Palabras y Hechos

Parte 2

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las provincias Unicornio, a cinco millas de Shiro Moto

 

Akodo Shigetoshi espoleó a su leal caballo, haciendo que fuese a lo que sabía era su mayor velocidad. Había montado el mismo caballo en tres conflictos diferentes, y cada uno sabía bastante bien las capacidades del otro. Pero Shigetoshi no estaba seguro que fuera suficiente. Él y su unidad de mando, poco más de una docena de sus soldados de confianza más veteranos, iban a interceptar a un pequeño grupo de ataque de samuráis Unicornio que de alguna forma habían hecho cruzar a sus caballos por en medio de una aldea en llamas para intentar atacar a Matsu Yoshino, el Campeón del Clan León, por la retaguardia. Si Shigetoshi y sus hombres no podían mantener su ritmo y cruzarse ante ellos, era posible que la ofensiva León pudiese vacilar y fracasar casi viendo su objetivo final.

No. Eso no podía permitirse.

Shigetoshi levantó su espada y dio un temible grito de guerra, que resonó por el campo de batalla. Escuchó como sus hombres respondían a su alrededor, y los soldados que conformaban el flanco derecho de la fuerza de ataque Unicornio se giraron para ver de dónde provenía el sonido. El alma de Shigetoshi se llenó de alegría al ver como sus ojos se abrían con sorpresa y, creyó ver, con al menos un poco de miedo.

Leones y Unicornio chocaron con la fuerza de un tsunami golpeando una montaña. Caballos gritaron y se revolvieron entre el polvo, varios chocando y cayendo al suelo. Hombres gritaron de alegría al encontrar a sus enemigos, y aullaron de dolor al ser tirados al suelo y ser pisoteados una y otra vez, el staccato del sonido de sus placas de armadura chocando entre ellas extrañamente alto a pesar de la confusión. Shigetoshi se bajó de un salto de su caballo y concentró sus sentidos para determinar lo que estaba pasando a su alrededor. Sobre el clamor, escuchó gritos lejanos provenientes de las fuerzas Matsu que estaban delante. Parecía que se habían dado cuenta que había un enemigo tras ellos. El Campeón estaría a salvo.

Hubo un destello verde brillante entre el polvo y el caos. Shigetoshi puso su espada en posición defensiva, y justo a tiempo. Un rápido ataque, luego un segundo, fueron apenas desviados por su espada. “No ha sido suficientemente bueno, Unicornio,” dijo simplemente Shigetoshi. “Tu ataque será poco más que un ataque suicida.”

Shinjo Shono escupió, quitándose el polvo de la boca. “Con gusto hubiese entregado mi vida para terminar con esta guerra,” dijo. “Tú sólo la has prolongado.”

“Acabará bastante pronto,” dijo Shigetoshi, girando hacia la derecha de Shono para intentar encontrar una apertura por donde atacar. “La muerte de tu Khan y la limpieza del honor León acabarán con la guerra de una vez por todas.”

Shono giró en dirección opuesta, haciendo que ambos hombres se mantuviesen enfrentados. “Mientras yo viva no veré al Khan muerto,” dijo.

“Ya he tenido eso en cuenta,” dijo Shigetoshi.

El guerrero León atacó por alto, pero Shono bloqueó y dejó que su espada recorriese la de Shigetoshi, girándola en el último segundo para que rebotase en la guarda de la espada y golpease las placas lacadas del costado izquierdo del León. Varias fueron cortadas en dos y colgaron inútilmente. Shono intentó cambiar la inercia de la espada hacia dentro para cercenar la pierna de Shigetoshi, pero el León soltó su espada con su mano derecha y con su codo dio un fuerte golpe en el mentón de Shono. El Unicornio trastabilló hacia atrás, agitando la cabeza, mientras Shigetoshi se arrancaba las placas destrozadas para que no pudiesen enredar su mano izquierda.

“Eres un gran guerrero,” dijo Shigetoshi. “Ha sido un honor para mi oponer mis fuerzas contra las tuyas. Espero que no manches tu reputación rindiéndote.”

