Si traicionaba al Ejército de Fuego, si alguien desafiaba los deseos del Ardiente, entonces sus seres queridos sufrirían. El Ardiente lo había prometido, y aunque Munkjin sabía que su poder no era infinito, sabía que era tan grande que no se atrevería a arriesgarse. Aquellos que servían, al menos, compraban las vidas de sus familias con las suyas propias.

Hubo un lejano trueno, y Munkjin dio las gracias en su interior. El horripilante calor que irradiaba de aquellos que habían recibido las ‘bendiciones’ del Ardiente hacían incluso que las actividades más sedentarias fuesen casi insoportables, y el combate, algo que durante toda su vida adulta había gustado a Munkjin, era un logro extenuante e inhumano bajo ese calor. Cualquier tipo de lluvia sería un bienvenido alivio del constante ataque del calor.

Pero por supuesto, no era un trueno.

Munkjin miró fijamente a la línea de caballería que galopaba hacia el flanco donde él estaba. Debían estar cabalgando quinientos en línea, y con tantas filas que no era fácil adivinar cuantos eran en total. No comprendía cómo una fuerza de caballería tan inmensa podía haber llegado para atacar desde el norte, procedente del castillo que estaba al oeste de allí.

El silencio con el que cabalgaba la caballería era terrible. No había sonido, ni gritos de batalla, ni celo por el acto de la guerra. Solo el sonido de los cascos, y los gritos de pánico de sus camaradas. Munkjin entrecerró los ojos y levantó la mano para ensombrecer los ojos. Tenía la mejor vista de su legión, y podía ver las caras de la primera línea a pesar de la distancia. Todas ellas mujeres. Guerreras.

Una entre ellas, la cuarenta y dos desde el centro, era una mujer mayor cuya cara era casi un espejo de la de su propia y sagrada madre, que había perecido el invierno anterior tras casi cincuenta años de vida. El parecido era abrumador. No había dudas. Esta mujer era de su sangre, de su carne. Eran familia, y él no levantaría su espada contra su familia, por muy lejana que fuese.

Munkjin enterró su espada en el suelo y se puso en pie, esperando a que el trueno le bañase. El que luchase o no era algo que no tenía sentido, y si su muerte era inminente, moriría libre del pecado de haber matado a su propia sangre. Quizás en la muerte encontraría por fin la paz.

 

           

Era quizás un testamento al caos y desesperación que sin duda crecía en su interior, una carga que les había sido tan doloroso no revelar a nadie en la corte, que los dos Fénix no escucharon como se les acercaba. Su susurrada pero nerviosa conversación ya había comenzado, y a juzgar por el animado estado de ambos, hombres a los que había visto siempre con una perfecta compostura en todo momento a pesar de las circunstancias, la discusión no estaba dando sus frutos.

“Shiro Shiba no caerá,” insistía vehementemente Shiba Yoma. “Algo así es inconcebible. Ni siquiera pensaré en ello, ni por un momento.”

“Tengo gran respeto por vos, y por vuestra familia,” replicó Asako Kanta. “Tengo fé absoluta en su habilidad para defender su hogar, ¿pero nos podemos arriesgar a esto?”

“Admitir que el riesgo existe es lo mismo que poner en duda el valor de los Shiba,” dijo ardientemente Yoma. “¡No lo admitiré! ¡Y yo mismo no hablaré sobre tal blasfemia!”

“Con todo respeto, mi señor,” dijo cuidadosamente Kanta, “creo que confundís vuestra respuesta emocional a la invasión con vuestras obligaciones.” Levantó rápidamente las manos para rechazar su refutación. “Solo quiero decir que debemos recordar que cualquier riesgo, por muy remoto que sea, debe ser considerado para que no nos encontremos en una posición de debilidad si es que ocurre lo impensable.” Agitó la cabeza con tristeza. “Lo impensable ha ocurrido tantas veces durante el transcurso de esta guerra.”

