Inmortal

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Kitsu Ineko se arrodilló al borde de la cima de la montaña, mirando hacia las vastas llanuras del Clan León. Desde tan alto, la tierra parecía serena, casi pacífica. Eso era lo que más la gustaba de este lugar. La Montaña del Vigía irradiaba una sensación de seguridad, de estabilidad. Ineko siempre había sentido el poderoso espíritu que había dentro del corazón de la montaña. Cuidaba del Clan León, protegiéndoles. Ella a veces sentía como si el espíritu de la montaña la reconociese. Esos poderosos espíritus era a veces difíciles de entender, el peso de los siglos haciéndoles distantes y retraídos, pero a menudo sentía la montaña saludarla con abierta y amistosa curiosidad. Se sentía allí a salvo, protegida, como si nada en el mundo la pudiese dañar.

            Por supuesto, eso era en gran parte una ilusión. Estas tierras apenas eran pacíficas. Para su clan, era un momento de cambio – violento e inquietante cambio. El señor de su clan, Matsu Nimuro, había muerto recientemente batallando contra el Clan Unicornio. Con un nuevo Campeón y nuevos enemigos amenazando la posición del León como la Mano Derecha del Emperador, muy pronto su clan se vería forzado a demostrar su valía. Para el León solo había una forma de demostrar su valía.

            La guerra.

            Ineko suspiró e intentó concentrarse una vez más, apartando sus pensamientos de asuntos tan inquietantes y concentrándose en el baile de los elementos. No la gustaba la idea de la guerra, pero la guerra llegaría, y cuando lo hiciese su señor la llamaría. Si su magia no era lo suficientemente fuerte, los nobles bushi del Clan León sufrirían. Extendió su mente, por los Reinos de los Espíritus, buscando las voces de los ancestros. Quizás los shiryo, los benditos guardianes que cuidaban a los León desde Yomi, la daría tranquilidad.

            Ineko encontró fácilmente la presencia de varios shiryo. Los ancestros León nunca apartaban mucho la vista de sus hijos. Ella les saludó con una silenciosa oración, pero ellos no la contestaron inmediatamente. Ella sintió confusión, consternación. Los shiryo no miraban a Ineko, si no detrás de ella. La joven sodan-senzo abrió sus ojos y miró por encima de un hombro al darse cuenta de lo que los ancestros la intentaban decir. Alguien la estaba mirando.

            Un samurai vestido con una brillante armadura naranja estaba solo a unos metros de ella. Tenía los elegantes rasgos y la pálida tez de un Shiba, y llevaba el característico anagrama de esa familia sobre su pecho. La miraba intensamente, sus oscuros ojos reflejando alguna insondable sabiduría. Ineko se sintió incómoda meramente al ser escudriñada por él.

            “Konnichiwa, Shiba-sama,” dijo ella, inclinándose educadamente pero sin levantarse.

            El hombre se rió un poco. “Buenos días,” dijo, inclinándose a su vez. “Os presento mis disculpas, mi dama, no pretendía perturbar vuestra meditación. Solo quería ver la Montaña del Vigía.”

            “Es un lugar hermoso,” estuvo de acuerdo Ineko. “Mi padre fue enviado a cuidar de los templos de Shiranai Toshi antes de que yo naciese, por lo que venía a menudo de pequeña. Cuando pasé mi gempukku, pedí ser enviada aquí.”

            Él sonrió irónicamente. “Un amigo mío también tiene cariño a esta montaña,” dijo. “Por eso volvimos aquí, buscando paz y claridad.”

            “Vuestro amigo es muy sabio,” dijo ella.

            “Lo intentamos,” contestó enigmáticamente el hombre. Su sonrisa desapareció, reemplazada por una expresión de vergüenza. “Estoy siendo un maleducado. Por favor, no permitáis que retrase vuestra meditación.”

            Ineko asintió en silencio y estudió al hombre durante un largo instante. Había algo peculiar tras sus ojos, pero eso era algo de esperar en un Fénix. Eran personas peculiares, obsesionados con misterios que el resto de Rokugan no comprendía. No parecía tener el aspecto de un hombre violento; ni siquiera llevaba sus espadas. Ella le sonrió débilmente y volvió a mirar a la llanura. El silencio volvió, aunque Ineko sintió que el hombre no se había alejado.

            “¿Algo más?” Preguntó ella.

            “Vuelvo a pediros perdón,” dijo él apresuradamente, “¿pero sois una Kitsu? Solo lo pregunto porque noté el color de vuestros ojos…”

            Ineko le volvió a mirar. Sus ojos brillaban de color dorado bajo al luz de la mañana, con un atisbo de rojo. “Soy Ineko, de la Casa Kitsu,” contestó. “¿Por qué lo preguntáis?”

            “Se dice que ninguna otra familia en todo Rokugan tiene un vínculo tan estrecho con los shiryo como los Kitsu,” contestó él. “Si eso es verdad, entonces quizás me podríais ayudar.”

            Ineko frunció el ceño. Ella sintió los ojos de los ancestros mirando al hombre con desdén y confusión. “¿Quién sois?” Preguntó ella.

