La Prueba del Campeonato Topacio

2ª Parte


por
Shawn Carman

 

Traducido por Mori Saiseki



La ciudad de Tsuma, hace unos meses


            La Corte Imperial estaba siendo convocada incluso antes de lo normal, y Doji Domotai estaba sintiendo una desagradable mezcla de preocupación y cansancio. Sus obligaciones de la noche anterior no la habían permitido dormir más que unas pocas horas antes de que la necesitasen en la corte a la mañana siguiente. Ella comprendía, por supuesto, la necesidad que había de empezar tan pronto. Los importantes personajes que se encontraban en la Corte Imperial apenas podían presenciar las pruebas porque tenían que atender a sus asuntos oficiales. En cualquier caso, muchos tenían un interés personal las pruebas, y necesitaban asistir a ellas. Por ello, la única opción era la de reunirse antes y después de que las pruebas hubiesen concluido, y gentilmente el Emperador lo había permitido.

Domotai frunció el ceño al acercarse al edificio donde se reunía la corte del Emperador. Al término de las reuniones del día anterior, los Otomo habían anunciado que un cortesano menor llamado Ikoma Masote había pedido permiso para empezar la sesión de la mañana con un regalo a los anfitriones de la Prueba, los Grulla. Por alguna razón, el anuncio había llenado a Domotai con un helado temor del que no podía escapar. Masote no parecía ser un tipo magnánimo, y ella dudaba de verdad que sus intenciones fuesen nobles. Si ella estaba equivocada, se sentiría estúpida, pero también aliviada. En el peor de los casos, quizás él ofrecería algún tipo de torpe alabanza y haría el ridículo, asegurando que su carrera política llegase a un espectacular término. Pero ella no podía desechar sus preocupaciones.

Las salas estaban casi vacías cuando Domotai llegó, antes de la hora, a sus obligaciones. Pero un pequeño número de asistentes ya estaba allí. La general Unicornio, Iuchi Lixue, estaba conversando con el sensei Cangrejo, Toritaka Tatsune. A pesar de sus años de servicio, Domotai nunca se había acostumbrado a ver a los dos en la corte, con los extraños y largos vestidos de Lixue y la cojera de Tatsune, sin decir nada de su bastante interesante falta de decoro. A pesar de ello, ellos dos no eran los asistentes más extraños.

Domotai se colocó en su sitio y esperó pacientemente mientras la sala empezó a llenarse mientras progresaban las horas de esa mañana. Quizás una hora y media después de que ella hubiese llegado a la sala, Domotai vio como llegaba Masote y su séquito.

Masote era un hombre enjuto que frecuentemente vestía el ropaje tradicional de un omoidasu, los bardos-historiadores del Clan León. No era su apariencia ni siquiera su porte lo que alarmó tanto a Domotai. El hombre simplemente irradiaba una malicia suprimida que era difícil para ella ignorar. La mayoría no parecían compartir lo que ella percibía en él, ya que era claramente popular entre ciertos grupos de la corte, pero si había algunos que ella podía ver que sentían lo mismo que ella. Pudo ver a Shosuro Higatsuku, uno de los antiguos representantes del Shogun, cautelosamente evaluando a Masote mientras el León hablaba con varios aliados Cangrejo. También vio a una yojimbo Mantis cuidadosamente maniobrando para estar siempre entre los que estaban a su cargo y Masote.

A las dos horas de su llegada, Domotai se vio enfrentada a un familiar y controlado caos de una activa y floreciente Corte Imperial. Finalmente, la llegada del Emperador calmó a los asistentes, que ella agradeció. Era difícil proteger a alguien cuando estaba rodeada de un mar de cuerpos en constante movimiento.

“Honorables asistentes,” dijo el viejo Otomo en el estrado del Emperador, su suave voz llevando el instantáneo silencio a la sala. “Toturi III, el Justo Emperador, y su amada Emperatriz, Toturi Kurako, desean daros la bienvenida a este procedimiento. Antes de que empiecen a escuchar pronunciamientos durante nuestra abreviada sesión esta mañana, Ikoma Masote del León desea dirigirse a la corte y ofrecer la gratitud de su clan a nuestros nobles anfitriones, los Grulla.” El viejo señaló a Masote con una respetuosa reverencia. El omoidasu le devolvió el saludo, y luego se acercó para arrodillarse ante el Emperador. Completo el protocolo, se volvió hacia la corte y sonrió al contingente Grulla allí reunido. Domotai vio a su madre devolverle la sonrisa, aunque parecía algo insincera.

