Huir de la Oscuridad

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Medinaat-al-Salaam, las Arenas Ardientes…

 

Los locos gritos de feroces bestias llenaban el aire, unidos a los atormentados gritos de sus víctimas. La antigua bella ciudad estaba ahora bañada en fuego y sombras.

            Daidoji Uji estaba agachado en las sombras que llenaban un estrecho callejón, permitiendo que pasasen las bestias que deambulaban por las calles. Pasaban tan cerca que él podía oler su asqueroso olor, y escuchar el ruido de sus pieles acorazadas golpear contra el acero de sus armas. Eran como ogros, cosas altas y brutas con largos cuernos que se enroscaban desde unas frentes inclinadas. Llevaban malvadas espadas de acero negro y se llamaban entre si con horribles voces metálicas.

            ¿Habías venido hasta aquí para esto? ¿Había viajado tantas millas solo para encontrarse con que la esperanza del futuro volvía a ser aplastada una vez más? El Shogun le había enviado atravesar las Arenas Ardientes para encontrar aliados contra el Oscuro Emperador. Se decía que Medinaat-al-Salaam era la joya del desierto, el oculto refugio del Clan Unicornio que había huido de Rokugan durante los primeros momentos del gobierno de Fu Leng.

            A los únicos Unicornio que Uji se había encontrado estaban muertos. La ciudad estaba tomada por los demonios.

            Hubo otro estrépito, más fuerte esta vez. Uji juró en voz baja. Una de las bestias había regresado, olfateando el aire como un perro cerca de la entrada del callejón. Tenía su espada envainada, pero sus garras rascaban ansiosamente el aire, el muro, el suelo. El demonio le había olfateado. Se acercó, los anchos cuernos que tenía en la cabeza casi arañando los muros mientras miraba de un lado a otro, buscando su presa. Uji vio por un instante sus ojos de color oro-rojo, ardiendo con dolor e inteligencia. Se acercó aún más, hasta que finalmente estaba tan metido en el callejón que Uji no pudo esperar más.

            El viejo Grulla salió de entre las sombras para que la bestia le pudiese ver. Gruñó con una extraña mezcla de placer e ira y, como había visto a los otros hacer, echó la cabeza hacia atrás para aullar a sus compañeros. El brazo de Uji se movió con rapidez, tan rápido que era difícil de ver. Una de sus dagas de jade se hundió profundamente en la garganta de la criatura. La bestia gorgoteó con dolor y sorpresa, incapaz de emitir sonido alguno, y mucho menos llamar a los otros. Demasiado tarde, Uji sintió dos figuras acercándose por detrás. Se giró, con las dagas en la mano, pero los hombres no parecieron preocuparse por su presencia. Corrieron hacia delante, cada uno agarrando un brazo de la bestia y sujetando al demonio contra la pared de tal forma que no pudiese ser visto desde la entrada del callejón. “¡Katamari!” Dijo uno de los hombres. “¡Rápido!”

            Un hombre envuelto en túnicas, su cara oscurecida por una máscara de acero, se adelantó para inspeccionar al cautivo. La criatura gruñó e intentó morderle en silencio, pero Uji se adelantó y mantuvo quieta la cabeza de la criatura. “Esto te dolerá, bestia,” dijo Katamari, y puso su mano sobre la frente inclinada de la criatura. Pronunció palabras de poder en una lengua que Uij no reconoció. Su mano brilló durante un breve momento, hacienda que la bestia se agitase violentamente. Luego el brilló desapareció, y la bestia se derrumbó en el suelo.

            El otro hombre estudió cuidadosamente a Uji. Su cara era ancha, abrupta, fea. Su armadura era de color blanco hueso, el símbolo del Clan Unicornio blasonado sobre su pecho.

            “Llevas los colores de un Grulla, desconocido,” dijo el hombre en un torpe Rokugani. “Pensaba que todos los Grulla habían muerto.”

            “Y yo empezaba a pensar que todos los Unicornio estaban muertos,” contestó Uji. “Me alegra que ambos nos hayamos equivocado. Soy Daidoji Uji.”

