La Orden del Cielo

 

por Brian Yoon

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Bayushi Mamoru y Mori Saiseki

 

 

El Monasterio de los Diez Mil Templos, Toshi Ranbo

 

Los dos se arrodillaron juntos en el silencio de la mañana. Ella estaba vestida con un kimono de blanco puro con un toque de rojo en su túnica interior, puntuado por el negro edredón que tenía debajo suyo. Él parecía absolutamente soso al lado de ella, vestido con la vestimenta de un magistrado Dragón. El sol de la mañana resplandecía en el horizonte y las doradas hojas del gran y majestuoso árbol hacía mucho por bloquear el calor. Mientras miraban, las hojas cayeron una a una al suelo. Un acólito se acercó a donde estaban con un rastrilla para limpiar el sendero de las hojas que caían. Le ignoraron y siguieron observando la ciudad que tenían ante ellos.

“¿Recuerdas el día en que nos conocimos, Ryushi-san?” Preguntó en voz baja Bayushi Saya. Puso sus manos sobre su regazo y sus dedos acariciaron ociosamente los bordes de su abanico.

“Por supuesto,” respondió en seguida Ryushi, sus ojos fijos en la cortesana. “Fue la mañana del séptimo día de Hida de 1164. Llegaste con el contingente Escorpión para la Corte de Invierno y te dirigiste directamente a las habitaciones de los invitados. La nieve resplandecía en tu pelo y tus mejillas, medio ocultas por tu máscara, relucían doradas por el viento de la montaña.”

Saya sonrió. “¿Quién hubiese soñado que la atención que prestan los Kitsuki a los detalles pudiese ser tan atractiva?” Agitó la cabeza. “No pongo en duda tu memoria, Ryushi-san. Estaba pensando en un encuentro… más personal.”

Él asintió lentamente. “Por supuesto. Te refieres a la cena que el daimyo Mirumoto dio a la delegación Escorpión, dándoos la bienvenida a nuestro hogar.”

Saya asintió. “Por suerte—”

“O por el destino—” apuntó Ryushi.

“Comimos uno enfrente del otro,” continuó Saya. “Hablamos de shougi, del go, y de la Guerra de la Rana Rica. Me prometiste que serías mi oponente cada vez que me encontrase en tierras Dragón.”

“Llevabas un kimono de la mejor seda negra.” Musitó Ryushi. “Tus alfileres de pelo, dorados y de marfil, reflejaban la luz de las antorchas. Centelleaban como las estrellas. Y tu, Saya-san, eras el único sol de la habitación, cegándome con tu luz.”

Saya se rió. El brillante y alegre sonido parecía fuera de lugar en los sombríos jardines del templo. El acólito dio un respingo y se movió bruscamente hacia ella. La miró fijamente durante un breve instante antes de recordar cual era su puesto y volver a hacer su tarea. “Me temo que nunca serás un poeta, mi querido Kitsuki,” dijo ella.

Los ojos de Ryushi siguieron mirándola a los ojos. “Aunque pueda parecer un estúpido, Saya-san, tu me haces sentir como el más prestigioso de los poetas,” dijo él.

Saya sonrió alegremente. Con un fluido movimiento se puso en pie y se limpió un polvo inexistente de sus ropas. “¿Nos vamos?” Preguntó. “El día está listo para empezar.”

Ryushi asintió. “El día, y el resto de nuestras vidas.”

 

           

La pequeña casa en el monasterio de los Diez Mil Templos quedaba empequeñecida por el gran templo central que estaba junto a ella, pero parecía bien cuidada. Ikoma Akiyama había hecho este camino varias veces. Seppun Kiharu decía usar este templo cuando actuaba como el líder de los Diez Mil Templos, pero Akiyama sabía la verdad. Kiharu usaba el edificio cuando deseaba evitar innumerables reuniones y trabajar como el daimyo Seppun.

Un samurai Mantis estaba ante la puerta. Se mantenía erguido y sus fríos ojos siguieron al León al acercarse este. El Mantis no reaccionó y simplemente le observó por si el viejo León hacía algún movimiento súbito.

“Soy Ikoma Akiyama,” dijo, “omoidasu del Clan León. Estoy aquí a instancias de Seppun Kiharu-sama.”

