Secuelas, Parte 4

 

por Yoon Ha Lee

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Catorce Leones vestidos con túnicas blancas. Catorce poemas en tinta china. El brillo del acero y la mancha de sangre.

Akodo Shigetoshi contó los muertos desde el primero al decimocuarto. Contó los muertos desde el decimocuarto al primero. Su número crecería – si no aquí, en algún otro lugar. Crecía incluso en estos momentos. Dentro de su armadura el sudor bajaba gota a gota por su espalda mientras pensaba en las cosas que no se podían contar: batallas no luchadas, glorias no buscadas, historias cortadas de pronto.

Volvió a los números. El clan necesitaba sus guerreros, pero sus guerreros necesitaban su honor. Y él no era un Escorpión para engañarles de vuelta al servicio con palabras envenenadas y dulces, no cuando él mismo ansiaba los cortes limpiadores.

            

 

           

Cuando Ikoma Otemi fue a hablar con su esposa, lo primero que notó no era su palidez ni el olor de su pelo, sino su obi. El kimono de Yasuko era de un adecuado amarillo pálido, pero el obi era uno que no había visto antes, tela roja descolorida bordada con círculos entrelazados negros.

“Lo sé,” dijo suavemente Yasuko. “Sé lo que harás, esposo. Y”– se arrodilló casi en silencio, con un crujido de seda – “te ruego un último favor.”

“Hablas como si te hubiese condenado,” dijo secamente Otemi. “¿Deseas regresar a tu hogar cuando yo me haya ido? Sería algo muy sencillo de arreglar–”

Él había creído que habían llegado a cierto acuerdo. Se recordó que, con todo lo que había pasado últimamente, esto era solo una pequeña decepción.

“Sé que no vine a ti como la esposa que cualquier honesto León pediría,” dijo Yasuko, “pero este es ahora mi hogar. No: pido otra cosa. Cuando vayas ante Shigetoshi-sama, pide la muerte pero dentro de dos semanas. Di que necesitas tiempo para prepararte. Si quieres, echa la culpa a las lágrimas de tu esposa.”

Yasuko sabía tan bien como él que Shigetoshi no se lo creería. Pero la miró, pensando en el tiempo que tardaría un mensaje en llegar a ciertos castillos Escorpión. “Explícate,” dijo.

“Todo depende del momento adecuado,” dijo ella. “Tu honor es algo muy importante, esposo. Deja que se convierta en un recuerdo aún mayor de las tradiciones del imperio. Los León tienen sus bardos, pero los Escorpión tienen sus Cuentacuentos y sus grupos de teatro. Deja que protesten contigo a su manera, en el día de tu muerte.” Ladeó un poco la cabeza para que él pudiese ver sus ojos.

En los años que llevaban juntos, Otemi había aprendido a encontrar cierta belleza en sus ojos. “No seré parte de un complot contra la Emperatriz,” dijo.

“Ningún complot,” dijo cansada Yasuko. “Solo información que con el tiempo todos tendrán. Solo una historia que todos contarán en las cortes y en las aldeas, bajo techos en sombra. De todas formas pasará, por lo que, ¿por qué no convertir esa historia en tu beneficio antes de que otros lo hagan en el suyo propio? No sé de lo que hablan los Dragón en sus altos palacios, o como los Grulla conmemorarán los recientes eventos. Pero si sé que este no es el Imperio de mi niñez, y eso me asusta. Esta es la única forma en que puedo ayudar a tu causa, esposo. Si te ofende, entonces haz lo que creas conveniente y no me sentará mal. Pero yo—“ Su voz cambió. “Tenía que ofrecer servicio con la moneda con la que crecí. Por última vez.”

“No,” dijo Otemi, con más severidad de la que pretendía. Alargó las manos y la puso en pie. “Has servido bien en el pasado, esposa. Pero ahora eres una León. No hablemos más de esto.”

Apretó sus manos con las suyas, y no pudo evitar preguntarse, ahora que era demasiado tarde, cuanto más habrían conseguido si se hubiesen comprendido desde el principio. León y Escorpión, mano derecha y mano oculta. Quizás había sido mejor así.

           

 

           

Bayushi Miyako había estado casi toda la hora anterior mirando mapas. Específicamente, había hecho que las sirvientas le trajesen alfileres. Clavaba los mapas con los alfileres para trazar la extensión del hoyo infernal que había heredado. Hubiesen bastado pincel y tinta, pero había algo visceralmente más satisfactorio en los pinchazos, y ahora mismo necesitaba algo de satisfacción en su vida. Le hizo esto a ocho mapas distintos par asegurarse que comprendía los problemas en los que se había metido el Escorpión – su padre siempre había dicho que era importante comprender la topología local antes de ir a la guerra – y estaba buscando un noveno mapa cuando llegó Shosuro Toson.