“Sabes que no lo haré,” dijo Shono, agarrando con más fuerza su espada.

“Me alegra oírlo,” dijo Shigetoshi asintiendo. “Tu muerte traerá gran honor a tu familia.”

            “Un día, quizás,” dijo Shono. El Unicornio se tiró hacia delante con un extraño ataque giratorio distinto a todo lo que antes había visto Shigetoshi. Giró sus espadas en dos grandes arcos, como las alas de una mariposa, haciendo que el León se defendiese por la izquierda, y luego repentinamente cambiando hacia la derecha. La mano izquierda de Shigetoshi fue velozmente hacia su cinturón y sacó un abanico de guerra de hierro en un practicado movimiento tan veloz como el rayo. Fue justo a tiempo para salvar su brazo, o este hubiese sido cercenado a la altura del codo.

Shigetoshi apartó la espada de Shono con un contraataque de su abanico de guerra, el impacto de hierro contra acero resonando por el brazo del León y dejándolo insensible casi hasta el codo. Cerca de su enemigo y con muy poco espacio para moverse, Shigetoshi lanzó un ataque con su pomo contra Shono, sintiendo como huesos se rompían y cartílagos se retorcían mientras la cara del Unicornio retrocedía por el golpe. Hubo un leve chasquido cuando el acero chocó contra la joya que era el ojo del daimyo, seguido por un breve flash verde y un gemido de dolor, algo separado del daño físico que había sufrido, procedente de Shono. Dio un titubeante paso hacia atrás, una mano yendo hacia su ahora brillante ojo.

Shigetoshi se puso en la postura Invierno de Discordia, y dio un paso hacia delante mientras se ponía sobre una rodilla, su espada surgiendo por detrás y hacia arriba, por su derecha. Atravesó más de la mitad del torso de Shono, destrozando su armadura tanto por delante como por detrás.

Hubo un momento de perfecta tranquilidad, y se cayó todo el sonido del campo de batalla. El ojo bueno de Shono encontró a Shigetoshi mientras el León se giraba para mirar a su moribundo enemigo. No había dolor, ni miedo en Shono. Asintió una vez, un gesto de respeto a su superior oponente, y Shigetoshi respondió con una muy rápida reverencia.

Shinjo Shono cayó al suelo, la luz de su ojo de piedra preciosa parpadeando y luego desapareciendo para siempre.

 

           

Sólo unos momentos después, Shigetoshi mantuvo una rápida conferencia con su señor Matsu Yoshino, y su shirekan-en-jefe, Akodo Bakin. Bakin estaba pálido y respiraba con dificultad. El astil de una flecha Unicornio sobresalía de su hombro en un ángulo siniestro, pero rehusaba que se lo quitasen. Hacerlo, insistía, resultaría en una herida sangrante que le sacaría de la batalla, y eso no lo permitiría. Pero Shigetoshi no quería permitir que un vasallo tan valioso se enfrentase a una muerte cierta en la batalla.

“Regresa a la retaguardia,” ordenó a Bakin. “Yo ocuparé tu lugar.”

“Perdonadme, mi señor,” dijo Bakin, “pero sospecho que eso no es posible.”

Shigetoshi frunció el ceño. “Explícate.”

Bakin miró al Campeón León. “Creo que entiendo lo que planea Yoshino-sama, y que os colocaseis con sus fuerzas sería… desaconsejable.”

El daimyo Akodo frunció aún más el ceño. Bakin era un brillante general, pero tras su ‘iluminación’ tenía periodos de comportamiento extremadamente críptico, que eran francamente exasperantes. “Sé claro o cállate,” ordenó.

“Basta,” dijo Yoshino. “Bakin tiene razón. Te necesito en retaguardia, Shigetoshi.” Sacó un pergamino y se lo dio a su general. “Mantén esto a salvo hasta que Shiro Moto esté acabado. Lo necesitaré, todo el clan lo necesitará, una vez haya acabado esta batalla.”

