La Marcha

 

por Brian Yoon

Editado por Fred Wan

Traducido por Mori Saiseki & Oni no Pikachu

 

 

Las famosas agujas de las Torres Yogo se erguían en el cielo mientras Bayushi Keirei se encaminaba entre la multitud de shugenjas, alumnos, y civiles que se agolpaban en las calles de la ciudad. La función de las Torres Yogo había sido la de ser los dojos de la Escuela de Shugenja Yogo, pero había cambiado lentamente con el transcurso de los años al crecer las Torres en importancia y fama. La localización de las Torres era al mismo tiempo cercana a las tierras León y fácil de defender de fuerzas atacantes. Parecía que muchos campesinos y mercaderes habían huido a la relativa seguridad de la ciudad que rodeaba al dojo, esperando que los samuráis les protegiesen lo mejor que pudiesen de los enemigos que ahora merodeaban por sus tierras. No conocía el lugar, pero las direcciones habían sido claras y simples. La inesperada multitud era la única complicación.

Los campesinos y mercaderes que llenaban las calles no se fijaban en Keirei mientras este se deslizaba sin esfuerzo entre la multitud. Se preguntó brevemente si le estaban haciendo hueco porque estaban asustados por los recientes eventos, o si estaban bien versados en la tradición Escorpión del secretismo. Había visto muchas cosas en esta guerra que asustarían a cualquier persona racional. Tenían suerte que él era más un arma que un hombre, pensó Keirei.

Abandonó el flujo de la multitud y desapareció en las callejuelas de atrás. El lugar de encuentro – una casa de té abandonada, que había sido abandonada hace tiempo por su falta total de gusto – no era digno de la atención de ningún daimyo, pero Shosuro Toson ya estaba allí, esperando su llegada. La cara de Toson, cubierta totalmente por una máscara completa, no miraba hacia la entrada. Su erguida postura no traicionaba nada de sus emociones o pensamientos.

Keirei entró en la sala, se arrodilló, e inclinó. “Toson-sama.”

“¿Tengo buenas noticias que informar a Miyako-sama, Keirei?” Preguntó Toson sin girarse.

“No,” contestó rotundamente Keirei. “De hecho, mi señor, os traigo malas noticias.”

Toson solo reaccionó ante la noticia asintiendo con resignación y esperó en silencio su continuación.

“Mi señor,” continuó Keirei, “camina sin dificultad por nuestras tierras, a pesar de mis mejores esfuerzos. Tras varios intentos, algo está claro. La criatura ejerce algún tipo de control sobre los otros no-muertos que aún deambulan por nuestras provincias.”

“Imposible,” respondió rápidamente Toson. “Ninguna de las demás víctimas de la plaga han mostrado nunca habilidades parecidas.”

“Eso es lo que yo creía, pero mis ojos han visto la verdad. He perseguido a la Desgracia y vigilado sus movimientos desde que se me dio esta misión. Sigue rodeado por una guardia de honor de los más fuertes de su horda.”

Toson se giró hacia él, la furia irradiando de sus movimientos. “Describe otra vez a esas cosas con esa palabra y te enterarás,” siseó.

Keirei bajó la cabeza. “Un lapsus-lingue, Toson-sama. Perdonadme.”

“Podría ser una coincidencia,” dijo Toson, su humor otra vez gélido. “Es un error creer que estos monstruos pueden mantener motivaciones o pensamientos humanos. Les mueve un deseo mucho más básico.”

Keirei agitó la cabeza. “Estas criaturas no hacen las depredaciones de los demás zombis sin asegurar antes la seguridad de la Desgracia. Montan guardia mientras la Desgracia come. Defienden específicamente a su señor de mis ataques, incluso cuando criaturas normales apenas notarían mi presencia. Mi señor, es un error mayor el desechar una teoría solo porque va contra la tradición.”

Durante un largo momento, Toson no respondió. Cuando volvió a hablar, su voz era peligrosamente suave. “Eres bastante atrevido para alguien que regresa de una misión con las manos vacías.”