            Los ojos del hombre se abrieron de par en par; parecía que había reconocido el nombre. “¿El Grulla de Acero?” Preguntó. “¿Por qué ha venido Daidoji Uji a Medinaat-al-Salaam solo?”

            Entonces las sombras se movieron, y dos hombres aparecieron tras el Khan. Cada uno tenía tensado un pequeño arco. Midoru y Jotaro, los últimos y mejores alumnos de Hakumei. El Khan les miró por encima de su hombro, y luego volvió a mirar a Uji. Asintió en respeto.

            “La bestia vivirá, Chagatai-sama,” informó Katamari, levantando la vista de la inconsciente bestia. “Mientras lo necesitemos.”

           “Entonces salgamos de aquí antes de que la Califa nos encuentre,” dijo Chagatai. “Venid conmigo, Uji-sama. Podremos hablar más sobre porque estáis aquí una vez que encontremos una forma de salir de esta condenada ciudad.”

 

 

Las provincias Grulla, al norte de las Montañas de la Espina del Mundo

 

“Esto seguro que es un castigo,” murmuró Daidoji Kitagi en voz baja, obvia su frustración y resentimiento por su tono de voz. El guerrero apartó irritado una rama que colgaba ante él, mientras seguía observando los alrededores, buscando algo inusual.

            “Cállate,” insistió su camarada. “Akimasa te va a oír.”

            “Ya he escuchado sus deprimentes quejas,” susurró una voz desde algún lugar ante ellos. “Pero estoy seguro que el joven Kitagi no desea la vergüenza de mi desaprobación, y sabe lo estúpido que es.” El viejo explorador surgió del matorral para mirar a sus os jóvenes ayudantes. “Naturalmente, la vergüenza será la menor de tus preocupaciones, si es que te escuchan los Portavoces de la Sangre. Tus quejas no solo traerían un rápido final a tu aburrimiento, si no también el fin de tu vida – y la nuestra también.”

            Kakita Himatsu palideció ante la idea y miró alrededor del bosque, algo nervioso. Kitagi no dijo nada, pero para sus adentros se sentía enfermo por el aparente miedo de su compañero. Los recientes ataques de los Portavoces de la Sangre habían sido salvajes e inesperados. Las Legiones estaban demasiado dispersas luchando contra todo el caos que habían causado los Portavoces de la Sangre, tanto directa como indirectamente. Un pequeño grupo de exploradores como este sería muy vulnerable a los Portavoces de la Sangre o incluso a un grupo de temerosos campesinos amotinados. Pero esas cosas no eran nada para engendrar un miedo tan obvio en un samurai Grulla. Luchar contra esos enemigos era su fin. Aparentemente, Himatsu debía haber sido destinado a una vida de cortesano.

            Kitagi inclinó su cabeza. “Perdonad mis protestas, sempai. He sido irreflexivo.”

            “Entonces cállate,” dijo el viejo con una sonrisa irónica.

 

 

Según Uji, el término “casa franca” era solo parcialmente correcto. Era una casa, pero apenas era segura. Ningún sitio en la ciudad era seguro. Aquí, el Khan y los líderes supervivientes del Clan Unicornio se reunían mientras planeaban su huida de la ciudad.

            El humor de Katamari era sombrío. “Me metí en la mente de la criatura. Hay mucho ahí que podemos usar, y mucho que confirma nuestros primeros temores. La Califa se ha aliado con Fu Leng. Estas criaturas son el regalo que él la ha dado.”

            Chagatai puso cara de desprecio. “Ella siempre ha sido malvada, pero al menos era una malvada menor,” dijo con un bajo gruñido. “¿Por qué comparte el poder con el Noveno Kami?”

            “Cobardía,” contestó Uji. “Ella vio que tendría más oportunidades de sobrevivir capitulando ante él en vez de resistirse.”

            “Estoy de acuerdo,” dijo Akasha, una delgada mujer con sorprendentes ojos verdes. “La Califa siempre ha temido a la muerte. Luchar contra Fu Leng es morir.”

            “No para nosotros,” contestó Chagatai. “Aún no.”