Claramente, Yoma estaba furioso. Tenía el rostro enrojecido y apretaba con fuerza las mandíbulas, pero no respondió inmediatamente. Respiró hondo varias veces y cerró los ojos durante un momento. “Lo entiendo,” dijo finalmente. “Estás simplemente siendo práctico, Kanta. Gracias. Tienes razón, debemos considerar lo impensable. Si Shiro Shiba cae, toda la región sur de las tierras Fénix se vería amenazada, y está pobremente defendida.”

“El problema al que nos enfrentamos es como tratarlo,” dijo Kanta. “Los Shiba siempre han estado demasiado ocupados, haciendo el trabajo de familias que les doblaban en número sin protestar. Es una de vuestras mayores virtudes.”

“Hay varios miles de Shiba diseminados entre las ciudades más importantes,” dijo Yoma, pensando cuidadosamente. “La Ciudad Imperial, por supuesto, y hay muchos también aquí, en la corte. Y también hay muchos ejerciendo de yojimbo por todo el Imperio, pero retirarlos a todos sería… difícil.”

“¿Por qué?” Preguntó Kanta.

Yoma se mesó el cabello. “Los yojimbo Shiba son bien reconocidos como quizás los mejores del Imperio. Es una especie de favor político otorgarle un yojimbo de mi familia a un aliado o a un socio comercial. Hay cientos, quizás más, sirviendo por todo el Imperio como yojimbos. Pero si llamamos a todos perderíamos una significativa pérdida de respeto en la corte como resultado de no haber cumplido con nuestras obligaciones.”

“Pienso que quizás el perder el castillo de vuestra familia sería una pérdida mayor,” dijo Kanta.

“Casi seguro, pero no podemos abandonar tan fácilmente nuestras obligaciones.”

Había escuchado bastante. “Quizás pueda ser de alguna ayuda, amigos míos.”

Ambos hombres se sorprendieron ante la voz, habiendo estado tan absortos en su conversación que no hubiesen escuchado como se acercaba alguien, aunque no hubiese sido tan silencioso como él. “Mi señor Susumu-sama,” dijo Yoma inclinándose. “Perdonadnos, pero no sabíamos que estabais aquí.”

Daigotsu Susumu, porque era así como él pensaba de si mismo aunque no hubiese usado su apellido desde hacía seis meses, sonrió. “Es normal. La ansiedad que debéis sentir al pensar en vuestro hogar ancestral debe ser abrumadora.”

Yoma sonrió un poco. “Es… difícil.”

“Quizás pueda ofreceros un poco de ayuda,” dijo Susumu. “Aunque no estoy muy bien conectado con muchos Clanes Mayores, quienes no ven favorablemente mi estatus de ronin, si tengo aliados. Sería un gran placer para mi ofrecer al Fénix, que han sido amables y sinceros en apoyo a mi puesto desde mi nombramiento, toda la ayuda que pudiese daros.”

“Sois vos quien es amable, mi señor,” dijo Kanta, “pero estamos seguros que vuestros recursos deben ser más necesarios en otros lugares.”

Susumu levantó una mano. “¿Qué mayor necesidad puede tener un hombre que ayudar a los que le han ayudado en el pasado, y que pueden volver a ayudarle en el futuro? No, debo hacerlo, y tengo aliados que pueden relevar a vuestros familiares Shiba, para que puedan regresar a su hogar sin descuidar sus obligaciones.”

Yoma frunció un poco el ceño. “Es poco convencional,” dijo lentamente, “pero creo que podría ser una solución aceptable, especialmente si se conociese que el Consejero Imperial apoyaba las sustituciones.” Sonrió. “¿En quién pensabais, mi señor?”

“Hay un templo a unos quince kilómetros de aquí,” dijo Susumu. “Una secta de monjes que están en deuda conmigo por servicios que presté en mi juventud, así como una deuda que deben a mi padre, son numerosos allí. Enviar allí a un mensajero y pedir que hablen con Tetsuo y Kishida. Os ayudarán. Sellaré vuestro mensaje con mi sello personal, y eso será todo lo que necesiten.”

Kanta asintió. “¿Con qué secta de la Hermandad están, si es que puedo preguntarlo, mi señor?”

