Sol y Luna, Parte III

 

por Nancy Sauer

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

Las tierras del Clan Fénix mayoritariamente estaban llenas de bosques, separados al azar por arboledas, densos grupos de matorrales, y colinas llenas de árboles. La última vez que habían visto una aldea había sido hace día y medio, y el camino lleno de vegetación que seguían no prometía llevar a otra aldea en bastante tiempo. Tsuruchi Etsui se quedó un momento pensando sobre lo que sería caminar a través de la interminable colección de árboles Fénix, y frunció el ceño. “No deberíamos agotar tanto a los caballos,” dijo.

Su acompañante agitó un momento la cabeza. “Los caballos pueden ser reemplazados,” dijo Kakita Kyruko, “y ya llegamos tarde. Inevitable, dada la cantidad de información que necesitaba recopilar, pero tenemos que darnos tanta prisa como podamos.”

“¿Tarde?” Dijo Etsui. “¿Tarde para qué?” Kyruko no le había dicho para qué era este viaje, aparte de ‘favorecer su ascenso en los Kolat’, y estaba creciendo su resentimiento por mantenerle en la ignorancia. Era un patrón habitual en sus tratos con ella.

Kyruko fue a hablar, se detuvo, le miró como si le tuviese en cuenta, y luego volvió a empezar. “Vamos al Templo Oculto; todos los Maestros se están reuniendo allí. Están ocurriendo muchas cosas en el Imperio – la caída de Yakamo, el regreso de Togashi a los Divinos Cielos, la ola de asesinatos – y se ha vuelto necesario que el concilio al completo decida que hay que hacer ahora.”

Etsui se sorprendió. Había oído hablar del Templo pero nunca se había esperado saber donde estaba, y mucho menos ir allí. “¿Entonces por qué estoy aquí?”

“Cuando seas Emperador tendrás el poder de ejecutar nuestra política, pero será más difícil para nosotros contactar contigo – los miembros de la Corte Imperial se pasaban horas enterándose de quien había conseguido tener una audiencia con el Emperador, y para que. Cuantas más instrucciones te demos ahora, más fácil será para nosotros después.”

Etsui no contestó. La pareja cabalgó en silencio hasta llegar a una arboleda a la que cruzaba un riachuelo, y entonces Kyruko tiró de las riendas de su caballo para detenerlo. “Podemos descansar aquí mientras me pongo en contacto con el Templo y les informó donde estamos,” dijo.

“¿Cómo harás eso?” Preguntó Etsui. Kyruko ni siquiera le miró mientras ataba su caballo a un joven árbol y luego se fue hacia un grupo de matorrales. Ella era, reflexionó Etsui, la Grulla más maleducada con la que había tratado, y eso que había muchos aspirantes a ese título. Pero los arrogantes jefes de mercaderes con los que había tratado en el pasado habían sido maleducados a propósito, como una táctica de negociación, mientras que Kyruko era maleducada simplemente porque no le importaba. El que hubiese sobrevivido tanto con esa actitud decía mucho sobre su estatus social y su habilidad con la espada.

Etsui se bajó de un salto del caballo y encontró un cómodo trozo de hierba donde sentarse. Metiendo la mano en su manga sacó un bastón de plata, y con un experto movimiento lo abrió y se convirtió en dos finas dagas, y luego volvió a juntarlo para convertirlo en un bastón. Siempre que lo cogía recordaba el dulce olor a podrido de las Tierras Sombrías, o el sonido que hacía un cuerpo cuando un oni lo partía en dos, o la fiera urgencia en los ojos del Emperador cuando pronunció sus últimas palabras. Se lo pasó de una mano a otra, pensando.

En las semanas posteriores a la batalla de la Tumba de Shinsei, Etsui había tenido muchas pesadillas sobre las Tierras Sombrías, pero con el tiempo habían desaparecido – reemplazadas por pesadillas sobre Naseru. Le había confiado a Etsui donde se podía encontrar su testamento, con la orden de informar a la Corte Imperial tan pronto el Tsuruchi llegase a Toshi Ranbo. En vez de eso, Etsui lo había mantenido en secreto, informando solo a sus superiores en los Kolat. Creía en los Kolat, tanto como podía creer en algo, pero con el transcurrir del tiempo y el Imperio volverse más fragmentado y sangriento se empezó a preguntar si quizás no debería haber honrado su promesa a Naseru. Si lo hubiese hecho Kaneka estaría vivo, y Etsui no viviría con el temor de que tanto los Kolat como el Clan Mantis no conseguirían hacerle el próximo Emperador. Y no se despertaría en medio de la noche con el recuerdo de los ojos de Naseru atormentándole.

