La Emperatriz – Kitsuki Iweko

La Conclusión, Parte 6

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El día veintiuno del Mes del Perro, año 1170

 

En el día veinte del Perro, la última ronda del Torneo Celestial en la Colina Seppun había transcurrido bajo la atenta mirada de la Voz del Sol de Jade y la Voz de la Luna de Obsidiana. En ese día, un samurai Unicornio relativamente desconocido había acabado venciendo, y había asumido el puesto de Favorito de los Cielos, un título ilustre con desconocidas connotaciones. Al término del torneo, las Voces de los Cielos habían indicado a todos los reunidos que regresasen a sus hogares, altares y templos, ya que el juicio final de los Cielos estaba próximo.

Al amanecer del día siguiente, miles estaban rezando y meditando, cumpliendo solemnemente la voluntad de Tengoku, como les habían dicho. Abrieron sus ojos al unísono. Los que estaban reunidos en grupos se miraron entre si y, sin decir palabra, se levantaron y caminaron hacia la Colina Seppun.

Había llegado la hora de la sentencia. Mientras los miles de fieles se reunían alrededor de la base de la colina, las impasibles figuras de la Voz del Sol de Jade y de la Voz de la Luna de Obsidiana aparecieron sobre ella, simplemente manifestándose junto a los brillantes rayos del sol de la mañana.

“Los ojos de los Cielos han estado observando a la humanidad durante mucho más tiempo del que creéis,” dijo la Voz del Sol de Jade. “Han visto la arrogancia y la presuntuosidad de los hombres, y han encontrado que no dan la talla. Ya se ha acabado su tiempo. Los hijos de los hombres ya no gobernarán el Imperio. Un hijo de los Cielos debe reinar, o todo se habrá perdido.”

“Mientras los hombres y mujeres de los Grandes Clanes competían,” añadió la Voz de la Luna de Obsidiana, sus palabras entremezclándose entre la gente como una cinta de seda, extasiando a todos los que las escuchaban, “todos los que estaban allí junto a su clan fueron juzgados. A todos se les sopesó contra los ideales establecidos durante el amanecer del Imperio, que la devoción de los hombres hacia los Cielos fuera como siempre debería haber sido.”

“Entre todos los que habían viajado hasta aquí para buscar el favor de Tengoku, un clan se ha elevado sobre todos los demás. Un clan de virtud y honor. Un clan digno del deber de poner un gobernante sobre el trono durante los próximos mil años.”

El silencio fue absoluto y nada lo rompió.

“Representantes del Clan Dragón,” dijo la Voz de la Luna. “Adelantaros.”

Media docena de samuráis, los elegidos para representar a su clan en el torneo, se adelantaron y arrodillaron, sin saber lo que se les pediría. “Uno de vosotros reinará sobre todos los hombres,” dijo la Voz del Sol. “¿Quién será?”

“Mis señores,” dijo Togashi Satsu. “Si puedo decirlo, nosotros no podemos tomar esa decisión. Ambos tenéis poder de los Cielos, más allá de lo que cualquier mortal ha conocido jamás, percibís la medida del alma de cada hombre y sopesáis la virtud que hay en él… sois los que debéis elegir. Está por encima de mi puesto el pediros algo así, mi señores, pero debo pedíroslo: por favor, elegir de entre el Dragón al más digno y piadoso, y exaltarle por encima de todos.”

“Los Cielos están contentos,” dijo la Voz de la Luna. “Togashi Satsu exhibe en sus palabras la sabiduría de los Kami.”

“El Sol de Jade y la Luna de Obsidiana, en su ilimitada misericordia y sabiduría, aceptan tu petición,” dijo la Voz del Sol. “Kitsuki Iweko, adelántate.”

La daimyo de la familia Kitsuki se puso en pie donde estaba arrodillada, totalmente pálida. Miró a Satsu, una mirada inquisitoria. “Esta es la hora de tu destino,” dijo el Campeón Dragón. “Abrázalo sin arrepentimiento. Te he conocido toda tu vida. Nada me puede sorprender menos que el que te hayan elegido. Ve.”

Lentamente, Iweko ascendió colina arriba y se arrodilló ante las Voces de los Cielos. “Kitsuki Iweko,” preguntó la Voz de la Luna, “¿eres digna de este honor?”

“No,” contestó ella de inmediato. “No lo soy.”

“Nadie lo es,” estuvo de acuerdo la Voz del Sol. “Pero tú, que virtualmente no tienes defectos ni faltas, que has vivido toda una vida dando ejemplo de lo que los Cielos piden a aquellos que les sirven, eres la primera entre millones.” Extendió su mano, que estaba envuelta en fuego de jade. “Acepta las bendiciones del Sol de Jade, Kitsuki Iweko.”