            Katamari continuó mirando a la inconsciente criatura. “Se llaman Tsuno,” informó. “Una vez fueron viajeros en los Reinos de los Espíritus, criaturas violentas y vengativas. Cuando vieron a Fu Leng a punto de conquistar el reino de los mortales, se resistieron – y fueron esclavizados. Su naturaleza maligna hizo que fuese muy simple para Fu Leng corromperles, y ahora se los ha ofrecido como regalo a la Califa. Ella controla ahora a los Tsuno, miles de ellos. A cambio ella ha prometido exterminar a los hijos de Shinjo.”

            Hubo miradas abatidas por toda la habitación. Uji reconoció la peligrosa mirada de los que habían perdido la esperanza. “Entonces buscamos una forma que quitarla el control de estas criaturas,” dijo Uji. “No solo eso dañaría su alianza con Fu Leng, pero quizás podamos ganarnos un poderoso aliado en estos Tsuno.”

            Una pequeña sonrisa curvó la boca de Chagatai mientras consideraba la posibilidad.

            “Veo una joya en la mente de esta criatura,” dijo Katamari. “Una cosa de magia khadi. Ha sido aumentada por el poder de Fu Leng. Es lo que ella usa para controlar a los Tsuno, atándoles gracias a su conexión con el Reino de Sueños.”

            “Entonces encontramos la joya,” dijo Uji, “y la destruimos.”

            “No es tan simple,” contestó Moto Chen, uno de los grandes nómadas. “La Califa debe de llevar algo así con ella. Es una hechicera inmortal, de un poder inimaginable. Enfrentarse a ella es solo un poco menos estúpido que retar al propio Fu Leng.”

            “Destruir la joya sería peligroso en si mismo,” dijo Katamari. “Está tan fuertemente conectado a Yume-do que puede controlar toda una raza de criaturas, que destruirla podría romper las fronteras de los Reinos de los Espíritus. Un acto así diseminaría a todos los que fuesen testigos de su destrucción por los Reinos de los Espíritus, posiblemente enviándoles a sus muertes.”

            Uji se cruzó de brazos. “¿Incluso a la Califa?” Preguntó.

            El Khan se rió.

            “Yo…” Katamari se detuvo, pensando. “Si, supongo que si. Quizás no la mate, pero desde luego desaparecería de este mundo.”

            “Entonces Fu Leng nos ha hecho un favor,” dijo el Khan. “La podemos destruir gracias a su regalo.”

            “Dudo que fuese involuntario,” dijo Uji. “Fu Leng no alienta amistades; cava tumbas. Si no puede controlar a la Califa, nos usará para destruirla.”

            “Yo digo que aceptemos su ofrecimiento,” dijo el Khan, “y luego huyamos de esta condenada ciudad.”

            “Un plan disparatado,” dijo sencillamente Katamari. “Aunque sobrevivamos el asalto al palacio del Califa y destruyamos la joya, aquellos que formen parte del asalto no sobrevivirán.”

            “Entonces yo me presento voluntario,” dijo Uji. “Soy un viejo samurai. He vivido una larga vida. Si pudiese conseguir para los Unicornio su seguridad y destruir a la Califa, yo asumiré este riesgo.”

            “Yo iré con él,” dijo ansioso Chen.

            “Solo lo que os pido a cambio es que busquéis al Shogun en los Reinos de Marfil,” dijo Uji, levantándose. “Que los hijos e hijas de Rokugan estén juntos contra el Emperador Oscuro.”

            La frente de Chagatai se arrugó. “Los Moto no se inclinarán ante nadie.”

            “Entonces no os inclinéis. No me importa,” dijo Uji. “Pero le ayudaréis. ¿Estamos de acuerdo?”

            Los Unicornio se miraron entre si, en silencio. Finalmente, Chagatai asintió.

 

 

            Fue dos horas más tarde cuando Akimasa hizo una señal para que los otros se detuviesen. Visiblemente se había puesto en tensión, señalando a Kitagi que algo estaba mal. El joven puso su mano sobre su espada y escuchó cuidadosamente. Al principio no pudo escuchar nada, y luego se dio cuenta que este era el problema. Literalmente no podía escuchar nada. No había pájaros, ni insectos o sonidos naturales de cualquier tipo.