            “Soy Shiba Aikune,” contestó él.

            Ineko se levantó inmediatamente, boquiabierta. Susurró una rápida oración y un escudo de espíritus la rodeó, protegiéndola. Miró a su alrededor, buscando una ruta para escapar, encontrando solo el camino donde estaba Aikune y el alto acantilado tras ella.

            Aikune suspiró. “No te voy a hacer daño, Ineko-san,” dijo. “El Aikune que odiaba tu clan ha muerto.”

            “Mentiras,” dijo ella con una mueca de desprecio. “Si no pensabas hacer daño alguno hubieses anunciado tu llegada a los Ikoma. Eso se sabría por todo Shiranai Toshi. Pero te mueves en secreto. ¿Por qué un samurai tan famoso no anunciaría su llegada?”

            “No deseaba que mis enemigos cayesen sobre los señores locales,” dijo Aikune. “También sé que los León no perdonan fácilmente, y hace siete años le hice a tu clan un daño imperdonable. Pensé que sería mejor venir en secreto.”

            “Si crees que no diré nada sobre tu llegada, Aikune, estas equivocado,” dijo ella, desafiante.

            “Si crees que aún seguiré aquí para cuando lleguen los Ikoma, ambos estamos equivocados,” contestó, cruzándose de brazos. “No busco violencia, Ineko-san, ni consentiré que se me haga sin motivo alguno. Te dije quien era porque deseaba que me ayudases.”

            “¿Por qué ayudaría a un hombre que asesina a sus aliados y destruye ciudades enteras?” Le respondió ella.

            Aikune no mostró sentirse insultado ni sorpresa ante sus palabras. Levantó una mano, y repentinamente un aura de llamas la envolvió. “Por esto,” dijo.

            Una ola de energía mística bañó los sentidos de Ineko. Ella sintió como sus rodillas se doblaban mientras miraba a la ardiente luz, pero mantuvo su equilibrio.

            “El Último Deseo de Isawa,” susurró ella, paralizada, mirando al fuego mágico con claro terror.

            Aikune miró también a la luz, pero sus ojos estaban tristes. “Fue la arrogancia lo que me llevó a echar la culpa al Clan León por las derrotas Fénix en nuestra guerra contra el Clan Dragón,” dijo. “Fue poco tiempo después de encontrar el Último Deseo. Creía que la Victoria hubiese estado a nuestro alcance si los León nos hubiese ayudado como habían prometido. No me importó que vuestras propias tierras estaban amenazadas por los Tsuno. No veía las que ahora son obvias manipulaciones y que habían vuelto al Dragón contra el Fénix, y viceversa. Era impulsivo, débil, egoísta, y el Deseo refleja al que lo lleva. Matsu Shinya murió ese día, así como muchos samuráis León que se adelantaron para defenderle. Si no hubiese recuperado el control, los Fénix también habrían sufrido. Siento sus muertes, pero ese es un error que no pretendo repetir.”

            “Dicen que destruiste Gisei Toshi,” dijo Ineko.

            “¿Si?” Preguntó. Aikune cerró su mano. El brillo de las llamas se apagó. Volvió a mirar a Ineko. “No me merezco tu ayuda, Ineko-san,” dijo. “He dañado mucho al León. Pero siento como mi control del Deseo se desintegra. Temo que si no encuentro las respuestas que busco, pudo hacer un daño aún mayor.”

            “¿Por eso vienes aquí a amenazarme?” Soltó Ineko. “¿Intimidarme para que te ayude? No me importa el poder que tengas, Fénix. Ni yo ni ningún León será tu peón.”

            Aikune la miró decepcionado. “No vine aquí buscando a nadie,” dijo. “Encontrarte fue una coincidencia. Tenías el aspecto de alguien que podría ayudarme. Veo que me equivoqué.” Encogiéndose de hombros, se volvió y empezó a alejarse por la senda de la montaña.

            “Espera,” dijo Ineko, apenas creyendo que se había atrevido a detenerle.

            Aikune la miró. Sus ojos estaban desanimados y casados.

            “¿Por qué viniste a este lugar en particular, sabiendo lo mucho que aún te desprecia el León?” Preguntó ella.

            “Nosotros creamos esta montaña,” contestó Aikune. Parpadeó, respire hondo, y sonrió débilmente. “El Último Deseo creó esta montaña,” corrigió. “Era un regalo para su padre, Isawa. El Deseo tiene voluntad e inteligencia propia, y recuerda este lugar con cariño.”

            Ineko no quería creer, pero encontró que no podía negar que las palabras de Aikune resonasen con verdad. Los estudiosos Kitsu a menudo se preguntaban porque una solitaria montaña estaba en medio de las llanuras. También explicaba porque el espíritu de la montaña parecía mucho más joven que los demás de su clase. ¿Sería verdad? Sintió un creciente reconocimiento proveniente del kami que tenía bajo sus pies, un sentimiento de pesar porque Aikune y el Deseo se marchaban.