Toson miró los mutilados mapas pero no hizo ningún comentario. “Sabéis porque estoy aquí,” dijo.

“La fosa,” dijo ella. “¿Cómo la están llamando? ¿El Otro Pozo Purulento? ¿El Agujero Supurante?”

“Estoy seguro que a alguien se le ocurrirá algo adecuadamente grosero,” dijo sarcásticamente.

“Es el castigo adecuado a nuestra ineptitud,” dijo Miyako, cortando cada palabra.

“Al menos en eso estamos de acuerdo,” dijo Toson. “Las consecuencias de nuestro fracaso en derrotar a los Destructores en nuestras propias tierras son terribles y de gran alcance. Si hubiésemos destrozado eficazmente las fuerzas de Kali-ma, podríamos haber concentrado nuestra atención sobre la propia diosa. En vez de ello, tuvimos a Fu Leng y a Kali-ma luchando entre las ruinas, y vuestros mapas solo cuenta la mitad de la historia de lo que nos ha costado.”

Miyako estudió su rostro. “¿Crees que es un error acercarnos a los Cangrejo, incluso después de todo lo que ha ocurrido?”

Toson torció el gesto. “Me sorprende que queráis mi opinión.”

“No estamos de acuerdo,” dijo ella, “pero yo aprendo de los desacuerdos.”

Él agitó la cabeza. “No digáis eso. Sed firme, por el bien del clan.”

“Necesitamos a los Cangrejo,” dijo Miyako. “Les necesitaremos durante mucho tiempo. Es una posición terrible en la que estar, pero debemos tratar esta situación.”

“Quizás,” dijo él. “En cualquier caso, ha llegado el momento de ofreceros mi muerte. Puede que los clanes no sepan la razón de nuestras maniobras durante la Guerra de la Destructora, pero el fracaso es el fracaso. No llevé a cabo adecuadamente vuestras órdenes, y es mi deber cargar con las culpas que os pudiesen recaer. Os servirá mejor un nuevo daimyo.”

“No creo que sea sabio revelar nuestros planes pasados,” dijo con cuidado Miyako. “En estos momentos, tu seppuku parecerá que protesta el reciente edicto de la Emperatriz. ¿Es esta tu intención?”

Toson tosió. “Es poco probable que alguien se crea una postura de tan altos principios proviniendo de un Escorpión.”

“Causará confusión,” dijo ella, “y a veces eso es suficiente.”

“No tengo que discutir nada con la Emperatriz,” dijo Toson con sonrisa de curiosidad. “Admito que ella sea una Escorpión en su corazón y que está dispuesta a tomar la decisión dura y necesaria en una situación desesperada, pero considerando las circunstancias, eso no es algo malo. Su intervención salvó nuestras tierras. Solo podemos esperar que ella regresará a su acostumbrada actitud distante y que nos de la libertad de actuar sin preocuparnos por que ella pueda interferir.”

“Se ocupó de Daigotsu,” dijo con vehemencia Miyako. “Toda mi vida me han dicho que no hay nada que un Escorpión no sacrifique por el Imperio, pero ella es la Emperatriz. Y seguro que ni siquiera un Escorpión se daría después la vuelta y sacrificaría al propio Imperio.”

“Mantenerse en tus principios está muy bien si eres un León,” dijo Toson, “pero a veces la supervivencia es la prioridad mayor. Ahora, más que nunca, la Emperatriz necesita su mano oculta. Si estáis discutiendo esto, Miyako-sama, entonces la gente por todo el Imperio están discutiendo lo mismo. No es discutible.”

Ella se levantó abruptamente y se giró hacia otro lado. “He oído historias sobre la Torre Sombría,” dijo ella.

“Muerta y desaparecida.”

“Pero nuestra Emperatriz…”

“Negoció duro. Los clanes devastados – que nos incluye a nosotros, recordad – tendrán tiempo para recuperarse. Eso vale algo.” Toson se detuvo. “La seguridad del Ojo del Oni también es un asunto urgente, y os recomiendo que sea Shosuro Miyoto el que se ocupe de el. Es un hombre inflexible, algo que le servirá bien en esa tarea.”

Miyako asintió. “Anotó tu recomendación, pero he aprendido que a veces los hombres que no pueden doblarse se romperán.” Caminó en una lenta e inexorable curva hasta que le miró. “Te daré tu muerte,” dijo. “Una muerte honorable, para los que les preocupan esas cosas. Pero nadie dirá nada sobre la causa. Solo el Escorpión lo sabrá. Y la gente pensará, en este Rokugan patas arriba, que incluso entre los Escorpión hay un hombre que objeta del gusto de la Emperatriz por la conveniencia. En esto me servirás por última vez, por muy desagradable que te parezca y por mucho que no estemos de acuerdo.”