“Soy solo un instrumento que extiende vuestro alcance por las provincias,” contestó Keirei. “Un instrumento no necesita intercambiar cortesías con la mano que lo blande.”

Toson hizo un pequeño bufido de regocijo. “Que así sea. Supongo que podría seguir siendo un ser extraordinario incluso tras su muerte. En tu experta opinión, ¿cómo de extensa es su influencia sobre los no-muertos?”

“No sabría decirlo. Pero muchos zombis parecen congregarse hacia su posición. No puedo decir si hace esto con algún objetivo en mente, pero el resultado está claro. La Desgracia está reuniendo un ejército alrededor suyo.”

“¿Hacia dónde se dirigían?” Preguntó Toson.

“Hace cinco días, la horda se dirigía hacia el noreste,” dijo Keirei. Frunció el ceño. “Parecen dirigirse hacia los Grulla, pero sus movimientos sugieren que no es su verdadero objetivo. Creo que el ejército desea moverse hacia las provincias del Clan León.”

 

 

El sendero que iba hacia el norte estaba completamente bloqueado por una fila de jinetes, completamente armados y buscando pelea. Bayushi Himaru no se sorprendió. De hecho, había contado con la diligencia de los Guardianes León, guerreros que patrullaban sus fronteras. Podría hablar con aquellos que quizás le diesen lo que necesitaba sin aparentar buscarles. Ralentizó su caballo y se detuvo a unos veinte pasos de los León, y sus guerreros le imitaron.

“Aprecio que estéis usando los caminos, Escorpión-san,” dijo secamente el León al acercarse el Escorpión. “Casi creo que tengas una razón legítima para entrar en nuestro territorio.”

“No hay razón para intentar buscar un hueco en tu frontera, Ikoma-san, ya que el alcance de vuestros Guardianes es muy grande,” dijo Himaru. “Soy Bayushi Himaru, alumno del Método Saibankan. Vengo sin engaños. Solo deseo entrar en tus tierras – y un favor, si es que me quieres escuchar.”

El halago pareció no mejorar el adusto humor del León – pero hablaba bien de él que ni se ofendiese ni se burlase de las palabras de Himaru. La opinión de Himaru sobre su compañía creció un poco, y empezó a albergar la esperanza que su plan tendría éxito.

“Soy Ikoma Toruken,” contestó el León a regañadientes. “Hijo de Ikoma Jun e Ikoma Saiken, graduado en la Escuela de Guardianes. No te impediré pasar, siempre que tengas los papeles adecuados. En cuanto a tu favor, puedo prometer escuchar pero poco más. El tiempo es precioso durante una guerra.”

“Tengo lo que necesitas,” dijo rápidamente Himaru. Se bajó de su caballo deslizándose y metió la mano en sus alforjas para coger los pergaminos que había dentro de ellas. Algunas eran órdenes y mensajes, pero una tenía el sello de los Magistrados Esmeraldas en la parte delantera. Con los papeles adecuados en su mano, Himaru cruzó la pequeña distancia entre los dos contingentes. Toruken desmontó y caminó para encontrarse a mitad de camino, dando a ambos líderes un poco de privacidad.

“Aprecio tu Buena disposición para escuchar,” dijo Himaru.

Toruken desenrolló el pergamino y habló sin levantar la vista de su contenido. “Apreciaría transparencia, Himaru-san. Rápidamente.”

La mente de Himaru corrió para intentar destilar en lo más básico todo lo que quería decir. Siempre había sido un hombre prolijo, y quitar los adornos le iba a ser difícil. La delicada naturaleza de su petición hacía que la honestidad fuese imposible. La misión que Shosuro Toson había dejado a sus pies parecía difícil de realizar en el mejor de los casos e imposible durante esta tensa y complicada época.

Adviérteles, le había dicho el daimyo Shosuro. No deben conocer nuestra vergüenza, pero deben estar preparados para defender sus tierras.

Mientras miraba los implacables ojos de Toruken, Himaru supo que tendría que andar con pies de plomo para convencer de algo al León.

