Niños en el Jardín

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

El Imperio de Rokugan pertenecía a la Emperatriz Iweko I por designación celestial. Toda la tierra era suya para que hiciese con ella lo que la parecía bien. A pesar de ello, le ponía algo nervioso a Togashi Satsu cuando ella decidía repentinamente abandonar el palacio. Incluso dentro de la Ciudad Imperial, no había término a la lista de potenciales amenazas que se podían ocultar tras una fachada aparentemente inocua. Satsu prefería enormemente la seguridad del palacio, con viajes previstos con mucho avance, donde lo único que tenía que temer era la posible traición menor por parte del Consejero Imperial y, quizás, del Campeón Esmeralda.

La Emperatriz decidió caminar por las regiones más cercanas de la Ciudad Imperial, el área más contigua al palacio Imperial. Aquellos que viajaban por esta área eran casi siempre ayudantes o personal de la Corte Imperial y por ello no estaban totalmente desacostumbrados a la presencia de su Emperatriz. Educadamente se arrodillaban, y luego se marchaban, permitiendo que Iweko-sama tuviese algo de privacidad. Si esto alegraba o consternaba a la Emperatriz, nunca lo había dicho; Satsu era muy consciente que a él y a su guardia le agradaba que hubiese tan poca gente por allí.

Hoy, la Emperatriz deseaba visitar el jardín de uno de los mayores aunque frecuentemente vacíos templos dentro del centro de la ciudad. Era, notó Satsu, un templo a Hotei, la Fortuna de la Satisfacción. Parecía extrañamente apropiado que estuviese vacío, ya que muchos de los que trabajaban en el centro de la ciudad apenas estaban satisfechos, siempre trabajando hacia una nueva meta u objetivo. La sonora risa que surgió de su interior indicaba que el jardín era un lugar donde jugaban los niños, lo que hizo sonreír a Satsu al hacerle pensar en su propia familia. La Emperatriz, habitualmente con un aspecto reluciente, se puso aún más radiante al escuchar ese sonido. Satsu, que casi nunca discutía nada de naturaleza personal con nadie, mucho menos con la Emperatriz, se preguntó si, tras su boda, la Emperatriz ansiaba formar su propia familia. La verdad es que no sabía si esas cosas la importaban. Parecía extraña la idea de un avatar literal de los Divinos Cielos ansiosa por la maternidad. Satsu decidió que intentaría no pensar en esas cosas. No le haría a nadie bien que él se olvidase que servía a una entidad divina.

Cerca del centro del jardín, la Emperatriz se sentó sobre un bajo banco de piedra e hizo un gesto para que su guardia la dejase. Estaba claro que a Shiba Erena, primera de la guardia, no deseaba irse, pero una devota guardiana como ella no hablaría contra sus órdenes. A regañadientes, la guardia se retiró para asegurar el perímetro del jardín.

Los niños que jugaban apenas notaron a los nuevos visitantes, y desde luego parecieron no reconocer quien estaba entre ellos. Algunos la miraron algo más que otros, con expresión de asombro. Potenciales shugenja, pensó Satsu, quizás escuchando los susurros de los kami que constantemente giraban alrededor de la Emperatriz. Los niños se fueron rápidamente, exhortos en algún juego de perseguirse. Pero una se quedó atrás, mirando a la pareja con una expresión algo enervante.

Satsu le reconoció un momento después. “Niña,” dijo en voz baja, “¿estabas en la Corte de Invierno del año pasado en las tierras Escorpión?”

“¡Si, sama!” Dijo la niña alegremente. “¡Me llamo Oki!”

“Oki,” repitió Satsu. “¿Quiénes son tus padres, Oki?”

“¡Mi padre es Fu Leng!” Dijo con orgullo.

El corazón de Satsu se detuvo un instante. “¿Qué has dicho?”

Los rasgos de la niña giraron y cambiaron, adoptando una mirada mucho más maligna, y una repentina presencia estuvo entre ellos. Ella volvió a hablar, y esta vez su voz eran dos voces hablando al unísono; una era el de una niña, la otra la de un hombre. “Por favor, perdonar al pekkle,” dijo una voz. “a pesar de su talento para el engaño, los jóvenes son bastante literales.”

“¡Daigotsu!” Escupió Satsu.

“En carne y hueso,” dijo la voz mientras el cuerpo hacía una torpe reverencia. “Más o menos.”