Hubo un ruido parecido a un sorprendido juramento de entre los arbustos tras los que había desaparecido Kyruko y luego ella caminó de vuelta a su caballo, el desasosiego visible en su modo de andar. “Date prisa y monta,” dijo ella. “Vamos a Nanashi Mura.”

“¿El templo está en Nanashi Mura?” Dijo Etsui, levantándose. “¿Entonces por qué viajábamos hacia el norte? Nos podíamos ahorrado horas si–”

“El temple está siendo atacado,” dijo Kyruko. “Por el Clan Escorpión, según Nube. Cree que puede tornar las cosas a su favor, pero el día en que confíe en ese soñador aturullado por las rocas será el día en que hable mi caballo.”

“Esto es un desastre,” dijo Etsui. “¡Nos destruirán!”

Kyruko se encogió de hombros. “Un claro y horrible retroceso, seguro. Pero nuestros planes para tu ascenso ya se han puesto en marcha, y yo puedo reconstruir la organización.”

“Si es el Escorpión te estarán buscando – no descansarán hasta que todos los Maestros estén muertos.”

Kyruko le sonrió ampliamente. “¿Y por qué debería temerles? Soy una noble de la familia Kakita, experta en el mejor estilo de duelos del Imperio, la Maestra de los renacidos Kolat, y la confidente personal del propio Emperador. Que intenten hacerme daño.”

Por un momento Etsui pensó en lo que ella había dicho, imaginando lo que Kyruko podía conseguir si se supiese públicamente que ella tenía acceso al Emperador, y en privado controlaba también a los Kolat. “No creo que ellos sean un problema, Kakita-sama,” contestó. Actuando por una decisión que no se había dado cuenta que había tomado, suavemente abrió las dagas del bastón y las lanzó. La primera la golpeó justo debajo de las costillas; la segunda encontró el camino hacia un pulmón. Kyruko miró las empuñaduras de las dagas y luego le miró frunciendo el ceño. “Bastardo,” susurró, y luego cayó al suelo.

Etsui esperó hasta que ella había dejado de moverse, y luego un poco más por seguridad. Sabía que había personas en el mundo que pensaban que eran más rápidos que un duelista Kakita, pero él no era uno de ellos. Cuando estuvo seguro que estaba muerta caminó hacia ella y recogió las dagas, maravillándose por lo profundo que se habían clavado. Aún no tenía ni idea como habían llegado a la Tumba o porqué el bastón solo se le abría a él, pero estaba claro que había encontrado un buen uso para ellas. “Quizás no se aun hombre honorable, Naseru,” murmuró para si mismo, “pero he salvado a tu imperio de un mal. Pon eso en mi deuda.”

Fue al caballo de Kyruko, le quitó las riendas, e hizo que se alejase. Luego montó en el suyo y se fue, dejando el cadáver donde estaba. Lo más probable era que algún carroñero lo encontrase antes de que alguien pasara y lo descubriese.

 

           

La parte más al sur de la Llanura del Corazón del Dragón era un lugar inhóspito, lleno de rocas, pero aquí y allí manantiales de agua llegaban a la superficie para crear áreas con una vegetación exuberante. Etsui llevó a su cansado caballo a una pequeña y frondosa hondonada, donde una pequeña laguna alimentada por un manantial ofrecía forraje para el caballo y agua para ambos. Tras beber, Etsui se sentó mientras comía el caballo. El sol se estaba poniendo al oeste, pero pensó que probablemente podía viajar unas horas más antes de que se hiciese demasiado de noche. Cuando llegase a Nanashi Mura se mezclaría con los samurai Mantis que estaban en los bordes de las tierras del Clan Dragón y descansar durante unos días.

De repente, Etsui se despertó sobresaltado, parpadeando furiosamente mientras intentaba aclarar la oscuridad de su vista. Rápidamente se dio cuenta que se había dormido, que era de noche, y que no podía apartar la oscuridad parpadeando. Miró a su alrededor, intentando entender que le había despertado sin – lo comprobó – despertar a su durmiente caballo. Sabía que no era un Escorpión porque aún seguía vivo. A su alrededor no vio movimiento alguno, y el silencio de la llanura era absoluto. La luz de la luna parpadeaba, como si nubes pasaran corriendo ante la luna. Etsui miró hacia arriba para ver el tiempo que hacía y se quedó sorprendido por lo que vio.

