La Senda de Shinsei


por
Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki




            Había estado aquí demasiado tiempo.

Rosoku sabía que había sido un estúpido, un egoísta. Su padre le había hecho prometer una cosa, le había hecho prometer que el Imperio no se quedaría sin la sabiduría de Shinsei. Era importante que su familia permaneciese oculta para que un descendiente de Shinsei pudiese dar un paso al frente para guiar a Rokugan el siguiente Día del Trueno, pero no podía denegar el último deseo de su padre. Por eso había venido hasta aquí, a Toshi Ranbo, para ofrecer su ayuda al Emperador. Mientras estaba sentado con las piernas cruzadas en los jardines del Palacio Imperial, Rosoku contempló las razones por las que allí seguía.

No había una razón, al menos no una lógica. Su objetivo lo había alcanzado hacía tiempo. Los Libros de los Elementos ya habían sido colocados. Los retos que llevarían a los Guardianes a encontrarlos ya habían sido establecidos. Pero seguía aquí. A menudo, Rosoku salía del palacio para explorar la ciudad y los pueblos cercanos, ayudando a la gente cuando podía, enseñando a aquellos que necesitaban ser guiados. Era un cambio que le agradaba, el ayudar a otras personas en vez de permanecer escondido en los secretos templos ancestrales. Rosoku se daba cuenta de que era por eso por lo que se quedaba. Por esto se inventaba excusas para instruir a los Guardianes durante unos pocos días más.

Escondido en los templos, en el fondo su vida no significaría nada. Solo viviría y moriría y le pasaría el manto de Shinsei a otro. Y quizás dentro de mil años, s sacrificio significaría algo, pero para aquellos que ahora vivían en Rokugan no significaba nada.

¿Cómo podía esconderse de la gente cuando tenía la facultad de ayudarles, el deseo de enseñar? Quizás los Portavoces de la Sangre no hubiesen podido esconderse tanto entre la población si los hijos de Shinsei hubiesen estado ahí para ofrecer una alternativa a la locura de Iuchiban. Al desaparecer su señor, los restos de ese culto quizás quisieran vengarse del Emperador. ¿No necesitaría Toturi su ayuda para protegerse de eso?

Rosoku se regañó por su arrogancia. Solo era un hombre. Descendiente de Shinsei o no, él solo no podía salvar el Imperio. Ningún hombre podría hacerlo él solo. Pero al estar entre los héroes de Rokugan, ver los sacrificios que hacían en el nombre del deber y el honor, Rosoku se preguntó si podría volver a esconderse entre las sombras.

Había venido a cambiar Rokugan, y en vez de eso se encontró que Rokugan le había cambiado. Quería quedarse. ¿Era eso egoísta?

El monje frunció el ceño, indeciso, y se levantó, cogiendo su bastón de donde descansaba contra una burbujeante fuente. Anduvo por los pasillos del Palacio Imperial, esperando que un cambio de aíres le ayudase a aclarar su mente.

Pocos le prestaron atención. Rosoku sabía como pasar desapercibido, un talento que a menudo había sido útil a los descendientes de Shinsei. A veces incluso los monjes que vivían en el templo con él, que habían dedicado sus vidas a protegerle, no le reconocían. Si así lo quería, Rosoku podía aparecer como un humilde monje, normal en todos los sentidos y en el fondo completamente vulgar. No era nada mágico; era simplemente una habilidad aprendida. El descendiente de Shinsei se dirigió a la Corte del Emperador, poniéndose en la parte de atrás de la multitud mientras miraba al Hijo del Cielo dirigirse a sus sujetos.

Rosoku no pudo evitar preocuparse por el aspecto cansado de Toturi Naseru. El Emperador era un hombre difícil de leer, pero para Rosoku estaba claro que Naseru estaba preocupado. Rosoku sabía que había otros que intentaban manipular y socavar el poder del Emperador. Se hacían llamar el Gozoku, tomando su nombre de una poderosa conspiración de antaño. Pocos incluso habían oído hablar de ellos, y los que la conocían o eran parte de la conspiración o no tenían ni idea de cuanto poder de verdad tenían. Hábilmente habían vuelto la opinión pública contra el Emperador tras la Lluvia de Sangre.

Por dos veces Iuchiban había puesto al Imperio de rodillas y había sido necesaria una alianza de los Grandes Clanes para derrotarle. Al enfrentarse contra un enemigo así tan pronto en su reinado, era crédito del Justo Emperador que hubiese resuelto la crisis tan rápidamente como lo había hecho, pero en cualquier caso el Gozoku se aprovechó de la situación. Naseru se había creado muchos enemigos durante su conquista del trono, y el Gozoku encontró esos enemigos y les ofreció poder.

Rosoku miró hacia la pequeña multitud de samuráis que estaba justo a la derecha del trono. Uno de ellos era un hombre alto, de anchos hombros que llevaba la armadura de un Fénix, pero tenía los amplios y esculpidos rasgos de un León. Era Kaneka, el Shogun, el hombre que muchos decían que era el que tenía el verdadero poder en la Ciudad Imperial. Las Legiones Imperiales obedecían directamente sus órdenes. Aunque decía proteger al Emperador, Rosoku lo dudaba. El odio entre Naseru y Kaneka durante sus respectivas conquistas del trono casi dividieron en dos al Imperio. El armisticio que habían firmado había traído la paz, pero Naseru había cumplido su parte del trato de una manera inesperada. Kaneka mantuvo sus títulos y rango, pero se le quitó su ejército y sus antiguos aliados. Había sido una astuta forma de conseguir tiempo, para permitir al nuevo Emperador cimentar su poder e influencia sin la interferencia del Shogun.