Shigetoshi miró el pergamino con horror. “¿Qué es esto, mi señor?” Preguntó.

“Una forma de evitar los errores del pasado,” dijo Yoshino. “No soy tan joven como para no comprender el principio básico de nuestras enseñanzas.” Asintió a Bakin. “Reúne a los hombres. Debemos irnos de inmediato.” Se volvió hacia Shigetoshi. “Te veré cuando hayamos ganado, Shigetoshi. Protege nuestros flancos mientras el Khan recibe su castigo.”

El Campeón León y sus fuerzas cabalgaron hacia Shiro Moto mientras el daimyo Akodo miraba en silencio, un enigmático pergamino agarrado en su mano.

 

           

El Palacio Imperial en Toshi Ranbo

 

Otomo Hoketuhime sonrió mientras estaba sentada en el estrado. Había elegido un estrado pequeño a la izquierda del centro de la sala, pero a la vista del trono del Emperador, pero lo suficientemente lejos como para guardar las normas del decoro. Después de todo, simplemente no estaría bien que alguien pensase que ella pretendía tomar el trono sólo por su propia voluntad. Cuando tomase el trono, sería porque la gente lo pediría, lo rogaría. Aún no sabían lo desesperadamente que necesitaban a un verdadero Imperial en el trono, pero pronto se darían cuenta.

Hoketuhime se reprendió a sí misma por tener esos pensamientos. No estaría bien desarrollar arrogancia o sentimientos de derechos adquiridos con respecto al trono. Era muy cierto que ella era la candidata más adecuada, pero sabía muy bien que les ocurría a aquellos que tomaban el trono son el apoyo de los Grandes Clanes, y no tenía intención alguna de cometer ese error. No, tomaría el trono porque era genuinamente lo que el Imperio necesitaba para poder regresar a una era dorada, una era que los Otomo traerían bajo su dirección.

“Mi señora Hoketuhime-sama,” dijo una de los Mantis. Era su turno para presentar cualquier asunto urgente que necesitase mediación de una autoridad superior.

Hoketuhime favoreció a la Mantis con una sonrisa. Por supuesto que conocía a la que había hablado; Yoritomo Yoyonagi era una de los individuos más influyentes de la Corte Imperial. Su puesto de Campeona Amatista la daba acceso a literalmente cada corte en el imperio, y muchos contaban con ella como aliada. Su acompañante no la resulto inmediatamente familiar, pero Hoketuhime examinó sus insignias militares y consultó su lista interna de oficiales Mantis antes de finalmente determinar quien debía ser. “Yoritomo Yoyonagi,” dijo amablemente la Imperial. “¿Qué es lo que esta tarde veis Tsuruchi Taiga y tú?”

La cara del militar temblaron levemente, casi imperceptiblemente para la mayoría de las personas, pero Hoketuhime sabía que se había ganado toda su atención al reconocerle. Con el tiempo, esa atención se convertiría en respeto. “Buscamos reparaciones del Clan Dragón,” explicó Yoyonagi. “Han fracasado en sus obligaciones, y han impedido que los Mantis cumpliesen con su mandato de proteger a la gente de Rokugan.”

“Esa es una acusación muy seria,” observó Hoketuhime. “¿En qué manera han fracasado los Dragón?”

“Los Dragón han permitido que un grupo de bandidos, de tamaño y habilidades considerables, que operasen dentro de sus fronteras,” dijo Yoyonagi. “Esa blasfema inmundicia se hacen llamar la Justicia de Tengoku, y los Dragón no han hecho esfuerzo alguno por echarles fuera o proteger a los que saquean los bandidos. Los Mantis han intentado intervenir, pero no se nos ha dejado. Por ello nuestro mandato se ha visto frustrado.”

“Vuestro mandato,” dijo una cortesana Dragón, “lo elegisteis vosotros, no se os impuso como debe hacerse con cualquier verdadera obligación. Vuestro derecho a intervenir es como mucho dudoso, y quizás incluso hipócrita.”

“Otra osada reivindicación,” observó la Imperial. “¿Quisieras elaborarlo, Iweko-san?”

