Noche en la Ciudad Imperial

 

por Shawn Carman
Editado por Fred Wan

 

Traducción de Bayushi Elth

 

 

 

Si no hubiera ocurrido nada terrible hace tiempo, la Ciudad Imperial podría haber sido un lugar muy diferente. Pero algo la había alterado. Estaba siempre en permanente evolución, siempre cambiando para adoptar las maneras de aquellos en su interior. Durante el reinado del Emperador Toturi III había sido el centro del progreso y la cooperación entre los clanes, principalmente. Tras su desaparición y muerte se había convertido en un caldo de cultivo de manipulaciones políticas y enemistades silenciosas. Ahora que el Clan del Fénix había asumido la administración de la ciudad, tras la que había sido llamada Batalla de Toshi Ranbo, se palpaba una callada tensión en el lugar, aderezada con un trasfondo de resentimiento.

Komori Shikawa no había estado nunca antes en la ciudad, por lo que no podía decidir con certeza si los recuerdos de sus atmósferas previas eran acertados o no; simplemente recordaba las historias que le habían contado otros. Realmente, a pesar de que podía entender porque otros hacían semejantes afirmaciones sobre el estado actual de la ciudad, él simplemente se sentía fascinado por todo lo que le rodeaba. Había pasado su ceremonia de gempukku solo unos meses antes, y antes de eso nunca había salido de las Islas de la Seda y la Especia. Hasta su viaje al continente, nunca había estado en una ciudad mayor que el puerto del que había partido. Toshi Ranbo, pues, era diferente a cualquier cosa que hubiera visto o imaginado, y era difícil sentirse incómodo allí.

La sirviente se acercó y le trajo una taza de té a Shikawa. Él la sonrió, pero por supuesto ella no mantuvo contacto visual. Incluso tras la batalla, le habían dicho, las clases inferiores se andaban con cuidado para no despertar la ira de sus líderes samurai. Tanta muerte y destrucción les había dejado aun más asustados, al parecer, lo cual era realmente desafortunado. El Fénix estaba realizando un excelente trabajo reparando la ciudad y protegiéndola de cualquier violencia, al menos tal y como Shikawa podía ver.

Aun así, seguía habiendo duelos. Tantos samurai Fénix residiendo en la ciudad, junto a los hombres que el resto de los clanes habían enviado para asegurar que su influencia no fuera recortada, creaban un entorno muy abarrotado. A pesar de las muchas víctimas, la influencia de los nuevos visitantes hacía a la ciudad un sitio incómodamente lleno en ocasiones. Bajo otras circunstancias, Shikawa se habría alojado en la embajada de la Alianza de los Clanes Menores, dado su estatus como delegado del pequeño clan Murciélago. Desafortunadamente, incluso la Alianza estaba escasa de espacio, y Shikawa, como asistente secundario de la corte que era, había sido relegado a aquella sucia posada y casa de té en el interior de los restos del barrio del comercio.

Aun así, Shikawa no era el único samurai desplazado. Si miraba a su alrededor, podía ver a otros que destacaban entre los parroquianos, que eran en su mayoría mercaderes y artesanos. Había un Cangrejo en una esquina, bebiendo lo que parecía una prodigiosa cantidad de sake. Un Grulla estaba sentado junto a la puerta, sonriendo radiante a la joven que le servía más té. Debía ser una sirviente más atenta de lo que a Shikawa le había parecido, porque a pesar de que no parecía estar mirando directamente al Grulla, se ruborizó con intensidad ante su sonrisa. Más temprano aquella mañana, había visto también a un Fénix, un shugenja sin duda, subiendo hacia las habitaciones.

Mientras Shikawa meditaba sobre la idea de otro shugenja en su misma posada, dos mesas de mercaderes se levantaron para marcharse a sus casas. Shikawa se sorprendió al ver un samurai Escorpión sentado en solitario en la pared este. Había permanecido completamente oculto por los comerciantes, y Shikawa no le había visto entrar, aunque estaba convencido de que no estaba allí cuando él llegó. Extraño, pero aquella era la senda del Clan Escorpión, supuso. Una de las sirvientes se acercó al Escorpión, pero él la despidió con una mirada y un movimiento de su mano cubriendo su taza. Su mirada se fijó en el joven shugenja Murciélago, y Shikawa sonrió nervioso, desviando su mirada. No había tenido mucho trato con el Escorpión en general, y se dio cuenta de que le hacían sentir incómodo.

“¿Queréis algo más, Komori-sama?”

Shikawa sonrió de nuevo a la sirviente, aunque de nuevo se dio cuenta que reaccionaba de forma bastante diferente a como había hecho con el Grulla. “No,” dijo. “Gracias por vuestro excelente servicio, pero estoy muy cansado. Creo que me retiraré a dormir.”

