Juego Final

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

La gente de la aldea no salió para ver la caravana, al menos no en lo esperado. Había demasiado trabajo para eso. No era temporada de cosecha, pero estaba lo suficientemente cerca, y sus días estaban llenos de una aparentemente interminable lista de cosas que había que hacer antes de que cayese la noche, para que sus meses y meses de trabajo se deshicieran por el destino. Pero aún así la mayoría encontró alguna forma de adecuar su trabajo para pasar junto al camino durante la hora en que se la esperaba. Los píos se arrodillaron. Los inconscientes miraban con la boca abierta de sobrecogimiento. Los sabios hablaron a los jóvenes. “Ahí va un gran héroe,” dijeron en tono reverente. “¡Ahí pasa un hijo de las familias Imperiales! ¡Un glorioso servidor de la Divina Emperatriz!”

El magistrado y su guardia continuaron en su senda hacia el templo.

   

 

 

Semanas atrás…

 

Seppun Tashime estaba sentado solo en una sala secundaria del templo. Había estado ahí desde el amanecer, y no mostraba signo alguno de marcharse. Había venido a encontrar la paz, pero por ahora no la había encontrado. El trabajo que tenía ante él era como poco duro, probablemente imposible, y Tashime sabía que no tenía oportunidad de tener éxito si no encontraba su paz interior. No podía permitirse debilidad alguna. La debilidad acabaría con él y con todos los que le seguían.

En otro lugar del templo, hubo una conmoción cuando un grupo de jóvenes samuráis tuvieron una fuerte discusión entre ellos. Tashime les miró durante un momento y sonrió. ¿Había pasado tanto tiempo desde su juventud? Se maravilló ante la variedad de clanes representados entre los jóvenes, y se rió hacia sus adentros cuando un monje se puso entre ellos para intentar mediar la discusión que tanto les animaba. En la historia del Imperio, ¿cuántas veces había evitado el desastre la Hermandad? Eran más sabios que lo que él nunca había sido. Quizás debería considerar…

“¿Os ha traído la paz vuestro tiempo en el templo, honorable invitado?”

Tashime sonrió al viejo abad. “No, hermano, siento decir que no.”

“Eso es desafortunado,” dijo el monje. “¿Hay algo qué pueda hacer para ayudaros, Tashime-sama?”

El magistrado elevó las cejas. “¿Me conoces?”

“Los de la Hermandad buscamos aislarnos de los prejuicios e influencias del mundo exterior, pero uno de nuestros preceptos es que se nos conozca por nuestras obras.” El rostro del viejo se arrugó mostrando una cariñosa sonrisa. “Vuestras obras son muy bien conocidas, Tashime-sama.”

Tashime inclinó la cabeza. “Me honras con alabanzas que no merezco, hermano.”

“Y vos os comportáis con modestia que oculta vuestros logros, honorable magistrado,” contestó el abad. “Parece que vuestras virtudes no tienen límites. En una época en la que parece que hay muy pocos dignos de imitar, ¿puedo preguntar que os mueve? Habéis conseguido tanto e inspirado a tantos… ¿qué es lo que os lleva más allá del amor al bushido y a la Emperatriz?”

“Expiación, hermano,” dijo Tashime. “Necesito una expiación.”

    

 

 

El templo estaba dedicado a Bishamon, y era solo uno de los muchos que había en las provincias León. La Fortuna de la Fuerza era muy respetada en esas tierras, quizás solo detrás de Hachiman, la Fortuna de la Batalla. El templo en cuestión tenía menos tráfico que la mayoría porque era la cosa que más se aproximaba a un depósito de conocimientos entre la Orden de la Fuerza; era, aunque solo con la más generosa de las descripciones, una biblioteca. Y fue aquí donde la delegación Imperial terminó su viaje desde la ciudad de Toshi Ranbo.

El magistrado desmontó y observó el patio. “Deseo hablar con el miembro de mayor rango de la Hermandad.”

Se adelantó un monje que llevaba la vestimenta tradicional de la Orden de la Fuerza y se inclinó profundamente. “Soy Horu, mi señor.”

El samurai asintió respetuosamente. “Me avisó un monje de este templo que había descubierto textos históricos que podrían dar luz sobre la naturaleza y origen de la llamada Orden de la Araña. ¿Es eso correcto?”

“Lo es, mi señor,” contestó Horu.

“¿Y quién es el responsable de descubrir ese supuesto texto?” Preguntó el magistrado. “He tenido a estudiosos buscando exactamente esa información por todo el Imperio, sin fruto alguno. ¿A quién debo las gracias por descubrir este tesoro?”

Horu señaló a uno de las monjas, una mujer vestida igual. “Koshai descubrió la información en un archivo, etiquetado incorrectamente y guardado en un lugar erróneo. O lo hubiésemos encontrado hace mucho tiempo.”

“Tienes mi agradecimiento, hermana Koshai,” dijo el magistrado. “Sin duda tu información no tendrá precio. ¿Cómo puedo agradecerte tu ayuda?”

