Oculto

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Daigotsu Yaiba

 

La Ciudad de los Perdidos, hace meses

 

El Señor Oscuro de las Tierras Sombrías salió de su meditación con el ceño fruncido. Pasaba al menos una hora todos los días meditando en el Templo del Noveno Kami. Era la forma con la que intentaba predecir con permiso de su señor, el dios oscuro Fu Leng. Una vez, no hace mucho, Fu Leng había revelado sus deseos de forma clara y probada al primero de entre sus alumnos, pero últimamente Daigotsu había estado experimentando muchas más dificultades para conseguir la conexión que antes le había venido tan fácilmente. El vacío, la claridad que sentía cuando entraba en comunión y súplica le inquietaba. Necesitaba entender la razón.

Era una razón que temía y ya conocía.

Daigotsu se levantó y caminó lentamente por los pasillos del templo. No tenía un destino en mente, simplemente esperaba que el andar le despejara la cabeza. Oía el familiar y quejumbroso arrullo de su hijo mientras caminaba. Daigotsu se volvió y le ofreció una sonrisa a su esposa. Sus perfectos rasgos formaron una cálida respuesta mientras ella llevaba a su hijo, con la figura inmóvil de Kayomasa, el protector jurado del infante, vislumbrándose sobre ellos al fondo. Daigotsu se sorprendía de que Shahai pudiera parecer tan contenta en su papel de madre; no había pasado mucho desde que solo veía tal regocijo en sus rasgos cuando ella inflingía agonía sobre otros. El nombre de Señora de la Sangre le iba a la perfección, y era parte de la razón por la que se había enamorado de ella. Que la debiera amar aún más ahora era incluso más raro, y a pesar de ello no podía negarlo.

¿Podía ser que el amor por su esposa e hijo interfiera con su comunión con Fu Leng? ¿Era posible que su dios fuese tan iracundo que no aceptaría a su hijo favorito poner a otros por encima de sus planes de imponer la Voluntad de Fu Leng? ¿Había hecho eso Daigotsu, el haberlos puesto por encima de su deber? No estaba seguro. Él no lo creía así, de todas formas. Consideró más el asunto mientras caminaba a través de las inmensas puertas del templo y hacia la ciudad.

La Ciudad de los Perdidos era una metrópolis próspera, sólo rivalizada con las más grandes y prósperas ciudades del Imperio al norte. Daigotsu se detuvo y miró a su mayor creación en mucho tiempo, observando como los Perdidos, y la miríada de criaturas que les servían, caminaban libremente por las calles. Después de un tiempo, su atención se centró en un curioso espectáculo: una horda de bakemono, de la clase fuerte y cruel que servía a los Perdidos, llevaba en alto una extraña criatura de una forma que no había visto nunca. Una criatura sin identificar no era algo inusual, pero una obviamente muerta siendo llevada de esta manera era extraño. Sonrió un poco al ver el hombre que los seguía de cerca por detrás, frotando sus manos con anticipación. “¿Un nuevo sujeto, Omoni?”

El hombre-trasgo le miró sorprendido, aparentemente regodeándose tanto en su deleite que no se había dado cuenta. Se inclinó rápidamente. “Sí, Daigotsu-sama. Lo encontraron comprobando las fronteras de la ciudad. No sobrevivió mucho, pero parece que posee unas fascinantes habilidades de infiltración que…” su voz se apagó de pronto. “¿Qué os preocupa, mi señor?”

Daigotsu mostró una sonrisa torcida. “Aparte de Shahai, tú me conoces mejor que nadie, viejo amigo. ¿Es obvio para otros además de para ti?”

“No lo creo,” observó Omoni, “pero sé que algo os preocupa. Su vuestra carga es algo que pueda llevar en vuestro lugar, sólo tenéis que ordenármelo.”

“Lo sé,” dijo Daigotsu. “Esto es algo en lo que no me puedes ayudar.”

