La Muralla en Llamas, Parte 2

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las oleadas de criaturas corriendo hacia la Muralla terminaron abruptamente durante la noche. Tras semanas de constantes asaltos, la repentina paz era aún más preocupante que la constante batalla. Durante un precioso puñado de horas, había silencio y serenidad.

Y luego había empezado el ruido.

Era un sonido rítmico, un golpeteo constante que se había metido en las mentes de aquellos que lo escucharon solo momentos después de que empezase. Era enloquecedor, y la incertidumbre de lo que significaba, de lo que podía producir el ruido, ponía nerviosos a los guerreros de los clanes Cangrejo, León y Unicornio mientras esperaban de pie en la oscuridad. Había empezado como apenas un susurro, flotando en los vientos sobre la llanura y hacia la Muralla, y lentamente se había hecho más fuerte a cada momento. Era un enigma que llevaba locura.

Akodo Shigetoshi conocía el sonido, claro, y deseaba la bendita ignorancia de aquellos que no sabían lo que era.

Cuando la primera luz del amanecer se asomó por el horizonte, el Campeón del Clan León estaba en silencio junto a su homónimo del Clan Cangrejo sobre la Muralla, observando al sur la vacía extensión de las Tierras Sombrías que se extendía ante ellos. Ninguno habló durante un tiempo mientras observaban, aunque había muchos gritos y alarma entre los que estaban cerca de ellos. Finalmente fue Shigetoshi el que habló. “¿Has visto alguna vez algo así?” Preguntó en voz baja.

Hida Kuon agitó la cabeza. “Nunca ha habido algo así.”

Ante ellos, marchando a través de las Tierras Sombrías, había una fuerza distinta a todo lo que los hombres habían visto antes. Interminables oleadas tras oleadas de guerreros, o de cosas que parecían ser guerreros, en perfectas formaciones, recubiertos de cabeza a pies en lo que parecía ser una armadura de metal sin costuras. Cada guerrero tenía cuatro brazos, dos que portaban armas, y dos con garras metálicas adornando cada dedo inhumano. Las caras esculpidas en las armaduras eran absolutamente horribles, y tras ellas ardía una siniestra luz que iluminaba los ojos y las bocas.

“¿De dónde ha podido surgir una fuerza así?” Se preguntó Shigetoshi. “Seguro que los Perdidos no han podido crear algo así, o hubiésemos perecido hace siglos.”

“Esos no son los Perdidos,” dijo Kuon. “Esa no es una fuerza surgida en el Imperio, ni en las Tierras Sombrías.”

Shigetoshi asintió. “Gaijin, entonces.”

“Ningún gaijin que haya visto jamás, u oído hablar,” dijo Kuon.

El Campeón León se rió levemente. “Estoy seguro que los gaijin también tienen demonios, amigo mío.” 

 

           

Hida Benjiro gruñó mientras liberaba su tetsubo de su más reciente víctima. El metal que conformaba la armadura de estas criaturas era increíblemente elástico, pero cuando se las golpeaba con la fuerza suficiente, se desmoronaba y agarraba el metal del arma que lo destruía como un puño vengativo. Un solo tetsubo, había aprendido Benjiro, solo valía para unas dieciséis víctimas antes de retorcerse tanto que se volvía inservible. Hoy ya había descartado tres, y el cuarto estaba llegando al final de su vida útil. La katana parecía una opción mejor, pero no tenía intención alguna de mancillar el alma de su abuelo con la sangre de estas malditas cosas gaijin a no ser que hubiese utilizado todas las demás armas que tenía a su disposición.

Fuesen lo que fuesen estas criaturas, en las primeras horas de lucha los clanes habían descubierto que tenían oni propios, o especímenes reclutados o esclavizados en las Tierras Sombrías, o quizás alguna variedad de demonio indistinguible de las retorcidas monstruosidades a las que ya estaban acostumbrados los Cangrejo. Al final, importaba poco. La carne era carne, y Benjiro la destruiría hasta que no quedase nada más para matar.

