El Primer Contacto con la Llama

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El primer día del Mes de la Rata, año 1170

 

Los meses de invierno tenían un efecto notable en la mayoría del Imperio. Había un puñado de regiones templadas en las que el efecto era limitado, sobre todo en el clima húmedo de las Islas de la Seda y las Especias, pero la mayoría de Rokugan disfrutaba de un tiempo muy frío y de una cantidad razonable de nieve todos los años. Por supuesto, ‘disfrutaba’ no era la palabra que muchos usaban para describirlo. Cortesanos y sus ayudantes disfrutaban mucho de las oportunidades que proporcionaban la Corte de Invierno, pero casi nadie experimentaba la verdadera alegría y emoción que otorgaban las bajas temperaturas.

Por supuesto, Kazumasa no era como las demás personas. El joven se emocionó al sentir el frío viento de la montaña en su cara. Sus dedos le dolían bastante por agarrarse a las heladas piedras. Las sensaciones le decían que estaba vivo. La grieta que había estado escalando se había terminado, pero otra le llevaría hacia la cima del pico que necesitaba. Había un hueco entre ambas, de casi dos metros y medio. Kazumasa se preparó, tensando sus fuerzas, y luego saltó. Durante un breve instante se quedó suspendido entre ambas, volando libremente por el aire a tanta altura de la montaña que un solo error podría significar su muerte. Luego llegó al otro lado y se agarró, le roca mordiendo las puntas de sus dedos. Se rió ante la alegría que sintió.

De algún lugar debajo de él, hubo una explosiva sucesión de maldiciones, haciendo que se riese aún más. “¿Estás loco, Explorador?” Ese era el nombre por el que le llamaban muchos samuráis del Clan Tejón con los que ahora trabajaba. Reconoció la voz, que pertenecía al gunso de la patrulla de exploradores con la que estaba viajando. “¡Esta senda te llevará hasta la cima! ¿Para qué arriesgarse estúpidamente?”

“¡Esa senda es muy lenta!” Fue su sola respuesta, y continuó ascendiendo. Prosiguieron las maldiciones provenientes de más abajo.

Fiel a su palabra, Kazumasa llegó a la cima casi media hora antes que sus colegas. Al alcanzarla, se tomó solo un momento para disfrutar de su victoria, y rápidamente sacó la pesada túnica de la bolsa que llevaba y se envolvió en ella. Sin el constante movimiento para mantenerle caliente, el viento acabaría con él a esta altura. Vendó sus ensangrentados dedos y también los envolvió, luego comió y bebió rápido de las raciones que portaba y empezó a mirar más detalladamente la meseta. Era inusual ver una región tan grande y llana en lo alto de las montañas, y Kazumasa aprovechó la oportunidad para disfrutar de la belleza de la escena montañosa invernal. Consideró empezar una hoguera, pero pensó que hacía más calor del que se había esperado, y decidió que no la necesitaba.

Cuanto más lo pensaba, más preocupado estaba.

Algo le hizo fruncir el ceño. ¿Por qué hacía tanto calor? Y mientras que las montañas al norte estaban bañadas por un resplandor caliente, dorado, como el del sol al ponerse, no era por la tarde ni tampoco la dirección correcta para algo así. Se había sentido tan lleno de júbilo al alcanzar la cima que al principio no había considerado lo extraño de la situación, pero ahora tormentas se agolpaban en su expresión. Cuanto más pensaba en ello, más preocupado estaba.

Kazumasa empezó a correr hacia la parte septentrional de la meseta. Era grande, y la altitud hizo que se quedase pronto sin aliento a pesar del poco esfuerzo que hizo. Pero eso no le detuvo, y saltó hábilmente sobre los obstáculos y evitó las rocas que eran demasiado grandes. Hizo una nota mental para recomendar a su señor que esta meseta era lo suficientemente grande como para poder tener un puesto avanzado adicional, si es que el Tejón quería expandir sus líneas de defensa. Pero estos pensamientos se desvanecieron tan pronto alcanzó el borde y observó el valle que había más allá.

Transcurrieron unos momentos hasta que los demás Tejón alcanzaron el pico y se dirigieron hacia él. “No sé que tipo de locura te aflige,” dijo irritado el gunso, pero Kazumasa levantó una mano y le hizo callar. No se tuvo que girar para saber como se había enrojecido por la impertinencia de un hombre al que aún consideraba un forastero.

“Puedes haber conseguido el favor del Señor Kihongo,” empezó el gunso, pero entonces llegó al borde y vio lo que había más allá. “Fortunas,” susurró.

“¿Podemos empezar una avalancha?” Preguntó Kazumasa.