            Kitagi hizo una señal para que Himatsu se quedase donde estaba. El otro explorador asintió agradecido, haciendo que Kitagi gimiese para sus adentros. Se dirigió rápida y silenciosamente hacia delante, sin hacer ruido mientras llegaba a la posición del explorador de mayor rango. Se quedó ahí, sabiendo que no debía romper el silencio.

            “Siento algo,” susurró finalmente Akimasa. “Algo… familiar.”

            “¿Qué es?” Preguntó Kitagi.

            Akimasa agitó la cabeza. “Lo sentí una vez, en la Batalla de la Puerta del Olvido. Cuando se abrió la Puerta, hubo esta sensación de… infinito. Fue abrumador, como si los reinos más allá estuviesen presionando hacia delante, amenazando con invadir mi mente.”

            “¿Sensei?” Susurró Kitagi, alarmado ante la voz de Akimasa.

            “Ahí,” señaló el explorador, su mano temblando un poco. Señaló a un claro vacío, una pequeña región sin los árboles y rocas que cubrían todo el paisaje. Al mirar Kitagi lo que su sensei estaba señalando, él también empezó a sentir la presión de algo que no podía identificar. “Por las Fortunas,” susurró Akimasa. “¿Lo puedes sentir?”

            “Si,” dijo Kitagi. Y lo hacía. Había un extraño resplandor en el aire donde Akimasa estaba señalando. No había nada que pudiese ver con certeza, pero de vez en cuando una sombra pasaba por ese espacio, una insinuación de algo que se movía justo más allá de su visión.

            “Un pasaje espiritual,” susurró Akimasa.

 

 

            El palacio de la Califa había estado bien vigilado, pero no lo suficientemente bien. La batalla había sido salvaje, pero la Califa no se esperaba un asalto frontal por un enemigo que consideraba prácticamente derrotado. Mientras la mayor parte de sus fuerzas ralentizaron a los Tsuno y a los guardias de palacio, Chen y otros seis entraron en las habitaciones de la Califa. Midoru, Jotaro, Chen el primo del Khan, su esposa Akasha, un viejo y canoso guerrero llamado Kumari, y una joven doncella de batalla que se llamaba Tarako. Los siete, meros mortales contra una hechicera cuyo poder rivalizaba al de los dioses.

            Uji había visto antes como se desarrollaba este drama. Esperaba que esta vez el final fuese más satisfactorio.

            Entraron en el salón del trono sin dudarlo. Seis guardias yacían muertos antes de que pudiesen reaccionar a su llegada. La Califa les miró desde su trono. Era una mujer joven, aunque los ojos tras su velo bullían con el poder de la eternidad. Se levantó con un gesto dramático, y fuego cayó del aire. Jotaro saltó para ponerse ante Uji, sin dudarlo, y se vio reducido a cenizas.

            Más guardias les rodearon, blandiendo cimitarras y gritando el nombre de la Califa. El aullido de ira de Moto Chen cuando cayó Akasha ante sus espadas fue distinto a todos los sonidos que Uji había escuchado hasta entonces. Al volverse el Unicornio para enfrentarse a los guardias, Uji y Midoru corrieron directamente hacia el trono. Midoru fue más rápido, golpeando a la Califa con su katana. El golpe la hizo trastabillar pero pareció no causarla verdadero daño. Ella cogió al ninja por el cuello con un movimiento increíblemente rápido y le rompió el cuello. Se volvió hacia Uji, que ahora tenía preparadas sus dagas de jade. Se lanzó sobre ella con ambas hojas, pero ella cogió una con cada mano. Los cuchillos se clavaron profundamente en su carne; ella ni siquiera hizo un gesto de dolor.

            “El desafío solo hace que ganes la muerte, samurai,” dijo ella con una sonrisa. Fuego verde ardía en sus ojos, que se reflejaba en la joya que colgaba de su cuello.

            “Entonces compártela conmigo,” dijo Uji. Se lanzó hacia delante, haciendo que el blasón de su yelmo chocase fuertemente contra la joya qe ella llevaba.

            El salón del trono se consumió en un brillante fuego.