“Ah.” La decepción que irradiaba el hombre-trasgo era palpable. “Si yo fuese más sabio, tal vez podría haberos ofrecido mejor consejo.”

“Kyoden se fue,” dijo Daigotsu lentamente. “Kokujin se fue, e incluso si estuviera aquí, está más allá de las nociones de cordura. No, tú eres mi último amigo verdadero. Si hay algo consejo en el que confío, es en el tuyo.”

“Entonces dejad que os ayude,” dijo Omoni, haciendo señas a los trasgos para continuar hacia su taller. “Por favor, dejad que haga algo.”

“Entra,” dijo Daigotsu asintiendo. Los dos entraron en el templo y caminaron en silencio durante un rato, paseando por uno de los corredores vacíos. Después de un tiempo, Daigotsu empezó a hablar en voz baja. “Tengo dificultades comunicándome con Fu Leng,” admitió. “No creo que quiera hablar conmigo. Creo que he perdido su favor.”

“Imposible,” dijo Omoni al momento. “Vos sois su profeta, su discípulo. El no os ha abandonado.”

“Por lo menos está disgustado,” dijo Daigotsu. “Y no puedo saber el porqué.”

“Apenas tiene sentido,” dijo Omoni, frunciendo la ceja concentrado. “Habéis alcanzado mucho. Le liberasteis de Meido, redujisteis la capital a ruinas, y matasteis a una Emperatriz. Derrotasteis y expulsasteis al blasfemo Iuchiban, y robasteis todo lo suyo en nombre de Fu Leng. Derrotasteis a las fuerzas de Kyoso no Oni y recuperasteis un artefacto perdido de Shinsei.”

“Todo ello suena impresionante, pero que se había…” su voz se apagó mientras un pensamiento le invadió. “Todo ello se había hecho antes,” dijo con calma. “Junzo, Yori, Tsume. Todos habían jurado acabar con el Imperio, y todos fallaron. He jurado destruir Rokugan, y he fallado.” Estuvo en silencio durante un momento. “Gracias, Omoni.”

El hombre-trasgo frunció el ceño. “¿Por qué, maestro?”

Pero Daigotsu ya se había marchado.

 

           

Había muchos templos en la Ciudad de los Perdidos. El mayor de ellos era el Templo del Noveno Kami. El siguiente era el Templo del Veneno, donde moraba la familia Chuda. El siguiente tras éste era tema de discusión, pero muchos estaban de acuerdo en que el más grande era el templo en el que el monje loco Kokujin y sus seguidores habían estudiado, y se llamaba simplemente el Templo de la Locura. A pesar de la extraña y duradera amistad entre el monje y Daigotsu, hasta ahora el Señor Oscuro no había entrado nunca en el templo.

El interior estaba oscuro a pesar de la luz de mediodía exterior. La dispersa luz de las velas era la única fuente de luz en el interior, y la espesa y hastiosa esencia del incienso impregnaba el aire. Daigotsu miró por el vacío templo durante unos momentos. “Supongo que el factor de intimidación de este lugar sería bastante impresionante,” dijo, “si no fuera porque mucho de los Perdidos son capaces de ver bien en la oscuridad.”

“Tal vez la intención no es intimidar. Tal vez no haga falta.”

Daigotsu se volvió hacia la gran figura de pie entre las sombras. Incluso con su visión supernatural, el hombre parecía algo indistinguible. “¿Entonces hay algún propósito?”

“No podéis encontrar el auténtico camino cuando hay tantos caminos falsos distrayéndoos.” El hombre caminó hacia delante, hacia la luz de la vela. Estaba vestido de cuello a pies con una gruesa túnica blanca y negra, la marca de un monje guerrero. Su cara estaba marcada por la edad, pero no mostraba signos de debilidad o de enfermedad. De hecho, se movía con la gracia de un depredador al acecho, y Daigotsu podía sentir el poder que poseía. “En la oscuridad, el auténtico camino es el único camino.”