Susumu sonrió levemente. “Siento decir que esta secta en particular ya no está afiliada con la Hermandad. Parece que hubo diferencias filosóficas.” Se encogió de hombros. “Pero sé que todos conocemos bien la facilidad con que podemos perder el favor de los que se adhieren demasiado a un dogma tan diverso como el que practica la Hermandad.”

Yoma frunció un poco el ceño. “En ocasiones. los razonamientos de la Hermandad pueden ser… difíciles de seguir.”

La sonrisa de Susumu se hizo más grande. “Entonces está acordado. No os puedo decir lo alegre que me siento al poder ser de utilidad en este asunto, amigos míos. Creo que esto nos beneficiará tremendamente a ambos.”

 

           

“Durante casi mil años, Shiro Shiba ha estado ahí, un monumento a nuestro deber. Incluso durante los días más oscuros del Imperio, incluso cuando cayó el propio Kyuden Isawa, nuestras Eternas Salas han permanecido siendo un brillante faro para nuestro clan.” La voz de Shiba Tsukimi era firme y fuerte, pasando de forma poco natural sobre las inmensas filas de antiguas escaleras que daban al palacio Shiba. Su pelo se onduló levemente bajo la brisa que atravesaba las abiertas puertas, y cenizas caían suavemente a su alrededor, como si fuese nieve. El Ejército de Fuego aún estaba a dos horas de marcha de las aldeas exteriores que rodeaban Shiro Shiba, pero el humo y las cenizas eran un heraldo que anunciaba su llegada. Las montañas y bosques Fénix ardían, el humo llegando a kilómetros de distancia. El cielo de la mañana estaba oscuro, nubes de hollín flotando como una tormenta amenazando por encima del amanecer.

“El Eterno Dojo Fénix ha estado más tiempo en pie, imbuido dentro de las murallas de nuestro palacio. Fundado por el propio Shiba, una vez fue como un segundo hogar para mi, para todos.”

Por las escaleras y cientos de metros más allá, los reunidos ejércitos Shiba murmullaron su asentimiento. Muy en el interior de Tsukimi, la multitud que habitaba su alma se hizo eco del asentimiento de la muchedumbre. Tsukimi miró al cielo, entrecerrando los ojos al color rojo-dorado del amanecer.

“Os he llamado, hermanos míos, ante mi para recordaros esto,” continuó Tsukimi, su voz gradualmente creciendo en intensidad, “y para recordarme a mi misma la fuerza de los hombres y mujeres que lucharán a mi lado. Sé que muchos de vosotros trabajáis de yojimbo, y deseáis estar junto a las personas que están a vuestro cargo. Sé que incluso más de vosotros sabéis exactamente a lo que nos enfrentamos hoy, ya que os habéis enfrentado antes a ellos, en las montañas de la provincia Aoijiroi, en los campos ante Kyuden Isawa, en la tierra sagrada del templo al Ki-Rin, en las calles de la Ciudad del Descanso Esperado. Sé que muchos de vosotros conocéis la fuerza y lealtad de vuestros camaradas, ya que sin ellos hoy no estaríais aquí.”

Arrodillándose, Tsukimi cogió su antiguo yari del suelo. Se volvió a erguir y miró a su familia, y cada bushi sintió como si sus ojos le mirasen, como si se hubiese detenido a hablarles personalmente. “Os pedimos que vinieseis por razones egoístas. Queríamos veros a todos, ya que en vuestros ojos el Alma de Shiba se ve a si misma. En vuestros cansados ojos están las esperanzas y sueños del Fénix: un deseo de paz tras tanta guerra, un deseo por un día en el que nuestras obligaciones ya no sean necesarias. Cada uno de vosotros conoce el precio que debemos pagar por la paz. Sé que cada uno de vosotros lo pagaría gustosamente.” Tsukimi asintió, una mirada de lejana determinación en sus ojos. “Ahora sé que estoy dispuesta a pagar también un precio terrible: estoy dispuesta a sacrificarnos a todos para asegurar la paz. Lo hago porque os conozco, y os quiero. Hoy nos ayudan – muchos clanes han enviado sus fuerzas, y las Legiones Imperiales están preparadas. Os imploro: no temáis sacrificaros por ellos. Seremos los primeros que nos enfrentemos al enemigo, y los primeros en entregar nuestras vidas. Hoy, podemos entrar todos en el fuego, ¿pero acaso no es el hogar de nuestros corazones?” Tsukimi levantó en el aire su yari y gritó a la temprana mañana. “¡Podemos morir, pero la muerte será nuestra recompensa! ¡Podemos arder en los fuegos de este mundo, pero es en el fuego donde renace el Fénix! ¡Que el mundo escuche que no sentís miedo! ¡Antes de morir, haced que el mundo recuerde nuestras voces! ¡UTZ!”