La creciente luna estaba cerca del horizonte, rodeada por una aurora de luz anacarada. Mientras Etsui miraba, con la boca abierta de asombro, la aurora se dividió en bandas concéntricas de color perla y negro, y luego se volvió a formar. La propia luna se vio afligida, con negras sombras surgiendo de la sección oscura y que iban hacia la luz. En la mente de Etsui aparecieron las palabras del informe de Moshi Amika sobre la muerte de Yakamo. ‘Una sombra se dibuja sobre la luna’ – ¿la había llegado la batalla a la Dama Luna?

Mientras miraba la oscuridad derrocó a la luz, parpadeó, y se disolvió en un rayo de luz que cambió la luna de creciente a llena. Un momento más y se dio cuenta que la luna no había cambiado, pero que había un objeto plateado muy brillante cayendo hacia él.

Su instinto actuó, saltó hacia el caballo y agarró sus riendas. El objeto pasó por encima de su cabeza con un silbido que despertó al animal y este intentó escapar tras la explosión que hubo después. Etsui sostuvo con fuerza las riendas e intentó calmarle. Por el rabillo del ojo vio unos restos que volaban pro encima suyo, y agradeció a sus ancestros estar escudado por la depresión en la llanura.

Cuando Etsui había calmado al caballo se montó y se alejó de la hondonada, deteniéndose al borde para mirar a su alrededor. Hacia el oeste vio una brillante neblina que surgía del suelo. Espoleó a su caballo para que se pusiera a galope y se dirigió hacia allí.

A unas pocas millas la tierra empezaba a mostrar signos de violencia, con profundas arrugas en el rocoso suelo. Frías y relucientes neblinas giraban por doquier, volviéndose más densas al adentrarse en ellas. El caballo empezó a ponerse nervioso, solo yendo lentamente hacia delante cuando el lo espoleaba. Finalmente Etsui se rindió y desmontó. Atándolo lo mejor que pudo desenvainó su espada y andando se adentró en la niebla. Sabía que estaba siendo imprudente; el yojimbo de Amika casi había muerto luchando contra los varios espíritus que había liberado la caída de Yakamo, y él estaba aquí solo, pero algo en su interior le forzaba a seguir.

Llegó al borde de un gran cráter y se estremeció por el frío que surgía de el. La niebla era más densa y en algún lado, justo más allá del alcance de su oído, había una multitud de lejanos rumores de voces. Etsui se mojó los labios con la lengua y empezó a bajar.

La encontró tumbada en el fondo del cráter, tosiendo sangre. La mitad de su cara era de caliente carne, y la otra mitad era fría piedra negra. Mientras miraba la parte de piedra lentamente retrocedía y la carne estaba ocupando su lugar.

“Dama Luna,” empezó a decir y luego se detuvo, sin saber como continuar.

“Durante poco tiempo,” ella jadeó. “¡Maldito dragón! Que recuerde esto: reté una vez a la luna cuando amenazaba al Imperio y lo volveré a hacer si es necesario.” Volvió a toser, las gotas de su sangre brillando como rubís contra el frío suelo blanco.

Etsui la miró fijamente, recordando cada detalle del informe de Amika. “Dama Luna,” dijo, “¿queréis decir algo? ¿Algo que queráis que yo relate?”

Hitomi le miró despectivamente. “¿Y por qué debería decirte algo, Kolat? Mi divinidad me está abandonado, pero eso no significa que no sepa lo que has hecho – o lo que no has hecho.”

Etsui cayó de rodillas, puso las manos en el suelo ante él e hizo una completa reverencia formal, ignorando el tremendo frío. “Por favor, Dama. Dadme vuestro mensaje. Dadme… dadme otra oportunidad. La oportunidad de hacer lo que debería haber hecho la primera vez.”

La antigua Dama Luna le miró fijamente durante un momento, como si considerase sus palabras. “Dile al Dragón que ahora son libres,” dijo, su cara una mueca de dolor. “No se deben a nadie. Crean su propia senda. Deben… deben elegir. Que nada les desaliente. Que ya no vigilen. Que actúen.”

“Se lo diré, mi señora,” dijo. “¿Hay algo más?”

Hubo un silencio, y luego Hitomi respiró hondo. “Diles que construyan una muralla,” susurró. “Una muralla al norte.”

“¿Una muralla?” Repitió Etsui, mirándola. Su cara era ahora totalmente de carne, y ella agitó con determinación su cabeza. Luego cayó hacia atrás, sus muertos ojos fijos en la luna.

Etsui se volvió a inclinar ante la mujer que había retado a un dios. Luego se puso en pie y corrió por la ladera del cráter hasta el borde. Tenía un mensaje que entregar, y no se demoraría.