“Entonces tal vez he venido al lugar adecuado,” dijo Daigotsu. “Necesito consejo, Roshungi. Necesito volver a encontrar mi camino.”

“Sois el Señor Oscuro de las Tierras Sombrías,” dijo llanamente el monje. “Vuestro camino está claro.”

“¿Lo está?” Negó con la cabeza. “El camino de las Tierras Sombrías nunca ha vacilado, y nunca ha triunfado de forma permanente. Fu Leng está cansado de casi-éxitos e injustas derrotas. El Imperio de Rokugan no puede ser doblegado con fuerza bruta. Los Grandes Clanes nunca lo permitirán. Nunca ha habido un asalto de las Tierras Sombrías que no se haya encontrado con un frente unido, y sospecho que nunca lo habrá.”

“Entonces ése no es el camino,” el tono de Roshungi era de total simpleza.

“Cierto,” dijo Daigotsu. “Antes, me conformaba con permitir a su Imperio que permaneciese tranquilo mientras no amenazaran el mío. Tuve mis periodos de ira, en los que deseaba tener el corazón de un Emperador en mis manos, pero en la mayor parte del tiempo me conformaba con ofrecer a Fu Leng la gloria de su propio Imperio.” El Señor Oscuro negó con la cabeza. “Pero ya no más.”

“¿Qué ha hecho cambiar vuestra visión?”

“El descontento de mi dios, y el nacimiento de mi hijo,” dijo Daigotsu. “Ofreceré un vasto imperio para que mi hijo gobierne el día de su gempukku, y lo gobernará en nombre de Fu Leng. Ésta es la visión que he tenido del futuro, y la haré realidad, no importa el coste, no importa el tiempo que necesite.”

“¿Cuál es vuestro nuevo camino?” preguntó Roshungi.

“Creo que lo sé,” contestó, “pero hay preguntas que aún han de formularse. Antes, se las habría preguntado a Kokujin, pero ya no es posible esa opción. Necesito a alguien a mi lado con una visión clara. ¿Eres tú ese hombre, Roshungi?”

El monje se inclinó. “Mis hermanos y yo sólo esperamos la oportunidad de servir.”

“Requeriré un vasallo,” dijo Daigotsu. “Alguien que promulgue mi voluntad en el Imperio. Alguien puro de cuerpo, pero no de espíritu.” Sonrió. “O, si lo prefieres, alguien que ha visto que su camino está, en efecto, en las sombras.”

Roshungi asintió. “Creo que tengo a la persona que se ajusta a vuestras necesidades, mi señor.”

 

           

La primera samurai llevaba una naginata, y tenía obviamente una gran habilidad con ella. La movió en un amplio arco, llevándola por encima de la cabeza para su máximo efecto. No había necesidad, ya que el viajero se echó rápidamente a un lado del golpe, entrando en el alcance efectivo del arma y moviendo la palma de su mano hacia arriba para golpear la barbilla de la mujer. Su cabeza se echó hacia atrás con un sonoro crujido, y cayó al suelo muerta, con sus ojos fijos con inesperada sorpresa en el hombre que la había matado.

El viajero miró a los otros dos samuráis. “Marchaos,” dijo. “No hay razón para que peleemos entre nosotros.”

“¡Blasfemo!” gritó uno. Se lanzó hacia delante llevando un par de sai. Era rápido y un oponente tan atlético como el que más al que se hubiese enfrentado antes el viajero. No era suficiente. El viajero esquivó la lluvia de golpes, siete en una sucesión rápida, y entonces torció el brazo izquierdo del hombre como si fuese una rama. Para su sorpresa, no gritó, e inmediatamente continuó atacándole con el brazo derecho. El viajero deslizó sus piernas por debajo de él, cogió uno de los sais mientras el samurai estaba aún en el aire, y se lo incrustó en la frente en el momento en que golpeó el suelo, dejándolo allí.