“Amigos,” dijo Masote, “nos reunimos hoy aquí como hacemos todos los años desde hace innumerables décadas para ser testigos de cómo los mejores jóvenes de todo el Imperio luchan para ganarse el honor y la carga de servidumbre en el nombre de su familia, su clan, y su Emperador. De entre todos nosotros, solo los Grulla adoptan la responsabilidad adicional de orquestar estas pruebas, para que nuestros jóvenes compañeros consigan el mayor honor de todos: el servicio.” Aquí volvió a sonreír y se inclinó hacia los Grulla. Domotai sintió un momento de alivio, y esperó que quizás su instinto se hubiera equivocado.

“En reconocimiento a su generosidad y trabajo desinteresado, deseo presentar a nuestros anfitriones, y especialmente a la Dama de los Grulla, Doji Akiko, con este regalo.” Masote señaló a sus cohortes, quienes a su vez salieron de la sala y volvieron rápidamente trayendo varias cajas grandes. Las cajas estaban bastante golpeadas, y llevaban un difuminado y descascarado sello que a Domotai le pareció familiar. A pesar de su obligación de permanecer impasible, ella no pudo suprimir un ligero fruncir de ceño. “Estas cajas iban a tierras Grulla desde las tierras de la Dama Akiko en las tierras Fénix, pero supuestamente se perdieron en un desafortunado ataque de bandidos hace unos meses. Mis hombre y yo fuimos muy afortunados al recuperarlas recientemente, y es un honor para mi devolverle a Akiko-sama su propiedades.”

“Gracias, Masote-san,” dijo Akiko formalmente. Ella señaló a sus ayudantes que recogiesen las cajas. “Había temido que estos objetos personales se habían perdido.”

“Un regalo inusual,” musitó el Emperador, “pero desde luego bienvenido. ¿Cómo llegaste a poseer estos objetos, Masote?”

“Un relato entretenido, mi señor,” dijo Masote. “Hace algunos meses, estaba investigando unos informes sobre suministros robados de las posesiones León en Foshi. Ya había estado meses tras falsos pergaminos y declaraciones, cuidadosamente trazando lo que parecía ser una banda de contrabandistas que se habían infiltrado en numerosos clanes por todo el norte del Imperio. Sonsaqué testimonios a más de una persona, testimonios que fueron conseguidos bajo circunstancias que me aseguraban que eran válidos, que un cargamento desde tierras Fénix se dirigía al sur hacia la frontera Grulla, y que contenía documentos de naturaleza de alta traición.”

Ante la mención de la palabra traición, un murmullo se había extendido por la corte, un murmuro instantáneamente silenciado por la fría mirada en la cara del Emperador. “¿Documentos sobre alta traición? Mi paciencia se acaba, Masote.”

“Entonces seré muy directo, mi señor. Lo que descubrí fue a un grupo de agentes Gozoku trabajando en tierras León, Grulla y Fénix. Los agentes estaban preparando que unos suministros fuesen dirigidos a un lugar distinto de su pretendido destino y llevados a otro lugar para alguna desconocida intención. Además, los agentes Gozoku se enteraron de que una investigación estaba amenazando el cargamento procedente de tierras Fénix, por lo que enviaron a un segundo grupo de agentes disfrazados de bandidos para eliminar cualquier rastro de evidencia. Afortunadamente, mis aliados llegaron primero al cargamento y cogieron lo que yo necesitaba, reemplazando el resto con falsificaciones que fueron destruidas en el ‘ataque de los bandidos’ del que informaron los sirvientes de la Dama Akiko.”

La expresión de Akiko no había cambiado, pero la cara de Doji Kurohito era una máscara de ira. Su mano se había movido peligrosamente cerca de la empuñadura de su espada mientras miraba fijamente a Masote con odio. El Emperador miró al Campeón Grulla y a su esposa antes de volver al León. “Continúa.”

Masote levantó un pergamino. “Dentro del cargamento encontré documentos que llevaban el sello de la Dama Akiko. Estos documentos se refieren a unos cargamentos que contienen los mismos materiales que faltan de Foshi para eran transportados a una fortaleza cerca de las tierras del sur Unicornio. Creo que el gran traidor, Bayushi Atsuki, uno de los líderes del Gozoku, fue derrotado en ese área hace algún tiempo.”

“Esto es absurdo,” dijo Kurohito. “¿Te atreves a venir a tierras Grulla e impugnar el honor de mi esposa? ¿Y con una acusación tan risible como esta? ¿Por qué dejaría alguien documentos de una naturaleza tan sensible en un lugar tan cuestionable? Esto huele a la última oportunidad de gloria de un fracasado escritor de obras de teatro.”