“Cómo deseéis, mi señor,” dijo la mujer, inclinándose tan profundamente que parecía que se fuera a caer. Mientras se giraba, Shikawa pensó por un segundo que parecía preocupada por algo, pero su expresión desapareció tan pronto como había surgido.

El joven sacerdote agitó su cabeza. Debía estar más cansado de lo que suponía, y se apresuró en la escalera para completar sus oraciones de la tarde a los kami antes de desplomarse hecho un giñapo en el raído tatami que llamaría hogar durante la duración de su estancia en la ciudad.

 

           

Se escuchó un leve crujido, y el leve deslizar de metal sobre metal. Shikawa reconoció los sonidos, pero era como si estuviera lejos de allí. Luchó para volver de su sueño y ver lo que ocurría, pero era complicado. La oscuridad no quería retroceder, pero hizo fuerza y un momento después, comenzó a ver formas moviéndose dentro de su campo visual.

Había alguien en su habitación. Estaban junto a la estantería donde se encontraba su espada. “¿Q… Qué hacéis?” susurró.

La figura se giró rápidamente, visiblemente sorprendida. Hubo un destello de acero y se abalanzó sobre él. Shikawa se dio cuenta del peligro que corría e intentó ponerse en pie, pero se derrumbó sobre la alfombra y sólo pudo girar en el suelo, mientras sus miembros se negaban a obedecerle. Su asaltante erró el golpe por milímetros, y escuchó una hoja rasgando el tatami.

Shikawa intentó gritar pidiendo ayuda, pero lo que emitió fue poco más que un gruñido. Se tambaleó sobre sus pies, sabiendo que era demasiado tarde, sabiendo que el cuchillo acabaría con él... pero nada ocurrió. Agitó su cabeza para despejarla, y se dio cuenta de que su atacante yacía en el suelo, inmóvil. El joven Murciélago miró a su alrededor confuso, y se dio cuenta de que el Escorpión que había visto antes estaba en su habitación. ¿Habría estado allí todo el tiempo? “¿Qué...” comenzó a hablar.

El Escorpión dio un paso adelante y le dio una sonora bofetada con su mano abierta. La fuerza del golpe lanzó hacia atrás la cabeza de Shikawa, y la niebla escapó de su mente al instante. “¿Qué estás haciendo?” preguntó.

“¿Está despejada tu cabeza?” preguntó el Escorpión. “Puede que haya más.”

Shikawa le miró inexpresivo, y desvió la vista hacia el hombre en el suelo. “¿Tú... tú no estás con ellos?”

“Obviamente no.”

El Escorpión no portaba ningún arma que Shikawa pudiera ver. “¿Qué le hiciste?” preguntó.

El hombre enmascarado inclinó levemente su cabeza a un lado y levantó una ceja. “¿Realmente quieres saberlo?” preguntó. “Las pesadillas podrían ser... desagradables.”

El joven sacerdote miró hacia su asaltante muerto, con la mirada perdida y dudó, pero la necesidad de una respuesta fue desplazada por un sonoro rugido varias habitaciones más allá, seguido de un atronador golpe desde fuera del pasillo. “¿Qué está ocurriendo?”

“Como dije,” respondió el Escorpión, “puede haber más de éstos.”

Asintiendo, ambos hombres salieron rápidamente al pasillo, ambos preparados para cualquier cosa que pudiera esperarles. Shikawa no estaba seguro de lo que esperaba ver, pero no estaba preparado para el espectáculo de violencia que se desarrollaba frente a él.

“¿Dónde está mi espada?” estaba rugiendo el Cangrejo que había visto antes. Tenía un atacante cogido por la garganta, con ambas manos enormes alrededor del cuello del hombre, de forma que casi todo su cuerpo estaba cubierto por el Cangrejo. “¿Dónde?”

El objetivo de la furia del Cangrejo fue agitado, golpeado por el hombre más grande con un golpe tras otro en la cabeza y en el torso. Ninguno de ellos tuvo un efecto destacable, pero el Cangrejo no pareció darse cuenta. “No puede hablar si has destrozado su garganta,” observó distraído el Escorpión.

El Cangrejo se giró, pero no soltó a su oponente. “¡Escoria Escorpión!” escupió. “Tienes algo que ver con esto, ¿verdad?”

“No,” dijo repentinamente Shikawa, sorprendido ante su osadía. “Uno de estos hombres me atacó en mi habitación también. Él me salvó la vida.”