            “La montaña es muy hermosa,” dijo ella. “Siempre me he sentido aquí a salvo.”

            El Fénix la miró con una sonrisa irónica. “El Deseo está contento de que te guste,” dijo.

            “¿Qué puedo hacer para ayudarte, Aikune-san?” Dijo en voz baja Ineko.

            Sus ojos brillaron con momentánea esperanza. “¿Es verdad que los Kitsu comprenden mejor a los ancestros que cualquier otro shugenja?” Preguntó.

            Ella asintió.

            “Entonces puedes ayudarme,” dijo. “Dime porque no escucho a mis ancestros.”

            Ella se sorprendió por la intensidad de sus palabras. “¿Por qué te parece tan raro, Aikune?” Preguntó. “Muchos samuráis viven toda su vida sin escuchar jamás a sus ancestros, aunque confieso que eso es inusual en un Shiba.”

            “No había pasado nunca,” la corrigió. “Somos una familia muy espiritual. Escuchamos las voces de aquellos que vinieron antes así como nuestras vidas pasadas. Ello nos otorga sabiduría, guía, y protección. Para algunos esas voces no las escuchan a menudo, pero nunca he escuchado nada.”

            “Algunos hombres nacen sin comunicación alguna con los shiryo,” dijo Ineko. “Los Kitsu les llaman Desamparados. Hay… un vacío alrededor de sus almas, un vacío que silencia a los ancestros. Los espíritus se sienten alterados por su presencia.” Ineko frunció el ceño. “Sentí un vacío así a tu alrededor cuando te vi, Aikune.”

            “¿Por qué está ahí?” Preguntó fervientemente. “¿Qué puedo hacer para quitarme esta maldición?”

            “No es una maldición,” contestó ella. “Es simplemente un hecho de la existencia, tan natural y misteriosa como una tormenta. Los ancestros eligen – o ignoran – a quien quieren. Sin duda hay una razón, pero algunos misterios están incluso más allá de lo que comprende un Kitsu.”

            Aikune cayó en una meditación melancólica. Ineko no dijo nada, sintiendo que se estaba preparando para decir algo más. Antes de que pudiese hablar, ella sintió una repentina ráfaga de conciencia, un aviso de la montaña y los ancestros. Aikune vio la expresión de asombro en su cara e instantáneamente la ardiente aura del Último Deseo envolvió su cuerpo. Repentinamente, una criatura imposiblemente grande arrastró la parte superior de su cuerpo por encima del saliente de la montaña. Era un reptil, su carne tan rosa como la carne cruda. Su aliento quemaba el aire y apestaba a carne podrida. Atacó a Ineko con un largo y musculoso brazo, pero Aikune la apartó hacia un lado y se lanzó hacia delante con una ardiente espada. Cortó la mano de la bestia, hacienda que aullase de ira.

            Mientras prestaba atención a la criatura, un rayo de energía oscura golpeó a Aikune por detrás. Ineko miró hacia arriba de donde había caído y vio a tres hombres demacrados, sus caras adornadas con profundas cicatrices – Portavoces de la Sangre. Aikune se volvió hacia ellos justo cuando otro lanzó su hechizo. Energía verde manchó la brillante aura de llamas de Aikune. Cayó de rodillas. El oni golpeó con una mano a Aikune, aplastándole contra el saliente de la montaña.

            “Una Kitsu,” siseó uno de los Portavoces de la Sangre, viendo por fin a Ineko. “Matarla rápidamente, y luego nos ocuparemos del señor del Deseo.”

            El oni fue a cogerla con su otra garra.

            Ineko cerró sus ojos y susurró una breve oración. La montaña tembló bajo sus pies al ir su espíritu a protegerla. El oni rugió, confuso, al desmoronarse el saliente de roca bajo sus dedos; desapareció acantilado abajo antes de que un estruendo significase el final de su caída. Los tres Portavoces de la Sangre la miraron con peligrosas expresiones, que rápidamente se convirtieron en miradas de terror cuando Aikune se levantó de la huella de la mano del demonio.

            Un Portavoz de la Sangre empezó a decir un rápido hechizo, pero Aikune gritó de furia y cortó el aire con su espada. Una ola de fuego roló hacia los Portavoces de la Sangre, dejando solo cenizas en el aire.

            “Aikune,” dijo Ineko, mirando asombrada al Fénix. Aunque su armadura estaba cubierta de polvo y de la sangre del oni, aparentemente no había sufrido daño alguno.

            Él miró a su alrededor, aturdido. El borde del precipicio se movió, e Ineko se tambaleó. Instintivamente, Aikune alargó un brazo y la estabilizó.

            Los fuegos del Último Deseo la bañaron, pero no había calor ni dolor, solo un resplandor de intense luz. Los ojos de Ineko se pusieron en blanco y ella se perdió en visiones del pasado.

 

 

Shiba Tsuzaki estaba en la orilla, mirando al vasto mar. Sus ojos estaban fijos en el lejano horizonte, su expresión seria y valiente. Lágrimas manchaban sus mejillas, pero las ignoró. Ya no había razón alguna para el pesar.