“Ya os he dicho que os apoyo,” dijo Toson. “Pero si queréis ponerme a prueba, poner una más dura. Haré los tres cortes con la paleta de un campesino si así me lo pedís.”

“No insultaré tu lealtad,” dijo ella. “Pero necesitas saber el uso que haré de tu muerte. Es lo último que puedo hacer por ti.”

“Es adecuado,” dijo, sorprendiéndola. “No es lo que yo haría. Pero adopta mi castigo a vuestro propósito, algo que es bueno. No llegasteis a nosotros como una Escorpión, pero cuanto más penséis como uno, mejor será para todos nosotros.”

Miyako le miró en silencio durante largo tiempo, memorizando su máscara; memorizando la recta línea de su espalda. “Haz que tu poema de muerte sea bueno,” dijo por fin.

           

 

           

Ikoma Otemi no sabía lo que se esperaba ver en el rostro del Campeón durante el seppuku en masa. La lenta mano del horror, quizás, o simple cansancio. En vez de ello, la expresión de Akodo Shigetoshi había sido impasible. Solo una vez había parpadeado, y fue entonces cuando Otemi supo que, después de todo, esta situación estaba afectándole.

Ahora, Otemi se arrodilló ante Shigetoshi en una pequeña pero suntuosamente decorada sala. Se daba cuenta del tembloroso aire sobre su piel, las miradas de los leones de piedra con sus doradas melenas y sus helados rugidos. Shigetoshi no solía usar mucho esta sala. En otra época, Otemi se hubiese preguntado el por qué de su elección, pero una audiencia era una audiencia y en cualquier caso a él le quedaba poco tiempo.

“Mi señor,” dijo Otemi. “La Emperatriz, aunque divina, ha actuado en una forma con la que no me puedo reconciliar.” No se atrevió a levantar la vista para ver cual era la reacción de Shigetoshi. “Os ruego permiso para hacer los tres cortes. Ruego permiso para pedir a mis hermanos y hermanas que permitan que mi muerte represente sus protestas, para que sus vidas prosigan para seguir sirviendo.”

La voz de Shigetoshi era callada e ilegible. “Sin duda te estás preguntando,” dijo, “por qué yo no hago lo mismo.”

Hubiese sido falso decir que no podía cuestionar a su señor, cuando había venido aquí a hacer exactamente eso. Otemi reflexionó que una vez hubo un momento en que sus problemas más importantes tenían que ver con Rátidos y un pirata fantasma. Era difícil no sentir que las ruedas del mundo habían girado hacia peor.

“La Emperatriz habla con la sabiduría de Tengoku,” dijo Shigetoshi. “No es sorprendente que sus actos dejen perplejos a aquellos que solo somos mortales.”

Los ojos de Otemi se entrecerraron. “Entonces no estamos tan distanciados como me temía en nuestra valoración sobre la situación. Decidme, mi señor, cuando no podemos diferenciar entre la sabiduría divina y la debilidad mortal, ¿qué podemos hacer? Ya sabemos-” Dudó solo un poco. “Ya sabemos lo que le ocurre al León cuando un Emperador se ve consumido por la oscuridad. Y también sabemos lo que le hace al Imperio.”

“La Emperatriz está tocada por el Cielo,” dijo Shigetoshi. “Al menos de eso estamos seguros.”

Otemi pensó en las invasiones gaijin, de la muerte por fuego y de la muerte por plaga, de oscuros dioses luchando, y no estuvo seguro.

“Estás pensando como un solo samurai,” dijo Shigetoshi con sorprendente vivacidad. “Pero eres un León, por lo que te pregunto que pienses como un táctico. Supón que todos los daimyo León, todos nuestros bushi más honorables, cometen seppuku. Entonces, ¿qué? Dejaríamos que al clan lo liderasen los débiles. Y si la Emperatriz no puede hacer un llamado al honor en una forma en que lo puedan entender los samuráis normales, entonces debe haber Leones que lo hagan en su lugar. No podemos permitir que nos destruyamos o Rokugan estará totalmente perdido. Tu mismo dijiste que perdonarías las vidas de otros León cometiendo seppuku, por lo que ya lo entiendes.”

“Lo entiendo,” dijo Otemi, “pero no me resigno. No puedo evitar preguntarme si los Cangrejo se han reconciliado tan fácilmente con un acuerdo con su antiguo enemigo, o si los Fénix, que conocen el coste de hurgar en el conocimiento oscuro, no ven riesgos. ¿Alaban los Grulla el tratado de la Emperatriz con Daigotsu con dulces palabras?”