“Al León se le conoce por todo el Imperio por ser un clan directo, Toruken-san. Vuestra reputación de gente directa y honorable es inquebrantable.”

Toruken levantó una ceja. “Espero que tu favor no incluya escuchar vacíos halagos.”

“Los exploradores de vuestros ejércitos son reconocidos por su eficacia, pero no están acostumbrados a sacar secretos de entre las sombras.”

“Nuestros exploradores,” dijo lentamente Toruken, “son hombres honorables. Hay límites sobre lo que un hombre honorable puede hacer, sean cuales sean las circunstancias.”

“Nosotros no tenemos esos reparos,” dijo Himaru, sonriendo. Toruken no imitó el gesto.

Nuestros exploradores han determinado que hay una gran amenaza acercándose a vuestras tierras, Toruken-san. A no ser que reaccionéis con las defensas adecuadas, el corazón de las tierras León estará en riesgo de destrucción.”

Toruken se cruzó de brazos delante de su pecho. “Es asombroso que no hayamos visto signo alguno de esa gran amenaza. Algo que puede golpear nuestro centro debe dejar algún tipo de rastro, pero nuestros exploradores no han descubierto nada.”

“Solo porque no están acostumbrados a estar entre las sombras, como nosotros si lo estamos,” contestó Himaru. “El hecho de que seamos capaces de reconocer la amenaza significa que las Fortunas están con nosotros. Sé que las relaciones entre nuestros clanes han sido poco firmes. Hemos tenido nuestros desacuerdos en el pasado. Pero no tenemos intención alguna de quedarnos al margen viendo como nuestros vecinos están siendo devastados por esta amenaza. Vendrá del sureste. Debéis mover uno o más de vuestros ejércitos a esa frontera y preparar vuestras defensas.”

Finalmente, el taciturno Ikoma sonrió ampliamente. “Ya veo. Eso parece una petición razonable.”

“Toruken-san—” empezó a decir Himaru.

“¿Es esto una broma, Himaru-san? ¿Estás montando una historia muy extraña para que no sospechemos algo de tu grupo de seguidores? Debo decir que es la primera vez que he escuchado este tipo de exageraciones.”

“No es una broma, te lo aseguro. El daimyo Shosuro—”

“El daimyo Shosuro no está aquí,” le interrumpió Toruken. “Si la amenaza fuese tan real como dices, le hubiese dedicado algo más que una descabellada historia contada por un simple mensajero.”

Himaru metió la mano en su manga y sacó un pergamino más pequeño. Sin decir palabra, giró el papel hasta que se podía ver el sello personal de Shosuro Toson. La sonrisa de Toruken se difuminó de su cara al recibir el pergamino. Miró a Himaru.

“¿Qué quieres que haga?” Preguntó Toruken. “No tengo la autoridad para hacer lo que pides, incluso si estuviera inclinado a hacerlo.”

“Asegúrate que el documento y su petición llegan a los oídos correctos,” urgió Himaru. “Debes prestar atención a esta advertencia si deseas proteger tus tierras.”

“¿Qué viene del sudeste? Los Grulla no irá al campo de batalla contra nosotros en estos tiempos de guerra,” preguntó Toruken.

“Himaru balbuceó. “No puedo hablar.”

Toruken inclinó su cabeza a un lado y estudió la cara de Himaru. “¿Qué tipo de amenaza puede ser bastante peligrosa para justificar tales drásticas medidas, pero tan reservada que no puedes decirnos cual es?”

“Todo lo que importa, amigo mío, es que estés preparado cuando venga,” dijo Himaru.

“Intento pensar con honor – como un León,” se corrigió rápidamente Toruken. Himaru fingió no haber oído el insulto. “Un mensajero Escorpión viene y pide vaciar la defensa entre tierras Escorpión y León. No puede decirle la razón por qué, pero insiste que es importante mover la mayor parte de la defensa León a un área que ha sido completamente pacífica en tiempos de guerra. ¿Qué harías tu?”

“Reconocería la sinceridad en las palabras del mensajero,” contestó Himaru, “y prestaría atención a la amistosa advertencia en la manera en la cual se produjo.”