El Mantis se apartó sin hacer comentario alguno y abrió la puerta. Akiyama asintió y entró en la residencia. La habitación era pequeña y muchos hubiesen pensado que no era adecuada para un daimyo, pero Akiyama supo al instante que era la adecuada para Seppun Kiharu. Era humilde y llena de una sensación de serenidad. El viejo estaba sentado tras una pequeña mesa, papeles extendidos ante él. Akiyama se detuvo y durante un breve instante vio al joven que había conocido por primera vez durante la Guerra de los Espíritus. Kiharu levantó la vista y sonrió.

“Han pasado muchos años, Akiyama-san,” dijo Seppun Kiharu. “Siento haberte convocado a una hora tan indecente.”

Akiyama agitó la cabeza. “Desgraciadamente, con el paso de los años me encuentro que me despierto cada vez más pronto. Me temo que pronto no pueda dormir nada.” El viejo León se inclinó profundamente ante Kiharu. “No reconocí a vuestro yojimbo. ¿Quién es?”

“Se llama Tsuruchi Mochisa, un joven prometedor que ha servido como magistrado del imperio durante más de quince años. Me gusta. Es bastante receptivo a mis consejos.”

Akiyama levantó una ceja. “¿Un joven que ha servido más de quince años?”

“Comparado a nosotros, es joven y lleno de vigor,” dijo Kiharu. “Ven, descansa tus piernas.”

Kiharu hizo un gesto al vacío asiento ante su mesa y Akiyama se arrodilló en el cojín. Una acólito entró en la habitación y puso una taza de té ante Kiharu. Luego se volvió hacia el León y puso otra taza igual ante Akiyama.

“Gracias,” dijo Akiyama. “Por supuesto, no me has convocado solo para ofrecerme una té excelente.”

“Tras la desafortunada muerte de mi prima, muchas de sus obligaciones recayeron sobre el nuevo daimyo de los Otomo,” dijo Kiharu. “Como está abrumado por su nuevo puesto, me ofrecí a quitarle alguna responsabilidad. Por supuesto, no quería revelar los secretos de su casa, pero conseguí convencerle para que me delegase algo de trabajo.”

“Eso es muy noble de vuestra parte, Kiharu-sama,” contestó Akiyama. “Después de todo, también tenéis vuestras propias obligaciones.”

“No tantas como piensas, Akiyama-san,” dijo. “Somos viejos y debemos preparar a otros por lo inevitable. He asignado muchas de mis obligaciones a mis sucesores. Les enseño todo lo que puedo y eso me da mucho tiempo libre.”

“Lo que os permite ver a viejos amigos,” dijo con complicidad Akiyama.

“Exactamente,” dijo Kiharu, riéndose. “Mientras repasaba el puñado de archivos que están ahora en mi posesión, noté que Hoketuhime-san había prometido muchas cosas a tu Clan a cambio de vuestro apoyo en sus esfuerzos. Ella ya no está con nosotros pero su palabra sigue siendo tan válida como lo fue cuando lo escribió.”

Akiyama asintió, permaneció en silencio, y observó al daimyo Seppun.

“Otomo Hoketuhime quería que un samurai que se lo mereciese ocupase el puesto de Bibliotecario Imperial,” continuó Kiharu. “No se me ocurre un clan que se lo merezca más que el León, y a ningún individuo más adecuado al puesto que tú. Los Otomo se ocuparán de que los León reciban los fondos necesarios para ayudarte en las tareas adicionales que tendrás al ser el Bibliotecario Imperial. Enhorabuena, Ikoma Akiyama. Que te enfrentes con valentía al tedio de la burocracia.”

“Gracias por este honor, Kiharu-sama,” dijo Akiyama. Se inclinó profundamente ante Kiharu, quien asintió en respuesta. “Es igual de evidente que tendré que trasladarme inmediatamente a la capital para ocuparme de mis responsabilidades.”

“Excelente,” dijo Kiharu. “Quizás puedas visitar a un viejo amigo de vez en cuando para recordar el pasado.”

 

           

“La ceremonia fue maravillosa,” dijo Bayushi Hisoka. Su sonrisa era visible bajo una máscara que cubría sólo sus ojos. “Estoy feliz de ver a nuestra orgullosa alianza fortalecerse por la unión de dos dedicados sirvientes del Imperio.”

Un murmullo general de asentimiento recorrió la sala. Más de la mitad de los presentes había presenciado el enlace de Bayushi Saya y Kitsuki Ryushi; la Corte Imperial había sido para ella un patio de recreo durante años, y muchos habían aprendido a temer su atención... y su desdén. La paz en la corte sería breve y transitoria. La lucha proseguiría, retrasada solo por los fastos de la celebración.

