La Voluntad de los Cielos

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Heraclio Sánchez

 

 

            La Ciudad Imperial estaba repleta de templos y altares. Incluso para alguien que viviera en la ciudad un año entero, sería casi imposible visitarlos y conocerlos todos. El número de monjes que servían tranquilas vidas de contemplación, que rara vez abandonaban los terrenos de sus templos asignados, debía de contarse por cientos, quizás por millares. Miya Shoin no podía imaginarse que hubiera nadie que pudiera recordar a cada miembro de la Hermandad, cada diminuta capilla y altar, cada ritual y celebración a lo largo de toda la cuidad de Toshi Ranbo.

            Y sin embargo demasiado bien sabía que al menos existía una persona así.

            Shoin entró en el templo y miró a su alrededor. Había un bushi Grulla saliendo del templo mientras él entraba, y pudo adivinar por cómo se le abrieron ligeramente los ojos que había reconocido a Shoin. Aún así, en su favor, el Doji simplemente se inclinó respetuosamente y siguió su camino, por lo que Shoin dio gracias. Su posición como Heraldo Imperial le había causado constantes distracciones cada vez que visitaba la ciudad, y este viaje no había sido diferente. Había llegado a Toshi Ranbo hacía tres días, y entre ser inundado con peticiones de audiencia por una docena de grupos, ninguno de los cuales tenía una razón importante para hablar con él, y su general imposibilidad para encontrar al único hombre con el que deseaba hablar, esta había sido una visita totalmente improductiva.

            Cuando Shoin vio la pequeña forma de un hombre arrodillándose ante el altar principal del templo, y cuando reconoció el corte simple pero bien elaborado del kimono, sonrió. Había empezado a preocuparle gastar otra mañana intentando recordar qué templos había ya recorrido. Ahora, podría limitarse a esperar.

            Casi una hora más tarde, el hombre en el altar se levantó y se giró para abandonar el templo. Todos los monjes a su alrededor se inclinaron profundamente y mantuvieron esa postura. El anciano hombre devolvió el gesto, aunque no tan profundamente, y continuó su camino. Su expresión se iluminó de alguna manera cuando vio que un inclinado Shoin lo esperaba. “Shoin-sama,” dijo con una sonrisa. “Qué placer disfrutar de la compañía de los jóvenes esta magnífica tarde.”

            Shoin devolvió la sonrisa. “Ya no soy un hombre joven, me temo, Kiharu-sama.”

            “Eso es cuestión de perspectiva,” dijo el anciano, golpeándose ligeramente el pecho con sus dedos. “Desde mi perspectiva, vos estáis aún en la flor de la vida. No la malgastéis con pensamientos de vejez.”

            “Como digáis, dono,” dijo Shoin. “¿Cómo os encontráis hoy?”

            “Tan bien como se puede esperar en alguien de mi edad,” dijo Kiharu.

            Shoin enarcó sus cejas. “¿No acabáis de decir que uno no ha de malgastar sus días con pensamientos de vejez?”

            “Sí, y solo un hombre mayor que yo podría amonestarme por hacerlo,” dijo Kiharu. “Quizá un anciano ermitaño. O una montaña.”

            Shoin sonrió. Ese era todo el humor del que Kiharu era capaz. Desafortunadamente la naturaleza de su asunto distaba mucho de ser humorística.

            “¿Qué os preocupa?” preguntó Kiharu, quizás sintiendo la desazón de Shoin.

            “Busco vuestro consejo,” dijo Shoin. “A lo largo del Imperio, hay muchos que hablan de… un creciente descontento de los Cielos. Los Shugenja están temerosos de rituales que han realizado toda su vida. Los monjes ayunan y meditan como si se preparasen para alguna prueba que está por venir. Necesito saber, Kiharu-sama, por el bien de la familia Miya… ¿qué debo hacer?”

            “No hay nada que pueda hacerse,” dijo Kiharu sin andarse con rodeos. “Lo que debe suceder, sucederá.”

            Shoin contempló incrédulo al otro hombre. “¿Estáis sugiriendo que las cosas que he oído, los rumores, son verdad?”

            “Lo son,” dijo Kiharu. “Los Cielos se han cansado de la estupidez del hombre, de su arrogancia. Se nos va a juzgar, o quizá ya hemos sido juzgados.”

            “Juzgados,” se limitó a decir Shoin. “Juzgados.”

            “Hai,” dijo Kiharu. “¿Puede alguien preguntarse cuál es el veredicto?”

            Shoin contempló la ciudad. Se encontraba en calma ahora, pero hacía poco de los asesinatos, de los explosivos debates en la corte que habían llevado a escaramuzas fronterizas y cosas peores, y toda otra forma de discordia mientras los clanes se volvían los unos contra los otros. El Imperio se encontraba en ebullición, en pleno caos, y parecía que nadie era capaz, o quizá simplemente deseaba, hacer algo por volver las tornas. “No,” dijo finalmente. “No, supongo que no lo hay.”

            “Vuelve a casa,” dijo Kiharu. “Cuida de tu familia. No hay nada más.”

            Shoin permaneció callado mientras el anciano se alejó caminando por la calle, dejándolo atrás. “Nada más,” dijo suavemente.

            Miya Shoin se dirigió a los establos Imperiales. Sería un largo camino a casa.