Obsidiana

 

por Shawn Carman
Editado por Fred Wan

 

Traducción de Bayushi Elth

 

 

No existía el tiempo. Ni el día ni la noche. Sólo el mar.

Se encontraba a la deriva, sólo recordaba levemente que se había agarrado con fuerza a un trozo de madera, algún fragmento del velero que la había llevado durante tanto tiempo. El dolor de su cabeza era abrumador. Había momentos en los que casi no podía ni abrir los ojos, en los que sólo oía los sonidos del océano. El choque de las olas contra las dentadas rocas. El roce de unas contra otras cuando el mar estaba picado.

Y a veces, le parecía, el sonido de algo nadando a su alrededor.

Se preguntó si los tiburones acabarían con ella antes que el propio agua. O quizás el sol, si sobrevivía lo suficiente.

Ya no importaba.

Cuando las manos la recogieron, estaba apenas en condiciones de darse cuenta de que había abandonado el agua.

 

Hotako se despertó de golpe. Se incorporó de la colchoneta donde yacía antes de estar completamente despejada, pero sus piernas la traicionaron. Se desplomó en el suelo, con los brazos abiertos, tirando todo a su alrededor contra el suelo. Se quedó en el suelo unos momentos, reuniendo tantas fuerzas como pudo. Reconoció el lento bamboleo del suelo. Se encontraba a bordo de un kobune, aun en el océano. Tras un momento, se puso cuidadosamente en pie, se dirigió hacia la pequeña puerta del camarote, y la abrió.

Salvo por algunos detalles sin importancia, Hotako podría haber estado de vuelta perfectamente en la cubierta del Botín de Guerra pero por supuesto sabía que su antiguo barco ya no existía. Aun así, las similitudes eran impresionantes. Si los hombres trabajando en cubierta hubieran vestido ropas del color de la Mantis, entonces se habría sentido perfectamente cómoda. En aquella situación, sentía una sensación de peligro en su pecho, una que no podía despreciar con facilidad. Su mano se dirigió a su cadera, pero evidentemente su sai no estaba allí.

“No te preocupes. No te hemos quitado tus armas. Habían desaparecido ya cuando te recogimos del mar.”

La guerrera Mantis se giró para ver a un pequeño hombre vestido con ropas limpias pero muy raídas. No tenía el aspecto de un capitán, ni siquiera de un marinero, pero Hotako no podía negar el aura de poder que le rodeaba. “¿Quién eres?” preguntó.

El pequeño hombre arqueó una ceja. “La amabilidad Mantis nunca dejará de impresionarme,” murmuró. “Soy Motaro, capitán de La Modesta Flor. Mis hombres te recogieron del mar hace tres días. Si estás tan infeliz por estar aquí como aparentas, entonces te invito a que te lances por la borda. Con menor peso iremos más rápido, aunque sea solo un poco.”

Hotako hizo una mueca y contempló la cubierta. “No quería parecer desagradecida,” dijo tras un momento. “Yo... estoy un poco confusa. ¿A quién debo agradecer mi rescate? No sois Mantis.”

“Ciertamente no,” dijo Motaro. “Preferimos llamarnos contratistas independientes.”

Los ojos de Hotako se estrecharon. “¿Piratas?”

Motaro rió entre dientes. “Si lo fuésemos, ¿lo admitiríamos? No, no somos piratas. No puedo decir que no hayamos hecho cosas terribles en el pasado, pero ¿quién puede decirlo algo así?” Miró a Hotako con ojo crítico. “¿Puede hacerlo el Clan Mantis?”

La joven guerrera no dijo nada. El Clan Mantis era el indiscutible señor del mar, y durante gran parte de su historia se había dedicado a prácticas que otros llamarían piratería sin pensárselo dos veces. Aquellos días habían pasado, sin embargo; el clan tenía un nuevo propósito y una nueva dirección bajo su Campeón, el hombre llamado Azote de las Tormentas, Yoritomo Naizen. Había sido bajo su mando, de hecho, cuando Hotako y el resto de la tripulación del Botín de Guerra habían recibido la orden de cazar grupos de piratas, y uno de ellos en especial.

Como si sintiera sus recuerdos, Motaro la miró fijamente. “¿Cómo os fuisteis a la deriva, Yoritomo-san? Había una cantidad significativa de restos en la zona.”

