Repudiado

 

por Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

 

Traducido por Kakita Mamoru

 

 

Después del Primer Día del Trueno, el más joven de los hijos de Dama Doji fue hacia las Tierras Sombrías, buscando a su hermana perdida. Cuando Doji Hayaku volvió, cubierto de cicatrices y con el pelo blanco, trajo consigo la espada que ella había tomado para luchar contra el Kami Caído. En reconocimiento de su valor, su madre le había dado su propio nombre y familia – los Daidoji – y la responsabilidad de defender al Clan contra sus enemigos. La parte más elevada y gloriosa de aquella responsabilidad era servir como la guardia personal del Campeón Grulla

Doji Domotai caminaba por los Jardines de Kyuden Doji, seguida discretamente por un par de Samurai Daidoji. No era capaz de recordar una época en la que no conociera la historia de Hayaku. Excepto cuando estaba en tierras León, entrenando con los Matsu, nunca hubo un momento en que no tuviera un Daidoji situado a su espalda. Sólo recientemente había comprendido que ser protegida por los Daidoji significa estar bajo su merced.

 

           

El área que Domotai había escogido para su encuentro estaba cerrada por bambúes, pinos y cerezos. Al borde del claro había un pequeño estanque lleno de hojas de loto, con una flor temprana comenzando a abrirse contra las oscuras aguas. Uji se detuvo un momento para situarse en la escena, como se esperaba, y centró su atención en la mujer que lo había mandado llamar. Doji Domotai se arrodilló junto al estanque, esperando. Era una mujer adorable, vestida con las sedas más finas que la Casa Doji podía obtener, pero su wakizashi estaba colocado en su obi elaboradamente tejido, y su katana descansaba en el suelo junto a ella. Uji asintió para sí mismo en aprobación – ella no confiaba en él, y era sabia en no hacerlo.

Se arrodilló e inclinó ante ella, la frente contra el suelo, y entonces se irguió, caminó la distancia apropiada hasta ella y se arrodilló de nuevo para volver inclinarse. “Me habéis hecho llamar, Dama Doji,” dijo él, “¿Cómo puedo serviros?”

“Uji-san, por favor, siéntate y ponte cómodo,” dijo Domotai. “Deseo hablar contigo.”

Uji se incorporó y la miró. “Mi Señora, se me conoce comúnmente como Fumisato. En este mundo Uji es el nombre de otra persona.”

“Yo también porto el nombre de otro” dijo ella, y sonrió “Así que tenemos algo en común”

Uji sonrió levemente en respuesta. “Eso he oído, mi Señora.”

Domotai atisbó a su alrededor, un mero movimiento rápido de sus ojos, y volvió a centrar su atención en él “Asahina Sekawa me contó que vienes de otro mundo más allá del Reino de los Sueños, y que hasta el Día del Trueno, la historia de tu mundo y el mío eran la misma”

“Sí,” dijo Uji. La afirmación sonó ridícula para él después, sentado en los jardines de Kyuden Doji y hablando con la nieta de Kuwanan. Pero Domotai simplemente prosiguió.

“Así que fuiste el Daimyo Daidoji, sabiendo las mismas cosas que el Uji de este mundo sabía.”

Uji asintió. “Hasta ese día, sí.”

“Por tanto debes saber acerca de los Saboteadores.”

“Así es, mi Señora.” Él había estado en Shiro Giji  una vez en aquel mundo, por invitación de una mujer llamada Daidoji Hakumei. No la Hakumei que él conoció, realmente no, pero ella había sido la hija de un ronin aceptada en la Grulla por Daidoji Uji durante la Guerra de Clanes. Hakumei se había mostrado lo bastante curiosa para querer conocerle, y el se había mostrado lo bastante curioso como para aceptar.

“¿Y no os importunaron sus transgresiones contra la Ley Imperial?” En la voz de Domotai había un indicio de desafío.

“Pocas cosas me importunan, mi Señora,” dijo Uji.

“Ciertamente,” replicó Domotai. Sus ojos volvieron a echar un vistazo rápido. “A mí me importuna. No puedo imaginar por un sólo momento en qué pensaba mi padre cuando toleró este estigma sobre el honor de la Grulla. He ordenado a Kikaze que los disuelva.” El tono de desafío en su voz ahora mucho más notorio, y escrutó a Uji esperando su reacción.