Kitsuki Iweko se inclinó. “Mi clan conoce bien las actividades atribuidas a la Justicia de Tengoku,” dijo. “Hemos observado sus movimientos y conocemos sus ataques a los campesinos. Hemos aprendido mucho estudiando sus incursiones. Cuando les entendamos a ellos y a su organización, no heriremos a la Justicia de Tengoku, les destruiremos. Cuando estemos listos, y no un minuto antes, actuaremos. Mientras tanto, cualquier sufrimiento soportado por nuestro clan o por nuestros campesinos es irrelevante, y no incumbe a los Mantis.”

“Lamentablemente, sí nos incumbe,” dijo Yoyonagi. Ante un gesto suyo, uno de sus ayudantes se adelantó con un pequeño cofre que contenía una serie de pergaminos. “Si le parece bien a mi señora Otomo, estos pergaminos detallan las pérdidas que los Mantis han sufrido a manos de estos bandidos. Nuestros mercaderes han perdido considerables recursos ante ellos, recursos que iban a ser entregados al Dragón. Naturalmente, con las mercancías habiendo sido incautadas, los Dragón no han pagado su coste, y en el proceso los Mantis han acumulado considerables pérdidas.”

La daimyo Kitsuki frunció el ceño. “Ninguna liquidación de esta deuda ha sido presentada al Dragón,” dijo. “Si el asunto se hubiese seguido adecuadamente, entonces todo esto se podría haber evitado.”

“Se ha seguido adecuadamente,” replicó Yoyonagi. “Taiga-san, Taisa de la Tercera Tormenta, llevó fuerzas a las tierras del sur Dragón para ocuparse del asunto, pero fueron desairadas. Desairadas y no pudieron proteger los intereses de su propio clan.”

“Intereses que operan en las provincias Dragón sin declararlo a los señores del Dragón,” contestó Iweko. “Un grave incumplimiento del protocolo.”

Hoketuhime levantó una mano para silenciar a ambas partes. “Esta es una muy desafortunada serie de circunstancias,” dijo, con expresión apenada. “Sin autoridad central para impedir que estos asuntos lleguen hasta este punto, tenemos suerte que no hubiese una lucha abierta entre ambos clanes.” La expresión de Taiga indicaba claramente que podría haber en un futuro próximo una lucha abierta, pero el entrecano guerrero no dijo nada. “En este caso, ambos lados tienen una legítima queja, y ambos lados han dado pasos para ocuparse del problema, a su manera. Desafortunadamente, ambos no se pueden alcanzar.” Se detuvo y golpeó levemente su mentón con su abanico. “En este caso no tengo más elección que estar de acuerdo con los Mantis. Se les dará acceso a las tierras Dragón y se les permitirá buscar justicia, arreglar las injusticias que se han cometido en su contra.”

“Mi señora,” empezó Iweko.

Hoketuhime levantó una mano. “Comprendo tus preocupaciones, Dama Kitsuki, de verdad que sí. Pero en este caso no hay una sola respuesta correcta. El asunto ha sido traído ante mí para que mediase y he dado mi veredicto. Siento que no te guste, pero todos debemos aceptar esas cargas de vez en cuando.”

La sonrisa de Iweko no mostraba indicación alguna de que estuviese preparada para aceptar el veredicto, pero, por supuesto, Hoketuhime ya lo había anticipado. Ella podría haber apoyado fácilmente a cualquiera de los dos clanes, pero ganaría más apoyando a los Mantis que a los Dragón, muchos de los cuales se habían alienado tras la idea de que su Campeón, Togashi Satsu, o incluso la propia Kitsuki Iweko, como Emperador. Era mucho más fácil que los Mantis apoyasen a un candidato que parecía que iba a tomar el trono y favorecerles en el proceso.

Hoketuhime sonrió tristemente mientras informaba a la corte que se volverían a reunir al día siguiente. ¿Quién sabía que deliciosas oportunidades la esperarían por la mañana?