 

 

            Le llevó algún tiempo a los tres exploradores determinar donde estaban los bordes del pasaje. Tenían que ser cuidadosos, para no atravesarlo y viajar hasta algún desconocido reino más allá de Ningen-do. Akimasa tomó la decisión de volver a por refuerzos para proteger el pasaje, y estudiarlo. Para sorpresa de Kitagi, Himatsu se había opuesto, insistiendo que el pasaje debía permanecer protegido. Se había ofrecido voluntario para permanecer allí. Si Akimasa se había sorprendido tanto como Kitagi, no lo demostró. El viejo explorador lo meditó durante unos momentos, luego accedió y ordenó a Kitagi que también permaneciese allí. Sería mejor que hubiese dos exploradores; si algo surgiese del pasaje uno podría seguirlo mientras el otro regresaba para informar. Le llevaría a Akimasa al menos un día completo volver con más hombres, suponiendo que estuviesen disponibles tan pronto como él llegase, y que no descansase en el camino. Kitagi estaba seguro que no lo haría.

            Pasaron varias horas antes de que Himatsu finalmente rompiese el silencio. “¿A dónde supones que lleva?” Preguntó en voz baja.

            Kitagi agitó la cabeza. “Puede llevar a cualquier lado.”

            “Quizás lleva a Yomi, el Reino de los Benditos Ancestros.” Suspiró Himatsu. “Mi madre está allí. No me acuerdo de ella; murió hace mucho tiempo.” Se volvió hacia Kitagi. “¿Y tu padre? Murió como un héroe, ¿verdad?”

            “En la Puerta del Olvido,” dijo con solemnidad Kitagi. “Su cuerpo no se recuperó.”

            “Oh,” dijo Himatsu en voz baja. “No lo sabía.”

            “No hablo de ello,” contestó el hombre de más edad. “No sé si algo pasó con él… tras su muerte.”

            “Morir en las Tierras Sombrías es un destino terrible,” dijo Himatsu. “Seguramente los Cangrejo encontraron y enterraron su cuerpo antes que…”

            “¿Antes de que el oscuro poder de Jigoku le devolviese a la vida?” Preguntó Kitagi con expresión amarga. “Yo también lo deseo, pero no sé si el alma de mi padre reside en Yomi.”

            “Lo siento,” dijo Himatsu. “No quería molestarte.”

            “Ahora podría descubrir la verdad,” Kitagi se humedeció los labios, nervioso. “Podría saberlo si quisiese. La forma de saberlo está ante nosotros, la puerta a los reinos del más allá.”

            La expresión de Himatsu era de alarma. “Kitagi, ¡no! ¡Escuchaste las órdenes de Akimasa! Regresará con más hombres dentro de un solo día. Nuestro deber…”

            “Nuestro deber no tiene porque ponerse en peligro,” dijo Kitagi. “Tu puedes permanecer aquí. O yo entraré y regresaré con buenas noticias, o nunca regresaré, en cuyo caso mi destino estará sellado, tu sabrás que el pasaje es peligroso, y yo expiaré mis culpas en mi próxima vida. En cualquier caso, obtendré la respuesta que siempre he buscado.” Se detuvo un momento. “Debo entrar. Debo saber si el alma de mi padre escapó de la condena.”

            “¿Arriesgando la tuya?” Preguntó Himatsu.

            “Si es necesario,” contestó Kitagi.

            “No puedo permitirte que vayas solo,” dijo Himatsu. Su tono no dejaba lugar a dudas. “Iremos juntos.” Sonrió. “Un explorador nunca abandona a su líder.”

            Kitagi sonrió nervioso y asintió. Respiró hondo, y dio un paso hacia el pasaje.

 

 

Los reinos de los espíritus

 

Pasar entre los mundos no era una sensación que un ser mortal estaba destinado a experimentar. La frontera entre los reinos era delgada en algunos lugares, por supuesto, pero cada cosa viva tenía su lugar, y no debía vagar por ellos. La pura energía que separaba los reinos podía rasgar a un hombre en mil pedazos, o como poco destruir su mente.