La expresión de Uji no cambió “No necesitáis mi aprobación para esto, mi Dama.”

“No,” dijo Domotai enfáticamente, y continuó con un tono más suave. “No, lo que yo necesito es... consejo. Di estas órdenes antes del asalto del Khan a Toshi Ranbo. No daré marcha atrás en mi orden, pero debo saber cuánto he debilitado mi clan.”

“Es difícil de juzgar,” dijo Uji después de pensar por un momento. “La necesidad de mantener su secreto limita cuándo y dónde pueden ser empleados, pero dentro de esos límites son extremadamente efectivos.”

“Mantener el secreto es una causa perdida,” dijo Domotai. “Togashi Satsu sabe acerca de ellos.”

Los ojos de Uji se cerraron ligeramente. “¿Estáis segura?”

Domotai asintió. “Él mismo me lo contó, cuando vino a negociar. Cuando le expliqué que había actuado contra los Saboteadores él estuvo de acuerdo en poner fin a la guerra entre nuestros clanes.”

“¿Dejó que su clan fuera asediado y pasara hambre por la Grulla, cuando tuvo durante todo el tiempo la clave para nuestra destrucción? Estúpido,” dijo Uji. “El Clan del Dragón está liderado por un estúpido.”

“Quizás él no deseaba destruir a la Grulla.”

“Como decía, un estúpido. Nuestros campos de arroz podrían haber caído en sus manos y podría haber instalado a sus aliados Escorpión como el poder dominante en la Corte Imperial por las décadas venideras. Pero su estupidez es Vuestra oportunidad – debéis moveros con rapidez. Debéis moveros contra los Saboteadores públicamente, y anular la efectividad de cualquier acusación que deseara hacer en un futuro.”

“Hace un momento calificasteis a los Saboteadores  de 'extraordinariamente efectivos', ¿y ahora me recomendáis que me apresure a destruirlos?”

“Mi Dama, he visto lo que sucede cuando la Grulla pierde su poder político. Los Saboteadores lucharon con todos sus recursos contra el Kami Caído, y al final no hicieron diferencia alguna. Al final, la verdadera fuerza de la Grulla es el Imperio en sí mismo. No debéis permitir que se nos aleje de esa fuerza.”

“Eso será difícil,” murmuró Domotai, sus ojos recorriendo nuevamente el área. “Kikaze discutió conmigo cuando le di las órdenes.”

Uji la oyó, pero su atención estaba fija en los ojos de la Campeona. El patrón de su búsqueda visual finalmente cobró sentido para él, y comprendió con un escalofrío de horror que era él de quien ella desconfiaba tanto. “Domotai-sama” dijo con suavidad, “¿por qué tenéis miedo de vuestros guardaespaldas?”

“No les tengo miedo,” dijo en un tono igualmente bajo. “No temo a ningún hombre. Pero... todos ellos han sido asignados a mi guardia personal por Daidoji Kikaze. A quien casi mató cuando rechazó mis órdenes – tenía mi espada en la mano y la muerte en mi corazón cuando le dije que tenía una última oportunidad.”

“Así que otro clan tiene por Campeón a un estúpido,” dijo Uji desapasionadamente. “Uno no desenvaina su acero contra un hombre sin terminar el acto. ¿Acaso no os enseñó eso vuestro sensei Matsu?”

Domotai clavó su mirada en él. “No criticaréis a mi Sensei,” dijo fríamente. “El fallo, si es que lo fue, en todo caso fue mío.”

Uji permaneció en silencio mientras valoraba la fuerza de aquella mirada. La juventud e inexperiencia de Domotai hacían que los errores fuesen inevitables, pero su disposición a aceptar la responsabilidad por ellos respondían bien por ella. Y, tuvo que admitir, matar al daimyo Daidoji mientras la Grulla estaba en guerra habría supuesto varios problemas adicionales. “Mi disculpas a Vos y a vuestro Sensei,” dijo. “Hablé movido por mi devoción hacia vos.” Domotai gesticuló con una mano, como zanjando el asunto, y él prosiguió. “Pero si no confiáis en ellos, ¿por qué no actuáis?”