Satsu miró con asco a la niña-demonio, con expresión fiera. “Que se te haya permitido estar tan cerca de la Hija del Cielo es una atrocidad de primer orden,” dijo gravemente. “Habrá castigos entre la Guardia de la Emperatriz.”

La niña se rió, y por un momento, no era otra cosa que la risa de una niña. Pero la voz de Daigotsu regresó rápidamente. “¿Te hace sentir mejor el jurar que habrá consecuencias, especialmente cuando no te puedes vengar en mi? Que poca visión de futuro.” Ella ladeó la cabeza con curiosidad, como si estuviese considerando algo. Hizo que se pareciese a una marioneta. “Compartiré una información contigo, algo que sin duda te has preguntado desde hace muchos años. Las guardas colocadas en tu palacio y en sus jardines son bastante efectivos. Los de este jardín, aunque fueron rápidamente inscritos y son más débiles, siguen siendo bastante formidables. Desafortunadamente para ti, la sangre de la vida entregada libremente por un seguidor de Fu Leng debilitará y destruirá todas las guardas, excepto las más poderosas. Pocas cosas hay en el reino de los mortales que el toque de mi señor no pueda erradicar.” Se detuvo. “Pero es bastante costoso.”

La furia de Satsu era evidente, y abrió la boca para hablar, pero la Emperatriz levantó su mano y le detuvo. “La Emperatriz desea conocer tus intenciones,” dijo a través de apretados dientes.

“La Emperatriz me hizo llamar, ¿pero no hablará directamente conmigo?” Oki chasqueó su lengua. “Que descortés.”

“Eres el menos adecuado de todos para escuchar su voz,” escupió Satsu. “¡Su pureza seguro que arrancaría la carne de tus huesos!”

“Que interesante,” contestó la niña demonio. “En cualquier caso, repito mi pregunta inicial. ¿Por qué razón me has convocado, Hija del Cielo?”

“la Emperatriz conoce que has tenido contacto con refugiados del otro lado de las Arenas Ardientes,” dijo Satsu. “Solo uno de tus muchos crímenes.”

“¿Esa es tu evaluación, o la de ella?” Preguntó Daigotsu. “No me interesa una letanía de mis supuestos pecados, si ese es el propósito de esta reunión.”

“Es deseo de la Emperatriz escuchar lo que sabes de estos Destructores que asolan el sur del Imperio.”

Daigotsu-Oki sonrió. “Me siento, por supuesto, halagado por tu suposición sobre mis conocimientos,” contestó. “¿Qué te hace pensar que sé algo de ellos?”

“Has tenido negociaciones con miembros del blasfemo culto conocido como los Chacales,” contestó Satsu. “¿Por qué alguien huiría a una tierra conocida por su xenofobia como el Imperio a no ser que se estuviesen enfrentando a una amenaza mayor?”

“Hmph,” dijo Daigotsu. “En cualquier otro, un fugaz instante de omnisciencia sería fácilmente malgastado. En una Kitsuki lo encuentro insoportablemente inconveniente. Supongo que puede haber un valor residual a la totalmente ridícula preocupación de la familia con los ínfimos detalles.”

“La Divina Hija del Cielo te ha hecho una pregunta,” le recordó Satsu.

“Una que he decidido no contestar,” respondió Daigotsu. “¿Por qué debería hacerlo?”

Satsu se echó hacia atrás, claramente aterrado. “¡Hablas con una descendiente de los Divinos Cielos!”

“Quien ha dejado claro que mi vida no tiene sentido,” gruñó Daigotsu. “Y en cualquier caso, hablas con un descendiente de Jigoku. Nos considero iguales.”

“¿Lo son?” Preguntó Satsu en voz baja. “Tu señor oscuro ya no se encuentra en el Reino del Mal ni en los Divinos Cielos. Tu patrocinio ya no existe. Eres poco más que un criminal hombre de la ola, un bandido que…”

“¡Basta!” Ordenó Daigotsu, su voz resonando por el jardín. “¡No escucharé tal herejía! ¡Vuelve a decirlo y esta reunión acabará sin resultado alguno!”

“Nada saldrá de ella, en cualquier caso,” dijo Satsu con una sonrisa despectiva. “Has venido a escuchar tu propia voz y hacer juegos de palabras. No tienes nada importante que decir.”