            Cuando Kitagi recuperó el sentido, estaba de pie en un campo gris. No tenía ni idea de donde estaba, ni cuando tiempo llevaba ahí antes de darse cuenta de lo que estaba pasando. El campo era inmenso y estaba vacío, y una espesa niebla oscurecía todo menos los rasgos más prominentes. Kitagi parpadeó repetidamente, intentando aclarar la neblina de su mente. Miró a su alrededor, y vio una solitaria figura sentada sorbe la hierba, a cierta distancia suya. Se dirigió hacia allí, intentando recordar como había llegado a este lugar. La pareció que le llevaba más tiempo de el que debería, pero en un momento llegó hasta el hombre. Era Himatsu, sentado sorbe la hierba con la misma expresión vacía.

            “Konnichiwa,” dijo distraídamente Kitagi.

            Himatsu levantó la vista. “Funcionó,” dijo con una sonrisa de felicidad. “Yo no le escucho,” susurró. “Se ha ido. La voz se ha detenido.” Himatsu empezó a reírse, el sonido tomando un tono espeluznante al resonar por la vacía llanura.

            Kitagi frunció el ceño, confundido. “¿Qué quieres decir? ¿La voz de quién?”

            La risa de Himatsu se desvaneció y fue reemplazada por pisadas de caballos, débiles al principio, luego más fuertes, como un trueno que se acercase, hasta que parecían estar alrededor de los dos Grulla. Continuaron durante tanto tiempo que Kitagi se preguntó si era algo que tenía dentro de su mente, y luego se detuvieron de repente. Unas pisadas más suaves, las pisadas de un hombre, resonaron ahora. Ellas también parecían resonar por todos lados, hasta que finalmente se detuvieron y una figura apareció en la parte más espesa de la niebla. Solo era visible una silueta, pero estaba claro que era un bushi. “No debéis estar aquí,” dijo claramente la voz de un hombre.

            “Lo siento,” dijo Kitagi. “Somos… viajeros.”

            “¿Viajeros?” Dijo el hombre, enfadado. “No pertenecéis a este lugar. Este lugar no es para los vivos. ¿Por qué habéis venido?”

            “Busco el destino de mi padre,” contestó Kitagi. “Su nombre era Daidoji Yoshimaru. Murió en la Batalla de la Puerta del Olvido, pero su cuerpo no fue recuperado. Solo deseo saber que pasó con él.”

            “Arrogancia,” soltó el hombre. “Ponéis en peligro el frágil equilibrio de este lugar con vuestra presencia. No podéis quedaros. Os guiaré al pasaje por donde entrasteis. ¿Dónde está el otro?”

            “No me iré,” dijo con decisión Himatsu.

            El hombre se volvió a mirar impasiblemente al joven explorador, su cara completamente inexpresiva. “Idiota,” soltó.

            “Perdonad a Himatsu,” dijo Kitagi. Le imploró al hombre. “Yo solo deseo saber que fue de mi padre. ¿Es qué no podéis comprender la necesidad de conocer el destino de tu familia?”

            Hubo un destello de simpatía en los ojos del hombre. “Muy bien,” dijo, su voz más débil. Hizo un amplio gesto con su mano, señalando todo lo que le rodeaba. “la respuesta que buscas está aquí, en Maigo no Musha, el Reino del Destino Frustrado. Quizás encuentres que la respuesta no te gusta, pero está aquí. ¿Estás preparado a asumir la verdad?”

            “Si,” dijo al instante Kitagi. “Si, estoy preparado.”

            El hombre asintió. “Entonces debemos darnos prisa.”

 

 

            Tiempo después, los tres hombres estaban sobre un acantilado que daba sobre otra serie de inmensas y vacías llanuras. Kitagi no estaba seguro de como habían llegado hasta allí, o cuanto tiempo les había llevado llegar hasta este lugar. Algo en este reino hacia que el tiempo se mezclase, dejándole con una sensación vacía.

            Himatsu señaló hacia la llanura, donde un ejército marchaba en silencio sobre la hierba sin color. “¿Quiénes son?”

            “La Legión de los Muertos,” contestó su guía. “Mantienen a salvo este lugar de aquellos que quisieran usurpar su fin.”

            “¿Usurparlo?” Kitagi frunció el ceño. “¿Cómo es eso posible?”