La boca de Shigetoshi se convirtió en una línea. “Es irrelevante. Deben coger su honor con sus propias manos y medirlo a su manera. Incluso consultar con los demás clanes en este asunto sería un terrible error. No enviaré al León por la senda de la sedición y la conspiración.”

“Debéis hacer lo que consideréis es lo mejor para el León, mi señor,” dijo Otemi con frialdad. Su rodilla derecha estaba empezando a molestarle, pero no dio señal alguna de ello.

“¿Tienes un segundo?” Preguntó Shigetoshi tras una agonizante pausa.

“Matsu Kenji ya ha aceptado, mi señor.”

Shigetoshi asintió. “Una buena elección.” Cuidadosamente, sacó su envainado wakizashi de su obi y lo sostuvo con dos manos. “Tu vida ha estado llena de gloria,” dijo. “Me honraría que usases esto.”

Durante un momento Otemi no pudo hablar. El tener la autorización de su Campeón, el poder usar el wakizashi de su Campeón – el honor era suyo.

Y daría mayor fuerza a su protesta. Shigetoshi seguro que lo sabía, igual que sabía el riesgo que tomaba honrando a alguien que cuestionaba a la Emperatriz.

“Mi señor,” dijo, y aceptó el wakizashi. Sabía lo que debía pesar, pero el peso del mundo estaba contenido en esa espada.

           

 

           

Bayushi Kurumi fue escoltada a ver a Miyako por dos bushi y un shugenja. Estaba vestida en un dolorosamente sencillo kimono, y bajo su máscara tenía una tensa expresión.

Miyako se enderezó de su escrutinio de los mapas. “Siéntate,” dijo.

Kurumi se inclinó tan profundamente como pudo, y luego se sentó. Lo hizo con los bellos modos que había aprendido como cortesana. Miyako casi sintió pena por ella por este último intento de mantener la dignidad.

Miyako no dijo a los guardias que se fuesen. “He leído los informes sobre tus idas y venidas,” dijo. “He escuchado las valoraciones de los que te interrogaron sobre tus acciones. Pero ambos sabemos que estás aquí no solo por un gran fracaso, sino por dos.” Golpeó con el dedo uno de sus mapas. Este se movió; un alfiler roto se cayó.

“No niego nada de lo que decís, Bayushi-sama,” dijo Kurumi. Su voz tembló un poco, a pesar suyo.

“Permitiste que te manipulase el propio Fu Leng,” dijo Miyako. “Es intrascendente que fuese un dios. Rokugan ha estado años en pie porque se le opusieron hombres y mujeres de espíritu indomable. Cuando llegó tu turno, fuiste débil. Si todo” – su voz se endureció — “lo que hiciste fue crear un nuevo Hoyo Supurante, eso sería una cosa. Pero el crimen más inexcusable es este: tu y tus compañeros contribuyeron a una situación tan nefasta que la propia Emperatriz se vio forzada a tratar con la oscuridad.”

Kurumi inclinó la cabeza. “Es – es como decís, Bayushi-sama.” Le tembló una mano.

Miyako se echó hacia atrás hasta que la otra mujer se recompuso. “Tengo una tarea para ti,” dijo.

“No os fallaré, Bayushi-sama,” dijo ella.

Miyako sonrió levemente. “Seguro que no lo harás. Sigues siendo una cortesana, y resulta que tengo una necesidad especial para un cortesano. Cuando se trata de hoyos supurantes, no hay que negar que los Cangrejo son los expertos en el Imperio. Les necesitamos de aliados. Serás la responsable de persuadirles de mi sinceridad en este asunto. Estoy segura que no han olvidado nuestra contienda contra el Gran Oso que regresó, por lo que les envío una muestra de mi pesar. Lo harás bien.”

Miyako se detuvo, y luego añadió fríamente, “Tu no tuviste nada que ver con el Gran Oso, naturalmente, pero me imagino que los Cangrejo tendrán una clara opinión sobre tu papel en el regreso de Fu Leng. Sea cual sea el destino que tienen en mente para ti, lo aceptarás.”

Kurumi la miró, horrorizada. “Había pensado que sería la Arboleda del Traidor,” dijo débilmente.

La muerte de un Escorpión, por muy horrible que fuese. No una muerte entre desconocidos.

“Si acaban devolviéndote,” dijo Miyako, “tendré la alegría de hacerte ese favor.” Asintió a los guardias. “La acompañéis en su viaje. Aseguraros que llega intacta.”

Después de que se hubiesen ido, Miyako quitó todos los alfileres de los mapas y frunció el ceño ante los agujeros que nunca podría reparar.

            

 

           

borde afilado, metal brillante

equilibrada perfectamente para golpear–

la mano está podrida

 

* * * * *

 

un nuevo rostro mira afuera

de los mapas de cartógrafos–

oscuridad tiene dos ojos