El tercer samurai sacó sus espadas y asumió una postura defensiva. Observó con cuidado al viajero, buscando alguna forma de penetrar sus defensas. El viajero no le daba nada, quedándose en silencio con las manos a ambos lados. El samurai finalmente se movió hacia delante con un ataque rápido pero defensivo. En el último momento el viajero saltó en el aire y sobre la cabeza del hombre, cayendo tras él y cogiendo la naginata de la mujer caída. Cuando el samurai se daba la vuelta seccionó su cabeza de los hombros. El hombre cayó al suelo en dos trozos, sus armas aún en sus manos.

“Bien hecho.”

El viajero se volvió hacia la voz. Dos hombres estaban de pie a una respetable distancia, uno de ellos vestido de blanco y negro, y el otro simplemente de negro. El que iba de negro llevaba una máscara ornamental que ocultaba sus rasgos. El viajero reconoció a ambos. “Gracias, sensei,” dijo con una pequeña reverencia. “Es una desgracia que se tuviera que recurrir a semejantes medidas.”

“¿A quién has matado?” preguntó el hombre de negro.

“A mis enemigos.”

Roshungi sonrió. “Michio tiene un gusto por lo literal, mi señor,” dijo.

“Encantador,” respondió su interlocutor. “¿Sabes quién soy?”

“Lo sé,” respondió Michio. “Sois el Señor Oscuro Daigotsu.”

“¿Por qué has matado a estos hombres?”

Michio miró con desprecio a sus oponentes. “Supieron de mis enseñanzas con Roshungi.” Se volvió al monje mayor. “Todo lo que me dijisteis ha terminado sucediendo, sensei. Ellos no lo entienden. Ellos no quieren entender.”

Daigotsu miró a Roshungi. “¿Te importaría explicarlo?”

Roshungi miró al hombre más joven. “¿Tienes algo que objetar?”

“¿Por qué ocultar la verdad?” preguntó Michio.

El viejo monje asintió. “Michio fue abandonado a las puertas de un monasterio cuando era niño. Creció con la Hermandad de Shinsei, pero siempre buscaba nuevos caminos. En contra de los avisos de sus hermanos, viajó a las Tierras Sombrías y estudió en el monasterio conmigo. Estuvo con nosotros durante varios meses, hasta que su exigua provisión de jade y el kiho que había aprendido de sus hermanos no le podían proteger más. Deseaba volver al Imperio y experimentar todo una vez más bajo la influencia de su nueva perspectiva.” Negó con la cabeza. “Le advertí de que no le aceptarían.”

“La Hermandad ya no era un lugar para mí,” dijo Michio. “No son capaces de aceptar cualquier perspectiva que se desvíe de su forma de entender la pureza. Y cuando los samuráis supieron de mis viajes, fui expulsado del monasterio ante el temor de los hermanos de sufrir la ira de los samuráis.”

“Como dije,” dijo Roshungi. “No lo entienden. No quieren entender.”

“Sus caminos son una mentira,” dijo Michio. No había duda en su voz. “Deseo seguir el camino verdadero. Ese camino está con vos, maestro.”

“El nuestro es un camino difícil,” le previno Daigotsu. “El Imperio está lleno de egoísmo y arrogancia. Nunca aceptarán con gusto nuestro camino. Si hemos de enseñarles el camino, primero sufrirán en la ignorancia.”

“Los idiotas necesitan de un maestro,” dijo Michio. “Estoy listo para ocupar ese puesto.”

 

           

El pantano se extendía en todas las direcciones que el ojo podía ver. Los vapores que producían eran nocivos más allá de toda comprensión, incluso comparados con los de las Tierras Sombrías. La vasta área de barro se retorcía como si estuviera viva y una espesa niebla ocultaba los árboles distantes, haciendo que la ciénaga pareciera existir más allá de lo que la rodeaba. “¿Qué es este lugar?” preguntó Daigotsu.