“Esto ha sido un intento bastante obvio de esquivar las acusaciones, Hisoka-san,” dijo Yoritomo Sachina con un irreverente giro de su cabeza. “El Clan del Escorpión debe responder por su catastrófica defensa de Rokugan. El clan de la Mantis ha sufrido mucho por la negligencia del clan Escorpión y deben ser llamados al orden por ello.”

Las puertas se abrieron y Shosuro Jimen entró en la sala. Portaba la Armadura del Campeón Esmeralda y su mempo distintivo, como si se hubiera armado para un combate. Los cortesanos se inclinaron para reconocer su presencia pero él los ignoró mientras caminaba directo hacia la Mantis.

“¿Llamados al orden, Sachina-san?” dijo en voz alta Jimen. “¿Por qué crímenes debería ser llamado al orden el Escorpión?”

Sachina se inclinó ante el Campeón Esmeralda y habló, aunque sus ojos no miraban a los de Jimen.

“El tema en cuestión es un asunto grave pero simple. El Clan de la Mantis protege con celo a nuestra gente, pero el enemigo desconocido golpeó directamente a nuestro corazón. Muchos nobles respetados perecieron en la noche. No puedo evitar preguntarme, ¿dónde estaba el clan del Escorpión? ¿Por qué fracasaron en protegernos de las sombras? ¿Han olvidado el mandato dado a ellos por el mismísimo Kami Hantei?”

“¿Sugieres que el Cangrejo sea castigado cada vez que las Tierras Sombrías consigan infiltrarse en el Imperio?” exigió Jimen. “¿Sugieres que el León sea amonestado por fracasar en poner fin a todas las guerras y batallas que suceden en nuestras tierras? ¿Quizás la Mantis debería ser reprendida cada vez que un criminal cree una base de operaciones en tierras no alineadas?”

Jimen se volvió para apelar al resto de cortesanos y agitó sus manos delante de él haciendo aspavientos para enfatizar sus argumentos.

“Los asesinatos han dañado a todos los clanes. Yo mismo he sufrido una gran desgracia cuando mi querido amigo Tsuruchi Ki cayó ante la hoja de un cobarde cuando me protegió del primer golpe. Os aseguro que estoy investigando cómo ocurrió todo esto exactamente y que desenmascararé a los responsables de esta trama insidiosa. No nos hará ningún bien pelearnos entre nosotros o culpar a los demás del fracaso. Todos hemos fracasado. Es ahora nuestra oportunidad de arreglar juntos el desaguisado.”

“Estoy segura de que haréis todo lo posible por ajusticiar a nuestros enemigos,” dijo Yoritomo Yashinko. Hablaba con sinceridad sin un atisbo de sorna, pero los miembros de la Corte podían fácilmente adivinar la cínica ironía tras sus palabras.

“El Campeón Esmeralda hará su trabajo, como ha hecho desde que asumió la posición,” dijo Doji Masako. “Nuestro enemigo espera que nos enfrentemos entre nosotros a causa de su ataque. No deberíamos bailar a su son.”

La sorpresa apareció en los ojos de Jimen durante solo un instante, ante el apoyo inesperado de la Grulla, pero no mostró ningún otro signo de haber sido cogido con la guardia baja. Asintió hacia Masako en reconocimiento, y se volvió hacia Yashinko.

“Masako-san, tampoco vuestra clan está libre de culpa,” dijo Ide Eien, cuya voz aceitosa destilaba insinuaciones. “Los Grulla son expertos en ocultar sus huellas, pero no pueden silenciar todos los rumores. Los informes de soldados Grulla ocupando Shiro Usagi han tardado en llegar a oídos del Khan, pero no se puede detener el flujo de información. Es interesante cuánto se ha esforzado la Grulla es silenciar estos eventos. Uno podría llegar a la conclusión de que tienen algo que ocultar.”

Masako parecía impasible ante la acusación.

“El clan de la Liebre ha sufrido muchas tragedias a través de los años, incluyendo un ataque de un ejército de Portavoces de Sangre. No escaparon de los ataques sin sufrir bajas. Solicitaron nuestra ayuda para defender su castillo y nosotros generosamente les ofrecimos nuestras tropas como aliadas para aliviar sus temores.”