Igualmente, la Voz de la Luna extendió su mano, oculta tras sombras. “Acepta las bendiciones de la Luna de Obsidiana, Iweko-san.”

Iweko dudó un solo momento, y luego alargó sus manos y cogió las de ambas Voces en el mismo instante.

Las nubes sobre la Colina Seppun se abrieron, y el resplandor de Tengoku brilló sobre el reino de los mortales. Los presentes no pudieron aguantar su brillo, y tuvieron que mirar hacia otro lado. Hubo un estruendo, una sola nota de inmaculada perfección, que todos los que allí estaban no escucharon con sus oídos, sino resonando dentro de sus almas, y nadie pudo cuestionar que los Cielos estuvieron presentes en ese único y perfecto instante.

El sonido se difuminó, y el brillo se apagó. Los presentes miraron a la Colina. Allí, Iweko estaba entre las Voces, perfecta su postura, su ademán irrevocablemente e inexplicablemente cambiado. Sus ojos, marrones solo un momento antes, eran de un reluciente azul que nadie había visto antes excepto en la majestad del cielo, y ella miró favorablemente a sus súbditos.

Las Voces del Sol y la Luna se arrodillaron ante ella. “Que todos aclamen a la Divina Emperatriz, Hija de los Cielos,” ordenó la Voz del Sol.

“Que todos aclamen a la Emperatriz Iweko Primera,” añadió la Voz de la Luna.

Al unísono, sin pronunciar palabra, los miles presentes se arrodillaron ante la Emperatriz.

 

           

La tienda de campaña era pequeña y algo raída. No había guardias apostados, y nada de ella o en ella llamaba la atención. Era exactamente igual que cientos de otras, y como tal ofrecía la comodidad del anonimato. Era simple llegar a la conclusión que nada de ella había llamado la atención desde el momento en que había sido levantada, hasta ahora mismo.

Satsu ignoró las miradas de asombro y retiró a un lado la portezuela que cubría la entrada de la tienda. Sintió una inusitada sensación creciendo en su pecho, y supo que era ira. Gran parte de su vida la había dedicado a la búsqueda de la serenidad y del equilibrio, que a veces tenía dificultades controlando el inicio de una fuerte emoción. Afortunadamente, los últimos meses le habían dado amplias oportunidades para forjar su voluntad y hacerla de acero. Ahora necesitaría esa fuerza.

El joven que había en la tienda de campaña estaba sentado ante un pequeño y estropeado escritorio. Levantó al vista cuando entró Satsu, sus ojos abriéndose durante un breve segundo antes de que volviese a ejercitar el obvio control que tenía sobre si mismo. “Togashi Satsu,” dijo el hombre, inclinándose tan profundamente que su frente tocó la superficie del escritorio ante el que estaba sentado. “Es un gran honor.”

“He venido a traer la palabra de mi Emperatriz,” dijo Satsu en voz baja. “Sería de tu mejor interés el que te mantuvieses callado a no ser que se te pregunte algo.”

El ronin llamado Susumu abrió la boca, pero luego la volvió a cerrar inmediatamente y sonrió, asintiendo con deferencia.

“Fuiste testigo de la proclamación de las Voces de los Cielos,” dijo Satsu, “y del subsiguiente ritual del ascenso, ¿correcto?”

“Lo fui,” confirmó Susumu.

“Entonces fuiste testigo de un evento que no tenía precedentes en nuestras vidas,” dijo Satsu. “Fuiste testigo de la trascendencia de Kitsuki Iweko a la Divina Emperatriz. Fuiste testigo de la esencia de los Cielos mezclándose con un alma humana, aunque solo durante un momento.”

“Si,” dijo Susumu. “Fue… glorioso.”

“Fue más que eso. Fue milagroso. En ese instante, se le dio a la Emperatriz entendimientos que ningún mortal ha conocido jamás. Se la dieron verdades, verdades sobre muchas cosas. Incluidas las del Clan Araña.”

Susumu frunció el ceño. “Lo siento, pero no sé de que estáis hablando.”

“Tus mentiras no significan nada para mi,” dijo Satsu. “Continúa envileciéndote con ellas si quieres, pero yo no las justificaré. La Emperatriz conoce tus acciones, tus planes, y aquellos a los que sirves, Daigotsu Susumu. Ella todo lo ve.”

Al principio el cortesano no dijo nada. “Es extraño que la Emperatriz envíe a su Voz como un asesino. ¿Por qué no al Shogun?”