Las murallas del palacio temblaron cuando diez mil Fénix se unieron a su Campeona en su grito.

 

           

Utaku Yu Pan luchó por mantenerse en control a pesar del caos. Su instinto la gritaba que montase sobre su caballo y cabalgar a la batalla, para encontrar a su señora Xieng Chi y luchar a su lado. Pero sus obligaciones como capitana de la guardia en Shiro Utaku Shojo exigían que ella se quedase allí para coordinar la defensa, por mucho que desease otra cosa. Un grupo de consejeras la rodeaba, constantemente poniéndola al día de la defensa del castillo e informándola del frente. El ruido era enloquecedor, y luchaba por mantener su cordura ante todo ello.

Los caballos, al menos, estaban a salvo. Antes de dirigirse al campo de batalla, Utaku Xieng Chi había pedido a Yu Pan que eligiese a una de sus oficiales de menor rango. Yu Pan había elegido a Kohana, una de las mejores y de las más listas. La daimyo había ordenado a Kohana que cogiese las yeguas y potros del establo y se dirigiese con ellos hacia el sur, lejos de la batalla, para asegurar que la sagrada manada no se viese amenazada. Kohana se había ido de inmediato, con uno de los invitados del Clan Dragón, un oficial de caballería llamado Mirumoto Kuroki, a remolque. Los dos habían coordinado brillantemente los esfuerzos de los capataces de los establos, y la manada se había dirigido al sur mientras el Ejército de Fuego había aparecido por el este. Las noticias que los Iuchi habían traído indicando que dos delegados de la Corte de Invierno, el sensei Matsu Atasuke y el conocido diplomático Doji Nagori, estaban escoltando la manada privada de caballos Utaku de la Emperatriz a las tierras Ide del sur, había tranquilizado a los Utaku sorbe la seguridad de sus amados caballos. Eso, al menos, era un asunto que no pesaba en la mente de Yu Pan mientras luchaba por completar sus obligaciones ante una situación que nadie se había imaginado que ocurriese jamás.

“Yu Pan-sama,” interrumpió sus pensamientos uno de las consejeras, “hemos recibido noticias que un gran grupo del ejército está cambiando su objetivo.”

Al instante estaba alerta y completamente concentrada. “Detalles, por favor.”

“Parece que el ataque de Xieng Chi sobre su flanco ha dañado severamente al cuerpo del ejército. Ella ha recibido ayuda del grupo de Shinjo que hostigaba el flanco, pero ahora el ejército se está reagrupando más rápidamente de lo que suponíamos. Están rodeando a nuestras hermanas, cortándolas las rutas de escapatoria viables con grupos tan gruesos que los caballos no pueden atravesarlos lo suficientemente rápido.” Inclinó su cabeza. “Están atrapadas, mi señora.”

“¡No!” Insistió Yu Pan. Se mordió el labio. “¿Cuál es el estatus de la fuerza que ya está a las puertas?”

“Varios cientos, quizás mil,” contestó otra de las consejeras. “Sin el apoyo del grupo principal, podemos defendernos indefinidamente.”

“Si permanecemos aquí, Xieng Chi y nuestras hermanas morirán,” dijo Yu Pan. “Debemos ir junto a ellas con todas las fuerzas a nuestra disposición.”

“No podemos hacer eso, capitana,” dijo una tercera consejera. “El hacerlo permitirá que el castillo sea tomado. No podemos rescatar a nuestra señora y defender nuestro hogar. Las dos cosas son mutuamente excluyentes.”