Ella inclinó su cabeza. “Había... ¿había más supervivientes?”

Ya conocía la respuesta. “Ninguno,” respondió él.

Hotako asintió. “Mi hermano,” dijo, pero se detuvo un segundo. “Mi hermano también estaba a bordo,” dijo, tras ordenar sus pensamientos.

“Ah,” dijo Motaro. “Siento escuchar eso. Me temo que aparentemente tú eras la única superviviente. La Fortuna del Mar es despiadada.”

“Doy gracias por la piedad de Suitengu,” respondió. “Hay otros a los que culpar por la muerte de mi hermano.”

“¿Otros?”

“Las Serpientes de Sanada,” dijo, escupiendo el nombre.

Motaro se rascó la barbilla. “Me suena el nombre,” dijo. “Son piratas, ¿no?”

“Lo peor de esa calaña,” confirmó Hotako. “Tienen importantes recursos bajo su mando. Golpean rápidamente y desaparecen entre las olas. Han constituido una molestia durante décadas, pero mi señor Naizen-sama ha ordenado que ese incordio desaparezca.” Hizo otra mueca. “Pero ha demostrado ser más difícil de lo que imaginaba.”

“Imagino que las Serpientes estarían avisadas de tu misión,” apuntó Motaro. “No sería difícil para ellos ocultarse de ti si era lo único que hacían, supongo.”

“Aparentemente,” coincidió Hotako. “Nuestra flota es demasiado grande para perseguir y encontrar a un grupo tan reducido de barcos. Tuvimos que separarnos para dar un gran barrido de la zona. Los barcos más grandes, como en el que yo servía... se suponía que seríamos capaces de enfrentarnos a los piratas por nuestra cuenta, así que... fuimos enviados en solitario, sin barcos de apoyo.”

“Las Serpientes están mejor equipadas de lo que pensabas,” dijo Motaro.

“Sí,” dijo, su voz casi un susurro. Agitó su cabeza, y entonces miró de nuevo al capitán, frunciendo el ceño. “Discúlpame, pero ¿no nos hemos visto antes? Me resultáis familiar.”

“Es improbable,” dijo Motaro. “Estoy seguro que recordaría una joven tan llamativa como tú.” Se giró para mirar el mar. Las dentadas rocas que se habían vuelto tan familiares durante la última semana a bordo de su anterior barco seguían presentes, pero ahora más lejanas. “¿Durante cuanto tiempo serviste en tu barco?”

“Seis años,” respondió ella. “Fui destinada allí poco después de mi ceremonia de gempukku.” Recordaba el día que había recibido el puesto. Ella y su hermano estaban eufóricos al descubrir que ella se uniría a él en el mismo barco. Había sido un día maravilloso. Sus padres se habían sentido tan orgullosos, y ella había sido honrada con una visita de una vieja amiga de su madre, la renombrada poetisa Yoritomo Yoyonagi. El séquito de la poetisa era amplio, y entre ellos había importantes personajes, así como unos cuantos que no eran más que comparsas...

“¡Tú!” exclamó repentinamente, apuntando a Motaro.

“Apuré demasiado mi suerte, ¿no?” preguntó con expresión disgustada. “Lo hago a menudo.”

“¡Moshi Mogai!” gruñó Hotako, moviendo la mano inútilmente hacia su cinturón buscando un arma que no estaba allí. “¡Traidor!”

El pequeño hombre se giró con un terrible brillo en su mirada. “Creo que difícilmente debería aceptar tales insultos de alguien que me debe la vida.” Mogai había sido uno de los muchos samurai Mantis perdidos en un incidente aterrador ocurrido hacía años, llamado por algunos la Lluvia de Sangre. Había sido un ritual oscuro realizado por el culto de los Portavoces de Sangre, y muchos de los que habían sido tocados por la sangre que llovió de los cielos habían sido corrompidos e infectados por la Mancha de las Tierras Sombrías. Mogai había acompañado a la una vez campeona de su clan, Yoritomo Kitao, y había creado una vasta flota de veleros conocida como la Ola Oscura, una flota dedicada a destruir a la Mantis. Afortunadamente, eso no había ocurrido, y la mayoría de aquella flota había sido destruida en la batalla final de la Guerra del Fuego y el Trueno, una batalla que había creado una inestable paz entre los clanes de la Mantis y el Fénix. La mayoría creían que la Ola Oscura había sido destruida por completo, pero algunos pensaban que unos pocos barcos habían escapado. Al parecer, eso era lo correcto.