            “Este reino es joven,” contestó el hombre. “Los Reinos de los Espíritus son lugares con potencial infinito, y el potencial de este aún no se ha realizado totalmente. Hay seres que quieren conseguir su poder para ellos mismos, retorcerlo para sus perversos deseos. Hubo aquí una guerra, y muchas almas de héroes que llevaban mucho tiempo muertos vinieron a defender este lugar. La mayoría volvieron a donde provenían, pero hubo otros, como yo, que prefirieron quedarse aquí. Han permanecido para asegurarse que Maigo no Musha permanece a salvo de los foráneos.” Se volvió para mirar acusadoramente a los dos hombres. “Foráneos como vosotros.”

            “No pretendemos haceros daño,” insistió Kitagi.

            “Eso no impide que lo hagáis,” dijo el hombre. “Por eso es por lo que debéis marcharos.”

            “¿Qué tiene que ver esta Legión con mi padre?” Preguntó Kitagi.

            “Este Reino es un lugar para los que su destino no se realizó,” contestó el guía. “Ahora es el hogar de muchos cuyos nombres son recordados por la historia, unos héroes y otros villanos. Shoju, Satsu, Hiroru, Imura… Incluso algunos Nezumi, criaturas hechas de memoria, creados por sus chamanes para proteger este lugar.” Se volvió hacia Kitagi. “Tu padre está entre ellos.”

            “¿Mi padre?” Kitagi palideció. “¿Su destino se frustró?”

            “La Puerta del Destino nunca debió abrirse,” explicó el guía. “Él nunca debió morir allí. Estaba destinado para algo más grande, y por ello su alma vino aquí. Ahora protege Maigo no Musha, como los demás. No tiene sitio en otro lugar.”

            “¿Puedo hablar con él?” La voz de Kitagi era poco más que un susurro.

            “No,” contestó el guía. “En cualquier caso posiblemente no te recuerde. Su lugar ahora es este. El tuyo no lo es. Ahora tienes tu respuesta. Ha llegado el momento de que te vayas.”

            “¿Qué es eso?” Kitagi señaló hacia un acantilado, donde lo que parecía ser relámpagos relucían violentamente. “No he visto nada como eso desde que entramos en el pasaje.”

            El guía frunció el ceño. “Otros han entrado, otros que no pertenecen a este lugar.” Se volvió acusadoramente hacia los dos Grullas. “Vuestra presencia aquí debilita nuestras fronteras. El equilibrio es muy delicado. Debéis iros.” Volvió a mirar hacia el otro acantilado frunciendo el ceño, enojado.

            “¿No pretendéis hacer daño?” Preguntó sospechosamente.

            Kitagi miró sorprendido al hombre, y luego se dio cuenta de lo que quería decir.

            Akimasa había desaparecido.

 

 

            “Atrás,” gruñó Himatsu, manteniendo lista su katana. “No regresaré.”

            No les había llevado mucho tiempo a Kitagi y a su extraño guía encontrar a su camarada perdido. Himatsu se había refugiado en un estrecho barranco. Ahora les miraba con expresión de loco, sujetando su espada con manos temblorosas.

            “¿Crees que me puedes hacer daño con esa espada?” Preguntó el guía, mirando con curiosidad a la espada.

            “Esta no es una espada normal,” soltó Himatsu. “Esta espada fue templada con magia de los Portavoces de la Sangre. Quizás incluso te mate, espíritu.”

            El guía suspiró, parecía más enfadado que asustado por la presunción.

            “Himatsu, ¿de qué estás hablando?” Preguntó Kitagi. “Tenemos que irnos de aquí.”

            “¡No!” Soltó Himatsu. “Algo sobre este lugar… incluso al estar cerca del pasaje… Iuchiban no ha podido volverme loco como hizo con todos los demás. No pudo hacer que desperdiciase mi vida. No importa si regreso a Rokugan o me escondo aquí, estoy condenado en cualquier caso.”

            “¿Eras un Portavoz de la Sangre?” Preguntó Kitagi, poniendo cara de asco. Desenvainó su propia espada, pero el guía levantó la mano, deteniéndole.

            “No estoy seguro de lo que pasaría si un mortal muriese en este lugar,” dijo. “Se cauteloso.”

            “¿Y qué si yo era un Portavoz de la Sangre?” Preguntó Himatsu. “Busqué dominar el verdadero poder en vez de malgastar mi vida quejándome sobre preguntas que no podía responder, como tu hacías. ¿Cuál de nosotros es mejor?”