Domotai apartó la vista, fijándose en el loto sobre el estanque por un largo rato. “No sé qué hacer,” dijo finalmente con voz tenue. “No lo sé. Si Kikaze es desleal, entonces mi casa y yo estamos en gran peligro – tiene que movilizarse contra mí, antes de que yo me movilice contra él. Pero si es leal, entonces actuar contra él avergonzará a la familia Daidoji injustamente. Incluso cuando mi abuelo estaba en guerra contra Daidoji Uji mantuvo con él a sus guardaespaldas Daidoji – ¿qué excusa puedo dar yo para alejar de mí a los míos?”

El silenció se abatió sobre los jardines mientras Uji lo meditó. En su mundo, él había visto al último señor de los Doji mientras lo cortaba  en dos el cadáver del penúltimo; la idea de que uno fuera asesinado por los Daidoji era incluso peor. “Domotai-sama, tengo una solución para vuestro problema.”

“¿Para cuál de ellos: los Saboteadores o mis guardaespaldas?”

“Para ambos,” dijo Uji. “Tenéis un problema de gran importancia para el clan que debe ser solucionado con rapidez y discreción, así que asignaréis vuestra guardia a mí. No hay vergüenza en eso. Yo los llevaré a hacerse cargo de la fuente de esas actividades ilegales. Si obedecen sin cuestionarlo, sabréis que tanto ellos como Kikaze os son leales.”

“¿Y si dudan? preguntó Domotai.

“Los mataré,” dijo Uji.

Hubo otro momento de silencio mientras Domotai observaba al anciano y canoso hombre frente a ella. “Esbozaré los papeles necesarios esta misma tarde,” dijo Domotai.

 

           

Daidoji Hakumei avanzó hacia el pabellón de pesca, resoplando de agotamiento un poco. Estaba envejeciendo, pensó, y las horas que pasaba en los pisos inferiores no le ayudaban. Al acercarse al pabellón relajó el paso para recuperar aliento y comprobar que su pelo estaba en orden. Fumisato no era su viejo maestro, por mucho que se le pareciera y hablara como él, pero ella aún sentía la necesidad de mostrarle la máxima cortesía. Sus dedos encontraron un objeto de metal imbricado en el meollo, y lo extrajo para comprobar que en algún punto había fijado una cuchara de medida. Hakumei suspiró, colocó la cuchara en su obi, y continuó.

Uji la esperaba al otro extremo del pabellón, observando a los peces koi deslizarse semi-ocultos en las profundidades del estanque. Hakumei se aproximó una distancia adecuada y se inclinó profundamente ante él. “Que las Bendiciones del Señor Sol sean con vos, Fumisato-sama.”

“Y contigo, Hakumei-san,” dijo él, inclinándose algo menos en respuesta. “Mi tiempo para hablar es escaso, os advierto; estoy en una misión para la Campeona Grulla.”

Hakumei asintió con cordialidad. “Estoy segura de que ella tiene muchos temas importantes de que ocuparse, como este asunto en Toshi Ranbo. Podéis estar seguro de que estamos listos para cualquier cosa que ella necesite que hagamos.”

“¿Están llenos vuestros almacenes? ¿Estáis bien provistos de enseres?”

“Bueno, no,” admitió Hakumei. “Durante el último otoño recibimos órdenes de Kikaze-sama de que detuviéramos la producción y destruyéramos nuestras reservas. No sé por qué, a decir verdad. No habíamos terminado cuando llegaron noticias de que Kyuden Ikoma había caído y el Khan se desplazaba hacia el este, así que detuvimos eso y comenzamos de nuevo a aprovisionarnos.”

“¿Acaso Kikaze dio marcha atrás?

Hakumei se encogió de hombros. “¿Quién puede comprender la mente de un señor? Shihei mandó el mensaje, y no dijo por qué Kikaze había cambiado de opinión.”

Uji asintió brevemente, entonces volvió la vista hacia el edificio del templo. “Lo siento,” dijo suavemente. “Nuestro tiempo ha terminado.” Extrajo de su obi un tubo de pergamino y se lo extendió “Esto es para ti.”