Su unidad de la Guardia de Élite Hida estaba actualmente al frente de una punta de lanza, cuyo propósito era intentar atravesar las filas enemigas e intentar saber algo de su estructura de mando, y después retirarse e informar. A no ser, claro, que surgiese la oportunidad de golpear la cabeza del ejército, algo que Benjiro haría sin dudarlo, fuesen las que fuesen las estrategias León que habían convencido a Kuon que eran adecuadas en una situación así.

Una breve tregua en la lucha cuando los hombres de Benjiro le sobrepasaron permitió al veterano subirse de un salto a unas rocas esperando ver la composición de las filas enemigas. Por ahora no había notado ataques a distancia proveniente de su enemigo, y no tenía miedo. Pero maldijo al ascender, ya que las filas enemigas se extendían tan lejos como podía haber visto desde la Muralla. Parecían no tener fin. Pero un destello de color atrajo su atención, y entrecerró los ojos contra el brillo intentando ver lo que podía desde esta distancia.

Había una unidad de un tipo irregular, sobresaliendo en el mar de armaduras y composiciones idénticas. Los guerreros de hierro de esa unidad eran más grandes, con seis brazos en vez de cuatro, y miraban a su alrededor buscando presas como si estuviesen hambrientas de batalla. Quizás brillaban más que un trozo normal de hierro, pero Benjiro no lo sabía. Poco había que distinguiese de otra forma al grupo, al menos a primera vista, pero el guerrero notó algo más moviéndose entre los inmensos sirvientes. Vio como parpadeaba y ondeaba mientras se movía, su forma algo confusa entre las ordenadas filas.

Benjiro se quedó inmóvil cuando un recuerdo surgió espontáneamente en su mente. Un recuerdo de un tiempo atrapado en un lugar cerrado, de una criatura hablándole mucho en una lengua que él no podía comprender. Y ahora, de repente, algo de sus palabras parecieron tener sentido. Una imagen se formó en su mente, completa con una comprensión instintiva. Y con ello, un creciente horror.

“Rakshasa,” susurró Benjiro, la palabra familiar y desconocida a la vez. “¡Retirada!” Gritó, llamando a sus hombres de donde atacaban al enemigo. “¡Retiraros hasta la Muralla!”

 

           

Kaiu Kyoka escudriñó atentamente el trozo de aldea que estaba inmediatamente tras la Muralla. “Necesitaremos espacio para las nuevas máquinas de asedio,” ladró a sus hombres. “Vaciar esos edificios de todo lo que sea útil, y arrasarlo todo. ¡Haced sitio para la guerra!”

Los hombres que estaban bajo su mando corrieron a cumplir su orden a pesar de su cansancio. Se diseminaron por los edificios, cogiendo todo lo de valor que pudieron localizar inmediatamente. Algunos surgieron con un puñado de armas, o con unos pobres suministros. La mayoría salió sin nada, ya que el área hacia tiempo que había sido despojada de las cosas útiles. Un edificio estaba bloqueado, una rareza de la que hasta ahora nadie se había dado cuenta. Kyoka vio como dos hombres echaban abajo la puerta, aparentemente la única forma de entrar, y desaparecía en su sombrío interior. Un momento más tarde, uno volvió a aparecer en la entrada, confusión en su cara. “¡Kyoka-sama!” Gritó. “¡Deberíais ver esto!”

Kyoka maldijo mientras descendía las escaleras desde la parte trasera de la Muralla, el calor y los sonidos de la batalla desapareciendo mientras bajaba tras la barrera de piedra. “¡Si no es de la mayor importancia, haré que os azoten!” Gritó. Se abrió paso con el hombro ante el hombre que estaba en la entrada y miró a la oscuridad. “¡Luz!” Rugió.

El hombre que estaba en la puerta desapareció de la entrada. Un momento después, una de las ventas remachadas con tablas fue destrozada hacia dentro, dejando que la luz entrase. “¡Fortunas!” Maldijo el hombre que seguía dentro del edificio. “¡Hay más de lo que pensaba!”

Kyoka miró con asombro a su alrededor. Por todos lados había apilados suministros, casi llenando el edificio. “¿Qué significa esto?” Preguntó. “¡Estos suministros están marcados para entrar en uno de los almacenes de la Muralla!”