            Lo había visto todo, la batalla final, mostrase en sus sueños como una obra sobre un escenario. Vio a los Siete Truenos entrar en la Ciudadela de Hierro de Fu Leng. Les vio luchar, inquebrantables, contra la oscuridad. Su valor nunca vaciló, y la magia de Isawa fue verdadera. Les vio morir, uno a uno, hasta que solo quedaba Shinsei y la Escorpión.

            Les vio huir por ese asqueroso páramo que los Cangrejo llamaban las Tierras Sombrías. Vio las asquerosas cosas que les perseguían, un monstruoso ejército liderado por el demonio que tenía el nombre de Fu Leng. Vio las sombras rodear a Shosuro y al Pequeño Profeta, y supo que ninguna fuerza nacida en esta tierra les podría salvar.

            Y entonces su padre estaba allí.

            Shiba atacó con su espada. Tsuzaki recordaba bien la espada. Tsamaru, su madre, había forjado a Ofushikai con sus propias manos y fortalecido con su magia. La katana de puño de perla fue su último regalo a Shiba, dada el día que nació su hijo. El día que fue regalada, Shiba prometió que siempre regresaría a proteger a sus hijos. El espada cortó sin misericordia la carne del Primer Oni, pero no antes de que su veneno hubiese entrado en las venas de Shiba. Tsuzaki vio la mirada de dolor en los ojos de su padre mientras moría. Aunque sus heridas eran grandes, esa no era la fuente de su agonía. Tsuzaki vio a Shinsei arrodillarse junto al moribundo dios. Los dos hablaron durante algún tiempo, pero Tsuzaki no pudo escuchar sus palabras. Solo escuchó las últimas cosas dichas entre el profeta y su padre.

            “Debo cumplir mi promesa,” susurró Shiba.

            “Entonces encuentra el modo, Shiba,” dijo Shinsei con una triste sonrisa.

            “Te ayudaré a cumplir tu promesa, padre,” susurró Tsuzaki, como respondiendo a la lejana visión. “Mi alma, mi vida, por el Fénix.”

            Tsuzaki se puso sobre una rodilla y metió su mano en la fría agua del mar. Quizás lo que intentaba era estúpido, arrogante, la acción de un niño que no podía creer que su padre pudiese morir, pero el orgullo no estaba en la mente de Tsuzaki. Se puso en pie, y al sacar su mano del mar, también sacó a Ofushikai. La espada brillaba en las manos de Shiba Tsuzaki, y una antigua sabiduría brillaba en sus ojos.

 

 

Shiba Tsukune llegó al pie del muro, pero demasiado tarde.

            Encontró el cuerpo roto de Ujimitsu caído entre las cenizas y los escombros, agarrando aún su espada con una mano. Su excelente kimono ahora estaba manchado de hollín y sangre. Su cara, antes hermosa, ahora estaba quemada y aplastada. Ella pensó que estaba muerto, pero entonces sus ojos se abrieron y la miraron. Ella cayó de rodillas junto al héroe caído, sus delgados hombros temblando con callados sollozos.

            Isawa Tsuke les había quitado tanto. El Oscuro Maestro del Fuego había herido a Tadaka, matado a Uona y a Tomo, y asesinado a incontables otros del clan. Ahora Ujimitsu también había caído. Ella nunca se había imaginado un momento en el que Ujimitsu no lideraría al Fénix. No se podía imaginar un futuro sin él. Por primera vez desde que había jurado fidelidad al Campeón Fénix y al Concilio Elemental, Shiba Tsukune se sintió totalmente desesperanzada.

            “¿Qué haremos ahora?” Susurró Tsukune, aunque no se esperaba una respuesta.

            La destrozada cara de Ujimitsu se retorció en una sonrisa. Se irguió tanto como pudo, empujando su espada por la tierra hacia ella. La espada no había sido tocada por la asquerosa magia de Tsuke. El mango relucía de color blanco perla y la hoja brillaba como el agua clara.

            “Mi alma, mi vida, por el Fénix,” susurró Ujimitsu mientras moría.

            Una mirada de comprensión apareció en la cara de Tsukune. Fuego brilló en sus ojos mientras levantaba a Ofushikai con una mano, encontrando su peso extrañamente familiar.

           

 

Kitsu Ineko se despertó y se encontró sobre un camastro en un templo en ruinas. Serios campesinos trabajaban en las rotas paredes, reconstruyendo lo que recientemente había sido destruido. El aire era terriblemente frío, y ella se apretó su delgada túnica fuertemente contra su cuerpo mientras intentaba orientarse. Un hombre sencillo vestido con la elaborada armadura de un oficial Fénix estaba sentado junto a ella.

            “¿Dónde estoy?” Preguntó Ineko, sentándose rápidamente. Una gran estatua de Bishamon dominaba el templo. Parecía mirarla con expresión antipática.

            “En la ciudad de Gisei Toshi,” contestó el hombre, “Aikune te dejo bajo mi cuidado.”