Toruken miró hacia otro lado, frunciendo el ceño. Cuando miró otra vez al Escorpión, sus ojos parecían intensos y serios mientras encontraban la fija mirada de Himaru. “Desearía creerte, Himaru-san, pero también he oído cuentos de que los Escorpiones pueden nadar. Dime lo que tus espías han descubierto. Dime el nombre de nuestro enemigo y te juro sobre la espada de mi abuelo que haré todo lo que pueda para responder a tu consejo.”

Himaru podía ver su objetivo a su alcance. Podía salvar miles de vidas y tener éxito en su misión si pudiera revelar el secreto. Eso era un precio sencillo que pagar para frustrar al enemigo y proteger los hogares de los ejércitos que defienden las tierras al sur de los Destructores.

El nombre y el secreto de su Desgracia estuvieron en la punta de su lengua. Por el bien de aquellas vidas en peligro, desearía poder declarar la vergüenza. Era irónico que la lealtad – a su Clan, a los Bayushi, y a la memoria del hombre que una vez había sido – sostuviera su lengua de lo que era necesario ser dicho.

 

 

Keirei frunció el ceño cuando rozó con una mano las huellas pisoteadas dejadas en la maleza. No podía confundir las pruebas delante de él, pero las pistas apuntaban hacia lo imposible. Cientos de pasos claramente marcaban el rastro del ejército de no-muertos. El camino parecía conducir directamente al terreno más peligroso de las montañas. La tierra allí era traidora e implacable. El terreno resbalaba constantemente, y se rompía, sumergiendo a montañeros más allá de los precipicios hacia su destino. Chaparrones inundaban el área sin advertencia. Era un camino directo a tierras León, pero nadie desafiaba a hacer el viaje. Incluso criaturas no muertas sabían instintivamente evitarlo por miedo de caer víctimas de la naturaleza misma.

El horror creció dentro de su mente cuando un pensamiento nació en él. Los zombis instintivamente evitaban la tierra, pero ¿y si una voluntad más fuerte los forzaba por encima de su naturaleza? Si un ejército no tiene que preocuparse de mantener las tropas seguras, podía entrar en las tierras León en tiempo récord.

Keirei saltó sobre sus pies y prorrumpió en una carrera a toda velocidad hacia el pueblo cercano. El tiempo para las sutilezas había terminado.

 

 

Toruken había comenzado el día con la cabeza clara y resuelta. El incidente con Bayushi Himaru lo había cambiado todo.

Durante un breve momento consideró la posibilidad que la amenaza desconocida fuera verdadera. El testimonio de un magistrado (y a pesar de sus insinuaciones, uno que nunca había manchado su nombre) era más que suficiente para convencer a la mayor parte de samuráis de casi cualquier cosa. Esta decisión, sin embargo, era demasiado importante para confiar en el testimonio de un solo hombre. La carta del daimyo Shosuro había hecho poco para clarificar cosas, ya que no nombraba ningún detalle.

Al final, la decisión no era suya para ser tomada. Permitió el paso del grupo Escorpión a las tierras León y guardó la carta para mostrársela a sus superiores al final de su patrulla.

Mientras el día continuó, la conversación y la advertencia reaparecieron en su mente. La voz del Bayushi había sido seria, sus ojos claros, y su súplica convincente. Sabía que el Escorpión prefería golpear cuando sus víctimas estaban más vulnerables, y que el Escorpión pagaría cualquier precio – hasta el debilitamiento de los que luchaban junto a ellos – para alcanzar sus proyectos. ¿Pero podía el Escorpión hacer tales cosas mientras el Imperio estaba amenazado? En cierta época, habría dicho absolutamente que sí. Ahora…

No podía de buena fe recomendar una advertencia tan nebulosa a sus superiores. Eso no significaba que él tuviera que estar de pie ociosamente.

Los Guardianes recorrieron las provincias de León a lo largo del día. Los hombres no pronunciaron una palabra de queja, aunque viajaban lejos de su patrulla asignada y los caballos comenzaban a cansarse. Los hombres emparejaron su paso y confiaron en que su líder sabía lo que hacía.