El explorador pasó un dedo por la superficie de una caja. “Llevan aquí un mes,” dijo. “Quizás algo más. ¿Robados?”

“¿Por qué lo robarían y lo esconderían tan cerca?” Se preguntó Kyoka. “No tiene sentido. ¿Dónde se supone que deberían estar?”

El Hiruma miró el sello en el costado de una de las cajas. “Almacén sesenta y cuatro.”

“¿Sesenta y cuatro?” Kyoka miró hacia la Muralla. “¡Eso está muy cerca de Kyuden Hida, en el centro de la lucha!”

El explorador agitó la cabeza. “No es posible robarle tanto a los Hida. ¿Cómo se ha podido mover todo esto? ¿Por qué?”

“No tengo ni idea,” dijo Kyoka. “Pero tengo el presentimiento que muy pronto nos enteraremos.” Hizo un gesto para que entrasen los que estaban observando desde la entrada. “Pero por ahora… ¡sacar estos suministros y derruir estos edificios!”

 

           

La lucha en la Muralla donde esta lindaba con Kyuden Hida era la pero de la batalla, y con mucho la peor de lo que cualquier Cangrejo vivo había visto jamás. Incluso años antes, cuando la Muralla había caído durante un corto tiempo ante las fuerzas de Daigotsu, no había habido tal frenesí en la batalla. Ahora los Cangrejo comprendían a lo que se enfrentaban si caían, y lucharon con más fuerzas para impedir que ese horror volviese a ocurrir. Hida Benjiro miró a la llanura al otro lado de la Muralla, observó las vastas e interminables filas de sus enemigos, y se dio cuenta de la funesta realidad del asunto: esto era cara de la inevitabilidad.

“¡Kuon!” Rugió, aplastando a una de las monstruosidades vestidas de hierro a las que se enfrentaban. “¡Tenemos que retroceder! ¡No podemos mantener las líneas!”

“No,” dijo simplemente Kuon. A su alrededor había una isla de calma en medio de la tormenta, aunque a juzgar por las entrañas que cubrían su arma, hasta este momento el Campeón Cangrejo no había estado ocioso durante la lucha.

“Kuon, tenemos que retroceder,” insistió Benjiro. “¡Mírales! ¡Son innumerables! ¡Si nos quedamos, todos moriremos!”

“No retrocederé,” repitió Kuon, su voz totalmente tranquila. “No veré a mis ancestros avergonzarse dos veces por mi fracaso. No durante mi vida.” Se volvió hacia el hombre que era como un hermano para él. “Ve,” ordenó. “Coge a Reiha y a mis hijos y sácalos de aquí.”

“Mi hermana me mataría si vuelvo sin ti, ¡y luego vendrá ella misma a buscarte!”

Kuon puso una mano sobre el hombro de Benjiro. “Ve,” repitió. “Salva a mi familia.”

Benjiro le miró fijamente, vio la firmeza en sus ojos. “No hagas esto,” dijo en voz baja. “Te rogaré si es necesario, pero por favor no hagas esto. Eres el Cangrejo. Si tu caes, todos caemos. ¿No lo entiendes?”

Hubo un rugido procedente del campo de batalla ante ellos. “Ahora viene, tu rakshasa,” dijo Kuon. “Este es mi momento, Benjiro. Protege a mi familia. Esa es mi última orden para ti.”

Benjiro se apartó y se limpió los ojos. “Lo haré,” dijo. “Maldito seas, sabes que lo haré.”

Hubo una especie de explosión en el suelo justo en la base de la Muralla sobre la que estaban los dos hombres, haciendo que temblase un poco toda esa sección. Los gritos de dolor de los hombres al morir fueron audibles incluso por encima de la explosión, y luego el enemigo ascendió la Muralla. El describirlo hubiese sido imposible, porque mientras los hombres lo veían, sus rasgos se movieron y cambiaron. Aparecieron distintos animales, algunos completamente desconocidos pero aterrorizadores, antes de que la imagen finalmente se detuvo en la de la cabeza de un tigre sobre el inmenso cuerpo de un guerrero. “¿Quién de vosotros es el jefe de esta manada de perros llena de pulgas?” Gruñó.