“¿Y qué pasa si Xieng Chi y las demás mueren?” Gruñó Yu Pan. “¿Acaso el enemigo no se volverá contra nosotras y nos destruirá?”

“No podemos estar seguros de eso. Pueden sufrir pérdidas demasiado significativas como para continuar.”

“¿Pueden?” Yu Pan tiró al suelo el abanico de acero que tenía en sus manos. “Preparar a todos menos a la guardia del castillo. Ellos defenderán el castillo tan bien como puedan hasta que nosotras regresemos.”

“Mi señora,” dijo una de las consejeras. “Esto destruirá nuestro hogar.”

“Somos Utaku,” dijo desafiante Yu Pan. “Nuestro hogar está en el campo de batalla.”

 

           

Los gritos llegaron primero: hombres ardiendo eternamente, enloquecidos por el constante dolor y el olor a carne quemada de su propia piel, atacando hacia el espacio que había entre el bosque y el mar. Las primeras tropas de asalto del Ejército de Fuego, los locos ardientes, siempre eran los primeros enviados al campo de batalla, su propia naturaleza inquietaba a los ejércitos de Rokugan.

El Ejército de Fuego surgió del Mori Isawa hacia la llanura, insaciable como un fuego descontrolado. Desde los parapetos del antiguo castillo, arqueros Shiba e Imperiales hacían que lloviese muerte sobre el ejército que se acercaba, el tremendo peso de sus flechas bloqueando la luz que conseguía filtrarse a través del humo y el hollín. A menudo, una flecha encontraría clavándose en un humeante bárbaro, y el grito de muerte del desafortunado invasor se vería ahogado por el sonido de su cuerpo explotando con energía mágica. Inmensos cráteres se horadaban en el terreno. Agua de un acuífero costero corrió para llenar el fondo de los antinaturales agujeros en la tierra, y los Isawa estaban preparados. Los kami del agua, ya excitados por el bajo nivel del mar otorgándoles la habilidad de inmiscuirse en la tierra, fueron fácilmente persuadidos para que se inmiscuyesen más, y el propio mar empezó a surgir del suelo. Mientras docenas de tensai de agua Isawa ofrecían sus oraciones y sacrificios, inmensos géiser surgían del la tierra, golpeando por todos lados las líneas del ejército que avanzaba.

Hubo un tremendo estruendo en la lejanía, y el bosque tembló cuando inmensas líneas de árboles cayeron como si fuesen brotes de bambú ante una espada. Desde el borde del bosque surgieron los wyrms, sus inmensas formas anilladas sin verse afectadas por el inundado campo de batalla. Eran más grandes y más terribles que los vistos en muchas de las escaramuzas iniciales – las madres de las camadas de su especie, quizás, o simplemente en lo que se convertían las horribles criaturas cuando engordaban con la sangre de la gente de Rokugan. Sus terribles gritos resonaron por el campo de batalla, y ni flechas ni seducidos kami podían romper sus gruesas pieles. Cuando el primer wyrm chocó con las murallas de Shiro Shiba, haciendo temblar al castillo hasta sus entrañas, seis bravos samuráis cayeron hacia su muerte. Los defensores de las murallas septentrionales de Shiro Shiba se vieron forzados a retroceder, y cada vez más invasores brotaban del bosque, un número aparentemente infinito.

Shiba Danjuro, líder de las fuerzas del Shogun que luchaban en el frente Fénix de la guerra, maldijo en voz baja, y ordenó a sus hombres que empezasen la evacuación del palacio. La extraña y retorcida estructura de Shiro Shiba estaba diseñada para hacer retroceder a sus atacantes y servir como última defensa contra cualquiera que invadiese las tierras Isawa del norte. Estaba diseñada para aguantar cualquier ataque – cualquier ataque procedente del sur. Con los Yobanjin atacando desde el norte, Shiro Shiba caería con toda seguridad. La única esperanza de las fuerzas Shiba era retroceder al estrecho pasadizo de tierra que estaba directamente al sur del palacio. En teoría serviría como un cuello de botella perfecto, y había servido bien a los Fénix durante los siglos, nunca dejando de dificultar a una fuerza atacante. Pero ahora, se tendría que usar para defender contra una fuerza que procedía del norte, la habitual posición de fuerza Fénix. Contra las inferiores tácticas de los Yobanjin, los Fénix tenían una posibilidad, pero el tremendo número de enemigos hacía que fuese muy pequeña.