            “¡Shiranai Toshi está a semanas del territorio Fénix,” exclamó ella, “y yo pensaba que Gisei Toshi había sido destruida!”

            “El Deseo otorga a Aikune muchas habilidades; el viajar rápido es solo una de ellas,” dijo el Fénix. “En cuanto a la ciudad, su destrucción fue una ficción conveniente para convencer a los Portavoces de la Sangre que abandonasen el ataque. Aikune movió la ciudad a otro lugar en las montañas.”

            “¿Movió la ciudad?” Contestó ella, aún asombrada. “Incluso con magia… ¿Cómo?”

            “‘Como’ no es una palabra que a menudo preocupe a Aikune,” contestó el hombre.

            Ineko frunció el ceño, dando vueltas a las cosas en su mente. “No tiene sentido,” dijo al fin. “Si tiene el poder de mover una ciudad, ¿por qué simplemente no destruye a Iuchiban?”

            “Porque solamente el poder no es nada,” contestó el hombre. “Esa es una verdad que Aikune ahora está empezando a comprender. Iuchiban tenía una preocupante y completa comprensión del Deseo. Vio sus debilidades y fallos. A punto estuvo de conseguir ese poder para si mismo.”

            “Entonces tenemos suerte de que Iuchiban haya muerto,” contestó Ineko.

            “Quizás,” contestó el hombre, aunque no parecía convencido. “Iuchiban sabía cosas que no podía haber sabido. Incluso con sus espías Portavoces de la Sangre diseminados por todo el Imperio, sabía cosas sobre la historia del Deseo y su creación que no debería saber. Desde la muerte de Iuchiban, muchos de los Portavoces de la Sangre que han sobrevivido continúan buscando a Aikune, como has visto. Los pocos que hemos capturado e interrogado creen que de alguna manera su señor arregló la guerra entre Dragón y Fénix, que Aikune recuperase el Deseo, y otros cuantos eventos que llevaron a la Batalla de Gisei Toshi.”

            “¿Es eso posible?” Preguntó Ineko.

            “Lo dudo,” dijo el Fénix. “Pero Iuchiban creía que era así. Eso nos hace creer que alguien enseñó a Iuchiban lo que sabía sobre el Deseo. Alguien que le manipuló para que atacase a Aikune y le convenció de que era su propia idea. Alguien que creía que podría controlar el Deseo pero dudaba del poder y la firmeza de Aikune. La Batalla de Gisei Toshi fue una prueba.”

            “¿Quién causaría las muertes de tantos para solo una prueba?” Preguntó Ineko.

            “No lo sé,” admitió el Fénix. “Incluso Aikune no lo sabe, y eso me preocupa. Algún desconocido enemigo busca dominar el Deseo. Incluso el Deseo tiene miedo; ya no confía tan implícitamente en Aikune como antes. Veo como se amplía cada día el abismo que les separa, y me pregunto si nuestro enemigo meramente está esperando el momento de atacar.”

            “Dejar que Aikune descarte el Deseo,” dijo ella. “Al mar, o al volcán del Dragón.”

            “El Deseo es un ser vivo,” dijo Mirabu. “Una vez fue abandonado en la forma que sugieres, y casi se volvió loco. No podemos volver a descartar la creación de Isawa. Tiene demasiado poder para hacer el bien – y demasiado potencial para el mal.”

            “Entonces te deseo buena suerte para que resolváis vuestro misterio,” dijo Ineko. “¿Pero por qué me trajo aquí Aikune? ¿Soy una prisionera?”

            “¿Prisionera?” Contestó el Fénix, divertido por la sugerencia. “No, por las Fortunas. Aikune estaba preocupado por ti. Cuando te tocó, el Deseo se extendió. Te viste abrumada por unas visiones. Él tenía miedo de que te había dañado accidentalmente.”

            “Estoy bien, creo,” contestó ella.

            “Bien,” dijo él, aliviado. “Si no te importa que te lo pregunte, ¿qué viste?”

            “Vi la familia Shiba, desde Tsuzaki a Tsukune,” dijo ella. “Vi la Espada Ancestral Fénix pasar de una mano a la siguiente, durante todos los siglos pasados.”

            “Interesante,” dijo él. “Durante mil años, Shiba se reencarnó en cada uno de nuestros Campeones de Clan, hasta que su madre Amaterasu se enfadó con los mortales, reclamó su espada y la colocó en los Divinos Cielos. Ahora cuelga en el cielo más allá del prohibido Camino Dragón, por donde solo caminan los inmortales, donde el espíritu de Shiba Tsukune la protege. Desde entonces hemos estado sin la guía de Shiba. Me pregunto porque el Deseo eligió mostrarte una cosa así.”

            Un sirviente apareció junto al Fénix, ofreciendo un pergamino sellado. “Señor Mirabu,” dijo el chico, “un mensaje de la Maestra Akiko.”

            El samurai asintió y lo aceptó, ofreciendo a Ineko una sonrisa, disculpándose mientras leía su contenido en silencio. Cuando lo acabó, enrolló el pergamino y se lo devolvió al sirviente. Ineko ahora le miraba intimidada.