“¡Eso no significa nada para mi!” rugió el Cangrejo. Se movió levemente, como si fuera a soltar al hombre que sujetaba y atacarlos a ambos. Shikawa retrocedió un paso involuntariamente, pero la confrontación fue atajada por la repentina aparición de más atacantes. Dos puertas se abrieron a la izquierda del pasillo, y otra a la derecha. De cada una emergió un hombre, vestidos también con kimonos sucios y manchados. Dos sujetaban espadas aun dentro de sus sayas. Otro portaba un largo y ensangrentado cuchillo. Cuando vieron a los samurai enzarzados en el pasillo, uno que portaba dos espadas se giró y desapareció de vuelta a la habitación de la que provenía. El que sujetaba un wakizashi lo desenvainó, y el que sujetaba el cuchillo avanzó junto a él hacia sus enemigos.

Shikawa retrocedió otro paso e invocó a los kami del aire a su alrededor. Éstos respondieron a su plegaria y se alzaron en su defensa. El corredor se llenó repentinamente de viento, y el que portaba el cuchillo fue detenido por completo por la fuerza del aire chocando contra su pecho. Solo estuvo inmóvil un momento, pero fue suficiente para que el samurai Escorpión se adelantara y le lanzara una patada rápida y brutal a la garganta. Se derrumbó al instante.

Un poco más allá en el pasillo, el Cangrejo dejó caer a su oponente inconsciente y adoptó una postura defensiva contra el atacante que llevaba el wakizashi robado. El hombre arremetió contra él, pero de forma tan chapucera que era obvio hasta para Shikawa que no sabía usar el arma correctamente. Su pobre ataque fue interrumpido por una rápida y decisiva serie de golpes del Cangrejo; uno en el estómago, y dos en la cabeza.

El pasillo se quedó en silencio por un momento. El Cangrejo se llevó una mano a la cabeza y la sacudió levemente. Dos hombres más emergieron de las habitaciones, pero no eran bandidos. Uno era un Grulla, y el otro un Fénix. Ambos tenían el aspecto de alguien que ha bebido demasiado la noche anterior, pero Shikawa no había visto a ninguno hacerlo.

“¿Qué... qué está pasando?” musitó el Fénix.

“Vuestras espadas han sido robadas,” dijo el Escorpión. “Estos hombres estaban entre ellos. El resto ha escapado.”

“Mi hoja ha desaparecido,” gruñó el Cangrejo. “Éste volvía a por mi tetsubo.” hizo un gesto hacia su primer enemigo.

“Mi daisho,” dijo el Grulla. “Debo recuperarlo.”

“Un objetivo complicado,” dijo el Escorpión.

“Algo va mal,” dijo el Fénix. “Algo... me encuentro mal.”

“Seda nocturna,” dijo el Escorpión llanamente. “Detecté el olor de mi taza de té la primera vez que me sirvieron una. La tiré y no acepté más.”

“¿Seda nocturna?” preguntó Shikawa. “¿Es veneno? ¿Hemos sido envenenados?”

“Sí,” respondió escueto el Escorpión. “A todo esto, mi nombre es Bayushi Shizume. Disculpadme que no me haya presentado antes.”

“Hida Chimoto,” replicó el Cangrejo, presentándose a sí mismo. “¿Así que envenenados, eh? Pues yo me siento un poco flojo, pero he estado peor.”

“Realmente, la cantidad de seda nocturna que tendrían que haber utilizado para alguien de tu tamaño no podría ocultarse por el sabor del sake,” dijo Shizume. “Probablemente vivirás.”

Shikawa sintió que su corazón se le escapaba. “¿No existe ninguna cura?”

“Claro que sí,” respondió el Escorpión. “El antídoto se hace con una simple planta que crece en las islas. De hecho, tu gente la come a menudo. Envuelve el sushi con ella. Así que tu estarás bien.”

Shikawa miró al Fénix y al Grulla. “¿Y ellos?”

El Escorpión meneó la cabeza. “Hay otra antídoto, aunque menos efectivo, pero no se puede crear sin una amplia cantidad de seda nocturna.”

“Entonces quizás deberíamos intentar conseguir algo,” dijo el Fénix.

El Escorpión abrió las manos. “Es una sustancia difícil de adquirir, debido obviamente a su ilegalidad. ¿Dónde propones encontrarla?”

“Ellos,” gruñó Chimoto, apuntando a los hombres caídos. “Tendrán más.”

“No me preocupa ningún antídoto,” dijo el Grulla. “Debo recuperar mis espadas. La historia no recordará a Doji Bushori como el hombre que perdió las espadas de su abuelo ante esta escoria.”

El Fénix se arrodilló y cogió el wakizashi que había usado uno de los atacantes. “El mío ha sido contaminado al ser usado por una clase inferior,” dijo solemnemente. “Necesitaré pasar mucho tiempo rezando para poder purificarlo de tal deshonra.” Se giró hacia los otros. “Os ayudaré por supuesto para hacer lo mismo.”