Ese tiempo ya había pasado. El Shogun se había ganado respeto y había vuelto a crear su ejército. Su poder e influencia ahora rivalizaba con la del Emperador,  quizás incluso el Gozoku estaba con él. Rosoku estudió la cara de Kaneka, buscando alguna señal sobre sus verdaderas intenciones. Como su hermanastro, Kaneka era un hombre difícil de leer.

Rosoku volvió a mirar al Emperador. El Hijo del Cielo parecía estar escuchando atentamente el informe de un señor de los Iuchi sobre incursiones de los bandidos en sus provincias, pero a veces sus ojos se dirigían hacia el séquito del Shogun. El Emperador era el señor de todo Rokugan, pero también solo era un hombre. Antes de su conquista del trono, Naseru se había ganado la reputación de ser un hombre astuto e implacable. Su maestro había sido el Crisantemo de Acero, un antiguo Emperador cuyo miedo a que su gobierno fuese usurpado por su familia le había llevado a un reinado de tiranía y opresión. ¿Y si las manipulaciones del Gozoku transformaban a Naseru en otro Crisantemo de Acero? ¿Y si el Shogun era el único que podía proteger al Imperio?

Pero quizás no era el único. Rosoku miró hacia un hombre delgado que estaba justo a la izquierda del trono del Emperador. Presentaba una figura única, vestido con una túnica color rojo sangre, su pelo blanco cayéndole sobre los hombros con mechones negros en las sienes. Era Sezaru, el Lobo, el más joven de los hermanos del Emperador. Los ojos del Lobo observaban a la multitud sin descanso, como el depredador del que tomaba el nombre. Su mirada se dirigió inmediatamente hacia Rosoku, sintiendo la mirada del descendiente de Shinsei. Sezaru le miró sospechosamente durante un largo momento antes de asentir con su cabeza, respetuosamente, para después proseguir con su vigilancia.

Sezaru siempre había sido una persona atormentada por su increíble poder, el legado de su madre Oráculo. Sus viajes más allá de las fronteras de Rokugan le habían cambiado, así como su duelo contra Iuchiban. Sezaru siempre había sido un hombre de paz, la voz moderadora entre el Emperador y el Shogun. Pero ahora, cuando Rosoku miraba a los ojos de Sezaru, tenía miedo.

Quizás había llegado el momento de marcharse.

En silencio, Rosoku se separó de la multitud y volvió a caminar por los pasillos del Palacio Imperial. Mirar a aquellos a los que había venido a guiar poco había hecho para tranquilizar su preocupada mente. Los hijos de Toturi eran todos unos samuráis. Cada uno abrazaba el bushido a su manera, pero cada uno tenía profundos fallos. Naseru era un gran líder, pero también tenía una gran capacidad para la crueldad. Kaneka era honorable, pero ambicioso. Sezaru tenía una gran sabiduría y magia, pero la locura bullía en su interior. Al final, ¿sus virtudes conquistarían sus fallos? ¿Qué podía hacer un simple monje como él para apartar a esos grandes hombres de la senda de la tragedia?

Rosoku se preguntó si su ancestro, Shinsei, se había preguntado alguna vez lo mismo. Solo una cosa era segura, Shinsei no había dudado. Si no ofrecía su ayuda, entonces ya habría fracasado. Aturdido por la indecisión, miró hacia el salón del trono del Emperador.

“Rosoku-sama,” susurró la suave voz de un hombre. “¿Sois vos, hombre sabio?”

Rosoku se volvió para mirar al recién llegado, algo sorprendido por haber sido reconocido. Un hombre delgado, vulgar, vestido con la elaborada túnica de un cortesano se le acercó, inclinándose profundamente.

“¿Cómo puedo ayudarte, hijo mío?” Preguntó Rosoku.

“Solo quiero una palabra,” dijo el hombre con una educada sonrisa mientras se acercaba. “Solo una palabra.”

Rosoku estudió al hombre con curiosidad. Los rasgos del desconocido cambiaron, convirtiéndose en una retorcida máscara de carne quemada y huesos desnudos. Antes de que Rosoku se pudiese defender, el hombre había hundido una garra en el pecho del descendiente de Shinsei. Alarmas resonaron por todo el palacio mientras la criatura se quitaba su disfraz. Incluso tan lejos del trono, las guardas de palacio reaccionaron instantáneamente, haciendo que la piel de la criatura ardiese en llamas de jade mientras mostraba su Mancha. Shugenjas y Guardias Imperiales inundaron los pasillos, rodeando al intruso.

El asesino estaba condenado, pero era demasiado tarde.

“Solo una palabra.” Dijo Shukumei el Portavoz de la Sangre mientras caía de rodillas, con dolor. Rosoku cayó junto a él, y Shukumei cerró su puño sobre el corazón del descendiente de Shinsei. “Muere.”