“Soy Hida Kuon, Campeón Cangrejo,” dijo Kuon, visiblemente apretando con más fuerza su arma. “¿Eres tu el responsable de la matanza de mis hombres?”

“O, por supuesto,” dijo la cosa riéndose.

“Entonces tenemos mucho de lo que hablar,” gruñó Kuon. “Mientras yo viva no darás un paso más hacia el Imperio.”

“Eso no me llevará mucho tiempo,” siseó el rakshasa.

El hombre y la bestia se lanzaron el uno sobre el otro, no necesitando hablar más. Kuon estaba al instante a la ofensiva, haciendo caer sobre su enemigo una serie de golpes cuidadosamente colocados pero devastadoramente poderosos, quien los evadió con una gracia felina aunque por muy poco margen. Era un cauteloso baile entre ambos, cada uno intentando sopesar al otro. Finalmente, el rakshasa pareció dejar una apertura, que Kuon inmediatamente intentó aprovechar con un golpe hacia abajo, agarrando su arma con ambas manos y que seguramente hubiese roto una roca con la fuerza de su tetsubo. El arma atravesó al rakshasa casi sin resistencia y también sin hacerle un daño aparente, su carne fluyó, uniéndose como si fuese agua tras la estela del golpe. La cosa se rió de una forma siniestra y abrió el costado de Kuon con su cimitarra, haciendo que cayese instantáneamente al suelo, jadeando para respirar. “Completamente inadecuado,” gruñó. “Igual que toda la escoria mortal.”

“Sigue hablando,” escupió Kuon. “Eso hará que tu muerte sea mucho más dulce cuando tu excesiva arrogancia logre alcanzarte.”

“Gusano,” se mofó el rakshasa. “¿Aún crees que puedes matarme?”

“Yo no,” dijo Kuon, “pero morirás. Solo es cuestión de tiempo.”

La cosa gruñó y levantó su cimitarra para dar el golpe de gracia.

“¡No!”

de entre el caos que les rodeaba, un hombre armado se abrió camino entre las filas y chocó contra el rakshasa, haciendo que retrocediese, y después golpeó con su inmenso martillo. La cosa chilló asustada y con dolor, y retrocedió estupefacto mientras se agarraba un brazo ensangrentado. “¡Coged al Campeón e iros!” Rugió.

“No,” dijo Kuon, luchando por apartarse del yojimbo Hiruma que le estaba ayudando a ponerse en pie. “¡No volveré a abandonar vergonzosamente la Muralla!”

Kaiu Taru se arrancó el yelmo de su cabeza y puso su cabeza a los milímetros de la de Kuon. “¡Escuchadme!” Exigió. “¡He visto lo que hoy ocurrirá aquí! ¡La Fortuna de los Enigmas me mostró el futuro! ¡Si morís hoy, los Cangrejo morirán! ¿Lo entendéis? ¡Vuestra familia! ¡Vuestros amigos y seguidores! ¡Todo se perderá si hoy morís! ¡Morid otro día si queréis pero hoy os iréis!”

Kuon miró asombrado a Taru durante un instante, y luego inclinó su cabeza y asintió. El Hiruma se lo llevó mientras Taru se volvía hacia el rakshasa. “Llevo esperando este día desde hace muchos meses,” dijo.

“¡Solo un estúpido espera su muerte!” Dijo la criatura. “¿De verdad crees que tienes una oportunidad de derrotarme?”

Taru señaló al brazo ensangrentado de la cosa. “Parece que quizás pueda.”

“¿Esto?” La criatura se rió. “Mi carne es lo que quiero que sea, ¡y yo quiero que esté intacta!” Cumpliendo su palabra, la herida otra vez se movió y fluyó como el agua, y su brazo volvió a ser el de hacía unos momentos. “¿Ves?”

Taru se encogió de hombros. “Importa poco.”