La monja Koshai se inclinó profundamente. “Muriendo, mi señor.” Levantó una mano y lanzó una llamarada, con rastros negros, que elevó al magistrado del suelo y lo lanzó al otro lado del patio, dejándole humeando en el suelo.

“¡No!” Gritó uno de los guardias, desenvainando su espada.

“Patético,” dijo la monja, chasqueando los dedos. Una docena de sohei apareció desde cada esquina del patio, rodenado completamente a los guardias Imperiales. “Matadles.”

   

 

 

“¿Expiación?” Preguntó incrédulo el abad. “OS miro, señor magistrado, y solo veo un alma por encima de cualquier reproche, un hombre que ha dedicado su cuerpo y su vida al solemne deber de justicia para todos los agraviados. Si puedo preguntarlo, ¿por qué acto necesitáis expiar?”

“Puedes preguntarlo,” dijo Tashime. “Mis fracasos han sido muchos. El que mis éxitos sean celebrados por un gran número de personas no significa que pueda olvidar mis fracasos. Aunque otros quieran hacerlo, no puedo permitirme ese lujo.”

El abad le miraba intensamente. “No lo había visto antes,” admitió, “pero tenéis el alma de un penitente. Pero creo que sois un falso penitente. No creo que vuestra alma necesite limpiarse, pero seguís adelante esperando hacer exactamente eso.” Agitó la cabeza. “Buscáis una paz que fácilmente podría ser tuya si solo la aceptases.”

“Hace no mucho tiempo, confesé a otro miembro de tu orden que fui débil en el cumplimiento de mi deber, que permití que la debilidad y la emoción comprometiese mi juicio. Y el resultado final de esa debilidad fue la pérdida de una valiosa vasalla, una mujer que prometía un gran potencial. Ella no debería haber muerto.”

“Los samuráis mueren cada día en el cumplimiento de su deber,” dijo el abad. “Muchos profesan que ese destino es precisamente lo que desean. Tengo mis problemas con esa idea, pero no puedes negar que es la filosofía prevalente.”

“Ella murió, y luego volvió a levantarse,” continuó Tashime. “Aún existe, un grave peligro para el Imperio, por mi debilidad.”

“Ah,” dijo el abad. “La influencia de Jigoku sobre el reino de los mortales no puede ser culpa de nadie que no abrace deliberadamente su oscuridad.”

“¿No puede?” Dijo Tashime. “Ya no estoy seguro.”

El monje estuvo callado durante un tiempo. “Hay algo más. Algo que sentís que no podéis compartir. No os pido que lo hagas conmigo, honorable samurai, pero debéis saber que sea lo que sea, no eres…”

“Tengo una hija.”

“Ya veo,” dijo el monje. Frunció el ceño. “Había oído que erais soltero, pero no consigo ver como estos…”

“Yo era muy joven, apenas había pasado mi gempukku,” dijo Tashime. “Tuve un devaneo con una mujer y… bueno, hubo ramificaciones. No fue hasta que lo hice que me di cuenta de lo que eso implicaba, no solo para mí sino para toda mi familia. Ese día juré que solo avanzaría la causa de la familia Seppun.” Sonrió. “Pero mira lo que he soltado sobre el Imperio. Soy una vergüenza.”

“Sois un hombre,” insistió el abad. “No estáis libre de fallos. Ningún mortal lo está.”

“Para poder compensar la vergüenza de mis acciones, mi hija nunca ha sabido quien soy,” dijo Tashime. “para honrar mi deber, he abandonado mi papel de padre. ¿Crecerá amargada y odiosa? Incluso después de todo lo que he hecho para intentar compensar mis errores, ¿cometerá aún más mi hija por lo que yo he hecho?” Se miró las manos. “¿Cómo es posible dejar el mundo mejor de lo que te lo encontraste?”

“Ya lo habéis hecho,” le aseguró el abad.

“Ya veremos,” dijo Tashime. Sacó un pergamino de su cinturón y se lo dio al abad. “Si te enteras de mi muerte, ábrelo, por favor, y usa la información para encontrar a mi hija. Dila… bueno, dila quien fue su padre.”

“Su padre fue un gran hombre.”

“Quizás en la muerte pueda finalmente cumplir con todas mis obligaciones,” dijo Tashime. Sonrió y se levantó. “Gracias por escuchar como un estúpido divaga, hermano. Espero que tengas un buen día. Siento si la gravedad de mi situación me ha hecho algo maleducado. Agradecería que no hablases de esto.”

El monje frunció el ceño. “¿Esto ha sido una especie de catarsis para vos, Tashime-sama?”

El magistrado solo sonrió. “La debilidad debe ser purgada antes de la batalla. Hacerlo de otra forma es una manifiesta estupidez.”