“¿Y ahora qué?” preguntó Mogai. “¿Saltarás sobre mi y me matarás con tus manos desnudas? Eso parece una estupidez. Se me llama el Maestro del Dolor por una buena razón, seguro que lo entiendes.”

“Mi vida es un bajo coste si acabo con la tuya,” dijo Hotako, mirando desesperada a su alrededor, buscando algo, cualquier cosa, que usar como arma. La tripulación había abandonado sus labores y estaban mirándolos, alternativamente. Sabía que podrían matarla tan fácilmente como podría hacerlo Mogai.

“Tu muerte sería una vergüenza, especialmente si llega antes de que comprendas la verdad de la muerte de tu hermano.”

Una gélida sensación floreció en el pecho de Hotako. “Tú le mataste,” siseó. “¡Fuiste tú quien destruyó el Botín de Guerra, no las Serpientes de Sanada!”

“Si yo hubiera destruido tu barco,” dijo Mogai con una sonrisa despectiva, “te aseguro que nadie hubiera sobrevivido. No, fueron efectivamente las Serpientes de Sanada quienes destruyeron tu barco y mataron a tu hermano. La verdad es que no era algo necesario, y puedes ayudar a asegurarnos de que no vuelva a ocurrir.”

Hotako se quedó petrificada. No se movió, ni abandonó su postura defensiva, pero levantó las cejas. “¿Tú también cazas piratas?”

“No necesito cazarlos,” dijo Mogai. “Se exactamente donde estarán, y cuando. Estamos de camino a encontrarnos con algunos socios que nos ayudarán a asegurar que lo que le ocurrió a tu hermano no vuelva a suceder.”

Hotako se mordió sus labios, nerviosa, pero no dijo nada.

“¡Evidentemente estás confundida!” dijo Mogai. “Si cenas conmigo en mi camarote, estaré encantado de explicarte con exactitud como nos aseguraremos de que las Serpientes de Sanada dejen de ser un azote para tu gente para siempre.” Sonrió ampliamente. “Más tarde, por supuesto, puedes intentar matarme si aún lo deseas.”

Mogai se giró y entró en su camarote. Tras un largo momento pensándolo, Hotako le siguió.

 

           

“¿Vendrá la muchacha con nosotros?”

Hotako apretó sus dientes frustrada. El corpulento guerrero nunca la hablaba directamente, pero le hacía a Mogai todas las preguntas referidas a lo que iba a hacer. La había menospreciado desde el principio, pero no podía hacer nada. Durante tres días, no había visto nada que pudiera usar como un arma para defenderse. Sin embargo, fieles a las palabras de Mogai, nadie había levantado un dedo contra ella, ni siquiera le habían prestado demasiada atención. No sabía que era peor: estar indefensa, o ser ignorada.

“Nuestra invitada tiene la opción de acompañarte si lo desea, Tatsune,” dijo sin alterar la voz Mogai. “Imagino que estarías contento de contar con los servicios de una mujer de su talento.”

“Soy un guerrero,” dijo Tatsune con una despreciativa mirada hacia Hotako. “Un comandante del ejército del Clan Araña. No necesito la ayuda de niños.”

“No soy una niña, bestia miserable,” espetó al hombre antes de poder contenerse.

El enorme hombre vestido con armadura roja se giró y fijó en ella una mirada impasible durante un momento antes de volverse a Mogai. “Si habla de nuevo aplastaré su cráneo con mis propias manos,” dijo sin aparente malicia. “Responderás por su papel en la operación, Mogai. Su presencia socava nuestra tarea.”

Mogai despreció el comentario e ignoró al hombre mientras se marchaba, sus pasos como truenos en la cubierta de madera. “Tendrás que vigilarlo, Hotako,” dijo. “Es un bufón arrogante, pero un guerrero y comandante extremadamente exitoso.”

La Mantis agitó su cabeza disgustada por todo a su alrededor. “Todo esto es una locura.”