Con el corazón triste, Shiba Danjuro levantó su abanico y señaló a su cuerpo de señales hacia el sur, ofreciendo sus recomendaciones a su Campeona: una retirada total hacia el paso.

 

           

Para Isawa Kyoko, la lucha parecía interminable, inmensamente sangrienta, y depresivamente desesperanzadora. Su valoración no estaba muy alejada de la verdad: ahora se acercaba la noche, y como el ataque había empezado por la mañana, la batalla había consistido en una serie de tambaleantes retiradas. Cada vez que los Fénix parecían ganar una ventaja contra sus enemigos, se revelaba una nueva faceta Yobanjin. Primero los wyrms, luego los arqueros ardientes, luego las tropas suicidas explosivas, luego el grupo de asesinos mágicamente ocultos que hizo que dispersó a dos de los grupos de mando más importantes. La pérdida de vida en ambos bandos era asombrosa – un hecho que le parecía peor a Kyoko porque sabía que muchos de los Yobanjin estaban bajo la forzada esclavitud del Oráculo Oscuro de Fuego. Isawa Sawao, su mentor, la había dicho que el ataque del Oráculo Oscuro no podía ser solo una represalia por la búsqueda que su clan había hecho de las debilidades de los Oráculos Oscuros – una fuerza tan inmensa y aparentemente imposible como los ejércitos Yobanjin estaba claro que era el resultado de años de planificación – pero cada muerte pesaba en la conciencia de Kyoko.

De todas formas, Kyoko luchaba por seguir concentrada. Mandar a los kami no era, al contrario de lo que pensaba la gente, un simple asunto de voluntad. Mientras que los mayores maestros de la magia elemental podían forzar a los kami para que se inclinasen a sus deseos solo con su fuerza de voluntad, normalmente solo los impasibles kami de tierra respondían a las órdenes. Los kami del aire necesitaban ser persuadidos, entretenidos o alabados para cumplir los deseos del shugenja, y tras horas de hacerlo Kyoko estaba empezando a perder la paciencia. Al principio, los volátiles kami del aire habían sido fácilmente motivados para agradar a sus “amigos,” pero ideas como “defender su hogar” o incluso simples conceptos como “morir” eran incomprensibles para ellos. Tras unas cuantas horas, su atención empezó a agotarse. Kyoko se vio forzada a ofrecer promesas y sacrificios – una exhalación aquí, un abalorio de oración allí – hasta que se sintió como si estuviese siendo cortada en mil trozos. A pesar de héroes como su señor, Sawao, y el Jefe de Inquisidores, Asako Juro, luchando junto a ella, sintió como sus fuerzas empezaban a flaquear. Se sintió poniendo en duda su resolución para seguir, su visión se volvió borrosa, se puso de rodillas…

“¡KYOKO!”

La cabeza de Kyoko se irguió, y sintió un calor en el pecho. A treinta metros, corriendo hacia ella, estaba Isawa Takesi. Tenía los ojos muy abiertos, que la miraban directamente. No le había visto desde hacía tanto tiempo, no desde que… no desde que le había alejado de ella. Su última petición para casarse había sido denegada, por lo que ella había pedido acompañar a Sawao en vez de permitirse estar cerca de él. Takesi se acercó, corriendo aún, y ella sonrió y lentamente empezó a ponerse en pie – al menos volvería a luchar a su lado. Pero había algo mal. Parecía… enfadado. Vio que blandía una katana hecha de llamas y corría demasiado rápido hacia ella. Dejó de sonreír…

Takesi pasó corriendo junto a ella, un grito de banzai surgiendo de sus labios mientras su espada quemaba el aire alrededor de la mejilla de Kyoko. Ella se giro y vio como la espada de Takesi se enterraba en el pecho de un asesino Yobanjin, Takesi lentamente poniéndose en pie y mirándola, en sus ojos preocupación. Hubo una ráfaga de aire, y los kami que la rodeaban gritaron. Takesi exageró los movimientos de la boca mientras decía “¿Estás bien?” pero ella no escuchó las palabras.