    

 

 

Los sohei y los guardias Imperiales estaban ocupados matándose entre ellos, pero la mujer antes conocida como Tamori Shaiko, ahora conocida como la Mujer Gris, y solo momentáneamente conocida por el irónico alias de Koshai, cruzó el patio para examinar el cuerpo del enemigo. “Tashime,” dijo ella riéndose. “Debo confesar que siento una pequeña decepción. Esto ha sido demasiado anticlimático. Pero claro, nunca tuviste una oportunidad de vencer, ¿verdad?”

El magistrado se sentó de repente, su ropa aún humeante, y lanzó a Shaiko una llamarada de fuego no muy distinta de la que ella había usado solo unos momentos antes, excepto que estaba libre de venas negras corrompiendo su pureza. El grito de respuesta de Shaiko fue tanto de dolor como de ira, e incluso cuando ella se puso en pie desde donde había caído al suelo, se tuvo que lanzar a un lado cuando uno de los guardias casi la partió en dos. “Pensaba que eras más lista, Shaiko,” dijo el guardia, tirando a un lado su mempo. “Este engaño es de niños.”

“¡Tiempos desesperados!” Gritó Shaiko, tirando a un lado la parte de sus ropajes que estaba en llamas. “¡Veo que permanecen tus ganas de disfrazarte! ¡Más estúpida soy por esperarme algo original!”

Tashime desvió con su espada un rayo que la mujer le lanzó, la empuñadura gruesamente envuelta en tela calentándose en sus manos. “Siento lo que te ha ocurrido. Te fallé.”

“¡Tu maldita búsqueda me convirtió en esto!” Chilló Shaiko. “¡Te agradecería el poder si no te odiase tanto!”

Tashime la rodeó, manteniendo levantada la guardia con su espada. “¡Iyedo!” Gritó. “¿Estás bien?”

“Bastante bien, mi señor,” contestó el Cangrejo. “Hacerme pasar por vos ha sido el logro de mi vida.”

“¡No es el momento!” Le gritó Tashime, irritado por los infrecuentes pero siempre inoportunos sarcasmos del Cangrejo. Su mirada nunca se apartó de Shaiko. “Acaba con esto,” dijo en voz baja. “Abandona esta existencia antinatural. No olvides quien fuiste.”

“No tienes ni idea de quien soy,” siseó Shaiko.

“La mujer que conocí, la mujer… la mujer que amé… nunca hubiese querido que continuase esta burla.” Dudó. “¿Hay algo de ella que quede en ti?”

“¡Morirás sin saberlo!” Rasgó el aire con sus garras, hacienda que afiladas columnas de tierra surgiesen hacia el cielo en una línea entre ella y Tashime.

El magistrado se lanzó a un lado, una de las columnas rasgando su manga y clavándose en su brazo. Apretó los dientes pero no gritó. Con su otra mano lanzó una bolsita hacia su enemigo. Se rompió en su cara y llenó sus ojos y garganta con una espesa y empalagosa pimienta, haciendo que ella jadease y se arañase la cara. Tashime sabía que no importaba que ella no necesitase respirar, solo que ella se lo creyese. Saltó hacia ella, su espada en alto. En el último instante, mientras su acero descendía hacia su carne muerta, los ojos rojos de ella le miraron con absoluto odio y asco.

La espada de Tashime atravesó el estómago de Shaiko hasta casi alcanzar la espina dorsal mientras que la garra no-muerta de ella le rasgaba el pecho, destrozando su túnica y arrancando la carne de sus huesos. Ella cayó gimiendo mientras que él trastabilló unos pasos antes de caer al suelo, su sangre rápidamente manchando la tierra a su alrededor. “Iyedo,” jadeó. “Iyedo…”

La cara del shugenja Cangrejo apareció en s campo de visión, pero estaba rota y ensangrentada, y sus ojos miraban hacia la lejanía sin ver nada. Su cuerpo cayó al suelo junto a Tashime, y por primera vez el magistrado se dio cuenta que el único sonido que podía escuchar era el de crujir, como si el fuego consumiese el templo. No había sonido de lucha, ya no. Un solitario monje se puso en pie y le miró durante un momento, sus manos aún manchadas con la sangre del shugenja, y luego se giró para mirar a Shaiko.

“Maestro,” graznó ella, su voz débil y apagándose. “Maestro, ayúdame.”

El monje la miró durante largo tiempo. “No,” dijo finalmente, y la dio la espalda. Se volvió a acercar a Tashime. “Has sido molesto.”

“R… ríndete… tu,” consiguió decir Tashime, sus manos agarrándose sus heridas.

“Me imagino que eso es algún tipo de humor,” dijo el monje. “Irrelevante, pero inesperado. Tú… eres digno. Si sobrevives, si vives y eres capaz de volver a ser una amenaza, búscame. No te insultaré lanzando e tu camino más vasallos indignos. Tú y yo volveremos a hablar, si tus Cielos te permiten vivir. Ya veremos.”

El monje se fue. Tashime yació en la tierra empapada de sangre mientras el templo ardía, su cabeza dando vueltas, su vista borrosa.

El mundo se oscureció a su alrededor.