“Puedo darte la información que deseas,” contestó Daigotsu. “Pero no lo haré libremente.”

Satsu entrecerró los ojos, pero escuchó intensamente algo que nadie más podía escuchar. Miró a la Emperatriz como para confirmarlo, y luego inclinó la cabeza. “¿Qué es lo que deseas?”

“La restauración de los Hantei como familia Imperial,” contestó de inmediato. “Sirviendo al trono, por supuesto. Yo y mi hijo somos los últimos y verdaderos descendientes de la línea Hantei.”

Satsu agitó lentamente su cabeza. “Eso no se puede hacer. No se hará.”

“Entonces quizás la Voz tenía razón, y no hay nada que decir.”

“Quizás no,” estuvo de acuerdo Satsu. “A no ser que tengas una petición más razonable.”

Oki pareció considerarlo durante un momento. “Daré un trozo de lo que deseas,” dijo finalmente. “A cambio, permitirás que uno de mis agentes permanezca dentro de la ciudad. Bajo guardia, claro, pero te asegurarás que no será sujeto de la brutalidad de los Grandes Clanes, y que será libre para hablar con quien quiera.”

Satsu levantó una ceja. “¿No es el Consejero Imperial uno de tus agentes? Me parece que ese acuerdo se cumplió hace tiempo.”

“Ya no estoy totalmente convencido de la lealtad de Susumu,” dijo Daigotsu tras un momento. “Me he visto forzado a considerar que la proximidad a la Emperatriz puede haber… alterado algo sus prioridades.”

Satsu parpadeó, sorprendido, pero luego inclinó la cabeza hacia la Emperatriz y continuó. “¿La Emperatriz desea saber por qué crees que otro agente no se vería igual de comprometido?”

“Confío en este hombre porque había jurado lealtad a otro antes de entrar a mi servicio, y aún no la ha violado. Por ello no veo razón alguna por la que viole sus juramentos hacia mi persona.”

La Voz frunció el ceño. “¿Quién es este hombre?”

“Le haré llamar, si la Emperatriz me lo permite.” Al ver como asentía, Oki cerró sus ojos un instante. Luego los volvió a abrir y sonrió. “Ya viene.”

Los tres esperaron en silencio un corto periodo de tiempo antes de que una figura surgiese de los setos, aparentemente había estado escondido en algún lugar del jardín antes de que entrase el cortejo. Lo que también significaba que Daigotsu estaba preparado para que su petición inicial fuese rechazada. Satsu miró al recién llegado durante un momento, sorprendido. “¿Taishuu? ¿Mirumoto Taishuu?”

El samurai se inclinó profundamente ante la Voz y la Emperatriz, y luego hacia la niña-demonio. “Es solo Taishuu, mi señor. Por ahora.”

“Taishuu quedará bajo la custodia de la Guardia de la Emperatriz hasta que se le ponga una residencia y una guardia permanente,” contestó Satsu. “Tus términos serán observados bajo palabra de la Divina Emperatriz.”

“Me parece suficiente,” contestó Daigotsu. “¿Cuál será la naturaleza de nuestra relación tras la conclusión de esta reunión?”

“No hay relación alguna,” contestó Satsu. “Eres un enemigo del trono. Tu indulto acabará al anochecer.”

“Naturalmente.” Se quedó pensativo un instante. “¿No hay forma de alterar esa relación?”

“Se te invocó para que aparecieses ante la Emperatriz y contestases a sus preguntas,” replicó Satsu. “En vez de eso elegiste hablar a través de un demonio haciéndose pasar por una niña, y llegar a un acuerdo que satisficiese tus propios fines. Si hubieses decidido otra cosa, si hubieses demostrado algún interés en la seguridad del Imperio o de sus habitantes, ¿quién sabe cuál podría haber sido el resultado?”

Oki se encogió de hombros. “No me arrepiento de nada.”

“Dile ahora a la Emperatriz lo que sabes sobre los Destructores, por favor,” dijo Satsu.

La niña demonio sonrió.

 

 

Shiba Erena luchó contra su ira al poner sus espadas sobre al atril y miró a la exquisita armadura que estaba colocada junto al atril. La armadura era para apariciones formales en la corte, y no había sido necesaria hoy. La tormenta dentro de su espíritu ansiaba salir y tirar la armadura al suelo, pero no sucumbiría a tal petulancia. Era una guerrera, no una niña malcriada. “Los eventos de hoy han sido totalmente inaceptables,” dijo finalmente, su tono totalmente tranquilo a pesar de su humor.