 

           

La parte norte del Shinomen Mori

 

Shinjo Isuke se preparó, y deseó por última vez que su caballo estuviese junto a él. Había enviado al caballo con Etsuko y los demás tras convencerla que le permitiese permanecer aquí. Isuke miró a su alrededor, a los demás. Ahora parecían tan pocos. En su interior, una vocecita se preguntaba si quizás Etsuko había estado en lo cierto.

“No,” le contestó sencillamente la oficial.

Él se había inclinado. “Gunso, dejadme explicarlo, por favor.”

Etsuko claramente no estaba interesada en escuchar lo que él tenía que decir, pero era una buena oficial, y confiaba en su opinión. El conflicto estaba claro en su cara, pero él ya sabía lo que diría. “Que sea rápido.”

Isuke señaló al sur. “Los Cangrejo nos siguen, eso al menos lo sabemos. Fuesen cuales fuesen sus intenciones, ahora nos persiguen. Eso está claro.”

“Cuando dije ‘rápido,’ no quise decir ‘dime lo que ya sé,’ Isuke.”

El explorador sonrió un poco. “Tenemos mayor velocidad y maniobrabilidad, pero sus exploradores estarán acosando a la infantería de vuelta a nuestra posición si no hacemos algo. Debéis coger la caballería y seguir hacia delante. Permitidme que me quede atrás con la infantería.”

“¿Para hacer qué?” Preguntó Etsuko. “¿Hacer que la situación sea peor?”

“Dejad que intente hablar con ellos,” dijo Isuke. “En el mejor de los casos, llegaréis a la ciudad Naga mucho antes que los Cangrejo, tendréis tiempo para prepararos, y os encontraréis que vuestras preparaciones no han servido para nada porque no habrá conflicto.” Se detuvo. “En el peor de los casos, ellos no llegarán con nosotros, y conoceréis la naturaleza de sus intenciones.”

Etsuko agitó su cabeza. “Sólo sois dos docenas, y hay al menos cien Hida. Será una matanza.”

“Nuestra pérdida no significará nada en la defensa del hogar Naga,” insistió Isuke. “Ellos se beneficiarán tremendamente de vuestro liderazgo, si acaba en batalla.”

La joven pareció pensarlo durante un momento. “No,” dijo finalmente. “No, no puedo dar esta orden.”

“Entonces os ralentizará la infantería, y el hostigamiento de los Hiruma, y llegaréis a la base posiblemente sólo unos momentos antes del ataque,” había dicho Isuke. “Si esa es vuestra orden, la cumpliré de buen grado, pero creo que sois mejor oficial que eso.”

Etsuko miró hacia el sur durante un momento más, y luego maldijo calladamente. “Muy bien,” dijo en voz baja. “¿Quieres algo más, ya que hoy aparentemente me encuentro tan generosa?”

“Sólo una cosa,” había dicho él. “Llévate mi caballo.”

Las filas Hida estaban casi sobre ellos. Isuke y los demás, la mayoría jóvenes miembros de las legiones de infantería Utaku, les habían oído hacía varios minutos. El sonido de tambores, las pesadas pisadas de su avance era un ruido ensordecedor, y uno que Isuke estaba absolutamente convencido que se hacía deliberadamente para desmoralizar al enemigo. No había forma de que hiciesen tanto ruido por accidente; no, deliberadamente elegían anunciar su presencia de esa manera.

Y allí estaban.

Las filas eran de al menos dos docenas de hombres, y a Isuke le parecía que eran quizás seis o siete filas, posiblemente más. Sintió un movimiento entre las filas de sus hombres, y les hizo tranquilizarse con un simple movimiento de su mano. Eran jóvenes, y estaban claramente asustados, pero él no permitiría que deshonrasen a sus familias. “Hijos de Hida,” dijo cuando los Cangrejo dejaron de avanzar, “¿por qué marcháis en la senda de vuestros aliados?”

Uno de los Cangrejo se adelantó. Su expresión era adusta, y tenía la espada preparada. “Soy Hida Masatari, gunso del ejército Hida y veterano de ciento siete batallas sobre la Gran Muralla del Carpintero. Ríndete, y tus hombres no sufrirán daño alguno.”