            “¿Mirabu?” Preguntó ella. “¿Sois Shiba Mirabu?”

            “Lo soy,” dijo él.

            Ella enrojeció profundamente e inclinó su cabeza. “Mis disculpas, mi señor,” dijo ella. “No os había reconocido.”

            “Supongo que estoy acostumbrado a eso,” dijo él riendo.

            “No quería ofenderos, mi señor,” dijo ella, avergonzada.

            “No hay necesidad de que te disculpes,” dijo él formalmente. “Ha sido mi culpa por no haberme presentado. Te he traído una vergüenza innecesaria, Ineko-san. Ahora, si me disculpas, debo escribir una respuesta a la Maestra del Agua.”

            “Por supuesto,” dijo ella mientras el Campeón Fénix se levantaba, inclinaba, y se iba.

            “Humildad,” dijo Aikune mientras Mirabu se iba. “La mayor virtud de Mirabu y su mayor fallo. Desea demasiado servir al Concilio, servir al Shogun, incluso servirme a mi. No se da cuenta de que si comparte con demasiada facilidad el poder nunca se ganará el respeto que se merece. Podría ser un gran líder.”

            Ineko levantó la vista, sorprendida. No estaba segura si Aikune se había acercado silenciosamente o simplemente había aparecido. “Quizás a Mirabu no le importe lo que piensan otros de él, mientras su clan sea fuerte.”

            Aikune sonrió. “Le conoces bien, a pesar de que acabas de conocerle.”

            “Solo puedo decir lo que veo, Aikune-san,” dijo Ineko.

            Su sonrisa desapareció y su oscura mirada se intensificó. “Un demonio le dijo una vez a Mirabu que yo le mataría, y que sería recordado como un traidor. Incluso un destino tan oscuro no desalienta su lealtad. ¿Qué clase de hombre tiene tanta fé en sus amigos?”

            “No lo sé, Aikune-san,” dijo Ineko en voz baja.

            “Entonces hablemos de otras cosas,” dijo él, suspirando. “Cuéntame más sobre tus visiones. ¿Dices que viste la línea genealógica de Shiba?”

            Ineko asintió. “Desde el primero al último.”

            “Entonces viste a mi madre,” dijo Aikune. “Ella fue la última que llevó el Alma. Permitió a Osano Wo llevarla a los cielos para que el Alma no muriese con ella, su sabiduría esparcida por el aire.”

            “La vi,” dijo Ineko.

            “¿Nada más?” Insistió él.

            “Vi muchas cosas, Aikune. ¿Qué deseas saber?” Dijo Ineko, pero luego dudó, recordando algo que de alguna forma antes no había considerado importante. “Había una presencia durante todas las visiones. Una entidad que estaba al límite de mi percepción, pero oculta, siempre observando pero incapaz de actuar, luchando por romper los límites del destino pero siempre permaneciendo en la sombra.”

            “¿Qué era?” Preguntó Aikune. “¿Quién era?”

            Ineko volvió a agitar su cabeza, pero al concentrarse, se aclaró su memoria.

            “Eras tu, Aikune-san,” dijo ella. “El Alma de Shiba te llama, pero no puedes escucharla. El Deseo sintió la llamada, pero no la comprendió.”

            “Pero tu si,” dijo Aikune, mirándola con renovado respeto. “Los ancestros te hablan, y por ello también el Alma.” Extendió una mano, fuego envolviendo las yemas de sus dedos. Suavemente, tocó la mejilla de ella. “¿Qué dice ahora Shiba?” Preguntó él.

            Ineko sintió un leve susurro, un eco de una sabiduría antigua, pero no hubo visiones como la otra vez. “Nada,” dijo ella. “Está ahora demasiado distante, demasiado débil.”

            Aikune puso una mano sobre el hombro de ella. “Entonces llévame hasta allí,” dijo.

            Hubo un trueno, y el suelo tembló bajo Ineko. El templo se derrumbó y desapareció por todos lados. Los trabajadores Fénix se desvanecieron como humo en el viento. Nada permaneció a su alrededor excepto por un cielo vacío y negro. Debajo de ellos, una cinta de plata se extendía en ambas direcciones. Mirando hacia un lado, Ineko no vio nada excepto un negro vacío. En la otra dirección, vio una resplandeciente neblina plateada. Sintió la atracción de Shiba, ahora mucho más fuerte, en el corazón de la luz.

            “La voz está ahora mucho más cerca,” dijo ella. “¿Qué hiciste, Aikune? ¿Dónde estamos?”

            “En los Divinos Cielos,” dijo Aikune con voz severa.

            Empezó a caminar por el Camino Dragón, sin mirar hacia atrás para ver si Ineko le seguía. La joven sodan-senzo se puso rápidamente de pie y le siguió.

 

 

            “Arrogancia,” la voz de la demonio hizo temblar los vacíos cielos. La monstruosa guerrera estaba ante las relucientes puertas de Tengoku. Miraba a Aikune con obvia ira, su pecho subiendo y bajando con cada iracunda inspiración. “¿Te atreves a intentar entrar en Tengoku?”