“¡Qué historia más creíble!” espetó Yashinko. “Los Portavoces de Sangre de los que habláis atacaron hace ya años, y cuando ellos–“

Las puertas de la sala se abrieron de golpe una vez más, con gran estrépito. La discusión cesó cuando los cortesanos se volvieron a la vez hacia el origen de la interrupción. Las manos se dirigieron raudas hacia los costados en un movimiento reflejo, hasta que los yojimbo se dieron cuenta de dónde se encontraban. Los guardias se abalanzaron para hacer frente a la nueva amenaza pero se detuvieron, perplejos, cuando la identidad de los recién llegados se hizo patente.

Un shugenja Cangrejo permanecía bajo el umbral, y una mujer con ropas Escorpión estaba a su lado. La marca de Tengoku lucía claramente en las almas de ambos, y el mismo aire vibraba con una energía intangible. Sus ojos recorrieron la habitación, y numerosos cortesanos presentes en la corte se sintieron de pronto impropios e inmorales. En el silencio, Yasuki Takai se adelantó y se postró en el suelo.

“Señor Omen,” dijo. “¿En qué puede ayudaros la Corte Imperial?”

“Yo ya no seré Omen nunca más,” respondió el hombre, “sino la Voz del Sol.”

“Y yo soy la Voz de la Luna,” dijo su acompañante.

“Estamos aquí como representantes de los Cielos para informar al mundo de lo que está a punto de tener lugar.”

“Los cielos están disgustados,” dijo Agasha Miyoshi. Su rostro estaba pálido y el maquillaje no podía disimular los efectos del cansancio prolongado en sus facciones.

“El hombre ha destruido el orden natural de las cosas y lucha consigo mismo cuando debería concentrarse en los peligros a los que se enfrenta,” dijo la Voz de la Luna. Su voz, llena de desaprobación, chasqueó en el aire como un látigo.

“El Señor Yakamo y la Dama Hitomi han sido expulsados de los Cielos. El hombre mortal no está preparado para ocupar posiciones tan prestigiosas. El Dragón de Jade y el Dragón de Obsidiana reinarán en el firmamento donde los dos humanos una vez se alzaron.”

Ante la proclamación de la Voz del Sol, muchos contuvieron el aliento y ocultaron sus rostros tras los abanicos abiertos. La mayoría se miraban unos a otros con expresiones sombrías; habían oído las noticias sobre la caída del Sol por las cartas de la recientemente fallecida Dama Amika. La Voz del Sol prosiguió inclemente con sus proclamaciones.

“Los Cielos ya no pueden quedarse al margen y ver cómo Ningen-do se sume en el caos cada vez más. Debe haber equilibrio en el reino mortal. Un Emperador debe sentarse en el Trono.”

Ikoma Akiyama dio un paso al frente.

“Toturi Shigekawa sigue siendo el hombre más próximo a lo que sería un legítimo heredero al Trono. El aún actúa con los mejores–“

“La línea de Toturi se ha extinguido,” interrumpió la Voz de la Luna. “Otro debe asumir el Trono. Alguien digno debe convertirse en el nuevo Emperador.”

“Pero, ¿cómo decidiremos quién es digno de asumir tanto poder? Hemos debatido y discutido sobre los candidatos durante años,” protestó Bayushi Hisoka. “No podemos llegar a una solución fácil y unánime, aunque sea por orden de los Cielos.”

La Voz del Sol alzó una mano, con la palma extendida hacia delante, a la Corte.

“En los comienzos del Imperio, los Kami crearon las reglas de la sociedad a las que todavía hoy os adherís. Así será con la nueva dinastía que gobernará sobre Rokugan.”

La Voz de la Luna asintió.

“Dentro de un mes a partir de hoy, nos reuniremos en la Colina Seppun, el sitio donde los Kami se revelaron a los hombres. Organizaremos un torneo para encontrar al clan más digno de la posición. Enviad a vuestros mejores nobles a representar a vuestro clan, y ellos serán juzgados. No enviéis a guerreros sin cerebro, pues el certamen no se decidirá sólo por la capacidad marcial. Aquel que mejor ejemplifique los elementos esenciales de los samurai prevalecerá. Los Cielos recompensarán al clan que triunfe y uno de los suyos se convertirá en el Favorito de los Cielos.”

“Dentro de un mes a partir de ahora, Rokugan tendrá a su Emperador.”