“¿Una locura?” Mogai parecía sorprendido por la palabra. “Quizás. Y aun así nosotros conseguiremos lo que la Mantis no hizo. Terminaremos con la amenaza de las Serpientes de Sanada. ¿Durante cuanto tiempo los has cazado, Hotako-chan?”

Se encrespó ante el trato familiar, pero no entró al trapo. “Siete meses,” admitió.

“Siete meses,” dijo Mogai. “Nosotros lo lograremos en menos de una semana. ¿Cuál es la diferencia? Nosotros estamos dispuestos a hacer lo que los samurai no. ¿Reconoces aquella isla?” apuntó a una pequeña isla en la distancia.

Hotako frunció el ceño y bizqueó. Podía ver varios barcos, pero ningún detalle. “No,” dijo.

“El Pueblo del Arrecife Azul,” respondió Mogai. “Una pequeña aldea de pescadores. Nada importante, en realidad. Pagan sus impuestos y ven a los barcos Mantis que les abastecen quizás una vez al mes. Allí viven menos de doscientas personas.”

“¿Qué clase de objetivo es ese?” dijo Hotako incrédula. “¿Crees que las Serpientes de Sanada atacarán allí? ¿Por qué lo harían?”

“Lo harán,” dijo Mogai, “porque han sido pagados para asegurarse de que nadie en esa isla sobreviva.”

Hotako miró a su antiguo compañero de clan, horrorizada y estupefacta. “¿Les habéis pagado? ¿Les habéis pagado para que ataquen a esa gente?”

“No yo en persona,” admitió Mogai. “Pero sí. Es una forma perfecta de rastrear sus movimientos. Esperaremos hasta que se hayan movido tierra adentro, entonces nos moveremos y desembarcaremos. Tatsune y sus hombres se ocuparán de que ninguno de las Serpientes vuelva con vida de la aldea. Yo me ocuparé de sus barcos.”

La joven Mantis miró hacia la isla. “¿Sabes cuanta gente morirá cuando las Serpientes penetren en el pueblo? Morirán mientras nosotros estamos aquí sentados, esperando el momento perfecto para atacar. ¡Son vidas que la Mantis ha jurado proteger! ¡Son leales vasallos de los Yoritomo!”

“¿Lo son?” preguntó Mogai con indiferencia. “Es desafortunado, pero sus muertes son en última instancia un mal menor.”

“¿Un mal menor?” estaba casi gritando. “¿Cómo es eso posible?”

“¿Sabes donde estaban planeando atacar las Serpientes antes de que... fueran persuadidas de atacar aquí?” preguntó él. “Isora Mura. ¿Cuanta gente vive en Isora Mura? ¿Lo sabes?”

Ella no dijo nada por un momento. “Cerca de un millar,” dijo en voz baja. “Mis padres viven allí.”

“¿Ah sí?” dijo Mogai. “Interesante. Tengo entendido que las Serpientes dejan pocos testigos.”

“Muy pocos,” susurró ella.

“Por supuesto,” continuó él, “tus padres son sin duda grandes guerreros. Estoy seguro de que sobrevivirían sin dificultad. Y si no, una muerte en combate honorable es un destino envidiable.”

Ella se quedó callada unos segundos. “Mi madre es una cortesana,” comenzó. “Mi padre fue obligado a retirarse de sus obligaciones como bushi por una grave herida. Ahora es un sensei menor en un dojo local.” Hotako meneó su cabeza. “No podrían aguantar contra las Serpientes.”

“Entonces la pregunta es,” dijo Mogai, “si el sacrificio que esa gente va a hacer es merecedor de la vida de muchos otros. Sé que la Mantis tiene una relación más cercana con la gente que les sirve que el resto de los clanes, pero en realidad... ¿son las vidas de esa gente más valiosas que las de tus padres? ¿Que la de tu hermano?”

Hotako se quedó callada de nuevo. “Necesitaré un arma,” dijo con suavidad, “si voy a ayudar a las fuerzas de Tatsune.”

Mogai sonrió y sacó un par de sai de entre sus ropas. “No son los tuyos,” dijo, “pero creo que los encontrarás apropiados para la tarea.”