            “Busco conseguir aquello que pertenece a mi clan, Okura-sama,” dijo Aikune, mirando impasible a la guardiana celestial. “Eso que nos robó Amaterasu.”

            “¡Insolencia!” Soltó la demonio, cerrando sus manos en puños. “¿Acusas a Amaterasu de haber robado?”

            “¿Por qué no pudo robarnos?” Soltó Aikune. “Ella no sabe nada del honor. Forzó a su propio hijo a romper su promesa de proteger siempre al Fénix. ¿Qué diosa honorable haría algo así?”

             “Si crees que puedes decir esas calumnias solo porque la Dama Sol ha muerto, estás terriblemente equivocado, mortal,” dijo Okura. Cogió por detrás de su hombro una pesada espada de hierro. “Te enviaré al corazón de Jigoku.”

            Los ojos de Aikune se entrecerraron. Sus manos brillaron con fuego rojo oscuro.

            “Espera, no,” dijo Kitsu Ineko, rápidamente poniéndose entre ambos. “Esto no tiene porque acabar con sangre. ¡En el nombre del Kitsu que te otorgó su nombre, Okura, detén tu mano!”

            “¿Una León?” Dijo Okura, mirando sorprendida a la sodan-senzo. La poderosa guardiana dio un paso hacia atrás. “¿Qué hace una noble León junto a alguien que calumnia el Cielo?”

            “Calumniar no es lo que pretende Aikune,” dijo Ineko. “Busca la sabiduría que solo Shiba puede ofrecerle, y el alma de Shiba está atada en Tengoku.”

            “Que desafortunado para él,” dijo Okura. “Ningún mortal puede atravesar estas puertas.”

            Ineko miró a Aikune y después a la demonio, pensando rápidamente. El fulgor rojo alrededor de las manos de Aikune no se había desvanecido, ni la mirada asesina de sus ojos. “Decidme, Okura-sama,” dijo ella. “¿Honráis a la Dama Luna y al Señor Sol?”

            “Así es,” dijo Okura sin dudarlo.

            “¿Pero honráis la memoria de la Dama Sol, que se enfadó tanto con los mortales que se quitó su propia vida?” Dijo Ineko.

            “Si,” dijo Okura.

            “¿No os parece eso contradictorio, considerando que los nuevos Sol y Luna una vez fueron mortales?” Dijo Ineko.

            “Eso no soy yo la que lo tenga que cuestionar,” dijo Okura. “Yo sirvo. Esa es la senda del samurai.”

            “Un samurai sirve, pero no ciegamente,” dijo Ineko. “Los antiguos Sol y Luna murieron porque la Oscuridad Viviente hizo que enloquecieran. ¿De qué sirve dejar a Shiba aquí encarcelado, cuando ese encarcelamiento es producto de aquella locura?”

            “Al impedirme el paso, tu sirves a la Oscuridad que una vez ayudaste a destruir, Okura,” dijo Aikune.

            El fuego en los ojos de Okura se suavizó. Envainó su espada, pero bajó la cabeza con pesar. “Lo siento, mortal, pero no puedo desobedecer mis órdenes. Ningún mortal puede atravesar estas puertas. Si entras sin autorización en Tengoku, la ira e los siete dragones caerá sobre ti.”

            “Que así sea,” dijo Aikune, moviéndose para pasar junto a ella.

            “Dile que espere,” dijo una voz desde detrás de Okura.

            Ineko sintió la llamada de la voz de Shiba con mucha más fuerza. Una pequeña mujer salió de las puertas de Tengoku al Camino Dragón. La sodan-senzo la reconoció por las visiones. Era Tsukune, la última Alma de Shiba, ahora la Fortuna del Renacer. La Espada Ancestral del Fénix, Ofushikai, colgaba de su cadera.

            “¡Aikune, detente!” Gritó Ineko.

            Él la miró enfadado, pero lo que vio en los ojos de Ineko le hizo detenerse.

            “Tu madre está aquí,” dijo ella.

            Aikune miró a Ineko, confundido. “No veo a nadie,” dijo él.

            “Ella está aquí,” dijo Ineko. “Ella quiere que esperes.”

            Aikune se detuvo, mirando inseguro de Ineko a Okura.

            “Aikune no me puede ver, ni escuchar,” dijo Tsukune. “No puede hablar a sus ancestros, pero no debido a los designios de Iuchiban o de cualquier otro villano. Pero hay algunos que tienen planes para él, y necesitará la ayuda de Shiba para luchar contra ellos. No nos puede escuchar porque su alma está incompleta.”

            “¿Incompleta?” Dijo Ineko.

            “¿Qué está diciendo?” Exigió Aikune.

            “Dale esto,” dijo Tsukune, ofreciéndola Ofushikai con ambas manos. “Él lo entenderá. Yo pensé que fui llamada a este lugar para salvar a Shiba, pero mi destino, mi lucha, yace en otro lugar. Igual que el de Shiba. Mi vida, mi alma, por el Fénix.”