La luna estaba oculta detrás de oscuras nubes de lluvias y el terreno se puso sombrío y peligroso. Los guardianes redujeron la marcha de sus caballos al paso como reacción. Toruken echó un vistazo a su derecha. “Jin”, susurró.

Akodo Jin incitó a su caballo hacia adelante para estar al lado de su líder. “Sí, Toruken-sama,” dijo él.

“¿Estamos más cerca del pueblo?”

Jin miró el terreno circundante y cabeceó. “Sí, Toruken-sama. El pueblo de Dewa está solamente más allá de esa cresta.”

Toruken se inclinó hacia adelante y agarró las riendas de su caballo con ambas manos. “¿Qué puedes decirme sobre este lugar?”

“Dewa está al pie de las montañas y es el asentamiento más al sudeste de nuestras provincias,” contestó Jin puntualmente. “Es un pueblo que cultiva la tierra de aproximadamente quinientos hombres capaces. La guarnición más cercana está a una hora al norte de esta posición a caballo.” No mostró la preocupación que se estaba congregando en su mente.

“Gracias,” dijo Toruken. Se dio la vuelta para encararse al resto de su grupo. “Descansaremos en Dewa por la noche y recobraremos nuestra energía para el día que viene. Será otra jornada difícil.” El grupo cabeceó y se inclinó en contestación – todos excepto uno. Jin miraba al sur hacia el pueblo.

“Hay algo mal,” dijo Jin bruscamente. “Suena como -”

Entonces el sonido alcanzó los oídos de Toruken y el flujo de energía le golpeó también. Espolearon sus caballos, y cabalgaron sobre sus cansados caballos hacia la cima de la cresta. En lo alto de la colina redujeron la marcha de sus monturas y trataron de ver que podía ser aquel ruido. No podían ver nada fuera de lo normal. Motas de fuego parecían bailar en todas partes en las calles, como si los aldeanos movieran antorchas de un lado a otro.

Las nubes se despejaron y la luna apareció una vez más, bañando el pueblo en un brillo etéreo. La vista pareció detener su corazón. Una oleada de monstruos se desparramaba desde la montaña cercana. Los no-muertos corrían hacia adelante, sus mandíbulas abiertas de manera poco natural por su hambre de devorar. Pese a todo, los aldeanos eran verdaderos Leones. Los aldeanos hicieron frente a la insana carga con instrumentos de cultivar la tierra, grandes palos, tonfa, y cualquier cosa que pudieran encontrar. No tenían ninguna posibilidad.

Algo extraño atrapó la mirada de Toruken cuando miraba la desenfrenada destrucción. Uno de los zombis al frente del desfile parecía… diferente. Restos negros y rojos de vestiduras colgaban sobre él. Parecía moverse con propósito y dirección, en vez de los estúpidos instintos de sus compañeros. Y parecía… enfadado. Se lanzó hacia adelante y golpeó al hombre que tenía delante. Su brazo se sumergió profundamente en el pecho del aldeano, y sacó una masa de carne pulposa mientras el hombre gritaba.

De repente dejó de moverse y bajó sus brazos. El resto de su horda empujó alrededor de él con un gemido sobrenatural. La criatura especial estudiaba la sangre que goteaba despacio bajo su brazo. Entonces buscó, y su fija mirada encontró a Toruken.

“¡Bishamon les condene! ¡Condenados todos ellos!” gruñó Toruken. Colocó una mano sobre su espada y devolvió de golpe la espada a su vaina.

“Si cargáramos desde el oeste, donde nuestra llegada estaría cubierto por las casas -” Jin comenzó a decir.

“No,” contestó Toruken. Las palabras sabían como ceniza en su boca. “Somos menos de veinte. No podemos hacer nada para cambiar el destino de esos aldeanos y debemos advertir a nuestros ejércitos. Retirada. Esperemos que nuestros ashigaru reduzcan la marcha de su avance lo suficiente como para establecer nuestra defensa.”