La lucha duró incluso menos de lo que Hotako había imaginado. Los samurai Araña se abrieron camino a través de las Serpientes con una brutalidad como nunca había visto. No había furia, ni venganza en su procedimiento. Simplemente mataban y se movían. Hotako lo hizo de forma diferente, sin embargo, y se aseguró de que cada hombre que mataba luchando entre los Araña veía sus ojos antes de morir.

El número de aldeanos muertos la enfermó al principio, pero apartó el dolor a un lado, sustituido por la furia. Se movía entre los piratas como un espectro, como un espíritu castigador de otro reino. Lo único que templaba su ira era la certeza, proveniente de lo más profundo en su interior, de que los hombres que habían matado a su hermano no estaban allí. Por ahora, sus muertes serían suficientes, pero serían necesarias más si quería hacer justicia.

A través de la bruma, Hotako escuchó a Tatsune gritando órdenes a sus hombres. “¡Sin supervivientes! ¡No permitáis que ninguna escoria pirata abandone esta batalla!”

“¡No!” gritó Hotako. Algunos de los Araña a su alrededor se giraron hacia ella sorprendidos, e incluso Tatsune la miró mientras liberaba su espada del cadáver donde se había quedado atrapada. “¡Estos no son todos los Serpientes! ¡Hay muchos más! ¡Necesitamos dejar a algunos con vida para que nos digan donde encontrar al resto!”

Hubo un momento de silencio absoluto, donde sólo se podía escuchar el rugido de los fuegos que habían iniciado los piratas, y el llanto distante de algún aldeano que había perdido a miembros de su familia. Fue Tatsune quien rompió el silencio cuando apuntó con un dedo a Hotako. “Matadla.”

Uno de los Araña se movió hacia ella instantáneamente, con la espada en la mano. Ella era mucho más pequeña, y se apartó con facilidad de su ataque. Se acercó a él y golpeó la sien del guerrero con su sai, partiendo las placas lacadas de su armadura y haciendo que los ojos giraran. Antes de que hubiera tocado el suelo, se giró y lanzó su otro sai.

Tatsune había cruzado casi toda la plaza en el segundo que había tardado en deshacerse del otro Araña. Su espada estaba preparada para un golpe que sin duda la habría partido al medio, pero su intento había acertado. La hoja de metal del sai desapareció en la garganta del hombre. Flaqueó en su carga, tropezando y cayendo de rodillas. La miró con una mezcla de incredulidad y sorpresa, haciendo débiles movimientos con la espada antes de caer de bruces en el polvo. Hubo un leve sonido metálico cuando la punta de su sai avanzó y tocó la parte de atrás de su kabuto.

Hotako se giró hacia el resto de los Araña, que la estaban mirando con una extraña indiferencia. “Matadme si queréis,” dijo, “pero primero, mataremos a los piratas, y después averiguaremos donde están los demás.”

Sorprendentemente, los soldados Araña la obedecieron.

 

           

Hotako esperaba la muerte cuando acabara la batalla, pero ésta no llegó. Se encontraba en el medio de la aldea, mirando a la muerte a su alrededor, cuando se fijó en algo familiar en una flecha que emergía del pecho de un pirata. Se arrodilló y la examinó más de cerca, confirmando sus sospechas. Se incorporó y miró a su alrededor. “¡Tsuruchi!” llamó. “¡Soy Yoritomo Hotako!”

Unos momentos después, un rostro familiar emergió de uno de los edificios. Era Tsuruchi Mitsuzuka, un viejo amigo de las islas. A pesar de su amistad, se dio cuenta de que seguía sujetando el arco con una flecha preparada, apuntada más o menos en su dirección. “Hotako,” dijo, mirando a su alrededor. “¿Quienes son estos samurai? ¿Qué están haciendo aquí?”

Ella pensó en la pregunta por un momento. “Eso no importa,” respondió finalmente. “¿Sigues sirviendo en el Aventura?”

“Así es,” replicó él. “Se me ordenó que permaneciera aquí y vigilara entre los envíos. El capitán pensó que quizás alguien en la isla podría estar trabajando con los Serpientes.”

Hotako asintió. “Dale a tu capitán un mensaje de mi parte. Dile a Yoritomo Han-ku que las Serpientes de Sanada serán erradicadas. Dile que el Clan Araña se ocupará de ello.”