            “Esto es lo más patético que he visto en mucho tiempo,” dijo la voz de otro hombre.

            Todos se volvieron para ver a un hombre vestido con una abollada armadura azul de los Grulla, su cara cubierta por un mempo de hierro. Aunque su armadura era la de un samurai, no llevaba espadas, solo unos cuchillos gemelos en la cadera.

            “¿Uno de la Legión de los Muertos?” Dijo Himatsu mientras el hombre avanzaba hacia ellos. “Quédate ahí, espíritu, o veremos si los muertos pueden morir.”

            El hombre siguió andando. Himatsu se lanzó hacia él con su espada, un diestro y perfecto golpe que el extraño Grulla evitó dando rápidamente un paso hacia un lado. Agarró la muñeca de Himatsu y la retorció, rompiéndola con un sonoro crujido. Cogió una daga de la mano del joven y se la hundió en el estómago, y luego dejó caer sin ceremonia alguna a Himatsu sobre la hierba.

            “¿Qué has hecho?” Preguntó el guía.

            “No te preocupes,” dijo el Grulla, aún de pie sobre Himatsu, que gemía. “No morirá hasta dentro de bastante tiempo.” Miró al guía y sus ojos se entrecerraron. “Te conozco,” dijo lentamente. “El asesino de ogros. Uno de los ronin que cabalgaba con Toturi. Moriste hace años, recuperando la espada de tu familia. Y tú…” Miró sospechosamente a Kitagi. “Llevas la armadura del Clan Grulla, pero yo soy el único Grulla que queda.”

            “Daidoji Uji,” dijo simplemente el guía. “Pero no.” El guía cerró los ojos.

            Kitagi se volvió hacia el guía. “¿Cómo puede ser este hombre Uji? ¡Daidoji Uji murió hace décadas! ¿Qué artimañas es esta?”

            “Os avisé de los peligros si permanecíais aquí,” contestó el guía. “Todos vosotros debéis regresar inmediatamente al reino de los mortales.”

            “Que así sea,” dijo Uji con cara de desprecio. “Queda mucho por hacer para que pueda ser derrotado el Emperador Oscuro. El Shogun necesitará mi ayuda. Envíanos de vuelta a Rokugan.”

            “Lo haré,” contestó el guía, “aunque me temo que no será el Rokugan que conocías. No sé que tipo de magia te envió hasta aquí desde el reino de las pesadillas donde vivías, pero no te puedo devolver allí. En el Rokugan que nosotros conocemos no hay Emperador Oscuro. Fu Leng fue derrotado el Día del Trueno, y ahora gobiernan los hijos de Toturi. Ese es el mundo al que tienes que regresar.”

            Uji lentamente se quitó su yelmo. Su avejentada cara estaba pálida, sus ojos cansados y sin esperanza. “¿No puedo regresar a mi verdadero hogar?” Preguntó.

            “Me temo que no,” dijo el guía.

            “Un mundo donde Fu Leng nunca gobernó,” dijo amargamente Uji. “Estoy condenado al paraíso mientras mis amigos luchan en un mundo sin esperanza.”

            “Tu mundo tiene abundante esperanza,” contestó el guía. “Se renueva cada día con sacrificios como el tuyo.”

            Uji asintió lentamente. Se volvió hacia Kitagi, una mirada inquisitiva en sus ojos. “El Portavoz de la Sangre mencionó a Kaneka. ¿Hablaba del hijo de Toturi?”

            “Si, el Shogun,” contestó distraídamente Kitagi. “Tiene su poder en la Ciudad Imperial.”

            “Ya veo,” dijo el viejo Grulla. Miró ferozmente al guía. “Entonces veremos que tiene que ofrecer este nuevo mundo.” Hizo un gesto a Kitagi. “Y tú me enseñarás este paraíso, chico. Quiero conocer a tu Shogun. Veamos que ha hecho tu gente con el Imperio que mi gente no pudo proteger.”

            “Seguidme,” dijo el guía, “y llevaros al moribundo Portavoz de la Sangre con vosotros, por favor.”

            El guía les llevó por la llanura, de vuelta a Rokugan.