“Se llama la Ciénaga de las Tierras Sombrías del Shinomen,” dijo Michio. “Siempre he apreciado la simpleza del nombre.”

“Se dice que esta ciénaga fue creada cuando una incursión de las Tierras Sombrías amenazó la eclosión de huevos de los Naga,” dijo Roshungi. “Los Naga despertaron lo suficiente como para destruir a los oni que los amenazaban, y después usaron alguna especie de magia de perla para contener sus esencias en esta zona. Es, para todos los intentos y propósitos, una parte de las Tierras Sombrías que existe en el Shinomen. No se habla de ello, y nadie viene aquí. No es seguro para los samuráis.”

“Por supuesto que no,” dijo Daigotsu con una risa. “Este bosque es peligroso, incluso para gente como nosotros. Pero este lugar… es un hogar.”

“¿Hogar?” preguntó Michio.

“Hace un tiempo, envié un emisario al Emperador para pedir el estatus de Clan Mayor,” explicó Daigotsu. “Era una estratagema, nada más. Algo para confundir, y tal vez para inspirar a los idiotas ambiciosos a buscar alianzas con nosotros para su propio beneficio. Honestamente, era todo una diversión para mí. Llegó tan lejos que incluso envié a Rekai a la Tumba de los Siete Truenos para ayudar al Emperador. Los demonios que Kyoso mandó fueron destruidos, conseguimos algo de la propia tumba y, si el Emperador hubiera vivido, podría haberse visto forzado a considerar nuestra petición.” El Señor Oscuro se encogió de hombros. “Ganamos mucho, y no perdimos nada.”

“¿Deseáis renovar vuestra petición?” preguntó Roshungi. “No le veo mucho sentido con el trono vacío.”

“No habrá petición,” proclamó Daigotsu. “Habrá simplemente un grupo de samuráis y monjes que juren lealtad a un clan desconocido.” Lo consideró por un momento. “El Clan Araña. Salvarán a la gente del Imperio de amenazas que otros clanes no harían. Ganarán aliados en otras cortes, aquéllos cuyas ambiciones les lleven a buscarnos. Caerán en una red de influencias e información que se extenderá por todo el Imperio. Y para cuando se den cuenta de lo que ha pasado…”

“El veneno de la araña correrá por sus venas,” dijo Roshungi. “Sutil, pero efectivo. ¿Qué clases de amenazas combatirán estas ‘Arañas’?”

“Bandidos,” respondió Daigotsu. “Piratas, aquellos súbditos de Kokujin de los que quiera desembarazarse. Y, con el tiempo, los propios Grandes Clanes.”

“¿Y de dónde saldrán esos bandidos?”

Daigotsu sonrió. “El Imperio está lleno de pecadores. Encontraremos a aquéllos que quieran trabajar por dinero, y los contrataremos para que hagan lo que queramos. Y entonces, verán que tienen mucho que aprender sobre cómo el dinero convierte a los idiotas en cadáveres.” Se volvió hacia Michio. “¿Estás listo para enseñarles estas cosas, Michio?”

“Lo estoy,” dijo el monje. “Sólo dadme la orden.”

“La tendrás,” dijo Daigotsu. “Roshungi, hemos de volver a la Ciudad de los Perdidos. Hay mucho que hacer. Quiero la ciudad vacía, y todos mis seguidores han de estar en el bosque antes del fin del verano. Michio, reúne a aquellos que quieran seguirte y comienza a entrenarlos. Habrá más estudiantes de los que puedas ocuparte tu solo.”

“Sí, maestro,” dijeron ambos monjes inclinándose.

“Éste,” dijo Daigotsu, haciendo gestos al bosque que lo rodeaba. “Éste es mi verdadero camino.”

Podía sentir una vez más la benevolencia de Fu Leng.