El Yobanjin explotó, llamas fundidas surgiendo de su cuerpo. Takesi se giró y extendió la mano, una oración escapándose de sus labios, mientras su cuerpo quedaba envuelto por el ardiente plasma. Las llamas se detuvieron, retrocedieron por la última oración de Takesi mientras este caía al suelo, su cuerpo abrasado, rápidamente envuelto por las antinaturales llamas. El fuego mágico corrió por su cuerpo, devorándolo todo, las cenizas de sus piernas alejándose flotando como si fuesen flores de cerezo en la brisa antes de que las llamas incluso llegasen a su cabeza. Miró a Kyoko y sonrió, una sonrisa más cálida que todas las que vería durante el resto de su vida.

Mientras Takesi se desmoronaba en la brisa, la mente de Kyoko se vio horrorizada hasta que prestó toda su atención, más clara que nunca antes. El mundo pareció ralentizarse mientras ella pensaba; su mente, horriblemente, no podía pensar en los Buenos momentos que había pasado con Takesi en la Ciudad Imperial, ni en las aventuras en el mar que habían tenido, aparentemente hacía tanto tiempo. En vez de ello, el Oscuro Pacto de Fuego relució en su mente como si fuese un faro. En ese momento vio los confines del mundo, el conjunto de todos los elementos. Comprendió de alguna manera, como funcionaba el Pacto Oscuro, un misterio que ni siquiera Sawao era capaz de desentrañar cuando visitaron su lugar de descanso hacía varios meses. Pero la visión estaba desapareciendo rápidamente; su iluminación era solo fugaz. Podía hacer algo, pero el sacrificio…

“Amor,” susurró a los kami, “No lo comprendéis, pero cogerlo en cualquier caso, y aprender. Quitarme el amor que aún queda en mi corazón.”

Los kami se quedaron en silencio, y ella volvió a escuchar la fiera batalla a su alrededor. Era una locura, estúpido – por supuesto que no podían comprender un regalo así, y ahora su momentánea perspicacia se había ido para siempre.

Y luego, a su alrededor, el aire brilló y relució, y un grito de profunda tristeza resonó en el aire. Hubo un tremendo resplandor de luz y llamas que no desprendían calor, y por todo el paso, los soldados del Ejército de Fuego tropezaron y retrocedieron. Algunos cayeron al suelo como marionetas a las que habían cortado sus cuerdas; otros simplemente miraron con confusión a su alrededor; algunos gritaron de asombro, sus llamas apagadas; y hubo otros que siguieron luchando, pero cuando se les mataba sus cuerpos no se movían o explotaban. Sobre un tercio de las fuerzas enemigas se encontraron pacificadas, y se habían quedado sin su fuerza sobrenatural, y los Fénix empezaron a reunirse.

De repente, Sawao estaba junto a Kyoko, su asombro imposible de ignorar. A varios cientos de metros al sur de Kyoko, el grupo de mando de Shiba Danjuro se adelantó, matando a los Yobanjin entre ellos y la pequeña unidad shugenja. Cuando Danjuro y sus hombres llegaron, Sawao asintió al comandante Imperial y señaló a Kyoko.

“¿Ella es la que ha hecho esto?” Preguntó Danjuro. “¿Ella es la que posiblemente nos haya salvado?”

Sawao simplemente asintió y dijo, “Se llama Kyoko.”

Danjuro se volvió a los Shiba que allí había, y gritó, “¡Cuando hoy se gane esta batalla, las leyendas hablarán del nombre de Isawa Kyoko, héroe de la Batalla del Palacio Ardiente!”

Un ejército gritó el nombre de Kyoko, y ella se cubrió la cara y lloró.

 

 

Kotei Thunder Bay: Ganador del Torneo – Brandon Smith (Fénix); Ganador de la Donación de Comida – Mason Crawford (Araña)

Kotei Aldershot: Ganador del Torneo – Christian Endres (Dragón); Ganador del Mazo Temático – David Bennett (Grulla)