La expresión de Satsu no cambió, pero eso requirió un colosal esfuerzo de voluntad. “Habría estado encantado si mi Emperatriz me hubiese otorgado el honor de acabar con tu vida,” dijo. “Hubiese sido un poco de justicia por el gran número de vidas que valían mucho más que la tuya. Desgraciadamente esa no es mi tarea, aunque rezaré fervorosamente todos los días para que algún día la Emperatriz me elija para tal honor.”

Susumu había palidecido visiblemente. “¿Entonces qué es lo que queréis?”

“¿Por qué sirves a Daigotsu?”

Susumu frunció el ceño. “¿Qué?”

“Contesta la pregunta,” insistió Satsu. “Se me dijo que calibrase tu respuesta.”

Susumu se quedó sentado durante un momento. “Muy bien,” dijo finalmente. “Sirvo a Daigotsu porque él es fuerza, y voluntad, y concentración. Recompensa la fuerza donde otros solo recompensan la adulación. A su servicio, recojo la recompensa por mis éxitos, y solo yo debo acarrear mis fracasos.” Se detuvo. “Y venero a un dios cuyas bendiciones no se dan ni quitan sin razón alguna. Los samuráis deben tener fé en su señor y en sus dioses. ¿Qué necesidad tengo yo de fé? Tengo pruebas de que llevo conmigo su favor.”

Los músculos de las mandíbulas de Satsu se tensaron visiblemente, pero no reaccionó externamente. “No llevas la marca de Jigoku en tu alma.”

“No,” dijo Susumu con orgullo. “No la necesito para servir a mi señor. Mis fuerza es suficiente.”

“Que así sea,” dijo Satsu. “La Emperatriz ha viso la verdad de tu ‘Clan Araña,’ y lo encuentra una abominación. Desde hoy en adelante, nadie podrá llevar vuestro símbolo bajo pena de muerte. Las fuerzas del Shogun caerán sobre vuestras fortalezas en el Shinomen Mori, las ruinas de Otosan Uchi, y sobre todo lugar donde vuestro veneno ha arraigado. A quienes tu señor ha atado a su voluntad dentro de las filas de los Grandes Clanes serán erradicados y destruidos por los Campeones Esmeralda y Jade. Todos vuestros trabajos serán desmontados. Harás que esto llegue a tu señor antes de regresar junto a la Emperatriz.”

La expresión de Susumu era de absoluta confusión. “¿Junto a la Emperatriz? ¿Esperas que caiga sobre mi propia espada? No puedes ser tan estúpido.”

“Solo se espera de los que tienen honor el que se quiten sus propias vidas. Nadie esperaría eso de ti,” dijo Satsu con desdén. “Pero, a pesar de todos tus pecados, sirves lealmente a tu señor y a tu dios. Entiendes el deber, y la piedad. Tu y los que son como tu habéis engañado a todo un Imperio. Tu perspicacia, tus observaciones, serán distintas a las de los que sirven a los Grandes Clanes. Por esta razón, y porque la Emperatriz desea conocer en todo momento que hace tu señor, permanecerás a su lado en la Corte Imperial.” Se detuvo, su cara mostrando un leve desprecio. “Como Consejero Imperial.”

“¿El Consejero Imperial?” La expresión de Susumu no podría haber contenido más asombro si él mismo hubiese sido declarado Emperador de Rokugan. “Tu Emperatriz debe estar loca. Si los Grandes Clanes descubren la verdad sobre los Araña, y encuentran a uno junto a ella…”

“La verdad no se conocerá,” dijo Satsu. “El hacerlo rompería a los clanes, y lo que ahora necesitan más es unidad. No, por ahora la verdad permanecerá oculta, por el bien del Imperio. Pero avisa de que todos los que tienen la marca de Jigoku serán matados allí donde se les encuentre. Solo los que son como tú, los que no tienen la influencia de las Tierras Sombrías en sus cuerpos y almas, tendrán la oportunidad de ganarse el perdón de la Emperatriz. Serás el mensajero de la Vasalla de los Cielos a aquellos que han abrazado la senda del Kami Caído. ¿Lo entiendes?”

“No,” dijo inmediatamente Susumu. “Pero en cualquier caso obedeceré.”

 

           

En el día veintidós del Perro, en el año 1170, la Emperatriz de Rokugan y sus consejeros, protegidos por mil guardias Seppun, se fueron de la Colina Seppun y empezaron su viaje hacia el Palacio Imperial de Toshi Ranbo. Más de diez mil se reunieron para ser testigos de la marcha de su palanquín, y todo el camino, desde el comienzo de su viaje hasta su final, se vio rodeado por todos lados por alegres habitantes del Imperio, alabando su nombre y llorando de alegría por el ascenso de una nueva Dinastía Imperial.

En el año 1170 por el calendario Isawa, la Era del Hombre terminó.

EL Reinado de la Divina Emperatriz había comenzado.