“No creo que nadie esté en desacuerdo,” el siempre sereno tono de la casi musical voz de Ikoma Tobikuma contestó desde detrás de ella. “La pregunta es, ¿podríamos haber hecho algo distinto? Me temo que la respuesta es no.”

Erena volvió la cara tranquilamente hacia los demás. “No acepto esa respuesta.”

Hida Tatsuma se rió. Era un sonido amargo. “¿Lo ves? ¿Ves con lo que tenemos que lidiar los Cangrejo? ¿Cómo puedes descubrir a un demonio que se transforma perfectamente en una niña, sin signo alguno de su verdadera naturaleza? ¿Cómo puedes detener a un hombre que puede enviar su asquerosa alma al otro lado del Imperio hasta el cuerpo de un demonio? ¡Es vergonzoso!”

Erena levantó una mano. “Ninguno de nosotros pone en duda la dificultad que entraña la tarea de tu clan, pero eso no es lo que estamos discutiendo. Fuimos elegidos individualmente por los Elegidos del Emperador para proteger a la Emperatriz. No me importa la naturaleza de las amenazas a las que ella se enfrente, solo que puedan detenerse.”

Tsuruchi Sanjo puso gesto de asco. “¿Incluso aquellas que no tienen forma alguna de detenerlas antes de que ocurran?”

“Especialmente aquellos,” contestó Erena. “Necesitamos shugenjas.”

“¿Qué hay de la Guardia Oculta?” Preguntó Sanjo.

Tobikuma agitó la cabeza. “La Guardia Oculta son leales a la Emperatriz y a la familia Seppun, en ese orden.”

“¿Y?”

“Por lo que los Seppun consideran la existencia de esta unidad, y nuestras afiliaciones a nuestros respectivos clanes, una sugerencia de que no pueden realizar sus tareas,” contestó Tobikuma. “No podemos depender en ellos para que sea aliados nuestros, especialmente en un asunto así.”

“Lo usarán para pedir nuestra disolución y que se nos reemplace,” estuvo de acuerdo Erena. “Con guardias Seppun, por supuesto.” Ella lo pensó durante un momento. “Puede que tenga una solución al problema de los shugenja, pero sin duda necesitaré toda vuestra ayuda.” Sonrió. “Gracias, amigos míos. Podéis iros a vuestros respectivos turnos de guardia.”

Los demás empezaron a irse, pero justo antes de que la habitación se vaciase, Erena volvió a hablar, en voz baja. “Idzuki, Hirose… un momento.”

El Grulla y el Escorpión se miraron brevemente, y luego se volvieron hacia su comandante. Bayushi Hirosei cerró suavemente el panel, para asegurarse que nadie que permaneciese en el pasillo les pudiese escuchar. “¿Qué ocurre, comandante?” Preguntó Idzuki.

“Cada uno de vosotros tenéis puestos militares en vuestros clanes, ¿verdad?”

Los dos se volvieron a mirar. “Si,” contestó el Grulla.

“¿Sería posible que vuestras unidades fuesen transferidas a la guardia, en privado, y se trasladasen a la Ciudad Imperial?”

Kakita Idzuki frunció el ceño, pero el grado de inclinación de la cabeza de Hirose sugería que sonreía tras su máscara. “¿Queréis que haya una mayor fuerza a nuestra disposición? ¿Para qué?”

“Para asegurarnos que la Emperatriz está a salvo sea cual sea la circunstancia, sin importar los ridículos juegos políticos a los que las familias Imperiales quieran jugar,” contestó Erena.

Hirose se rió. “Creo que las plumas ocultan garras. Haré lo que me pedís, comandante.”

“Con respeto, Erena-sama,” dijo Idzuki, “¿por qué no Naomasa o Kasei? Ellos podrían reunir a más tropas que las que nosotros podemos reunir.”

“Y el Clan León pronto se enteraría y asumiría que somos incapaces de cumplir con nuestras obligaciones,” contestó Erena. “No admitiré que cualquier movimiento nuestro sea cuestionado por personas ajenas que desean el prestigio de este puesto. ¿Está claro?”

“Perfectamente,” dijo Idzuki con una reverencia. “Se hará.”