“¿El Clan Araña?” Mitsuzuka se estaba alterando visiblemente. “¿Qué locura estás diciendo? ¿Quién es el Clan Araña?”

Hotako simplemente señaló a los otros a su alrededor. “Dile a Han-ku que nos ocuparemos de las Serpientes. Dile que a cambio de que mire para otro lado cuando los barcos Araña crucen su territorio, su hermano lo tendrá más fácil para cumplir con su deber.”

“¿Su hermano?”

Hotako inclinó la cabeza. “Tú y yo sabemos los deberes que Yoritomo Dainaru cumple para Naizen,” dijo suavemente. “Simplemente dejándonos a nuestro albedrío, su amenaza desaparecerá. Es así de simple.”

“Se lo diré,” dijo Mitsuzuka. “¿Por qué hablas del Clan Araña en primera persona? ¿Estás con ellos?” Agitó su cabeza y se acercó un poco. “¿Por qué haces esto?”

“Porque el hombre que ordenó la muerte de mi hermano sigue vivo,” siseó Hotako, “y no descansaré hasta que mire sus ojos mientras muere. Navegaré con el mismo Fu Leng si es necesario.”

“Estás tirando tu vida,” dijo sin emoción el arquero. “Estás destruyendo todo por lo que has trabajado.”

“Todo por lo que he trabajado yace en el fondo del mar desde hace una semana,” replicó ella. “No me queda nada salvo la venganza.”

“¡Deshonrarás a tus padres!” gritó el Tsuruchi.

“Diles que he obtenido venganza por mi hermano,” dijo mientras se dio la vuelta y caminó sobre la playa. “Eso será todo lo que necesiten.”

 

           

Hotako miraba al mar abierto, en dirección a la Aldea del Arrecife Azul. Había desaparecido del horizonte hacía horas, alejada de su vista por el movimiento del barco de Mogai. El pequeño capitán no había dicho nada desde su salida, pero finalmente miró hacia su antigua compañera Mantis con un asentimiento de aprobación. “Hiciste bien en matar a Tatsune,” dijo. “Era un guerrero privilegiado, uno de los mejores del clan, pero sólo le preocupaba la gloria en la batalla. Habría sido duramente castigado si Daigotsu hubiera descubierto lo que había hecho.”

“¿Lo habría hecho?” preguntó ella. “¿Habría descubierto tu señor lo que ocurrió?” Se estremeció ante la sola mención del nombre de Daigotsu. El Señor Oscuro de las Tierras Sombrías era un hombre que todos los samurai inteligentes temían.

“De una forma u otra,” Mogai se encogió de hombros. “Yo se lo habría dicho, si hubiera tenido la ocasión. Si Tatsune hubiera tenido un momento de claridad antes de que llegáramos a puerto, habría intentado matarme para silenciarme, y entonces no hubiera tenido más alternativa que acabar con él.” Escondió sus manos entre las mangas. “Así está bien. No deseo asumir su posición.”

Hotako se giró hacia el hombrecillo con una expresión de curiosidad. “¿Su posición?”

Mogai rió entre dientes. “Tatsune era el primero entre los oficiales de Daigotsu. Había conseguido su posición tras un torneo especialmente brutal que organizó el Señor Oscuro antes de partir de la Ciudad de los Perdidos. Cualquiera puede desafiar al que ocupa esa posición, si tiene una causa justa para hacerlo. Aquellos que desafían sin causa justa son torturados hasta la muerte, si sobreviven al desafío.”

La samurai-ko palideció. “¿Y él juzgará como justa mi causa?”

“Oh, seguro,” asintió Mogai. “Yo pensaría que sí.” Rió entre dientes de nuevo. “Supongo que es apropiado felicitarte.”

“Tengo mis dudas,” dijo ella sombría.

“Eres la Campeona de Obsidiana,” dijo Mogai. “La primera entre los guerreros de la Araña, preparada para marchar a la batalla en tu primera misión, para vengar la muerte de tu hermano y asegurarte que las Serpientes de Sanada no vuelven a suponer una amenaza para nadie.”

“Todo por el coste de unas docenas de aldeanos inocentes,” dijo ella amargamente.

“Sí,” dijo Mogai, “un coste bien pagado, ¿no estás de acuerdo?”

No pudo contradecirle.