Hakumei lo aceptó con reverencia: el sello de la Campeona Grulla era claramente visible en él. Rápidamente lo abrió, sacó el pergamino y comenzó a leer. Las primeras líneas le hicieron fruncir el ceño, y pronto llegó hasta la parte inferior para leer el fin. Ella lo miró, pálida y temblando ligeramente. “¿Que... qué significa esto?”

“La Dama Doji ha decidido que el Clan de la Grulla ya no necesita este sitio, y me ha enviado a supervisar su final,” dijo él.

“Pero – pero – ¡soy leal a la Grulla! ¡La he servido fielmente desde mi gempukku!”

“Y este será vuestro último deber hacia ella.” Uji asintió a los dos Daidoji que habían entrado al pabellón. “Sacadla primero de los terrenos del templo, no añadiremos nada más a la contaminación de este templo.” Sin otra palabra o mirada hacia Hakumei, abandonó el pabellón en dirección a los soldados reunidos frente al edificio del templo.

 

           

Domotai estaba sentada en su escritorio, escribiendo una carta a su suegro cuando hubo un leve ruido como si alguien rascara en la puerta de su despacho. “¿Si?” dijo ella.

“Mi Señora,” dijo Daidoji Kimpira “Estoy aquí para informar.”

“Entra,” dijo Domotai La puerta se abrió y el comandante de su guardia personal entró, portando una cesta grande y tapada. Se acercó al escritorio y se arrodilló ante él, después de colocar cuidadosamente la cesta a un lado. La nariz de Domotai se arrugó un poco ante el olor de la cesta, pero por lo demás la expresión de su cara era neutral. “Por favor dame tu informe, Kimpira-san.”

“Mi Señora, acompañamos a vuestro magistrado especial a Giji Seido como ordenasteis. Allí encontramos a esta persona,” retiró la cubierta de la cesta. “Enfrascada en la fabricación y distribución de pimienta gaijin, en clara violación de las leyes imperiales.”

Domotai se fijó en el contenido de la cesta, luego volvió a mirar a Kimpira. “¿Actuaba sola esta persona?”

“No, mi Señora. Ejecutamos a muchos otros que parecían ser sus ayudantes en la fabricación de la pimienta. Además, algunos de los otros bushi que estaban allí presentes parecían estar actuando en coalición con ella: se resistieron a nuestras órdenes de detenerse, y fueron asesinados. Los demás bushi se rindieron cuando supieron que nuestras órdenes venían de vos.”

“¿Y quiénes eran esos samurai? ¿De qué familia son?”

El rostro del comandante de la guardia se cubrió levemente de vergüenza y miró al suelo. “Eran Daidoji, mi Señora. Todos ellos.”

“Eso es realmente desafortunado,” dijo Domotai. “Me alegro de que derribáramos a esos criminales antes de que pudieran avergonzar más a su familia.” Kimpira asintió en muestra de acuerdo. “¿Qué ocurrió con aquellos que se rindieron?”

“Fumisato-san los arrestó a todos y los mandó a Shiro Daidoji. Dijo que no estaba claro si todos ellos estaban participando en las actividades criminales, o algunos simplemente habían sido manipulados para asociarse con esos criminales. Espera vuestras próximas órdenes sobre esta materia.”

“No deseo dar la apariencia de minar la autoridad del daimyo Daidoji,” dijo Domotai pensativa. “Delego este asunto en Kikaze, para que sea él quien determine quién es culpable y quién inocente.”

Kimpira se inclinó. “Así será, mi Señora. ¿Tenéis órdenes para mí?”

“Deshazte de esa cesta,” dijo ella. “Y que tus hombres prosigan con sus deberes habituales.”

“Inmediatamente, Domotai-sama,” Kimpira no sonrió realmente, pero había una cierta teatralidad en la forma en que volvió a colocar la tapa sobre la cesta y la recogió del suelo. Domotai lo miró salir. Cuando la puerta se cerró tras él, ella cogió la carta que había estado escribiendo, la arrugó y la arrojó al brasero de la habitación. Entonces tomó otra hoja de papel y comenzó una nueva carta.