“La Dama Akiko cometió un error,” dijo Masote. “Después de todo, solo es humana. Con la enormidad de sus obligaciones como Maestro Fénix y como esposa del Campeón Grulla, un leve error era inevitable. Desafortunadamente para ella, este es demasiado condenatorio. Hice que mis aliados recuperasen los documentos, y la distraje de potenciales inconsistencias al enfrentarme a ella en la corte con apenas veladas acusaciones. Sus agentes me han estado observando mientras mis aliados han reunido todo lo que yo necesitaba.” Se volvió hacia el Emperador. “Mi Emperador, me duele decirlo, pero con el testimonio de los agentes del Gozoku que mis hombres prendieron, los papeles y el cargamento que se perdieron y han sido localizados, el coincidente desvío hacia el área donde Bayushi Atsuki encontró su final, y el sello personal de la Dama Akiko… hay simplemente demasiadas pruebas como para ser refutadas. Doji Akiko estaba entre los líderes del Gozoku.”

Hubo un coro de abanicos abriéndose de golpe, pero aparte de eso la sala permaneció en silencio. Domotai sintió su cabeza dar vueltas y temió caer. Se armó de voluntad y fuerza y permaneció inmóvil, gritando en silencio a su padre para que hiciese algo, para que terminase esta ridícula mentira.

La voz del Emperador estaba tan tranquila como siempre. “¿Es esto verdad?”

“¡No puede ser!” Dijo vehementemente Kurohito. “¿La palabra de contrabandistas y ladrones, conseguida bajo presión? ¿Documentos fácilmente falsificados sobre transacciones comerciales no dignas para los verdaderos samuráis? ¿Un cargamento de bienes personales robado por bandidos? ¡Esto es ultrajante! ¡Que este estúpido crea que estas cosas puedan sostenerse contra el testimonio de mi esposa es una bofetada en la cara de todos los Grulla!”

“Es válido lo que dice Doji Kurohito,” dijo el Emperador. “El testimonio es equivalente en un asunto así, y a tus argumentaciones le faltan muchas cosas, Masote.”

“Así es,” admitió el León. “Afortunadamente, tengo a un aliado que aún no se ha mostrado.” Señaló a los Grulla reunidos.

“Dice la verdad,” un callado susurro surgió de entre los cortesanos. Un delgado, casi desvaído Grulla surgió de entre ellos. “Soy Doji Takeji, mi Emperador. Soy un cortesano y un escriba de los Doji. Mis obligaciones incluían la documentación de muchos cargamentos enviados por todo el Imperio. En muchas ocasiones me han ordenado a que alterase esos documentos para conseguir que grandes cantidades de varias mercancías fuesen perdidas y al final dirigidas hacia otros lugares. Esto se hizo bajo las órdenes de varios superiores míos, y en varias ocasiones bajo las órdenes de los consejeros personales de Akiko-sama, quienes me aseguraron que estaba actuando en su nombre.”

“¡Mentiras! ¡Difamaciones!” Rugió Kurohito. “Este incompetente bufón no está preparado para tareas reales, por lo que se pasa su vida ordenando papeles en vez de representar a su clan en la corte. ¿Sorprende que coopere en este tapiz de mentiras? ¡Es un infame!”

El Emperador miró detrás de Kurohito, sus ojos encontrándose con los de Akiko. “¿Es esto verdad?” Repitió.

Domotai vio como su madre se irguió orgullosa. “Lo es,” dijo.

La sala de la corte estaba tan callada como una tumba. Nadie hablaba, ni siquiera una sola palabra murmurada de sorpresa o ira. La magnitud de una traición así simplemente era demasiado. Domotai sintió como sus piernas temblaban peligrosamente y levantó una mano para apoyarse contra la pared. Toda la sala giraba fuera de control, y ella parecía no poder recuperar el aliento. Una mano agarró su hombro y la ayudó a sostenerse en pie. Apenas pudo ver la figura de un taciturno Najmudin de pie a su izquierda.

“Unirse al Gozoku es un crimen muy serio,” dijo el Emperador. “Al admitir tu lugar entre ellos, te nombras a ti misma una de las mayores traidoras de nuestra era. ¿Por qué lo has hecho?”