“Ya lo entiendo,” dijo el rakshasa. “Crees que tu talismán te protege. Y quizás lo haga, de los esclavos que conforman el ejército. Los acuerdos a los que tuvimos que llegar puede que lo permitan. Pero al final es una baratija sin significado creada por un dios insignificante. No te salvará de mi.”

“No necesito la salvación,” dijo Taru, su martillo en una mano y una antorcha en la otra. “He decidido cual será mi destino. Mi destino lo elijo yo, y nadie más que yo.”

La criatura se rió en una expresión de absoluto desprecio. “Los mortales y vuestros elogiados destinos,” escupió. “¿Qué te hace pensar que eres tan excepcional?”

Taru sonrió. “No tengo miedo a morir.” Levantó su martillo con una mano y golpeó el suelo ante él, rompiendo la delgada capa de piedra que cubría el oculto almacén que había debajo.

El rakshasa frunció el ceño, y luego retrocedió un poco. “Ese olor amargo, ¿qué es?”

“Creo que lo sabes.”

Volvió a olfatear el aire. “Pólvora,” susurró.

“Y jade.”

Taru dejó caer la antorcha.

La Muralla explotó.

 

           

La distancia que los dos Hiruma habían sido capaces de llevar al gravemente herido Kuon fue suficiente como para evitarles lo peor de la explosión, pero de todos modos los tres hombres fueron empujados y cayeron de bruces en el barro. Los exploradores se pusieron en pie de inmediato, levantaron a Kuon y comprobaron su herida. “¿Qué ha sido eso?” Preguntó uno de ellos, mirando por encima del hombro.

“La Muralla ha caído,” graznó Kuon.

“El general enemigo probablemente esté muerto,” dijo el otro.

“No,” dijo Kuon. “No, lo dudo. Pero creo que quizás Taru le ha hecho daño.”

“¿Taru?” Preguntó el primero. “¿Ese era Kaiu Taru?”

Kuon miró hacia la arruinada Muralla. “No,” dijo finalmente. “No, ya no era.”

 

           

Con la Muralla agrietada, la Horda del Destructor esperó poco para correr a llenar el hueco, pero no encontró el camino más fácil, ya que los Cangrejo, León, y Unicornio presentaban un obstáculo muy difícil de superar. Pero el asunto había terminado. Ahora solo quedaba ver cuanto tiempo transcurriría antes que los defensores se viesen forzados a retroceder. Bajo el humo y la oscuridad, un hombre buscaba entre las ruinas de la Muralla, su reluciente armadura dorada deslustrada por el humo, la ceniza, y la sangre de sus enemigos. “¡Debe estar aquí!” Gritó frustrado. “¡Encuéntrale, Kheth-tet! ¡Encuéntrale rápido!”

“¡No me des órdenes como si fuese uno de tus estúpidos perritos falderos, Legulus!” Gritó otro hombre con los dientes apretados. Surgió de entre el humo, su cuerpo casi sin armadura, su oscura piel adornada con tatuajes incluso más oscuros. “¡Yo no soy tu sirviente, estúpido arrogante!”

Los dos hombres se miraron con desprecio como si estuviesen a punto de pegarse cuando los escombros que había cerca se movieron y cayeron, y surgió una forma. “¡Callaros, porquería asquerosa!” Dijo una voz casi incomprensible. La forma luchó por recomponerse, pero seguía fluyendo, como si se estuviese derritiendo. “¡Destriparé a ambos si no os calláis!”

“Por supuesto, señor,” dijo al instante el llamado Legulus. “¿Cómo podemos serviros?”

“¿Qué necesitáis, eminencia?” Preguntó Kheth-tet.

“Matadles,” siseó el herido rakshasa. “Matad a cada Cangrejo que encontréis. No dejéis nada vivo en este maldito lugar.”

Kheth-tet se inclinó y Legulus puso su espada contra su pecho, en forma de saludo, y los dos oficiales regresaron a sus hombres, dejando en los escombros de piedra a la herida criatura intentando forzar a sus heridas a que desapareciesen. “Veré como este Imperio cae envuelto en cenizas,” siseó el rakshasa, su carne muy lentamente empezando a unirse, milímetro a milímetro. “¡Nada se interpondrá en la senda de los Destructores!”