“¿Cómo los encontraremos?” dijo Bushori.

“El Escorpión hizo un gesto hacia Shikawa. “El Murciélago no mató a su oponente.”

“¿Confesará?” preguntó el Fénix.

“Oh, claro que sí,” retumbó el Cangrejo.

Shikawa palideció a su pesar. El Cangrejo exudaba un aura de violencia como nunca había experimentado. De hecho, encontraba al Cangrejo y al Escorpión quizás los dos individuos más atemorizantes que había conocido en su corta vida, aunque nunca había conocido a gente de sus clanes hasta ahora. El Grulla y el Fénix, al menos, parecían tener un aire de educación y honor.

El Escorpión agitó su cabeza mirando al Cangrejo. “Puedes hacer lo que mejor veas, Chimoto-san, pero el dolor es una pobre motivación. El miedo funciona mucho mejor. ¿Me dejaríais a solas un momento con él?”

El Cangrejo gruñó, pero no puso objeción. Shizume arrastró al hombre a una de las habitaciones y cerró la puerta. “¿Qué está haciendo?” preguntó Shikawa en un susurro.

“Sin duda algo que no necesitamos ver,” dijo Bushori. Se giró hacia el Fénix. “Si aceptamos su ayuda, el precio será alto.”

Cuando vio al Fénix asentir, Shikawa no se lo podía creer. “¿Pagar?” preguntó. “¿Quiere dinero por ayudarnos?” Era vergonzoso para un samurai buscar bienes materiales, porque ya recibían todo lo que necesitaban de su señor a cambio de su lealtad y servicio.

“Claro que no,” respondió el Grulla. “Habrá un precio, aun así. Ningún Escorpión concede favores a cambio de nada.”

 

           

A pesar de lo que Bayushi Shizume hubiera hecho o no en la habitación, el hombre que se había llevado con él había confesado aparentemente todos sus pecados. Dos horas más tarde, el grupo había llegado a lo que parecía un almacén desierto y semi-derrumbado construido junto al exiguo río que fluía a través de la ciudad. Shikawa reconoció el edificio, porque había visto cien exactamente iguales en su tierra natal; eran donde los bienes sacados de los barcos eran retirados y almacenados antes de darles su destino final. La batalla que había asolado el distrito mercantil de la ciudad había derruido una parte del edificio, y por eso estaba abandonado.

O eso parecía.

Una vez que penetraron en su interior, se hizo pronto visible que el interior era relativamente estable. Todas las aperturas al exterior habían sido pintadas o cubiertas para que la luz no pudiera salir al exterior. Dentro había, según Shikawa podía contar, cerca de una docena de hombres. Si el hombre que había escapado de la posada estaba entre ellos era algo que no podía confirmar. Aun así, los hombres estaban apresurándose para empaquetar un gran número de armas, todas ellas armas solo permitidas a samurai, en unas cajas grises y sucias. Parecía que las estaban preparando para embarcar en cualquier momento. Shikawa miró a Bushori, arrodillado a su lado. “¿De donde provendrán todas esas armas?” susurró.

El Grulla le miró con expresión irritada. “De la batalla, probablemente. O de otros como nosotros, envenenados por la noche. Deben tener prisa, o habrían esperado hasta la mañana para coger las nuestras.”

“Una docena... parecer haber más,” musitó Shikawa.

Bushori le miró deliberadamente. “Se que puedo contar con el Cangrejo,” dijo en voz baja. “Isawa Jira no creo que mate a nadie, pero podría ser capaz de incapacitar a unos pocos. El Escorpión... es impredecible. Necesito saber si puedo contar contigo para cubrir mis espaldas cuando ataquemos.”

Shikawa hizo una mueca, pero asintió. Sabía, también, que el Fénix era por lo general un clan de pacifistas, a pesar de lo raro que pudiera sonar que un samurai no deseara luchar. “Doce hombres, todos armados. Será complicado.”

“Son bandidos,” dijo con seguridad. “Nosotros somos samurai. No hay duda del resultado.” Se detuvo un momento. “Puede que muramos, quizás,” admitió, “pero no seremos derrotados. Si muero, será con la espada de mi abuelo en la mano.”

Shikawa asintió. “Estaré a tu lado.” Bushori representaba todo lo que le habían dicho que odiaría de la Grulla: confiado, seguro, e incapaz de conformarse con un resultado diferente del que hubiera decidido como apropiado. Y aun así, aquel hombre no le caía mal por todo aquello.

“Muy bien,” dijo el guerrero Grulla. “Entonces comencemos, antes de que la impaciencia del Cangrejo aumente y vengue mi deshonor sin mi.”

Shikawa susurró una oración a los kami, y poniéndose en pie, siguió al Grulla a la batalla.