“Soy Doji Akiko,” dijo ella orgullosamente. “Soy la hija de un Trueno y la esposa de un Campeón. He visto como gobernaba un Kami, y cuanto ha caído el Imperio ahora que yace en las manos de hombres que no tienen un verdadero vínculo a los cielos. Mis crímenes, dicho eso por ti y no por mi, fueron cometidos en nombre del Imperio, y no pediré perdón por ellos.”

“Has deshonrado a los Doji y a los Grulla,” dijo sombríamente el Emperador. “Mi padre te perdonó la vida y permitió que permanecieses en el Imperio, y tu has pagado su misericordia con traición.”

“Solo he hecho lo que había que hacer, y lo que nadie más tenía el valor de realizar. No me arrepiento de nada.”

“Sacar de aquí a la traidora,” dijo el Emperador. “Será ejecutada por sus crímenes.”

“No.”

La palabra fue dicha con angustia. Doji Kurohito dio un paso al frente. Por un momento, Domotai sintió una oleada de pánico, segura de que su padre no permitiría que nadie tocase a su madre. Seguro que Akiko sentía lo mismo, ya que la adoración en sus ojos era evidente. “No permitiré que alguien me la arrebate.”

“Elige cuidadosamente tus palabras,” le avisó el Emperador.

“Lo he hecho,” dijo Kurohito. Desenvainó su wakizashi y se volvió hacia su esposa. El amor en los ojos de ella nunca vaciló, ni siquiera un momento, ni siquiera cuando la mató en una ducha de sangre. Doji Akiko cayó al suelo en dos piezas, muerta de un corte de cadera a hombro realizado por su esposo.

Kurohito observó cuidadosamente la sala, su vista permaneciendo durante unos momentos sobre Masote, antes de volverse hacia el Emperador. “Mi familia se ha deshonrado,” dijo con un ronco susurro. “Esta mancha solo puede ser lavada con sangre. Por favor, mi Emperador, os lo ruego, permitidme que me quite la vida para expiar este crimen.”

La expresión del Emperador era solemne, pero triste. “Tienes mi permiso, amigo mío.”

“Mi señor, ¿no es tradición en asuntos así que toda la familia sufra esta carga?” Preguntó Masote. Claramente estaba henchido de victoria. “La traidora Akiko tenía una hija, si no estoy equivocado.”

Domotai intentó ir hacia Masote, pero Najmudin se lo impidió.

“La hija de Kurohito pasó su vida con los León,” contestó el Emperador, “y los años posteriores con la Guardia Imperial que protegen mi vida, mi corte, y mi palacio.”

“Por supuesto, mi señor, pero a pesar de todo es la hija de Akiko.”

“A no ser que quieras decir que los Matsu y los Seppun son cómplices de la traición de Akiko,” dijo el Emperador, su postura de repente amenazante, “entonces no dirás nada más del asunto. Doji Domotai no ha tenido parte en esto.”

Masote parecía desilusionado, pero se inclinó. “Como deseéis, mi señor.”

El Emperador se levantó. “Esta sesión de la corte ha acabado.”

Y con eso, la sala se vació. Kurohito se arrodilló sobre el cuerpo de su esposa, y cuando solo quedaba su destrozada hija en la sala, lloró.

 

 

La distancia entre el barracón de Domotai y la tienda de campaña donde esperaba su padre era pequeña, pero a la joven guerrera Grulla le pareció la distancia más grande que hubiese andado jamás. La fresca brisa de primavera movió la tela de su kimono blanco. Era inusual para alguien de su posición llevar blanco, el color de la muerte, tradicionalmente llevado por la persona que cometía el ritual del seppuku, pero a ella le parecía apropiado. La gravilla crujió con fuerza bajo sus sandalias en el silencioso aire nocturno. Parecía como si toda la ciudad estaba esta noche en silencio, incluso más de lo que era normal la noche anterior de la última prueba del Campeonato Topacio. Ociosamente se preguntó si el silencio era por su madre o por su padre, o si era meramente miedo. Ella no conocía la respuesta.

Un solitario hombre estaba de pie fuera de la tienda de campaña, viendo como ella se aproximaba. Era mayor, con una túnica exquisitamente confeccionada del gris más apagado imaginable. Su arrugada cara estaba fruncida mostrando su desaprobación cuando ella llegó a la tienda de campaña, su mirada absorbiendo el kimono blanco que ella llevaba, y dando una inhalación de desaprobación. “¿Eres tu su segundo?” Dijo escuetamente.

“Lo soy,” contestó ella.

El viejo asintió. “Soy Otomo Taiyou,” dijo. “Soy uno de los maestros de ceremonias del Emperador. Supervisaré la ceremonia e informaré del fin de tu padre.”