            Los ojos de Aikune se abrieron de par en par cuando la espada fue depositada en las manos de Kitsu Ineko. Ella a su vez se la ofreció a Aikune, y él la aceptó con una poca característica humilde reverencia.

            Cuando Ineko se giró otra vez hacia Tsukune, esta había desaparecido.

            “Era yo,” dijo Aikune, desenvainando la espada y mirando desolado su hoja. “Ahora lo veo. Siempre iba a ser yo. Yo nací para ser el Alma de Shiba, pero mi destino se frustró.”

            Ineko vio como el vacío espiritual que rodeaba a Aikune cambiaba un poco, pero no se disipó.

            “No puedo escucharle,” dijo Aikune. “Incluso ahora, se me niega mi destino. ¿Por qué?”

            “El estar tan alejado de Shiba dejó una herida en tu alma,” dijo Ineko. “La he sentido desde el momento en que te vi por primera vez, pero no la comprendía hasta ahora.”

            “¡Pero ahora está aquí la espada!” Dijo Aikune. “¿Dónde está Shiba? ¿Por qué no puedo escucharle?”

            “El vacío que dejó Shiba ha sido llenado por otro,” dijo Ineko. “El Último Deseo ahora ocupa la herida de tu alma. ¿Quizás es por eso por lo que puedes controlar el Deseo donde otros han fracasado? No se te negó tu destino, Aikune, meramente has encontrado otro destino.”

            “Eso no cambia el hecho de que hemos venido hasta aquí para nada,” dijo Aikune. “No puedo escuchar la voz de Shiba.”

            “No,” dijo Ineko. “Tu madre ha pasado el alma a otro. Ella ha añadido su sabiduría a la de Shiba, pero sigue siendo la Fortuna del Renacer. El Alma pasará a otro una vez que la espada haya salido de Tengoku.”

            Aikune miró preocupado a Okura. “Esta espada estaba atada a este lugar por deseo de Amaterasu,” dijo. “¿Si intento llevármela, me detendrás, demonio?”

            “Si Tsukune cree que es el momento que regrese la espada, entonces confió en su sabiduría,” dijo Okura. “Aunque si Amaterasu deseó que la espada permaneciese aquí, quizás te veas incapaz de sacarla de Tengoku.”

            Aikune frunció el ceño y miró a la espada. Se concentró profundamente, los fuegos del Último Deseo iluminando su cuerpo. Ahora eran de un color blanco inmaculado. Ineko podía ver los tentáculos de la energía espiritual del Deseo, adentrándose profundamente en la hoja, alterando la magia que la había creado. La espada brilló naranja, como si estuviese inmersa en una forja. Sus sentidos místicos sintieron como algo se rompía, y entonces el poder de Aikune volvió a desvanecerse.

            “Amaterasu ordenó que Ofushikai, la espada vinculada al alma de Shiba, permaneciese aquí para siempre,” dijo Aikune. “Así la espada que Amaterasu ató a este lugar ya no existe. Esta,” miró a Ofushikai, “solo es el símbolo de la promesa de Shiba. Desde ahora la sabiduría de Shiba estará vinculada para siempre directamente a la sangre de mi familia. Pase lo que pase con la espada, el Alma de Shiba permanecerá entre nosotros mientras quede un solo Shiba.”

            “Una impresionante muestra de poder, mortal,” dijo cautelosamente Okura. “Pocos pueden rehacer tan poderoso artefacto con tan poco esfuerzo.”

            Aikune no dijo nada más. Se inclinó ante Okura no Oni y se puso a caminar de vuelta por el Camino Dragón.

            “Vigílale de cerca, hermana,” dijo Okura en voz baja, para que solo lo escuchase Kitsu Ineko.

 

 

            Shiba Mirabu se dejó caer en un banco, exhausto. Su viaje desde Gisei Toshi a Kyuden Isawa no había sido fácil. Con su clan otra vez en guerra, se sentía extendido. Entre el Shogun, los Maestros, Aikune, y su gente parecía que le necesitaban en todos lados al mismo tiempo. Pensó irónicamente en la leyenda de Ujimitsu, uno de los más grandes Campeones de su clan. La leyenda decía que Ujimitsu podía atravesar el Imperio en instantes, e incluso estar en dos sitios a la vez si era necesario.

            Si eso era verdad, se preguntó como lo hacía Ujimitsu.

            “No es extraordinariamente difícil,” dijo una callada voz en respuesta. “Corre muy rápido. Siempre lleva un pequeño almuerzo. Échate una siesta, no duermas, y delega tu autoridad.”

            Mirabu se puso en pie, sorprendido. Muy pronto, cientos de otras voces se unieron a la primera en un coro de saludos y bendiciones. Sobre todas ellas sintió una sola y poderosa presencia. Shiba Mirabu sintió un extraño poder recorrer su cuerpo, una antigua sabiduría llenó su alma, y un peso extrañamente familiar apareció en su cadera.

            El Campeón del Clan Fénix vio una katana de empuñadura de perla, metida bajo su obi.