El bushi agitó la cabeza. “Esta región es estable. De no ser así no te hubiese gritado.”

“Entonces debemos irnos inmediatamente.” Miró con seriedad a los hombres. “¿Cuánto tiempo nos llevará el viaje de vuelta a Shiro Ichiro?”

El hombre se quedó pensativo un momento. “Seis horas. Probablemente serán ocho, dadas las condiciones.”

“Intentar seguir mi ritmo,” dijo Kazumasa.

“No te preocupes por mirar hacia atrás. Allí estaremos.”

 

           

El Campeón del Clan Tejón no había sido joven desde hacía muchos años. Habían nacido hombres, y se habían vuelto viejos durante el tiempo que había transcurrido desde que Ichiro Kihongo fue joven, y a pesar de todo su mente era tan aguda como las mejores que Kazumasa había conocido en sus muchos años viajando por todo el Imperio. Kihongo mandaba un clan que tenía una tarea imposible, y al que habían dado recursos inadecuados para que cumpliera con ella. Pero perseveraba sin descanso. “¿Estás absolutamente seguro de lo que has visto?” Preguntó cuidadosamente, su mirada clavándose en el Explorador y en el gunso que estaba a su lado.

Kazumasa asintió. “No puede haber duda, mi señor.”

“Ninguna,” estuvo de acuerdo el gunso.

Kihongo dio distraídamente un golpecito a su siempre presente pipa contra los dedos de su mano izquierda. “¿Y cuántos había?”

“Decenas de miles,” dijo el Explorador. “Quizás más.”

“Son incontables,” dijo el gunso. “En toda mi vida nunca había visto una cosa igual, y estuve en la Batalla de Toshi Ranbo, mi señor.”

“Entonces no tenemos otra elección,” dijo Kihongo. Se volvió hacia el inmóvil guerrero que tenía a su derecha, un hombre más grande que cualquier Cangrejo que hubiese visto Kazumasa. “Reúne tus fuerzas. Cada hombre, mujer, o niño lo suficientemente mayor como para blandir una espada debe estar preparado. Que la fortaleza se prepare. Este es el momento para el que hemos nacido.” Se volvió hacia los demás. “Debemos avisar a la Corte de Invierno de la Emperatriz.”

“Dejadme ir, mi señor,” dijo Kazumasa. “Nadie puede hacer el viaje más rápido.”

“En eso estoy de acuerdo, pero necesito que me ayudes aquí,” contestó Kihongo. “Elige a unos hombres. Tantos como desees. Cuento contigo para que hostigues a nuestros enemigos, Explorador.”

“Por supuesto, mi señor,” dijo inclinándose.

Kihongo dudó. “Conozco como eres, Kazumasa. Sé que no eres un hombre de guerra, ni siquiera alguien al que le importen las obligaciones que nos juraste fidelidad por capricho, y ahora te ordeno que completes una tarea que dejará muchos muertos, quizás a ti también. ¿Puedo depender en ti para esto? ¿Es de verdad el acero que vi en tus ojos el día que nos conocimos?”

Kazumasa miró con curiosidad a su señor. Nadie le había hablado nunca así, excepto uno, y fue en los ojos de aquel hombre donde Kazumasa había visto la misma resolución, la misma voluntad de hierro que ahora veía en los ojos del Campeón Tejón. “Traicionaría la memoria de mi señor y amigo, Kaneka, si ahora os fallase, Kihongo-sama,” dijo. “Mi vida es vuestra hasta su término.”

Kihongo asintió y se volvió hacia otro que estaba allí, un hombre más joven que él, pero no por mucho. “Hikenru, mi viejo amigo. Es a ti a quien debo encargar la tarea de llevar esta noticia a la Emperatriz. Si alguien puede convencer a los Escorpión que te permitan la entrada, ese eres tú.”

El viejo se inclinó. “Es un gran honor para mi, mi señor.”

“Y si rehúsan los Escorpión,” continuó Kihongo, “confío en ti para que hagas lo que tenga que hacerse, sin importar el coste.” Se detuvo y miró al viejo hombre con remordimiento. “Sé lo que te pido, amigo mío. El viaje será difícil, y tu salud no es buena. Perdóname.”

“No hay nada que perdonar,” insistió Hikenru. “Mi sobrino-nieto y yo no os fallaremos, mi señor.”

Kihongo asintió. “Dile a la Emperatriz que sus leales servidores del Tejón se han visto superados en número, pero que mientras vivamos aguantaremos la línea.” Se volvió hacia la corte. “Iros ahora, leales vasallos. Ir, y llenar de orgullo el corazón de un viejo.”