Domotai asintió en silencio. Ella había albergado alguna esperanza, en algún lugar recóndito de su mente, de que el Emperador vendría a observar la ceremonia. Quizás incluso esperaba que él la detuviera, y le otorgaría la vida a Kurohito. Pero no había venido, y no sería testigo del fin de su padre. En vez de eso, había enviado a uno de sus monos amaestrados para observar y decirle que su padre murió con honor o con vergüenza. Domotai dudaba de que a este Taiyou le importase una cosa o la otra.

“Tu padre me ha pedido que permanezca fuera,” dijo el Imperial con desdén. Estaba claro que la noción de que Kurohito pidiese algo le parecía inaceptable. “Desea hablar en privado contigo antes de que empiece la ceremonia.” Domotai solo volvió a asentir. No podía encontrar su voz. Levantó hacia un lado el pesado faldón y entró en la tienda de campaña.

Dentro de la tienda, Doji Kurohito estaba arrodillado ante un pequeño altar donde ardía el incienso. Domotai reconoció el olor; era el favorito de su madre. Su hogar a menudo tenía ese pesado y acre olor cuando Domotai era solo una niña. Súbitamente, la sensación de pérdida que había estado evitando pareció caer sobre ella con un terrible peso. Trastabilló un poco, casi se cayó, y tuvo que morderse el labio para no soltar un entrecortado sollozo de pura angustia.

Kurohito se puso en pie de inmediato, y la cogió el brazo. “Se fuerte, flor de cerezo,” dijo con una extraña sonrisa. Él la había llamado así durante los escasos momentos que habían estado juntos cuando ella era solo una niña. “Ahora tienes una pesada carga que llevar.”

Domotai le miró con mirada vacilante. “No sé si soy lo suficientemente fuerte,” dijo ella en voz baja.

La más completa sorpresa que apareció en los ojos de Kurohito era genuina. “Por supuesto que lo eres,” dijo con esa misma sonrisa. “Eres mi hija. Eres Doji.”

No fueron las palabras, sino la convicción con la que habló su padre lo que le dio fuerza a Domotai. Ella asintió y se irguió, enderezando las espadas que tenía en su obi. “¿Quiere… quieres que llame al maestro de ceremonias?”

“Aún no,” dijo Kurohito. “Quiero tener un momento para hablar con mi única hija antes de que empiece el ritual.”

“¿Es por eso por lo que me elegiste para que fuese tu segundo?” Ella no había pretendido que la pregunta sonase amarga, pero la enormidad de toda la situación daba un terrible peso a sus palabras.

“Es verdad que deseaba hablar contigo antes de morir,” admitió Kurohito, “pero te elegí para que fuese mi segundo porque no hay nadie en quien confíe más. No hay nadie que tendría junto a mi para algo tan importante más que tu, Domotai.”

Una vez más, la emoción amenazó con abrumar a la joven Grulla. Ella apretó los labios hasta que estos se convirtieron en una delgada línea blanca y asintió, sin decir nada. Durante un tiempo, los dos se quedaron juntos, sin decir nada. Cuando parecía que el silencio se iba a convertir en insoportable, fue finalmente Kurohito el que habló. “En los primeros instantes después de que yo… después de que tu madre muriese, ¿sabes cuál era mi mayor temor?” Mirando a Domotai, volvió a sonreír. Era una sonrisa terrible, afligida. “Mi temor era que el Emperador me denegaría el derecho a cometer seppuku por las acciones de tu madre.”

Domotai asintió. “¿Temiste por el honor del Grulla?”

“Si,” dijo su padre, “pero no es por eso por lo que sentí miedo.” Se volvió y miró fijamente al incienso ardiendo en el altar. “Temí que me lo denegase, y que yo tendría que vivir para ver el sol elevarse sobre un Imperio en el que no estaba Akiko. No creo que hubiese soportado una tragedia tan horrible.”

“Es difícil pensar que nunca la volveré a ver,” dijo Domotai. “¿Pero qué elección había?”

“Ninguna,” dijo con énfasis Kurohito. “Esa es la carga que llevan todos los samuráis. Y es por eso también por lo que tenemos que vivir plenamente cuando tenemos la oportunidad de hacerlo. ¿Amas a tu esposo?”

“¿Kusari?” Dijo Domotai, sorprendida. “Yo… no lo sé. Quizás.”

“Bien,” dijo Kurohito. “Lloro por aquellos que no conocen la alegría que yo he sentido.”