Los ojos de Isuke se entrecerraron. “¿Rendirme? Insultas el honor de mi clan con tal invitación. Creo que los Cangrejo, sobre todos los demás, deberían saber que eso no se le puede pedir a un Unicornio.”

“A ningún enemigo honorable se le pediría que se rindiese,” dijo Masatari. “Tus acciones en los barracones desiertos indican que no eres un enemigo honorable. Ríndete. No lo volveré a decir.”

“Entonces te perderás la desilusión de nuestra negativa,” dijo Isuke, su voz elevándose hasta un grito. Podía sentir a los hombres moverse a su lado. Su indignidad estaba teniendo el efecto deseado. “¡No somos la inmundicia sin honor a lo que estáis acostumbrados a enfrentaros! ¡Somos Unicornio! ¡Aunque nos superáis en mucho en número, no nos iremos en silencio! ¡Ven, Cangrejo! ¡Mira lo que significa vivir sin miedo!” Los Utaku a su alrededor gritaron su apoyo y levantaron sus armas.

Masatari despectivamente hizo un movimiento con su mano. Las dos primeras filas Hida bramaron un grito de guerra y corrieron por el suave terraplén hasta donde les esperaban los Unicornio, espadas en mano.

 

           

Toritaka Kaiketsu observó cuidadosamente el suelo mientras Masatari esperaba. “¿No tenían ni un solo arco?” Dijo finalmente, su tono muy enfadado. “¿Ni uno?”

“Ninguno que hayamos encontrado, comandante,” dijo Masatari. “Tampoco hay signos de que una fuerza más grande se haya movido por aquí.”

Kaiketsu asintió. Su mejor rastreador, Ikage, había supuesto que, como mucho, no más de dos docenas de jinetes se habían ido. Si esta infantería no llevaba las armas que habían atacado antes a los Hiruma, entonces la caballería tendría que haber disparado dos o tres flechas cada uno, y todo en el transcurso de unos pocos segundos, para infligir el daño que habían hecho a los exploradores Cangrejo. Pero los exploradores no habían sido capaces de encontrar rastro alguno excepto que los Unicornio habían estado en esa área cuando los Cangrejo fueron atacados. “Esto no tiene sentido,” murmuró. “Algo no está bien.”

“Ikage informa que se ha encontrado un campamento Unicornio en una ruina Naga, comandante,” añadió Masatari. “¿Cuáles son sus órdenes?”

El Toritaka se puso en pie y observó el área. “Ocúpate de los heridos,” ordenó primero. “Que se dispongan a partir. Luego ocúpate de nuestros muertos.”

“Hai,” dijo Masatari, inclinándose rápidamente y girándose para irse.

“Y luego ocúpate de los muertos Unicornio,” añadió Kaiketsu.

Masatari se detuvo en su caminar y miró asombrado por encima de su hombro. Los Cangrejo estaban acostumbrados a ocuparse de sus propios muertos; era una desafortunada necesidad que se habían visto forzados a adoptar al luchar contra las Tierras Sombrías. Pero una orden que siquiera considerase a los muertos de otro clan era algo muy inusual. “Mi señor, ¿estáis seguro?”

“Sí,” dijo.

“Pero señor,” insistió Masatari, “perderemos un tiempo muy valioso. Quizás no lleguemos al campamento Unicornio al anochecer si…”

Kaiketsu le cortó con un rápido movimiento de su mano. “Estos hombres no son los que nos atacaron,” dijo. “Se enfrentaron sin miedo a una fuerza muy superior. No dieron tregua alguna, no retrocedieron, no se rindieron.” Se giró para mirar al joven oficial. “Si quieres dejar que hombres así sean roídos por animales, entonces esa es una decisión que podrás hacer cuando estés al mando. Hasta entonces, te ocuparás de que se cumplan mis órdenes.”

Masatari se inclinó profundamente. “Hai, comandante. Perdonadme.”