“Padre,” susurró ella.

“No hay tiempo,” dijo él en voz baja. “Si vamos a completar la ceremonia al amanecer, debemos empezar.” Respiró hondo. “He dicho en más de una ocasión que no sé como fracasar, como si la sangre de Doji que tengo en mis venas de alguna manera me otorgaba algo de su perfección. Ahora sé que no es verdad. Ha sido fácil para mí racionalizar que mis obligaciones como Campeón eran más importantes que mis obligaciones como padre, pero era una excusa. He sido un mal padre.” Miró a Domotai. “Perdóname.”

“No hay nada que perdonar,” insistió ella.

Kurohito sonrió. “Me pregunto si mis remordimientos impedirán que entre en Yomi. Si es así, entonces quizás pueda volver a encontrar a tu madre en el Reino de la Espera. Me arriesgaría a la furia de Emma-O por volver a verla.” Asintió hacia el faldón.

Domotai fue a por el hosco Otomo Taiyou, y empezó el ritual. Llevó horas ofrecer las oraciones adecuadas, componer el haiku funerario. Al final, al acercarse el amanecer, Doji Kurohito, hijo de Doji Kuwanan, efectuó los tres cortes con un estoicismo que no había sido visto en esta generación. Cuando finalmente llegó el momento, y Domotai desenvainó su espada para acabar con la vida de su padre, su pálida cara se volvió hacia ella y sonrió. Era una fiera mirada de victoria.

Los primeros rayos de sol cayeron sobre la ciudad de Tsuma mientras moría Doji Kurohito.

 

 

La Corte del Emperador

 

La Corte Imperial estaba tan en silencio como la ciudad lo había estado la noche anterior, incluso con los más frívolos y alegres asistentes tenían muy presente lo sombría que era la escena de la que estaban siendo testigos. El Justo Emperador miró a la arrodillada Grulla y asintió con satisfacción. “Levanta, Doji Domotai, Campeona de los Grulla.”

Domotai se puso en pie, su brillante kimono azul adornado recientemente con la marca de un Campeón de Clan. La espada de su padre descansaba en su obi, su propio daisho guardado para esperar al nacimiento de su primer hijo. Ella se volvió y miró a los cortesanos reunidos, la mayoría de los cuales se inclinaron, aunque unos pocos solo asintieron. La sensación de todo ello era como surrealista, como si fuese un sueño febril. Deseaba que fuese así, pero sabía que no lo era. A un lado vio a la nueva Campeona Topacio, la recientemente renombrada Horiuchi Wakiza, inclinándose tanto que su frente casi tocaba el suelo. De alguna manera, Domotai encontró que el genuino respeto que mostraba la fervorosa mujer era más admirable que los vacíos gestos mostrados por los demás que había en la sala.

“El deshonor de Doji Akiko ha sido limpiado por el sacrificio de Doji Kurohito,” dijo el Emperador, “nunca he conocido a un hombre tan noble y valiente como él. Su hija ahora tiene su puesto, y no habrá mención alguna de Akiko o de sus crímenes en mi corte, o los que hablen de ello serán expulsados.” El Emperador sonrió. “Darle la bienvenida a mi nueva Campeona.”

El murmullo que constantemente acompañaba a la corte regresó con toda su fuerza, con muchos adelantándose para ofrecer sus felicitaciones a Domotai. Menos mal que la mayoría parecía darse cuenta de la enormidad de lo que había pasado el día anterior, y se refrenaban para no lanzar inmediatamente ofertas de tratados, negociaciones sobre fronteras, asuntos de comercio, y asuntos parecidos. Sus caras eran solo un borrón, hasta que finalmente vio al que más quería ver.

“Domotai-sama,” dijo el León con una reverencia. “Os ofrezco mis felicitaciones por vuestro nombramiento, y mis más sinceras condolencias por la muerte de vuestro padre. Era un gran hombre.”

“Gracias, Setai,” dijo Domotai. “Necesito documentos de viaje a tierras León. ¿Puedes arreglarlo?”

El antiguo Deathseeker pareció sorprendido durante un instante. “Debería poder arreglarlo, mi señora. ¿Cuántas personas compondrán vuestro séquito?”

“Viajaré yo sola.”

La cara de Setai mostró al mismo tiempo confusión y obvia preocupación. “¿Puedo preguntar sobre la naturaleza de vuestra visita a tierras León, Domotai-sama?”

“Un asunto muy sencillo,” contestó ella. “Necesito visitar al padre de mi esposo.”

Y ella sonrió.